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Carretera al mar

domingo, 17 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Como una “curiosidad bibliográfica” calificó López Michelsen la novela Carretera al mar, del médico Tulio Bayer. La obra fue publicada en 1960 por Iqueima, editorial de Clemente Airó que tuvo notable desempeño, junto con su revista Espiral, como promotoras del mundo literario colombiano de mitad del siglo XX.

Por aquella época, López Michelsen se hallaba exiliado en Méjico y allí estableció relaciones con el empresario Alfonso Rojas Priego, con quien en 1956 se vinculó como productor asociado del largometraje Llamas contra el viento (versión libre del poema Canción de la vida profunda, de Barba Jacob). La afición del estadista por el cine volvió a manifestarse años después, durante su gobierno, al crear e impulsar la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine).

Cuando residía en Méjico, se interesó por llevar al cine la novela de Bayer, con quien simpatizaba por haber sido uno de los iniciales adherentes del MRL., y cuya obra fue catalogada como muestra elocuente de la violencia política que azotó al país en los años cincuenta. Sin embargo, el proyecto cinematográfico no se llevó a cabo.

El escenario de Carretera al mar es la zona que abarca los municipios antioqueños de Dabeiba y Anorí, muy conocida por el novelista por haber cumplido allí su año de medicina rural. El país vivía entonces la peor época de violencia partidista, flagelo que diezmaba pequeños pueblos, como los dos citados, donde liberales y conservadores se habían declarado una guerra a muerte que nadie detenía.

En esa región le correspondió a Bayer, como médico, sociólogo, escritor y futuro revolucionario, presenciar el desenfreno atroz de la barbarie fratricida que durante largo tiempo mantuvo aterrorizado al pueblo colombiano. Hasta tal grado llegaba el odio entre hermanos, que en muchos lugares de Colombia existía una competencia demencial sobre cuál partido ponía más muertos del bando contrario.

Cuando el joven galeno llegó a prestar sus servicios en Anorí, el boticario, que manejaba el poder político y económico del pueblo, lo llevó a su farmacia y le mostró los medicamentos que tenía en existencia –algunos obsoletos–, con la oferta de generosa comisión sobre cada fórmula que recetara de esas marcas. Por ese resquicio, al nuevo médico le llegó la ola de corrupción que reinaba en el vecindario bajo el mando del gamonal y sus secuaces.

Ahí comenzó la batalla del personaje de la novela contra la inmoralidad pública. El actor de la vida real no es otro que el propio Bayer, que se rebelará contra los abusos, los atropellos y la sinrazón que saldrán a su paso por todas partes. Luego empezaron a surgir en Anorí los sucesos de la violencia cotidiana que mantenía amedrentada a la población. Ampliado el panorama al territorio nacional, Colombia entera se debatía bajo el imperio de los odios, las venganzas y las corruptelas. El país se llenó de chusmas, de uno y otro partido, y se perdió el sentido de la vida.

Un significativo rasgo de la solidaridad del médico con la desgracia de los pobres lo constituye el ataúd comunitario que inventó en Anorí, hecho que representa no solo un episodio de novela, sino que pertenece a la realidad alucinante. Al descubrir que el municipio otorgaba una suma para costear la caja funeraria de los pobres de solemnidad, propuso a las autoridades que él mandaría fabricar por su cuenta un ataúd de calidad para prestar el servicio de velación a esas personas, las que serían luego enterradas sin ataúd. Así sucedió. A cambio, el municipio le entregaba en cada caso el respectivo auxilio, con el que compraba leche para los niños desnutridos que atendía en el hospital.

En su libro autobiográfico Carta abierta a un analfabeto político, narra las peripecias por las que pasó para conseguir publicar su novela. Dicha obra la comenzó a escribir en Puerto Leguízamo (me consta), donde trabajaba como médico del puesto de salud –antes de pasar a la dirección científica de Laboratorios CUP–, y la concluyó en Puerto Carreño, en diciembre de 1959, donde ejercía el mismo cargo oficial.

Pero el ministerio no le giraba los sueldos. Sin dinero, viajó a Bogotá con los manuscritos debajo del brazo y el alma alborotada. Tocó en muchas puertas, y en ninguna apareció el editor. ¿Cuántos escritores pueden darse ese lujo? A la postre, contrató con Iqueima, por cinco mil pesos, la impresión de dos mil ejemplares. El contado inicial le llegó, en forma providencial, de manos de sus tías las monjas.

Cuando tuve conocimiento de la novela, mi amigo estaba internado en el monte, al frente de un movimiento sedicioso. Vino después su año de cárcel y su destierro de Colombia. Mis esfuerzos fueron vanos para localizar la obra en las librerías. Nadie me daba razón de ella. Hasta que un golpe de fortuna me informó, en 1982 (22 años después de la edición del libro), que Vicente Pérez Silva –custodio de rarezas bibliográficas– lo tenía en su poder. Él me obsequió la fotocopia encuadernada que reposa con honores en mi biblioteca, cuya relectura me ha inspirado la presente crónica. ¡Así de misteriosa es la suerte de los libros!

Tulio Bayer es un hábil narrador de violencia. Su Carretera al mar, ahora olvidada, merece sitio destacado en la literatura testimonial de aquellos tiempos horrendos. Esa carretera de penetración por la selva húmeda, por la selva agresiva, hasta llegar al mar, está plagada de violencia. Con ella soñaron muchos colombianos. Se hizo con sangre inocente. En la novela aparecen los primeros signos de la sensibilidad social del escritor, la que determinó su rebeldía y le acarreó tremendos descalabros. A pesar de todo, él nunca desistió de su lucha y afrontó todas las adversidades, hasta su muerte solitaria en París, hace 25 años.

El Espectador, Bogotá, 16 de noviembre de 2007.

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Comentarios:

Carretera al mar me recuerda a nuestro querido Tulio. Abrazos grandes, Eduardo García Aguilar, París.

He leído con placer intelectual el artículo sobre Carretera al mar y me ha recordado aquellos tiempos de la violencia política que yo también viví en Cali cuando era redactor de El País, en el Valle, predio del famoso Cóndor, protagonista de otra novela de la violencia: la de Álvarez Gardeazábal. Alguna vez escribí sobre la novela de la violencia y di a conocer a otro autor desconocido que vale la pena que tú lo resucites a la literatura de hoy como hiciste con Tulio Bayer. Me refiero a Luis Castellanos Tapias, autor santandereano de la novela El alzamiento. Tu artículo me hace recordar a Clemente Airó, de quien fui amigo. Creo que contigo y Eduardo Durán estamos resucitando a los viejos valores de las letras, de la historia y de la política del medio siglo XX. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

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El último encomendero

jueves, 14 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El tema de la colonización antioqueña, que cuenta con amplia bibliografía representada en textos de historia, novelas, cuentos, poemas y múltiples expresiones del folclor popular, presenta nueva versión en El último encomendero, del escritor tolimense Luis Eduardo Gallego Valencia, persona que por otra parte tiene estrechos nexos ancestrales y afectivos con los departamentos del Quindío y Caldas.

La colonización antioqueña está considerada como uno de los sucesos más notables y conflictivos del siglo XIX, que llevó a grandes masas de población a desplazarse, en busca de los terrenos baldíos, por el sur de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Tolima, norte del Valle, Chocó y otras regiones. Esas muchedumbres de trashumantes tuvieron que desafiar toda suerte de penalidades, como la del medio ambiente, plagado de fieras y plagas agresivas, y la de los terratenientes, que trataban a los colonos como esclavos y se rehusaban a concederles la propiedad legal de los predios trabajados en medio de  sudores y lágrimas.

Mientras los poderosos protegían con prepotencia las grandes extensiones de tierra llegadas a su poder en virtud de alguna merced real o concesión, los desheredados no conseguían una pequeña franja para morar con su familia y poder subsistir. Los primeros defendían sus títulos documentales, y los segundos reclamaban el derecho a la propiedad que les otorgaba la ley del trabajo. Pelea implacable entre ambas partes, que originó a lo largo de muchos años un permanente clima de malestar y rencor de los peones, y de represalia y hostigamiento de los potentados.

Gallego Valencia sitúa la acción de su novela en una parte de la cordillera central andina, entre los ríos Arma y Chinchiná, y mueve a sus actores (que son los mismos personajes de la realidad, pero movidos en ocasiones por los hilos de la ficción y de la probabilidad histórica) en penosas travesías que los conducen a sembrar cosechas, fundar pueblos, aglutinar a sus familias dentro de las parcelas conquistadas y crear mecanismos de defensa. Al paso de los transeúntes van apareciendo poblaciones como La Ceja, Salamina, Aranzazu, Aguadas, Pácora, Neira.

Cuenta el escritor que esta novela histórica, o historia novelada, le surgió en el viaje que hizo en compañía de su hermano Alirio por el norte de Caldas, cuna de sus antepasados, cuya geografía e historia deseaba mostrarle en el propio teatro de los acontecimientos, para que captara el espíritu de la colonización antioqueña oculto en aquellos parajes abruptos. Su hermano, fuera de profundo conocedor de esos hechos, era cifra prestante de la cultura quindiana.

Ese fue el primer toque en la sensibilidad del futuro novelista, quien a partir de ese momento se dedicó con pasión a leer numerosos libros sobre la materia, a buscar  información en enciclopedias y bibliotecas, a escuchar opiniones y a forjarse, como conclusión, su propio criterio para la escritura de El último encomendero, libro que hace parte de la trilogía de novelas que ha bautizado con el nombre general de Reminiscencias de la colonización antioqueña.  En los próximos días aparecerá el segundo título, El enigma del Nevado, memorias de un espíritu radical, que describe la colonización antioqueña en el norte del Tolima y hace una semblanza de la personalidad legendaria del general Isidro Parra.

Son tres las principales figuras históricas que actúan en la novela comentada: Juan de Dios Aranzazu, hombre de amplia cultura y gran influjo político (llegará a ser presidente encargado de la República), quien ha recibido como herencia una poderosa merced real; Cosme Elías González, el último encomendero, malvado y cruel, y que proviene de una casta de latifundistas que ejerce su poder tiránico desde mucho tiempo atrás; y Fermín López, hombre sencillo y tímido, a la vez que arrojado y valiente, que se vuelve el adalid de miles de colonizadores que a lo largo de diez años se rebelan contra los atropellos y las injusticias que los oprimen.

Los historiadores destacan a Fermín López como héroe de la gesta colonizadora y le asignan el título de “moisés antioqueño”, por encarnar al precursor de la conquista lograda para las legiones de labriegos desposeídos. Con su victoria, los campos baldíos entran a producir riqueza nacional y a beneficiar a sus trabajadores, no sin antes haber sido sometidos éstos a vejámenes sin cuento y a enredados pleitos judiciales por la posesión de la tierra.

Gallego Valencia pinta en su novela, con colorido y el empleo de  lenguaje castizo y vigoroso (que a veces parece no permitir resuello en la lectura, sujeta a párrafos extensos y a la ausencia de diálogos), el clima de perturbación, penuria y sacrificio que sufrieron los primitivos pobladores en busca de una esperanza de vida. La obra define con propiedad los lugares, objetos y costumbres reinantes. Hay viveza en la narración y tino para plasmar el temperamento de los personajes. Sin duda, es la fiel interpretación del ambiente de aquella época borrascosa. Esa debe ser la novela histórica en su reto de reflejar la temperatura de los tiempos.

Parece como si el autor hubiera conocido palmo a palmo los ásperos caminos transitados hace dos siglos por miles de héroes anónimos. Son los mismos caminos, ya ‘civilizados’ en la época moderna, que el escritor recorrió para husmear las huellas de la historia, como lo hizo Flaubert sobre las ruinas de Cartago antes de escribir Salambó.

El Espectador, Bogotá, 26 de octubre de 2007

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Comentarios:

Me latió deprisa el corazón mientras leía tu artículo signado del bello estilo literario, la capacidad de síntesis y la ilustración del ensayista consumado. Luis Eduardo Gallego Valencia.

Al leer tu reseña magnífica dan ganas de salir corriendo a leer esa novela que narra las peripecias de nuestros antepasados. Yo nací en Cali, pero mi padre era de Jericó (Antioquia), y mi madre de Risaralda (Caldas); así que me tocan en el corazón estos temas de la colonización antioqueña en el Viejo Caldas. Alfredo Arango, Miami.

Excelente análisis de la novela sobre un tema apasionante y casi siempre mal interpretado. Jorge Mario Eastman, Bogotá.

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Letras de Tuluá

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Por gesto amable de Óscar Londoño Pineda, el cronista de Tuluá, he conocido algunas obras de escritores de su tierra, a las que dedico esta columna. Ante todo, registro la salida del cuarto tomo de la serie Tuluá, visión personal, en la que el propio Londoño, con alma emotiva y memoriosa, viene concatenando menudos y grandes sucesos de su patria chica, con especial mención de los personajes literarios y sus realizaciones. Este trabajo constituye pieza valiosa para el estudio de la historia regional.

Durante la violencia partidista que se recrudeció en el país en los años 50 del siglo pasado, Tuluá fue escenario de horrendos sucesos protagonizados por los llamados “pájaros” (sinónimo de matones). Etapa turbulenta que movió a Gustavo Álvarez Gardeazábal a escribir su novela Cóndores no entierran todos los días. Con el fondo de aquella violencia fratricida que dejó en el país una mortandad escalofriante, Fernando Charry Lara elaboró uno de sus más bellos poemas: Llanura de Tuluá.

Hay otro libro que dibuja con agilidad y crudeza aquellos episodios: Horizontes cerrados, de Fernán Muñoz Jiménez, nacido en Tuluá en 1932 y muerto de manera prematura en 1978. Es una breve obra –de 124 páginas– que se publicó en 1954. Al comienzo aparecen unas palabras de Camilo José Cela, futuro nóbel de literatura, quien visitó a Cali en 1953, y dice lo siguiente sobre el autor: “Un artista de la prosa y un desvelado cantor de emociones. Salud, prosista condenado a tu puebluco para expresar el encanto de su monotonía”.

Muñoz Jiménez ofrece capítulos patéticos sobre la barbarie que le correspondió vivir en medio de disparos, carros fantasmas, asesinatos,  cadáveres tirados a los ríos o colgados de los árboles, desolación y miedo. Los zarpazos del sectarismo político mantenían asustada a la población, y la respuesta a tanto salvajismo era la impunidad. Colombia era una hoguera de odios y terror. La novela, conocida hoy por poca gente, y que es el testimonio de una época demencial, merece ser reeditada.

La Unidad Central del Valle del Cauca ha rescatado otro libro valioso –y olvidado–, de Mercedes Gómez Victoria, nacida en Tuluá en 1837 y quien en 1889 –hace 116 años– editó dicha obra con el título Misterios de la vida. Siempre se ha dicho que Soledad Acosta de Samper fue la primera mujer colombiana que puso en circulación una novela. Esto no es así: Soledad publicó su primer libro de ensayos en 1895 y su obra novelística apareció en los inicios del siglo XX. Se le adelantó la escritora tulueña.

Misterios de la vida, basada en la propia realidad de la autora, es una crítica contra la irresponsabilidad de los padres que descuidan a sus hijos. Los tres personajes centrales de la narración son hijos expósitos, como lo fue la novelista. Con tal condición, ésta plantea pautas de comportamiento social como soporte de la familia.

Omar Franco Duque, escritor, periodista y elemento cívico de amplia trayectoria en sus lares nativos, recoge una sabrosa muestra de la idiosincrasia local en el libro El humor en las letras de Tuluá. Por este trabajo me entero de que su comarca ha sido favorecida con grandes humoristas que, al igual que los miembros de la Gruta Simbólica, conjugan la existencia con gotas de gracia y sapiencia, como píldoras de buena vida.

Eminente personaje del pasado tulueño es Carlos E. Martínez Martínez, muerto en 1960 a la temprana edad de 44 años, y que cumplió destacada actividad cívica, pedagógica, periodística y literaria. Escritor culto y castizo, dejó obra refinada que no alcanzó a publicar en su totalidad, y que con el paso del tiempo, de modo inexplicable, se perdió en buena parte. Dos de sus poemas son de antología: In memoriam y En un álbum. Además, compuso la letra del himno de Tuluá.

Su sobrino Carlos Ochoa Martínez acaba de publicar una obra esmerada donde describe el itinerario de su tío y recoge una selección de su quehacer poético, programa que contó con el patrocinio de la Alcaldía de Tuluá y la vinculación de la Cámara de Comercio. Libro de grata lectura, que permite valorar el desempeño humano e intelectual de una figura olvidada.

Tuluá muestra con estos y otros libros, al igual que con revistas y otras expresiones, permanente afán cultural, que realizan con brillo sus hombres de letras y fomentan las autoridades con amor al arte.

El Espectador, 11 de octubre de 2005.

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Comentarios:

Tuve el día de hoy la fortuna de encontrar su columna titulada Letras de Tuluá. Quería solicitarle su autorización para reproducirla en nuestro periódico La Variante. Somos un medio nuevo, de circulación semanal en más de 20 municipios del Valle del Cauca. No me cabe la menor duda de que su magnífica columna tendría el mayor interés en nuestra comunidad. Ivanov Russi Urbano, Tuluá.

He leído con enorme fruición su admirable artículo. Gracias por Tuluá y por todos los escritores cuyas obras comentas con excepcional maestría y prodigioso poder de síntesis. Carlos Ochoa Martínez, Bogotá.

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García Márquez, ¿plagiario?

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Germán López Velásquez, director de la revista Mefisto, escribe un vehemente ensayo donde sostiene que Memoria de mis putas tristes, la última obra de  Gabriel García Márquez, es un plagio de la novela La casa de las bellas durmientes, del japonés Yasunari Kawabata, premio nóbel 1968. Y formula graves afirmaciones, como las siguientes:

“García Márquez, con Memoria de mis putas tristes, estafa conciencias literarias. Muy bueno que se diera el dato de las utilidades de esa estafa por parte de la Editorial Norma. El libro es un hijo bastardo de Gabo… El argumento de Memoria de mis putas tristes es exactamente el mismo de La casa de las bellas durmientes”.

Leí el ensayo con interés y desazón. Frente a la inquietud que despierta la  acusación de López Velásquez, lo indicado es conocer la obra del japonés para confrontarla con la del colombiano. Sin embargo, aplacé la compra del libro por ser hoy exagerado su precio: por el breve volumen de 150 páginas, publicado en España, las librerías están cobrando $ 53.000. Si la edición fuera colombiana, no valdría más de $ 15.000.

Por supuesto, quedé estupefacto ante la posibilidad de que García Márquez pudiera incurrir en el exabrupto del plagio. De todos modos, la controversia es interesante y merece que se ventile en centros académicos y foros literarios. Para contribuir a dicho propósito, retransmití a varios de mis amigos el ensayo de marras, y algunos me expresaron valiosas opiniones.

Desde Medellín, el escritor y periodista Hernando García Mejía, gran lector de literatura colombiana y mundial, dice: “Lo de la última novela de Gabo es cuento viejo. Desde el principio se sabía que se inspiró en La casa de las bellas durmientes del japonés. Lo de plagio es excesivo y, personalmente, no le doy ninguna trascendencia a ese debate trasnochado.

“Lo que sí me parece es que Yasunari Kawabata, a quien leo desde la juventud, es superior a Gabo como escritor. Gabo es hojarasca efectista y retórica, y Kawabata, esencialidad trascendida en profundidad. Yo plantearía la discusión desde el estilo, aunque tampoco parece admisible, habida cuenta de que, como reza el aforismo, ‘El estilo es el hombre’. Y un hombre que escribió El coronel no tiene quien le escriba –¡qué envidia, por Dios!– merece respeto”.

Jorge Consuegra, reconocido crítico literario y promotor cultural, manifiesta: “Siempre he creído en la opción de la crítica, y el reclamo, el comentario, son válidos en todos los campos. Y creo que García Márquez no ha plagiado. Él, antes de Cien años de soledad, lo dijo: ‘Me encanta La casa de las bellas durmientes y me gustaría hacerle un homenaje’. Y lo hizo”.

Desde Armenia, Carlos Fernando Gutiérrez, columnista de La Crónica del Quindío y literato, dice: “Pienso que hay que leer la novela del nobel japonés, para hacerse un criterio más personal y menos apasionado que el escrito por el director de Mefisto. Algunos han planteado que la mejor literatura son reescrituras”.

Por su parte, Borges recomienda evitar “la confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero”.

Hernando García Mejía tuvo la gentileza de facilitarme una novela exquisita de Kawabata: Lo bello y lo triste –edición de Ultramar Editores, Barcelona, 1985–. Obra que, junto con País de nieve –que leí hace mucho tiempo–, me permiten corroborar el concepto de que el autor es un enorme novelista, tal vez el más representativo de Japón.

Nació en Osaka en 1899 y se suicidó en Zushi en 1972, en el pequeño apartamento que poseía frente al mar. Cuatro años antes de su muerte había obtenido el Premio Nóbel de Literatura. Antes de los 15 años de edad murieron, en forma sucesiva, sus padres, su única hermana y sus abuelos. A raíz de su juventud desolada, fue un ser solitario e introvertido.

Su estilo se caracteriza por la sutileza con que maneja las historias, la agilidad de los relatos, la técnica de los diálogos, las dosis de sicología con que actúan los personajes. Y como aspecto fundamental de la buena novela, la trama excitante de los argumentos, urdidos con habilidad y delicadeza, para que el suceso atrape al lector y lo mantenga en suspenso hasta la última página.

Artífice de la “novela miniatura”, es un placer leerlo. La brevedad y dinámica de sus relatos es todo un monumento en las letras japonesas. Aprendió que el vigor de la acción narrativa se consigue con ahorro de palabras innecesarias, por más bellas que suenen al oído (lo cual es más propio de la poesía), y con precisión y gallardía del estilo. Para Kawabata, la hojarasca literaria no existe. Ahí está su gloria.

El Espectador, Bogotá, 6 de septiembre de 2005.

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Comentarios:

Muy buena tu columna. Yo tengo las bellas durmientes y aunque el tema es el mismo, no puede considerarse un plagio. Y eso que a mí García Márquez, como persona, no me gusta. Carlos Arboleda González, Manizales.

Plenamente sensato y pertinente tu artículo sobre Gabo y sus tristísimos putas tristes. Como tú sabes, los idólatras de Gabo son muchos, pero sospecho que la gran mayoría ni siquiera lo han leído como se merece. Espero no haber sido  demasiado injusto con él, pero, qué diablos, eso es lo que pienso después del deslumbramiento de El coronel no tiene quien le escriba. Hernando García Mejía, Medellín.

Desde un principio supe que no todo el mundo iba a estar de acuerdo. Eso es normal. De todas maneras, lo importante es continuar un análisis, una evaluación. Borges dijo que una cosa es recrear una historia literaria y una muy distinta calcar. Decía que un escritor nunca debía calcar a otro, que el escritor surgía de su propio interior. Sostengo que García Márquez calcó. Su escrito enriquece sobremanera el debate. Germán López Velásquez, director de la revista Mefisto, Pereira.

La verdad, me encanta García Márquez, pero esta novela en particular me decepcionó. Además, considero que el título no tiene nada que ver con el contenido. Creo que las palabras grotescas le encantan a mucha gente hoy en día: quizá se trató de una alternativa publicitaria para llegar a muchísimas personas. Para mí su obra cumbre por excelencia, conmovedora, es El amor en los tiempos del cólera. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Sanín Echeverri: 5 en conduca

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Alguna dama pudibunda le bajó la nota que Jaime Sanín Echeverri le dio a Helena, la protagonista de Una mujer de 4 en conducta, y le puso 2. Por mi parte, leída la novela muchos años después que lo hizo la dama inconforme (y debo confesar que es imperdonable mi tardanza en llegar al libro del notable escritor antioqueño), no dudo en asignarles, tanto a él como a su novela, un 5 redondo.

La Medellín de comienzos del siglo XX, donde se desarrollan los sucesos, apenas comenzaba a romper los moldes de la aldea. Sus costumbres sociales se movían dentro de estrechos linderos parroquiales, bajo la severidad religiosa que gobernaba la vida de la tradicional familia antioqueña. Esto determinó que la irrupción de una mujer de la vida airada, llena de garbo, seducción y peligroso desenfado, provocara escándalo en aquella puritana sociedad de rezo diario y pecados ocultos.

Retrocediendo en el tiempo, y sin salirnos de los cánones exagerados que marcaron la pauta en otras épocas de ingrata recordación, podemos recordar el caso de Virginia, la protagonista de la única novela de Barba Jacob. El borrador de la obra fue confiscado por el alcalde de Angostura –y luego quemado, se supone–, al considerar que los amores de la bella e ingenua campesina atentaban contra la moral pública. Por Dios: se trataba de amores castos, pero que fueron deformados por la lente inquisitorial de un alcalde burdo, incapaz de entender la obra literaria.

Sanín Echeverri enfrentó también la censura de su época, pero por fortuna no se le atravesó ninguna autoridad mojigata y pirómana. Que si así hubiera ocurrido, lamentaríamos hoy, como en el caso de su paisano Barba Jacob, la pérdida de una joya literaria. El creador de Una mujer de 4 en conducta, fuera del acto de valor que tuvo al publicar la novela, lanzó con ella un mensaje contra las injusticias y desequilibrios imperantes en aquellos días. Se adelantó a su época.

Su libro es un retrato de la Medellín de antaño, rodeada de campos edénicos y hábitos sencillos, de donde brota una linda campesina, candorosa como las flores silvestres de la tierra, que se vuelve la provocación de los hombres. Ignorante de letras y desprevenida contra la maldad humana, su fragilidad es aprovechada para sembrarle embarazos indeseados y dejarla rodando por los caminos de la pobreza y la prostitución.

 Helena conoce la vida borrascosa, trocando la paz de la vereda por la turbulencia de la ciudad. Surge en la Medellín de las ficciones y los nacientes esplendores como testimonio vivo de la comedia humana. Esa comedia la han ofrecido en sus obras los grandes novelistas del mundo en su compromiso perenne con la sociedad. Nada nuevo descubre el escritor antioqueño, pero lo hace con novedad y bello estilo, dotes que le dan vida a un relato sencillo, primoroso y de apasionante interés.

Los dramas sociales son los mismos en cualquier latitud y en cualquier época de la historia. La prostitución, la miseria, el vicio, la usura, la explotación, la crueldad del hombre caminan por todos los escenarios del planeta. Y se disfrazan, lo mismo que en la cristiana sociedad pintada por el novelista antioqueño, entre conventos, misas, imágenes de santos, golpes de pecho, licores finos y los  refinados oropeles de la burguesía.

Ese fue el ambiente que retó Sanín Echeverri, y por eso algunas voces de protesta se dejaron sentir al aparecer su denuncia, que contenía –y contiene– verdades rotundas. Por esa razón una dama timorata le bajó a 2 la nota a Helena.  (Bien ha podido, claro está, castigarla con el 0 absoluto. ¿Por qué no lo hizo? Tal vez su conciencia vacilante, con algún asomo de piedad religiosa, no se lo permitió).

Helena Restrepo –su borrado nombre de pila– encarna a cualquier ramera del mundo. Es la linda campesina de otro tiempo que ha tenido que encubrirse, para falsear su identidad pisoteada por los hombres, con los alias de Carmen Bedoya, o María Restrepo, o Doris de La Fontaine, o la Nena, a secas. Rótulos pasajeros, tan cambiantes como la propia rotación de su clientela itinerante: un espejo de la sociedad envilecida que le permitió a Jaime Sanín Echeverri escribir su novela ejemplar.

El Espectador, 17 de agosto de 2005.
Academia Colombiana de la Lengua, No. 217-218, Bogotá, 2005.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 9, febrero de 2006.

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