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Dos novelas quindianas

jueves, 31 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando hace 27 años regresé del Quindío a la capital del país, Alister Ramírez Márquez era un adolescente que tal vez no presentía su vocación de escritor. Hoy es el nuevo novelista de la comarca, residente en Manhattan, donde ejerce la cátedra universitaria, y autor de dos obras que le han merecido reconocimientos: Mi vestido verde esmeralda (2003) y Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres (2009).

No ha sido el Quindío tierra fértil para el cultivo de la novela, si bien cuenta con varios títulos que han obtenido ponderación. Pero se trata de casos aislados. En el pasado sobresalió en el campo del cuento, con grandes maestros en este género, como Eduardo Arias Suárez (considerado en su época el mejor cuentista del país), Antonio Cardona Jaramillo y Adel López Gómez. En la poesía, el nombre estelar es el de Carmelina Soto.

Fue la poetisa Esperanza Jaramillo García –uno de los pocos enlaces literarios que me quedan en la región– quien se interesó en que conociera las novelas del nuevo escritor. Un poco desconectado como estoy del panorama actual de las letras quindianas, he podido, sin embargo, seguirles el rastro a algunas figuras en ascenso de los nuevos tiempos. En el caso de Alister Ramírez Márquez, siento real complacencia al descubrir un novelista bien cimentado, a quien le esperan, sin duda, grandes éxitos.

Mi vestido verde esmeralda, escrita con lenguaje sencillo y expresivo, pinta el  ambiente rural del Quindío. Está aquí dibujada la típica familia de colonizadores que se desplaza de Antioquia en busca de oportunidades para subsistir y levantar los hijos, mientras a brazo partido lucha contra las adversidades de la naturaleza. Tierras inhóspitas y plagadas de alimañas, fieras y múltiples sobresaltos, son el horizonte cotidiano que enfrentan las corrientes de trashumantes que a golpes de hacha descuajan selvas y hacen surgir pueblos.

Este es el Quindío primitivo que emerge al mando de un puñado de valientes, hasta conformar un núcleo social caracterizado por el temple del carácter, la fe del arriero y el esfuerzo laborioso de la raza, dones que hacen posible la vida civilizada y el progreso. Vendrán después los tiempos de la violencia política que tantos desastres produjeron en la región.

En medio de este marco bucólico y después urbano, donde de paso se retratan las costumbres y la idiosincrasia de la comarca, el novelista crea personajes de mucho vigor, que mueven la historia con interés y realismo. La protagonista principal, Clara, es un ser fascinante por su fuerte personalidad y su espíritu de lucha y superación. Ella es el Quindío. “Madame Bovary soy yo”, dijo Flaubert.

Diríase que la otra novela, Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres, es la continuación del propio periplo del escritor en su tránsito de Armenia a Manhattan. Se vale ahora de dos colombianos, legítimos paisas, que buscan radicarse en Estados Unidos y deben afrontar un mundo de aventuras, intrigas y toda suerte de percances, tan comunes en los procesos de inmigración y ambientación en el nuevo medio. Medio duro y hostil, que sin duda vivió el novelista, lo que le da autoridad para tratarlo con familiaridad.

En la narración sobresale el estilo ágil, fluido y ameno, con capítulos de brevedad admirable. Al igual que en la novela sobre el Quindío, en esta se ofrecen nítidas pinturas sobre diversos ambientes de Estados Unidos que se agitan en medio de la pobreza, la droga, los sofocos, la estrechez, la crueldad de la gente. A veces el lector se siente atrapado en aquellas atmósferas atroces y quisiera regresar a Colombia. Pero la mente diestra del escritor ha tenido el tino  de manejar la trama con dosis generosas de pasión sensual, de gracia, de tensión y fino humor, para mantener despierto el interés.

Con ciertos ingredientes policíacos, el ánimo no decae un solo momento. Y como las protagonistas son apasionantes, siempre se busca seguir tras sus huellas y descubrir sus secretos. A la postre, el mismo lector termina mezclado con los personajes, como deseoso de que lo inviten al capítulo siguiente. El final inesperado de la obra, que es al mismo tiempo verosímil y humano, cierra con broche de oro esta historia manejada con mano maestra.

El Espectador, Bogotá, 30 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 31 de agosto de 2010.
Noti20 del Quindío, Armenia, 1° de septiembre de 2010.
La Crónica del Quindío, 17 de septiembre de 2010.

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Comentarios:

Muy generoso con tus comentarios y te cuento que acaba de salir la traducción al inglés de Mi vestido verde esmeralda, lo cual se tomó casi tres años porque no estaba satisfecho con la traducción. Bueno, me animan mucho tus palabras y sigo con mis planes para la próxima novela.  También he leído tus otras columnas y te creo que el ejercicio de la escritura lo mantiene a uno en forma. Alister Ramírez Márquez, Manhattan.

A mí me gusta mucho que El Espectador dedique sus páginas de opinión a la difusión de la literatura. Interesantes las apreciaciones del columnista sobre la novela en el Quindío. Pepe Godoy.

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La agonía de una flor

viernes, 25 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El ruido de la motosierra, el fatídico instrumento con el que se destrozan los cadáveres causados por la violencia, se escucha, como  maldición de los montes, a lo largo de la nueva novela de Fernando Soto Aparicio, titulada La agonía de una flor. Tomo de ella la siguiente conclusión que define el drama que el escritor ha querido patentizar como fondo de su historia: “¿A dónde van este pueblo, este país, el mundo? Los seres humanos somos sembradores: diariamente le sembramos a la tierra centenares de miles de cadáveres”.

Desde que hace medio siglo escribió Soto Aparicio La rebelión de las ratas, considerada su novela cumbre, su temática ha estado dirigida a la denuncia social. Desde entonces se convirtió en fiel intérprete de este país sacudido por los odios y las atrocidades, y movido antaño por la pasión política, más tarde por la fiebre del dinero, y ahora por el comercio de los narcóticos.

El hombre disociador de la moral pública, que trafica lo mismo en las altas posiciones del Estado que en las redes oscuras de los estupefacientes y del despojo de tierras (e incorporado en los dos últimos casos a los movimientos guerrilleros) es el causante de la violencia que se enseñorea de la vida nacional. En medio de esta hecatombe, surge en la novela de Soto Aparicio un pueblo pequeño y miserable como símbolo de la corrupción y la barbarie que se apoderaron del país.

A dicho pueblo lo bautizó el novelista con el nombre apropiado de Villatriste, y en él crepita la olla de los odios, las venganzas y las torturas, bajo el ruido incesante de la motosierra encargada de fracturar los cadáveres y hacerlos desaparecer en la profundidad de los ríos. Este personaje siniestro que es la motosierra se retrata en la obra como un ser vivo que flagela, con saña infinita, las 160 páginas del libro. Páginas de brevedad alucinante y estremecedora que uno quisiera que no terminaran, dada la intensidad dramática que les imprime el autor, y a pesar de que por ellas se transita como por entre un túnel de sombras y terrores. Por eso mismo, se busca la claridad que espera encontrarse al final de la cadena de oprobios.

“Villatriste –dice el escritor– no pasa de ser un espejo diminuto donde se mira el mundo”. Y trae a escena otro método inaudito de esta época sanguinaria: las minas antipersona (o quiebrapatas, en su exacta definición salvaje), que se siembran en los campos, a lo largo de todo el país, como una semilla maldita que mutila a las personas y les produce dolores y traumas atroces. No matan –que sería preferible–, sino que someten a las víctimas a un calvario de torturas que deben soportar por el resto de la vida. Mayor sadismo no se puede concebir.

La agonía de una flor es el drama de una humilde muchacha de pueblo para quien todo termina al caer en el campo sembrado de minas antipersona. La ilusión, la esperanza, el amor, todo se evapora para ella cuando se abren los garfios de la ignominia y la dejan lacerada para siempre. Sus carnes frescas, que poco a poco se van marchitando en la pieza del hospital, se convierten en desperdicio de la belleza y la juventud.

Novela de desgarros, de gritos angustiados, de impotencia, de desconcierto ante la brutalidad del hombre. Es un “yo acuso” en la conciencia de este país anestesiado por la sed de oro, la distorsión de los valores y la corrupción del Estado. Por fortuna, un hálito de poesía ventila las páginas de esta tragedia griega, tan bien captada por la sensibilidad del escritor.

Liria, la protagonista principal, es la representación viva de este país bárbaro que parece no tener cura ni salvación. Soto Aparicio, promotor en su literatura de grandes causas populares, y que no se cansa de denunciar los desequilibrios de la sociedad y los atropellos de los políticos y de la clase gobernante, pone de nuevo el dedo en la llaga para impetrar la dignidad del hombre. En esta mirada perpleja que lanza el novelista desde la puerta del hospital, clama por los maltratados y los mutilados, por los heridos y los muertos que engordan las páginas de la violencia colombiana.

No es una novela más. Ni una historia de ocasión. Es la novela del momento actual. La de las minas antipersona que se inventaron los monstruos de las guerras en el mundo entero, para aterrorizar, con sevicia y en forma  indiscriminada, a todo el género humano. En Colombia se copió la moda. Y es que aquí sabemos refinar los sistemas más sofisticados de la crueldad. Más que una persona, Liria, la niña desgarrada por los zarpazos de la maldad humana, es una poesía, una flor que emerge del dolor e irradia con su aroma una parábola de ternura.

Con esta bella edición que dentro de la Feria Internacional del Libro pone en circulación la Editorial La Serpiente Emplumada, Soto Aparicio agrega un peldaño más a su vasta producción de protesta social. Tras medio siglo de infatigable labor en los géneros de la novela, el cuento, el teatro y la poesía, corona hoy la meta de los 55 libros publicados. Entrega total la suya, y por otra parte admirable, al noble ejercicio de hacer de la palabra un canto a la vida y al amor, y un compromiso irrenunciable con las causas del hombre.

El Espectador, Bogotá, 17 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 17 de agosto de 2010.

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Comentarios:

El título es bellísimo. Si sólo conociera éste, creería que se trataba de un libro de poemas; sin embargo, es paradójico, con el contenido de crueldad y realismo  de lo que  vive el país desde hace más de 50 años: la violencia, pero totalmente coherente con la agonía de una niña que apenas abre sus pétalos a la vida y se encuentra física y parcialmente destruida. Inés Blanco, Bogotá.

Ojalá lo lean más lectores que los que leen la basura usual que se publica para ‘embellecer la realidad’ y embobecer los sentidos del colombiano testigo de lo que documenta Soto Aparicio. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Ojalá que los profesores les dejen como tarea a los estudiantes la lectura de esta gran obra de Soto Aparicio, así fue como yo leí La rebelión de las ratas y muchas más obras. La buscaré. Ladesplazada (correo a El Espectador). 

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La perniciosa incertidumbre

viernes, 25 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los escritores colombianos Alfredo Arango (residente en Estados Unidos) y Juan Lara (en Colombia), abogados nacidos en 1959, tienen el acierto de encuadrar su novela La perniciosa incertidumbre, memorias de Fermín Donaire, dentro de los actos conmemorativos del Bicentenario de la Independencia.

La obra fue publicada en forma conjunta por las editoriales Planeta y Puente Levadizo. Se trata de un trabajo serio y atractivo que se realizó tras rigurosa investigación de los sucesos guerreros que dieron origen a la libertad de los pueblos latinoamericanos. Uno de los autores, Alfredo Arango, no ubica el trabajo en ningún género preciso, por confluir en él crónicas, memorias, relatos de viajes, historiografía, poemas, ensayo.

Considero que se trata de una novela con fondo histórico, manejada con otros recursos literarios, que con buena fortuna han empleado sus autores. Obra que por moverse entre la ficción y la realidad (en muchos pasajes no se distingue la una de la otra) puede catalogarse como novela.

Con todo, predomina el hecho histórico, contado a dos voces: una es la de Cayetano, enfermero patriota que recorre los campos de batalla junto con una legión de sepultureros, y que a lo largo del tiempo vive ardiente pasión amorosa que anima el ánimo del lector; y la otra, la de Fermín Donaire, jurista, poeta y escritor (como los propios autores), que escucha la narración de Cayetano y la recoge en las largas memorias plasmadas en el libro.

Son ellos los protagonistas centrales de la historia, y no puede determinarse si se trata de seres reales o ficticios. Para el buen lector, son seres vivos que se encargan de transmitir a los nuevos tiempos la temperatura de los sucesos épicos y crueles, movidos por atroz  violencia, que marcaron las gestas libertadoras.

A Fermín Donaire se le hace aparecer como el discreto secretario privado de Nariño, incluso con anotación de los años de su nacimiento y de su muerte (Santafé de Bogotá, 1776 – Guaduas, 1850), lo que resulta creíble o probable.  Esa es una de las artes que debe saber emplear el buen novelista. Y al enfermero Cayetano se le siente actuante en toda la lectura del libro, de la misma manera que ocurre con Fermín. Son personajes ciertos, en constante acción, aunque pertenezcan a la invención de los autores.

En cualquier forma, ellos transmiten las historias macabras de manera dinámica y veraz, y de eso se trata. El lector se siente en pleno campo de batalla. Son muchas batallas dantescas que se agitan entre ríos de sangre y horripilantes acciones, en los terrenos abruptos de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia. Naciones que, pretendiendo emancipar Bolívar bajo una misma hermandad y unos mismos ideales, hoy se enfrentan con distintos intereses y enardecidas hostilidades. La guerra continúa.

Aunque son los gobernantes, y no los pueblos, los que abrigan ese ánimo pugnaz, y no en todos los casos existe la misma disposición para el conflicto. Si Bolívar viviera, tendría que llorar sobre la obra construida en sus titánicas contiendas. El tributo que hoy le rendimos está oscurecido por la rivalidad entre hermanos.

El jurista y el enfermero de la novela –sobre todo este último– encarnan a la cantidad de seres ocultos que abundan en todas las guerras. Son personas anónimas que se desvanecen al lado de los próceres y que, por eso mismo, son ignoradas por las páginas relucientes de la Historia. Los historiadores, en general, que se encargan de repetir a lo largo de los años los mismos episodios conocidos, no se detienen en gente del común, en actores sin nombre. Poco les interesa exhumar de las fosas del olvido a otras figuras heroicas que, como Cayetano, Fermín, Polonia o Candelo, también forjaron la grandeza de una nación.

La obra se lee con interés (principal ingrediente de la novela) y se aprecian en ella la pericia y el empeño de sus autores por revivir la Historia con nuevos y novedosos enfoques.

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La voz del lector

Sobre la anterior columna, Bolívar en Soatá, he recibido la siguiente comunicación: “Me ha impactado tu relato, por cuanto mi tío Miguel Feres (q.e.p.d.) regaló alguna vez un reverbero de aluminio en el que nuestras bisabuelas le habían calentado el café a Bolívar cuando llegó a Soatá a la casa de las Mesa. Dicho reverbero está ahora en Paris en manos de un amigo francés». Marta Nalús Feres, Bogotá.

El Espectador, Bogotá, 2 de junio de 2010.
Eje 21, Manizales, 3 de junio de 2010.

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Chaves

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El lector que vea el titular de esta columna puede pensar que se trata del presidente de Venezuela. Pero no: se refiere a una novela del escritor argentino Eduardo Mallea, cuyo protagonista lleva el nombre de Chaves.

Entre ambos personajes hay enormes diferencias. La primera está en la grafía: el apellido de nuestro vecino belicoso es Chávez (con zeta y con tilde). Es hombre atildado, no ya por lo pulcro y elegante, cuanto por llevar consigo el levantado signo ortográfico que parece imprimirle arrogancia a su figura soberbia. En cambio, el Chaves de Eduardo Mallea es hombre raso, oscuro, del montón, carente de atavíos y caminante con la cabeza baja. No tiene ninguna tilde que le haga subir la mirada, ni el tono.

Otra gran diferencia reside en sus temperamentos opuestos. El Chaves de Mallea no habla, y cuando lo hace, casi no se le entiende. Es callado, aunque observador y analítico. Humilde, anodino, pero reflexivo. No habla, pero con su silencio pone a la gente a pensar. En el otro extremo, el Chávez de Venezuela es locuaz, agresivo, teatral, armador de guerras. Habla duro, a veces con voz de trueno, y otras, de histrión consumado.

Esta bipolaridad resulta desconcertante, y por lo mismo, poco confiable. De tanto hablar, se traba, se resbala y levanta polvaredas. Son, los dos, personajes como el agua y el aceite. El uno, déspota, el otro, plebeyo. Me quedo con el plebeyo.

Mucho tiempo duré preguntando por la novela en librerías bogotanas sin lograr conseguirla. Hasta que una mano afectuosa me la trajo de Buenos Aires. Había recorrido todas las librerías de Corrientes, y muchas más: en ninguna la encontró. Cosa extraña, tratándose de una obra maestra, agotada en el propio país del autor. Como último recurso, acudió a las ventas por internet y localizó un ejemplar, único, en población distante de la capital. Aquí lo tengo, y con él me he solazado.

Ejemplar añejo y oloroso a fragancias, como el buen vino. Tiene el lomo maltrecho y las páginas comienzan a amarillear, vestigios del medio siglo de travesía llevado de la mano de lectores ignaros –pienso yo– que no tuvieron la noción de conocer su linaje. Creo que este ejemplar ha recorrido muchos caminos inhóspitos. Una firma ilegible indica que alguien quiso retenerlo, pero lo dejó escapar. Quizá lo vio desnutrido. Esta ignorancia permitió que el texto llegara a mis manos bajo el sortilegio de la internet.

Pertenece mi nuevo huésped a la primera edición de la obra (1953), de Editorial Losada. Sobre Chaves, el libro (prometo no volver a hablar del dictador, para que no se me malogre el artículo), dijo Jorge Luis Borges que la consideraba la mejor novela de Mallea. El concepto perdura 56 años después de editada la novela.

En su carrera narrativa se destacan, entre otros, los títulos Cuentos para una inglesa desesperada, La barca de hielo, Fiesta en noviembre, La bahía del silencio, Todo verdor perecerá, La ciudad junto al río inmóvil. El ensayo Historia de una pasión argentina, colmado de amor por su país, y de amargura ante la decadencia de la nacionalidad, es su obra más representativa. Me sirvió de compañera en viaje a la Argentina hace pocos años.

Este Chaves insignificante, que deambula por los campos y las ciudades en busca del esquivo sustento de los pobres, se convierte en actor gigante del mundo de la miseria que ignoran los de arriba. Encarna al actor de la vida desastrada que languidece a merced de los poderosos. Y se mete, con su silencio helado, en los callejones de la desesperanza y de la crueldad social.

Perenne realidad tratada por los novelistas a través de los tiempos. Por lo tanto, no habría nada nuevo en esta novela mínima. Lo nuevo está en la fuerza dramática de las cien páginas maestras que estremecen y deslumbran. Novela de brevedad alucinante, como Pedro Páramo. Densa crónica de silencios donde las pocas palabras muerden la conciencia y dignifican el sufrimiento.

Palabras precisas, rotundas, fulminantes, unas llenas de colorido y belleza, y otras, de dolor y perplejidad, con las que Eduardo Mallea ha retratado el universo sombrío –acentuado en su Argentina invisible– que el hombre no quiere mirar.

El Espectador, Bogotá, 14 de octubre de 2009.
Eje 21, Manizales, 14 de octubre de 2009.

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Comentarios:

Excelente artículo literario de corte ensayístico. Lo he leído con placer. No conocía esta novela de Mallea con título para el acertado paralelo que haces, fomentando la lectura de otros enfoques chavistas. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

Me ha hecho recordar a Mallea y su prodigiosa novela que leí apenas salía de la adolescencia. Mil gracias por ese placer. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Me encantó el artículo. Muchas gracias por los agradecimientos que me corresponden, lo hice con mucho gusto, y lo que más satisfacción me da es saber que lo leíste y lo disfrutaste tanto. Con esa descripción que haces, dan ganas de leerlo. Diana Muñoz, Bogotá. .

Después de leer tu nota sobre Chaves, busqué mi edición de la obra, que es la segunda, con fecha del 25 de marzo de 1968, perteneciente a la colección Biblioteca Clásica y Contemporánea de Losada. Tras sucesivas purgas -o policías- a la biblioteca, la conservo entre mi tesoro de novelas cortas del mundo. Conocí a Mallea en plena juventud, gracias a Federico Ospina, director de Bolsilibros Bedout y mi gran maestro editorial, que había estudiado artes gráficas en Buenos Aires. Baltasar Gracián acertó cuando dijo: «Lo bueno si breve dos veces bueno». Hernando García Mejía, Medellín.

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Noticia de una novela quindiana

jueves, 9 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en 1969 –¡hace 40 años!– llegué al Quindío como gerente de un banco, no tenía noticia de Eduardo Arias Suárez, escritor descollante de la región. En aquel entonces mi vocación literaria ya se había manifestado con la escritura secreta, a los 17 años de edad, de mi primera novela, Destinos cruzados, hecho que mantuve durante mucho tiempo en absoluta reserva, y que solo di a conocer al decidirme a publicar dicha obra dos años después de mi llegada al Quindío.

Esta circunstancia suscitó natural revuelo en la comarca, que no había conocido ningún escritor al frente de una entidad financiera. En 1974, tres años después de la edición de Destinos cruzados, la oficina de Extensión Cultural de Calarcá, presidida por Humberto Jaramillo Ángel, me honró con el otorgamiento de la medalla Eduardo Arias Suárez, presea de renombre nacional.

Cuando recibí la condecoración, ya había leído varios libros del eminente escritor y entendía, por supuesto, su significado como una de las grandes figuras de la literatura quindiana, que había traspasado las fronteras patrias al ser calificado, en los años 20 y 30 del siglo XX, como el mejor cuentista del país, con obras magistrales como Guardián y yo, La vaca sarda y El gallinero.

Una de las personas de Armenia a quien llamó la atención mi carácter de banquero-escritor fue Hernán Palacio Jaramillo, por aquel entonces presidente del Comité de Cafeteros del Quindío (y que también fue alcalde de Armenia y gobernador del Quindío). Pocos sabían que él era hombre de cultura. Yo sí le conocía esa faceta. En varias tertulias hablamos sobre la importancia de publicar, por cuenta de la entidad cafetera, algunas obras inéditas de valiosos escritores quindianos.

Cualquier día me invitó a una sesión con su junta directiva para tratar un programa relacionado con Eduardo Arias Suárez, y me dijo que a la misma reunión asistiría Adel López Gómez, brillante escritor quindiano residente en Manizales, quien desde su columna de La Patria no cesaba de enaltecer la memoria de Arias Suárez  (muerto en 1958). Además de ferviente pregonero de su valía literaria, Adel era depositario de su obra, fuera de su discípulo aventajado en el género del cuento.

En la reunión mencionada supimos que la intención del gremio cafetero era publicar la novela Bajo la luna negra, escrita por Arias Suárez en 1929, en la Guayana venezolana, donde ejerció su profesión de odontólogo. Había transcurrido medio siglo sin que aquellas páginas autobiográficas, de indudable mérito literario, hubieran visto la luz a pesar de la persistente labor adelantada por Adel. La novela estaba prologada por Baldomero Sanín Cano, sobre la cual dice que “es una obra original, llena de sentido de la vida en el trópico y abundantísima en bellos paisajes del espíritu y de la tierra, reales e imaginarios”, y que “parece escrita por un personaje de Dostoievski”.

Todo marchaba a la perfección, hasta que se interpuso un inconveniente mayor. Este consistió en que el día anterior a la cita convenida con los cafeteros se entrevistó conmigo la señora Susana Muñoz de Arias, viuda de Eduardo Arias Suárez, quien me hizo saber que debido a cierta animadversión que tenía con Adel López Gómez no permitía que él figurara en la obra de su marido. En cambio, depositaba en mí su confianza para adelantar el proyecto.

Tamaña encrucijada en que me había metido. Midiendo todas las incidencias del problema, opté por guardar silencio en ese sentido ante la junta directiva del gremio, a la espera de que se definiera el programa de la edición. Me sentía incómodo, e incluso apenado, con mi cordial amigo Adel López Gómez. No tenía la culpa de ese imprevisto, pero podría aparecer como una ficha malévola. Estuve a punto de echar pie atrás para evitar suspicacias. Sin embargo, surgió un imperativo para salvar el caso por encima de cualquier sinsabor o incomprensión: había que rescatar la novela inédita de Eduardo Arias Suárez, a como diera lugar.

Finalizada la junta directiva, invité a Hernán y Adel a dialogar en una cafetería. Allí, con gran disgusto mío, les dije que Adel no podría dirigir la obra, ni escribir palabra alguna en el libro. Él abrió tamaños ojos ante mis palabras, y yo les conté la ingrata misión que me había confiado la viuda del escritor. Adel, haciendo gala de su proverbial elegancia, comprendió la situación y manifestó que se marginaba del proyecto. Ante todo, le interesaba que se salvara la novela. Y así sucedió: Hernán me pidió entonces que dirigiera la publicación, a lo que accedí con gusto en honor del cuentista insigne, ya muy entronizado en mis devociones literarias, pero con enorme contrariedad por el percance ocurrido.

Pero aquí no terminan los tropiezos. Días después, ya en plena marcha la tarea editorial, me pareció oportuno enviarle una carta a la viuda, residente en Bogotá, en relación con la abundancia de frases de interrogación y admiración que contenía la obra, las que carecían de los signos de apertura, por lo cual yo había procedido a salvar la omisión. Le comenté, como la cosa más natural del mundo, que las máquinas de escribir antiguas carecían de dichos caracteres, y que yo los había marcado para la edición correcta del libro.

Recibida mi carta, me llamó desde Bogotá Rosario, una de las bellas hijas del escritor, a notificarme que no permitía que se hiciera esa ni ninguna otra modificación en los textos, pues todo lo que su padre escribía era “perfecto”. Yo podía absolver el tono quisquilloso que traslucía la voz de mi interlocutora, entendible dentro de su obsesivo amor filial, pero las reglas gramaticales decían otra cosa.

Volví a explicarle que no se trataba de corregir al cuentista extraordinario por quien yo sentía profunda admiración y respeto, sino de corregir a la máquina anticuada. Pero no fue posible que ella aceptara mi posición. Ante lo cual le anuncié que desistía de continuar dirigiendo la edición.

Así se lo hice saber al Comité de Cafeteros. Y la entidad me manifestó que, de no ser bajo mi dirección, la obra no sería publicada por ellos. Deploraba yo, en lo más íntimo de mis frustraciones, y en pro de la cultura y del nombre de Eduardo Arias Suárez, que hubiera surgido semejante intríngulis, pero los caminos estaban cerrados. Y no era yo el que los había cerrado. El Comité de Cafeteros dio orden a la editorial de suspender la publicación.

Cuando dos días después recibí nueva llamada, muy gentil, esta vez de Zafiro, la otra bella hija del cuentista, ya el desaliento había invadido mi espíritu. Me rogó que la recibiera en Armenia para presentar disculpas en nombre de la familia por el desliz de su hermana, y pedirme que continuara al frente de la publicación. Siéndome imposible desatender el gesto amable de la linda embajadora, que viajó a la capital quindiana a sosegar mi alma, reanudé la tarea hasta dar a la estampa, en septiembre de 1980, la edición de la maravillosa novela escrita en tierra ajena, medio siglo atrás.

Tarea al mismo tiempo grata y torturante. Mi maestro Eduardo Arias Suárez, desde su descanso eterno, sabe que fue así. Y como él mismo recorrió en vida caminos ásperos, me entiende.

El Espectador, Bogotá, 5 de octubre de 2009.
Eje 21, Manizales, 7 de octubre de 2009.

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Comentarios:

Leí tu articulo en El Espectador y sentí el drama de todo lo que significan los sentimientos, buenos y malos, altisonantes y confusos de una familia. Pero por sobre todo tu nobleza, carácter, pasta de escritor y de hombre de bien. Siempre te veo refiriéndote a Eduardo con esa admiración que sienten los grandes hombres sobre los maestros. En nombre de nuestra familia, todo honor y agradecimiento para ti. Tu página me llenó de orgullo. Luis Fernando Jaramillo Arias, Bogotá (sobrino de Eduardo Arias Suárez).

Este artículo trae muchos recuerdos, particularmente de un hombre de calidades excepcionales como fue Hernán Palacio Jaramillo. Las gentes y autoridades del Quindío creo que no han reconocido la grandeza de Hernán y lo importante que fue para el desarrollo que hoy tiene el Quindío. Óscar Jaramillo García, director ejecutivo del Comité de Cafeteros del Quindío.

Tuve la oportunidad de conocer, en el momento de ser publicada, la novela de Eduardo Arias Suárez. La puso en mis manos el doctor Otto Morales Benítez. Quedé tan impactado con su lectura que dos semanas más tarde publiqué en el suplemento literario que entonces circulaba con La República, dirigido por Héctor Ocampo Marín, una nota sobre el libro. Coincidimos en que el escritor quindiano es una cifra mayor de nuestras letras. José Miguel Alzate, Manizales.

Qué bonita página  acerca del escritor quindiano Eduardo Arias. Debo confesar que no recuerdo haber leído nada suyo: intentaré conseguir alguno de sus libros. Cómo son las cosas: por  arrogancia y por qué no decir, falta de conocimiento en la materia, se pudo haber echado a pique la publicación  de su  novela autobiográfica y de esta manera se  hubieran quedado «sin el collar y sin el perro». Así es la vida. Inés Blanco, Bogotá.

¡Qué odisea! Siquiera se salvaron los dichosos signos de apertura de interrogación y admiración, y se salvó la novela. Juan Carlos Torres Cuéllar, Bogotá.

Qué linda historia tan bien contada la de Bajo la luna negra y con dos preciosuras a bordo, las inolvidables Rosario y Zafiro. Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Me encantó leer tu nota sobre el difícil manejo de la gente quisquillosa y, a veces, mal educada o mal informada. Recuerdo con cariño a Adel, gran señor. Sonia Cárdenas, Bogotá.

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