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Ráfagas de silencio

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Siento profunda alegría al poner hoy en circulación mi quinta novela, dentro de los 12 libros que llevo publicados, titulada Ráfagas de silencio.

Hace 36 años aparecía en Armenia mi primer libro, Destinos cruzados, novela de juventud escrita en el sosiego recoleto de Tunja, y que había mantenido oculta durante largo tiempo, ante la indecisión de revelar mi clandestina pasión por las letras del espíritu, cuando mi vida laboral giraba alrededor de las letras de cambio como gerente de un banco. Estas dos atmósferas resultan incompatibles, y suele una de ellas ahogar a la otra, si bien ocurren aisladas excepciones que posibilitan su coexistencia, como sucedió en mi caso particular.

Quiso la suerte que aquella novela inaugural fuera leída por Fernando Soto Aparicio, escritor de alto vuelo en los campos de la narrativa y de la poesía, y quien además, como avezado libretista de televisión, le encontró mérito para volverla telenovela nacional, lo que ocurrió en 1987, hace 20 años. Con dicha obra inició RCN la serie de telenovelas que entretienen a extenso número de colombianos.

A lo largo de los años, mi amistad agradecida y fraternal con Soto Aparicio no ha conocido eclipses, y se ha fortalecido. Abrigados por gratificante clima de solidaridad, hemos sabido compartir los regocijos y sinsabores que ofrece el duro oficio de escribir. Ahora, mi nueva novela se ve enaltecida con el brillante prólogo suscrito por mi ilustre paisano boyacense.

Ráfagas de silencio es novela que he madurado y consentido a través de los años, y representa un canto emotivo a la selva, esa selva seductora e inclemente, a la vez que sensual y poética, que viví hace 50 años en los recónditos confines del Putumayo. A esa selva embrujada, “esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina”, glorificada por José Eustasio Rivera en La vorágine, regreso hoy, para mi propio solaz, en las páginas de este libro.

También quiso la suerte, como en el caso de Fernando, que conociera en aquellos parajes abismales a un simpático y extraño personaje que después se volvería leyenda en la historia de las luchas sociales que han estremecido la vida del país. Se trata de Tulio Bayer, médico recién llegado de Manizales, con alma de quijote y vocación de mesías, que realizaba, con altruismo conmovido, su noble misión como jefe del puesto de salud de Puerto Leguízamo, mientras yo trabajaba en el único banco que existía en el pueblo.

A pesar de la disparidad de edades y de nuestros temperamentos diferentes, nació entre los dos estrecha amistad, animada por el diálogo constante y la presencia de temas múltiples de común interés, nunca opacados por el choque ideológico y menos por la pasión sectaria. Nuestras cotidianas tertulias florecían con la inquietud intelectual, que fue el nervio sensible que armonizó nuestro destierro selvático, y se humanizaban frente a las angustias que vivían los desamparados habitantes de aquellas fronteras anémicas.

Puerto Leguízamo fue la antesala que años después llevaría a Bayer a manifestar su inconformidad social en otras selvas colombianas. Pero el germen de la insatisfacción lo llevaba desde los días en que presenció la miseria de los pacientes que atendía en el hospital San Vicente de Paúl, de Medellín, y años atrás, cuando en el Colegio de Nuestra Señora, de Manizales, fue objeto de discriminación e injusticias.

De entrada, no tenía por qué saber que aquella figura flaca y desgarbada, y aquel rostro con palidez de cera, y aquella grandilocuencia con que expresaba sus ideas,  correspondían al médico recién desalojado de Manizales como secretario de Salud Pública, a raíz de sus denuncias contra una serie de desafueros cometidos por personajes de la alta sociedad caldense.

Hay seres que nacen predispuestos a la rebeldía, tal vez por poseer alto grado de sensibilidad humana. Esta característica convirtió a Tulio Bayer en defensor incondicional de los desheredados. Y al mismo tiempo en víctima de su espíritu idealista.

Tales hechos los conocería yo al correr de los días y al calor de nuestra franca amistad. Y los leería, con mayor sindéresis, en Carta abierta a un analfabeto político, texto autobiográfico donde explica los motivos de su descontento y describe sus luchas aguerridas y extenuantes, casi siempre solitarias, con que pretendía combatir el atropello y la explotación y defender a los menesterosos. Bayer hizo parte de los movimientos insurgentes que en los años 60 llevaron a líderes como el Che Guevara y Camilo Torres a buscar un gran cambio social en los países latinoamericanos. Y no lo consiguieron.

De Puerto Leguízamo pasó a ser jefe de farmacología de Laboratorios CUP. Especializado en esta materia en la Universidad de Harvard, estaba llamado a ser destacado científico. Pero el destino le señaló otra ruta. Después fue cónsul en Ayacucho (Venezuela). Y luego organizó una guerrilla en las selvas del Vichada. Tras el fracaso de sus luchas y la frustración de sus sueños, se radicó en París como refugiado político, por cerca de dos décadas, hasta su muerte, a la edad de 58 años.

Al conocer en junio de 1982 la noticia de su fallecimiento, escribí sentida columna en El Espectador, de donde copio lo siguiente:

“Fue una vida ardiente, combativa y sin reposo. Sufrió hambres, cárceles, afrentas. Pero no desistía de su denuncia social. ‘Yo he sido toda mi vida un luchador contra el abuso y la explotación’, lo ratifica categóricamente al final de sus días. Con esa convicción libró sus tenaces y desproporcionadas batallas. Lo afligía la suerte de los humildes. Lo sublevaba la arrogancia de los poderosos. No se doblegaba ante el halago ni la adversidad. No lo convenció el esplendor ni se dejó tentar por la fama.

“Hubiera podido ser brillante político o eminente hombre de ciencia. Prefirió ser ideólogo. Devorador de libros y dueño de vasta cultura, así entendía mejor la condición humana. Y como su voz se perdía en el vacío, escribió su verdad. Iba por el cuarto libro, y la muerte le truncó otros importantes proyectos. ‘Dejo mis libros como testimonio de un hombre que morirá como ha vivido: como territorio libre del cosmos’, me dice en una de sus cartas.

“En París se empeñó en estudiar los peligros que se ciernen sobre el planeta por la contaminación ambiental. La destrucción progresiva de los recursos naturales lo preocupaba para Colombia, una nación sin conciencia ecológica.

“Tulio Bayer, tertulio apetecido de destacadas figuras de las letras y la política del país, actor de sonados sucesos guerrilleros, y esencialmente ombre de combates ideológicos y de agudas controversias, ha muerto solitario en París. No era comunista militante, ni lo fue nunca. Se había decepcionado de Cuba y de la Unión Soviética. Yo solía recordarle que se había equivocado de estrategias. Pero siempre creí en la sinceridad de sus luchas. Su posición en la vida no fue nada cómoda, pero él prefería la inconformidad a la entrega. Era especialista en bancarrotas y no lo asustaban los fracasos.

“Cuando supe que le habían suprimido el tabaco, el coñac y la sal, presentí que estaba próximo su final. Al comienzo del año (1982) escribí La Patria ajena, nota que lo conmovió hondamente. Me dijo que era el primer artículo en la prensa colombiana que ‘defendía a Tulio Bayer, su obra, su lucha vital’. Y agregó que, acostumbrado a recibir de la barrera opuesta palos y piedras, un ramo de flores lo desconcertaba.

“Se sentía nostálgico de la Patria. Me confesó que se consideraba sin suerte histórica y que las batallas que había librado las había perdido. Pero que aun perdidas, algún día se tomaría conciencia sobre su significado. No me cabe duda de que Tulio Bayer fue gran patriota. Sentía dolor de Patria. Se equivocó de caminos. Pero no de objetivos. Su vida es un enigma difícil de descifrar. Yo creo poseer algunas claves, sobre las que pienso trabajar, que me explicarán su rebeldía, su desacomodo en la sociedad. Hombre inquieto, fogoso, tenaz, sentimental, nunca desfalleció en sus principios. Es, por tanto, una vida admirable, aunque infortunada”.

Dentro de mi código de lealtades, la novela Ráfagas de silencio está dedicada a Tulio Bayer, en los 25 años de su muerte. Al hacer este dibujo sobre la selva, no podía dejar de elaborar, con el recurso prodigioso de la ficción mezclada con la realidad, la semblanza del médico revolucionario y filántropo extraviado en las marañas de los montes, y de la propia vida, con quien me tropecé un día frente a las aguas pesarosas del Putumayo.

El Espectador, Bogotá, 27 de julio de 2007.

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Tierra de Caín

viernes, 26 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Medio siglo después de su primera edición (1954), vuelve a aparecer la novela Sin tierra para morir, de Eduardo Santa, la que obtuvo entonces grandes comentarios que la calificaron como certero documento sobre la violencia que vivió Colombia en aquellos días. Entre esos enfoques se destacan los de Jaime Mejía Duque, Próspero Morales Pradilla y Carlos Medellín, analistas de la vida intelectual del país, y a ellos se suma el de Sulejman Redzepagic, que tradujo la novela al serbio para una edición en dicho idioma, y en 1959 la comentó en la página literaria de El Tiempo. Más tarde la obra fue publicada en esloveno.

Eduardo Santa tenía veinticinco años cuando escribió esta novela-testimonio. En su tierra natal -Líbano-, uno de los lugares más azotados por la violencia partidista, el escritor fue testigo de lo que significaba el imperio del gamonalismo en la vida colombiana. Los odios desatados bajo el fragor de la pasión sectaria teñían de sangre la tierra tolimense, y eso mismo acontecía en la inmensa mayoría del territorio nacional. En aquellos días turbulentos los colombianos no se peleaban por las ideas, en franca lid, sino por los colores banderizos, con tiros asesinos.

La implacable ola de atrocidades de mitad del siglo pasado, cuando el partido de gobierno era el conservador, cobró infinidad de víctimas en el liberalismo. Las masacres continuas impusieron una era de ferocidad sanguinaria. Se señala al caciquismo pueblerino de ser el mayor impulsor de la violencia, porque era bajo el rescoldo de rencores incurables que se prendían en campos y aldeas las grandes hogueras de la destrucción fratricida, que luego saltaban al país como chispas incendiarias que nadie apagaba.

Leyendo el libro de Santa revivimos los cuadros nefastos de la maldad heredada de Caín, la misma barbarie que motivó a Eduardo Caballero Calderón para escribir sus novelas y crónicas sobre la violencia en el norte de Boyacá, que él vivió en carne propia y luego llevó a su obra como muestra de la peor brutalidad del ser irracional. Uno y otro escritor, y varios más que se ocuparon del mismo tema, dibujan la Colombia sangrante que se destrozaba bajo los instintos sórdidos del hombre-fiera.

En Sin tierra para morir el novelista rescata para los días actuales, con maravilloso poder narrativo, la estampa olvidada de los odios políticos que hace medio siglo ensombrecían el panorama nacional con episodios espeluznantes. Se trata de un documento sociológico de gran realismo, que interpreta la historia cruel del país de matones. Se vivía bajo el clima de las retaliaciones atizadas por el ciego sectarismo político. Situación que poco se diferencia del momento actual, convulsionado por otros móviles rastreros. La sangre, el odio, la crueldad, la sinrazón, y siempre el exterminio del hombre, son las pasiones ancestrales que nos impiden convivir entre hermanos.

Unas veces eran los conservadores los que mataban a los liberales, y otras los liberales a los conservadores. Había regiones donde unos días amanecían tres liberales asesinados en la plaza del pueblo, y al siguiente la cifra se superaba con cuatro conservadores, y así sucesivamente. En esa forma los odios profundos se fueron inoculando en las familias. Colombia ha sido país de fieras. País de cafres lo llamó Echandía.

Baste recordar las cuarenta y nueve guerras civiles que tuvieron lugar en el siglo XIX, después del grito de la Independencia, donde los dos partidos se alternaban en el predominio del poder sectario, del poder homicida. ¿Hubo algún cambio sustantivo en el siglo XX? Tal vez se aplacaron las venganzas con la llegada del Frente Nacional, después de la dictadura militar, y del ‘sinpartidismo’ de los últimos años, pero el país siguió sufriendo el poder de las clases dominantes contra los marginados.

La novela de Santa se sitúa en la violencia conservadora que torturó a su pueblo en los funestos años cincuenta. Sin embargo, en otras partes o en otros tiempos los hechos fueron al revés: eran los liberales los que arremetían contra los conservadores. En fin: hijos de Caín. Ya los colombianos no se matan a cuchillo o a tiros por ninguno de los partidos, sino con bombas y metralletas modernas,  por la ambición del dinero o el negocio de la droga. O se matan por nada. El país sólo ha cambiado en los métodos de sevicia.

La novela de Santa es retrato exacto sobre un tramo conflictivo del gamonalismo que nos dejó el pasado. Tramo horroroso, de ingrata recordación. Guerra a muerte entre dos bandos irreconciliables -que hace recordar la guerra decretada por Bolívar contra los españoles-, épocas que quisiéramos no se repitieran, si bien el horizonte de nuestros días es mucho más tétrico que el de hace medio siglo, y tan sangriento como el de toda la bárbara historia colombiana.

El Espectador, Bogotá, 6 de marzo de 2003.

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La guerra en todas partes

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El médico y escritor Jaime Restrepo Cuartas, exrector de la Universidad de Antioquia y actual representante a la Cámara, acaba de publicar, con el auspicio de la Universidad EAFIT y de la Universidad del Valle, la novela que lleva por título La guerra en todas partes, que gira en torno de la vida y las andanzas de su colega de la medicina Tulio Bayer.

Ambos somos conocedores de la personalidad del médico guerrillero: él lo expresa en su obra en comentario, y yo lo hice en la novela Ráfagas de silencio, editada hace un año como homenaje a Tulio Bayer en los 25 años de su muerte en la ciudad de París. Sabemos de su carácter quijotesco, de su espíritu rebelde y sobre todo de su fibra social. A Restrepo Cuartas le hago el siguiente comentario sobre su novela en circulación:

Al recibir su novela sobre Tulio Bayer –La guerra en todas partes–, suspendí la lectura del libro que tenía entre manos –La montaña mágica, de Thomas Mann–, para sumergirme por un par de días en el mundo apasionante y turbulento del médico guerrillero. Fíjese usted en esta casualidad: tanto La guerra en todas partes como La montaña mágica se desarrollan en ambientes signados por la tragedia, y en cuanto a la parte física de los personajes se refiere, ambas obras giran alrededor de actores del dolor atacados por disfunciones de los pulmones y del corazón.

Ha escrito usted una excelente semblanza sobre lo que fue la vida atormentada de Tulio Bayer. Lo describe a la perfección, siguiendo en buena parte de la obra las vivencias exactas del galeno, y en otros tramos de su existencia, donde utiliza la ficción para forjar situaciones probables, presenta hechos de absoluta coherencia. Esa es la misión del buen novelista: crear la temperatura, la realidad humana, la historia creíble y bien concatenada. El novelista es el mayor historiador del tiempo.

Como investigador de facetas ocultas del médico andariego y revolucionario, y por otra parte narrador conspicuo de los hechos que surgen a su paso, usted se convierte, además, en personaje de la propia historia, pues a lo largo de las 194 páginas de la obra se siente su presencia muy cercana al protagonista. En algunos episodios habla con él, lo aplaude o lo censura, y al lector se le olvida que usted es el autor omnisciente de la novela y lo mira como un personaje más, sobre todo cuando los hechos ocurren en el campo de la medicina y se desenvuelven, por consiguiente, con fluida autenticidad por parte de dos oficiantes de la noble profesión.

Sus pesquisas tras los rastros de Efraín Peláez en averiguación de los años juveniles de Tulio Bayer, cuando comenzó sus estudios de medicina en Medellín, son fantásticas. Esto de irse, como afinado sabueso, detrás de seis Efraínes Peláez que figuraban en el directorio telefónico, para tratar de establecer si alguno de ellos había sido el protector del joven estudiante llegado de Sonsón, lo hace a uno desternillarse de la risa. Hay en este relato humor, picardía y amenidad, que le dan tinte fascinante a esta parte del relato, aspecto acorde con ciertos rasgos pintorescos y caballerosos que son característicos en la personalidad de Tulio Bayer.

En el terreno romántico, mueve usted con deliciosa propiedad la cuerda erótica del médico, que se manifiesta lo mismo en su inicial y cándida relación con Morelia Angulo, su primera mujer, que en sus arrebatos con sucesivas amantes que lo hacían feliz por pocos días, para luego echarlas al olvido, incluyendo en ellas a las físicas prostitutas entronizadas en sus libros con el conocido desenfado de que hizo gala en la vida frente a las convenciones sociales, hasta llegar a Amira Pérez Amaral, el amor regulador de sus emociones, su leal compañera hasta el día de su deceso.

Es oportuno recordar que Tulio Bayer adelantó en Manizales una campaña donde señalaba que era la sociedad la que prostituía a la mujer y luego la condenaba. Esta actitud, como cabe suponer, le valió en aquella ciudad fuertes rechazos. Así eran sus batallas: vehementes e impulsadas por la verdad, así se le viniera encima el mundo entero. Denunciaba lo que los demás no se atrevían a develar.

El final del médico, víctima de la obesidad, el tabaco y el soplo al corazón, desterrado en París y agobiado por un mar de adversidades y de olvidos, pero sostenido por  el amor de Amira y por la fuerza vivificante de sus principios y de sus luchas sin cuartel, es estremecedor. Al llegar a este ocaso doloroso, me dio por acordarme de Bolívar, el supremo batallador de nuestra libertad y prócer de tantas epopeyas, olvidado y traicionado por sus propios amigos y víctima, también, de  muerte inicua.

El Espectador, Bogotá, 18 de julio de 2008.

* * *

Comentario:

Imparcial, justo y ameno tu comentario. Creo que fue Carlos Marx quien dijo que había aprendido más historia de Francia leyendo a Hugo que a los enciclopedistas. Definitivamente, se aprende más historia leyendo las buenas novelas que a los historiadores. Iván de J. Guzmán López, Medellín.

 

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Un dudoso canto del cisne

miércoles, 27 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En los días precedentes a Semana Santa me llegó el siguiente correo electrónico de Gustavo Álvarez Gardeazábal: “Con ocasión de los idus de marzo he publicado, en edición privada, numerada y obviamente firmada por mí, el que puede ser mi canto del cisne como novelista: La resurrección de los malditos.

Queda difícil suponer que el escritor tulueño, en plena madurez de sus 62 años de vida, quien desde muy joven se inicia en las letras y desde entonces no ha cesado de escribir novelas, cuentos, ensayos e infinidad de artículos de prensa, haya llegado al canto del cisne con la novela citada. Si el género narrativo es la columna vertebral de toda su producción intelectual, de donde proviene su renombre literario, no creo que deje de escribir novelas por el hecho de que sus editores hayan dejado de apoyarlo.

El escritor no resistirá las ganas de sostener su verdad a través de las novelas que le faltan, lo que equivale a continuar señalando a los eternos explotadores del pueblo, denunciando las corruptelas y atacando los atropellos y la sinrazón que a diario se perpetran en el país. Atropellos de los que él mismo ha sido víctima. Dejemos, por ahora, que le pase la rabieta contra sus editores, los mismos que usufructuaron las  ganancias de sus libros, y ahora lo abandonan. Ya veremos que a la vuelta de los días –más breves que largos– saldrán de su pluma nuevos títulos victoriosos.

Quienes tuvimos la suerte de recibir en plena Semana Santa La resurrección de los malditos, en edición privada de lujo, numerada y suscrita por el autor, nos sentimos privilegiados con la decisión suya de no llevar su obra a las librerías. Esto no quiere decir que compartamos la actitud de sus antiguos editores, quienes no quisieron comercializarla “por razones presuntamente morales”, como lo anota el novelista en su mensaje por internet.

Novela vehemente y atrevida, como todas las suyas, que por lo pronto ha provocado el veto del obispo de Buga, quien lanza contra el autor furiosos anatemas por aparecer como el anticristo de los tiempos modernos. En el pasado, El bazar de los idiotas sacó a flote la ingenuidad de la gente que se deja llevar por el fanatismo religioso que cifra la salvación del alma en la compra de telas y estampas sagradas, las que no solo en el santuario de Buga sino en el mundo entero se comercian como fetiches de explotación que conquistan a los incautos.

Cinco siglos atrás, el monje Martín Lutero se rebeló contra la compra de indulgencias practicada por la Iglesia Católica como medio para salvar el alma. Su rebeldía contra las normas ortodoxas de su propio credo dio lugar al protestantismo. Lutero, que clamaba por el regreso a las enseñanzas de la Biblia, y que por supuesto condenaba el tráfico de indulgencias, fue excomulgado. Tuvieron que transcurrir 500 años para que le fuera levantada la excomunión y se le reconociera la verdad de su protesta. ¿No es acaso la misma tesis que expone Álvarez Gardeazábal en El bazar de los idiotas?

En su última novela –La resurrección de los malditos–, que me resisto a verla como su canto del cisne, insiste en su vieja denuncia contra la violencia. Es libro reiterativo de Cóndores no entierran todos los días, donde se recoge el capítulo tenebroso de los ‘pájaros’, o matones de aquellos días. Ahora traslada esa época de terror a nuestro tiempo, bajo el imperio de los narcotraficantes.

Ramsés Cruz, el protagonista, hijo de un ‘pájaro’ de los años 50, ejerce en el actual  escenario de los narcóticos el mismo liderazgo violento de su padre. Condenado a 15 años de cárcel en la prisión de Gorgona, el reo cree en la teoría de que a Cristo le dieron mandrágora para aparentar su muerte, y luego se simuló su resurrección. Por lo tanto, también el malhechor podrá salir de la cárcel tomando mandrágora.

Esta ficción novelesca crea una figura de actualidad: la supervivencia de los llamados traquetos gracias al poder ‘mágico’ de las drogas, que abren todas las puertas, como sabemos: las de la política, las de la justicia, las de los militares, las del gobierno. Durante milenios, la mandrágora, por sus poderes narcóticos, ha sido considerada planta que produce efectos mágicos.

Cuadra muy bien en la novela que el capo Ramsés Cruz se tome su  pócima de mandrágora para salir libre del cautiverio. La obra enseña que pasa una época violenta y llega otra no menos violenta. La mala yerba se sigue reproduciendo como por arte de magia.

El poder ominoso se transfiere de los capos a sus esposas, a sus hijos, a sus nietos. Eso es lo que sugiere la novela de Álvarez Gardeazábal –sin editor, y ojalá sin canto del cisne–. ¿Acaso no es lo mismo que sucede en la realidad colombiana de todos los días?

El Espectador, Bogotá, 14 Abril 2008.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 19, julio de 2008.

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Comentarios:

He leído su artículo sobre la novela de Álvarez Gardeazábal. Soy realizador de cine y televisión, vivo en Madrid y me planteo la investigación sobre la isla Gorgona, con fines de hacer un documental sobre este episodio oscuro de la historia colombiana. Quisiera pedirle, por favor, dónde puedo conseguir la novela La resurrección de los malditos. Harvy Manuel Muñoz Cárdenas, Madrid (España). (Traslado este mensaje a Álvarez Gardeazábal. GPE).

Tu artículo es, además de justo homenaje, la radiografía de lo que tienen que sufrir los escritores para que se les comprenda y para que se les reconozca su esfuerzo intelectual. Ojalá no tengan que pasar otros 500 años para que se aprecie la obra de un intelectual consagrado, porque estaríamos frente a la iniquidad y la vergüenza. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

Estoy de acuerdo con tus denuncias y también con tus comentarios sobre el escritor, quien en estas circunstancias difíciles para la protesta se atreve a empuñar su pluma con heroicidad, no importa que el obispo de Cúcuta lo tilde de anticristo. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

Acabo de leer su columna de El Espectador y no dejo de sentirme molesto. Desde que tengo uso de razón, tanto mi madre como mi padre nos enseñaron que uno no debía sentirse menos que los demás; que la estirpe se lleva en la sangre y no en el escudo de armas. Sin embargo, hoy me siento molesto por no pertenecer a la estirpe de los amigos del genial y siempre admirado Gustavo Álvarez Gardeazábal. Gerardo A. Hernández M., psicólogo, abogado, magíster en Derecho Penal y Criminología.

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En tierra derecha

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No conocía yo en Colombia (y creo que no existe) una novela que se desarrolle en el terreno de la hípica. Esa novela acaba de publicarse y tiene como escenario el viejo Hipódromo de Techo, que tanta figuración tuvo a mediados del siglo pasado, y que cerró sus puertas, luego de una progresiva etapa de decadencia, en la década del 80. La obra, escrita en Miami, tiene dos autores: Alfredo Arango y Guillermo “el Mago” Dávila. La publicó en Bogotá Rodríguez Quito Editores.

La primera curiosidad que asaltará al lector de estas líneas es saber por qué figuran dos autores, hecho muy escaso en la novelística. (En mis lecturas, sólo recuerdo el binomio conformado por Dominique Lapierre y Larry Collins, quienes se  conocieron cuando prestaban el servicio militar y más tarde se unieron para investigar temas históricos, lo que les permitió producir varios renombrados best sellers: Arde París, O llevarás luto por mí, Oh, Jerusalén, Esta noche, la libertad, El quinto jinete). El caso de la novela colombiana es el siguiente:

Alfredo Arango, abogado, profesor, periodista y escritor, que se fue a vivir a Estados Unidos hace 25 años, siempre tuvo en mente escribir una novela sobre las carreras de caballos, aguijoneado por sus propias emociones como aficionado en el hipódromo bogotano. La idea le daba vueltas en la cabeza, pero le faltaba mayor información sobre el mundo interno que se mueve en este deporte.

Hasta que de repente conoció a la persona precisa: Guillermo Dávila, compatriota que pasaba vacaciones en Miami y que en los viejos tiempos, tan añorados por Arango, había sido periodista hípico, publicista y linotipista, y por añadidura, mago. Conocerlo y proponerle que escribieran la novela a cuatro manos fue la fórmula inmediata para rescatar en un libro las historias ocultas en el estadio clausurado dos décadas atrás.

Sin embargo, Dávila objetó el hecho de no ser escritor. Ante lo cual, Arango le propuso que su participación consistiría en aportar recuerdos y experiencias como narrador hípico de aquella época memorable, cuota tan valiosa como el mismo arte de la escritura. Para eso, el viejo periodista debía desencamar las crónicas suyas que dormían cubiertas por la pátina del tiempo.

Ya en Bogotá, Dávila se dio a la tarea de revolver carpetas olvidadas en busca de las páginas más significativas de su oficio, las que poco a poco remitía a su interlocutor en Miami. Por el correo electrónico, que permite en la era moderna la comunicación al instante, el par de amigos estableció un coloquio dinámico gracias al cual las historias y los personajes se iban encarnando en la vida novelada que les imprimía el escritor lejano. Así se gestó y vio la luz la novela En tierra derecha.

García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla, recuerda a Guillermo Dávila por los días en que los dos se conocieron en Cartagena hace medio siglo. En uno de aquellos amaneceres bohemios frente al mar, Dávila, que hacía parte del grupo de “tipógrafos cultos”, como los llama Gabo, le contó el proyecto que tenía de hacer el periódico más pequeño del mundo, de 24 por 24 –media cuartilla–, que repartiría gratis a la hora de cierre del comercio local.

A García Márquez le sonó la idea y se comprometió a escribir el periódico, tarea que cumplía en una hora, a las once de la mañana. Luego, en dos horas, Dávila –que ya era mago fabuloso–, lo armaba, lo imprimía y lo ponía en circulación. Lo llamaron Comprimido y tuvo vida ardorosa, pero efímera: tres números en tres días. Si no lo cierran, se quiebran. Desde entonces, el socio literario de Arango llevaba en la sangre la fiebre editorial, y en la presente ocasión hizo también uso de la magia para incorporarse en una novela sugestiva y de larga proyección.

Alfredo Arango es autor de otras dos novelas, dos libros de cuentos y frecuentes artículos en periódicos y revistas. Recién graduado de abogado ejerció la judicatura en Colombia y en tal carácter conoció de cerca la problemática social del país. En  Miami escribe una columna donde ventila casos enigmáticos dentro del ambiente judicial o policíaco, para que el lector los descifre y los resuelva.

Aunque la novela en comentario no tiene el exacto carácter policíaco, se urden en ella situaciones de intriga, suspenso y tensión bajo el influjo febril, a veces turbulento, de los intereses que giran alrededor del dinero. El hecho de que se jueguen grandes sumas en esta ruleta de la suerte –muy parecida a las mesas de los casinos–, permite que se desencadenen ambiciones, maniobras y lances ocultos que pasan inadvertidos para el común de los apostadores.

El dios dinero incita en el hombre el ansia de poder y riqueza, que en ocasiones se vuelve perversa y desenfrenada. A los hipódromos se va a ganar. Bajo esa atmósfera, no faltan las mentes siniestras que compran en secreto la voluntad de los jinetes y acuden a diversas tretas para desviar a su favor la brújula de la fortuna. En el mundo revuelto de las apuestas hípicas, que la novela presenta con veracidad y dramatismo, se teje toda una urdimbre en torno al sexo, la tragedia amorosa, la trampa, la corrupción, el comercio de la conciencia. Quizá, por eso, el Hipódromo de Techo conoció hace veinte años su derrumbe inevitable.

La novela rescata la imagen hoy difusa de la hípica nacional e incorpora personas reales vinculadas al llamado “deporte de reyes”. Hay exceso de personajes, muchos de los cuales surgen y desaparecen sin mayor significado: podría pensarse que de esta manera se representa el torbellino de las multitudes amorfas que colman los estadios. En cambio, perduran hasta el final del libro figuras estelares que le dan encanto a la narración, como el caballo Perseguido, símbolo de ternura y nobleza, y Margarita, heroína del sacrificio.

El Espectador, Bogotá, 5 de diciembre de 2007.

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Comentarios:

Me alegra tanto que te haya gustado la novela, que hayas tomado el tiempo para leerla y escribir sobre ella. Das en tus comentarios información muy valiosa acerca del proceder de escritura a cuatro manos y bastantes datos sobre nosotros los autores. Alfredo Arango, Miami.

Cada vez que escribes me entero de algo nuevo, ignorado por mis casi cincuenta años de estar fuera del patio literario colombiano. Nunca me imaginé que hubiese alguien que escribiera una novela sobre algo relacionado con el hipódromo como marco de referencia. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

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