Archivo

Archivo para la categoría ‘Novela’

Germinal: poema épico del trabajo

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la Francia de Emilio Zola, sacudida por hon­das conmociones sociales, el “yo acuso” con el que el novelista defendió la causa de Dreyfus pasaría a la posteridad como la constancia de una época conflictiva. Era la Francia de las guerras y las revoluciones, azotada por densos fenómenos, donde grupos enar­decidos se peleaban el poder.

Mientras unos querían sostener y más tarde restaurar la monarquía, otros intentaban llevar al trono la estirpe de Napoleón. Los socialistas hacían enormes esfuerzos por implantar la democracia, y sus opositores abominaban de este sis­tema. El país, enfrentado a otras naciones en pug­nas territoriales, de supremacía gubernamental, sufría los crueles episodios que hoy hacen la historia de un pueblo que, luchando por ser grande, debió antes desangrarse en la contienda.

Los reyes se sucedían en incesante afán por con­servar la monarquía y no se mostraban dispuestos a acceder a las causas populares. Carlos X, auténti­co Borbón subido al trono en 1824 tras la desapari­ción de Napoleón, acentuaría las medidas represivas y despojaría al pueblo de las pocas libertades que le quedaban. No tendría inconveniente en amor­dazar la prensa y reprimir toda manifestación demo­crática. A la postre tuvo que huir a Inglaterra para salvarse del cadalso.

Insatisfacción proletaria

En 1830 lo remplaza Luis Felipe, quien no supo concebir las reformas políticas que pedía la hora. In­clinó el poder hacia las clases medias superiores y fue el gran corruptor de los funcionarios públicos.

El país se desbordó en verdadera sangría financie­ra, con ostentación del dinero que se succionaba de las arcas oficiales y que se volvía el verdugo de los pobres. Francia, gobernada por los ricos quizá como antes no lo había estado con tanto impudor, abría cada vez más las compuertas de la tremenda insatisfacción proletaria.

Depuesto Luis Felipe en 1848, se pensó elegir un presidente que terminara con el imperio de la mo­narquía. El pueblo se decidió por Luis Napoleón, sobrino de Napoleón el grande. Creyó que en él encontraría respuesta a lascalamidades públicas, pero bien pronto se halló con nueva frustración, ya que el mandatario ungido con el voto de las masas terminaría atropellando las libertades hasta disolver los cuerpos legislativos, apresar a los líderes de los partidos y proclamarse amo supremo. Asumió el tí­tulo de emperador, con el nombre de Napoleón III, y con él concluyó la era de los Napoleones. Lamentable final.

La hora de la libertad no había sonado. Tras no pocos altibajos, donde inclusive el emperador ensayó la libertad de la palabra sin que el pueblo le creyera, Francia llegó al año de 1870 y en él se proclamó la República. Mas tarde la Asamblea Francesa estable­ció la constitución de 1875, de larga duración.

Eterna lucha social

Nacía la Tercera República en medio de nubarrones y temores, y a partir de entonces se afianzaba la paz que se prolongaría hasta 1914, cuando surgirían he­chos nuevos en los albores de este agitado siglo nuestro que conoce otra clase de conflictos, si bien la humanidad siempre ha estado y seguirá dividida por las diferencias del capital, o sea, la eterna guerra en­tre ricos y pobres, entre burgueses y proletarios.

Oportuno resulta este breve repaso de las carac­terísticas de la época para relacionar la intención con que fue escrita la novela Germinal, aparecida en 1885 y forjada por su autor con las experiencias de la revolución.

Cuando salió la obra, el pueblo apenas trataba de reorganizar su vida sobre nuevos principios, luego de haber librado intensos movimientos por la libertad del individuo y la dignidad de los tra­bajadores. El país se había desintegrado entre nu­merosas reyertas, y el hombre, pisoteado por la so­ciedad despótica y enriquecida a costa del sacrificio de los pobres, clamaba por su liberación. No tenía a su favor ni siquiera el poder de la Iglesia, la que en maridaje con el Estado era indiferente a la suerte de los desposeídos.

El duro pan de la subsistencia

En este clima escribió Zola su obra cumbre. To­mando como fondo la vida miserable de las minas, describe el drama de aquellos asalariados que deben renovar su miseria de generación en generación para poder subsistir.

Sometidos a los medios más rudi­mentarios, viven en repugnante promiscuidad de sexos y contagios, con el sol que apenas alcanza a alumbrarlos a medias, ya que la mayor parte del tiempo la pasan entre las entrañas lóbregas del socavón, donde parece que la muerte los arañara a cada instante. Expuestos a toda clase de peligros, y resig­nados además a inclemente destino, esos seres desprotegidos personifican la soledad del hombre que debe luchar, en terreno disparejo y colgado sólo de una esperanza de vida, por el pan duro que le tira la sociedad.

Familias completas de obreros van turnándose en las minas, como si éstas fueran un legado fami­liar, cuando son una tenaza contra la existencia. Al enfermar o morir los mayores con el organismo desti­lando carbón, los descendientes prosiguen la ímpro­ba jornada; y duchos en el arte de desafiar la muerte, poco parece importarles exponer sus carnes todavía tiernas a las durezas y los sofocos, si nacie­ron para llevar el yugo amarrado a la cerviz. Encima de sus cabezas sienten el taladro de la esclavitud, y más allá presienten la holganza y el derroche de lina­judos señorones que mueven acciones millonarias y disfrutan de comodidades sin límite, mientras ellos, que sudan el áspero trabajo, no tienen cómo aumentar la porción alimenticia, que todos los días disminuye.

El barrio de los Doscientos Cuarenta es es­cenario de la vida en común de un conglomerado humano que sólo conoce los fugaces placeres de parejas haciéndo­se el amor en el campo abierto, acaso la única liber­tad recibida desde niños, que practican sin mira­mientos ni vergüenzas, y sin temor a la procreación, porque las familias deben aumentar con nuevos brazos para el trabajo. Acuden a la cita clan­destina a la vista de los demás, porque reducidas las fronteras con las casas colmadas de habitantes, el amor se hace más fresco al aire libre. La virginidad, que es un mito, algo inexistente aun desde los pri­meros años, es muchas veces forzada por los propios progenitores que desde temprano empujan a las hijas a que consigan su hombre para reducir la carga familiar. Ellos hicieron lo mismo y será preciso continuar la norma.

Avanza la revolución

La población explotada terminará protestando cuando el jornal se reduce y las reglas del trabajo se vuelven más severas. Sucesivas gene­raciones han soportado el rigor de la minería, protes­tando apenas entre dientes, y acaso el viejo Buenamuerte se jacte de sus fuertes músculos y trate de dar lecciones de hombría que él mismo siente horadándole las entrañas.

Todos han visto el desfile de carruajes suntuosos que recorren el barrio y hasta han sido visitados en sus casas, propiedad de la em­presa, por la estirada esposa del patrono, deseosa de exhibir ademanes protectores. Tales poses, que no convencen, acentúan el sabor de la miseria. Las coci­nas de los obreros calientan cada vez menos, y hasta allí llegan los olores de las cenas opíparas servidas en la vecindad y que alborotan los estómagos vacíos.

La revolución avanza conforme se niegan los de­rechos. Es la regla más segura en todos los tiempos. Hay temor a la huelga, y es obvio que los obreros no están en capacidad de resistir sin el jornal oportuno. La incipiente caja de ahorros, fundada para la emergencia que habría de sobrevenir, es de precaria fuerza para remediar las angustias de diez mil obre­ros.

El novelista, que sabe interpretar el disgusto que sacude las calles de su patria, traslada a las minas el drama de la miseria –la miseria del orbe entero– y encarna en sus personajes, fielmente logra­dos, la cólera del hombre cuando se le vulnera su dignidad.

El acceso a la vida digna es apenas un requisito para vivir socialmente. No puede considerarse le­jana o novelesca la época de los emperadores para pensar que esos problemas no son nuestros. Donde­quiera que exista el capital mal administrado, donde haya desequilibrios e injusticias, lo mismo en la Francia del siglo XIX que en esta Colombia nuestra también convulsionada, se oirán gritos de rebeldía. Puede que al principio sea el grito tenue, como el que comienza a escaparse sin alientos de las páginas de Germinal, pero luego se acrecentará y crispará los nervios de la sociedad entera.

El hombre, a quien el propio hombre hace animal para sufrir afrentas y vejámenes, un día rompe las cadenas y se sacude el polvo milenario de su postración. Es entonces cuan­do resulta temible y se vuelve energúmeno. Ese odio acumulado que se le ha ido filtrando en las venas, que lo carcome y lo impulsa a buscar su redención, hace volar minas, exterminar propiedades y cometer increíbles desafueros. El hombre es como el río que debe buscar su cauce natural, o de lo con­trarío se desborda.

En esta dantesca epopeya del trabajo –la obra cumbre de Emilio Zola–, el ojo clínico del novelista pinta con dramatismo los contornos de la época, y el genio del artista traslada a todas las latitudes del mundo el conflicto del hombre sometido a torturas y recortado en sus fueros. De las páginas de la obra se escapa una palabra repetida que se lanza con furor y desespero: ¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!… El eco retumba en esta época cuando la humanidad parece condenada a morir de hambre.

El dedo acusador

Germinal es por excelencia el poema épico del proletariado. Sus líneas son desgarradoras y humanas. Penetró a los recovecos de la conciencia al hablar el lenguaje universal de la mise­ria. La vida rústica de los mineros, con sus aparen­tes pequeñeces, le dio al novelista tema para enmarcar esta obra sublime puesta a consideración de los poderosos de la tierra. Zola tiene el suficiente talento para concebir también una dramática historia de amor, apenas consecuente con la tragedia del relato. El amor, que todo lo enaltece, parece como si redujera las tristezas de la ruda existencia.

No obstante haber sido escrita para su tiempo, hace cerca de cien años, la obra tiene vigencia en los tiempos actuales. La humanidad todos los días se compromete en nuevas aventuras y se desvía de los caminos seguros. El hombre sigue rechazando la injusticia y buscando la equidad.

Hay que volver a los clásicos. Los grandes nove­listas, como Zola, no mueren, porque su palabra se escribe para todos los tiempos. El escritor francés, que acusó a la sociedad de su patria, sigue con el dedo tendido hacia la sociedad del mundo entero que no ha sabido redimir al hombre, y cada día lo ex­plota más. No enseñó él a hacer la revolución, sino que quiso prevenir al mundo de sus desastres. Y pa­rece que el mundo no ha entendido la lección.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 8-VI-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, abril de 1987.  

 

Categories: Ensayo, Novela Tags: ,

Salambó o la guerra

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gustavo Flaubert, novelista de imaginación portentosa, muerto hace cien años, el 8 de mayo de 1880, no escribió sólo para su tiempo, en el que sus­citó ardorosas polémicas, sino que creó una obra de proyección imperecedera. Salambó, escrita a con­tinuación de Madame Bovary, es el arquetipo de la novela histórica. En la primera describe con gran realismo la tragedia del hombre, tomando como pre­texto los arrebatos y la sensualidad de una amante impetuosa, y en la segunda, con fondo violento, pinta el drama de la guerra. Puede pensarse que Salambó, una especie de diosa humana incrustada en la historia de Cartago, es la metamorfosis de Emma Bovary, la heroína de una miserable aldea francesa.

Salambó será la mejor referencia de Cartago la guerrera, una de las capitales más famosas del mun­do antiguo, que buscó ser dueña del planeta, al igual que Roma, su enemiga indomable. Cartago, dueña del mar y cuna de fieros combatientes, para defender su territorio y atacar al enemigo adiestró temibles ejércitos y armó poderosas flotas marítimas; tenía que ser grande, aun destruida, porque nació para ser colosal.

Amílcar Barca, amo violento y forjado pa­ra la guerra, que nunca retrocedía, de no ser para volver a embestir, es la personificación del valor, de la furia humana. Muerto él, aparece su hijo Aníbal, otro bravo de la historia, con vocación de héroe, que sólo nueve años había jurado ante los altares de su patria que nunca dejaría de odiar a Roma.

Las guerras púnicas

Aníbal es el hombre prudente y valeroso, sagaz y calculador. Se trata del mayor estratega del mundo en todos los tiempos. Con sólo 25 años de edad se pone al frente de los suyos y se lanza a las gue­rras del horror y la esclavitud, las famosas guerras púnicas, de nunca acabar, como que la primera du­raría 23 años.

Es el genio militar por excelencia, a quien nadie había superado. Cartago, amurallada e inexpugnable, con 700.000 habitantes que vivían en función de guerrear, desafía el ímpetu del enemigo y se sostiene como capitana del mar, altiva y des­deñosa. Si al fin cae dominada tras largas sangrías de parte y parte, también termina con ella el imperio y nace la leyenda. Y Aníbal, que no había nacido para ser dominado, apura el veneno que portaba co­mo solución de última hora.

Sobre las ruinas de Cartago escribió Flaubert su novela monumental. Y esto no es sólo una figura. Primero se entregó a vastas y minuciosas investigaciones, se metió entre archivos confusos y contra­dictorios, y luego se fue, como investigador inconforme, a los propios escombros, todavía humeantes, a oler la historia misma. Consultó tratadistas, pulsó la historia, escudriñó el paisaje y la época, y sólo des­pués de muchos años y de profundas meditaciones puso sobre el papel la primera palabra de su obra gi­gante, cuando estaba seguro de poder ambientar aquel formidable drama humano.

¿Mujer o diosa?

Cartago se volvió una obsesión para Flaubert. Su pluma logró plasmar los hechos no tanto como el arqueólogo que destapa piedra por piedra en busca de vestigios humanos, sino como el artista consuma­do que llega más lejos al poder fabricar un ambiente. Entendidos los contornos de aquel cuadro fabuloso, el novelista se imagina la intensidad del momento histórico y crea a Salambó como la protagonista su­blime que estimula apetitos y desencadena batallas

No se sabe si es mujer o es diosa, y acaso esa misma mitología contribuye a suponer a Cartago como un eco fantástico, por más turbulencia que haya caído en sus entrañas. En célebre polémica sostenida con Sainte-Beuve, le dice Flaubert: «Creo realmente ha­ber hecho algo que se parece a lo que debió ser Cartago». Es más: no se podrá comprender hoy la his­toria de Cartago sin leer Salambó. Tampoco se entenderá la revolución rusa sin leer a sus novelistas, ni se captará la historia de Francia sin las novelas de la época.

Salambó es un cuadro histórico, más que la historia misma. Es el nombre de una ba­talla, de muchas batallas. Cuando se quiera saber quiénes eran los bárbaros, y qué significaban los ejércitos mercenarios, y por qué los pueblos anti­guos eran aguerridos, con su fondo de torturas, de niños sacrificados, de esclavos pisoteados, de muje­res ultrajadas, será preciso leer Salambó.

El autor, que al propio tiempo es paisajista y sicólogo, historiador y poeta, y esencialmente artista, recoge las costumbres, las creencias religiosas, el respeto a los dioses y la exageración de los mitos, o sea, el alma del pueblo, para novelarnos la época. Con gran precisión señala a cada cosa por su nombre, en tarea de envidiable penetración. Las armas, los arreos militares, los usos y estilos, todo tiene ma­ravillosa identidad.

Pintura de la época

Y por encima de todo está la época. Ejércitos te­mibles que vuelan por las montañas, arremeten en las encrucijadas y derrotan al enemigo; maniobras navales que hacen encrespar los mares; camellos amaestrados que rompen distancias y aplastan al ad­versario: he ahí la fiereza del hombre cuando se vuelve huracanado. Los dioses empujaban a la gue­rra y ésta se convertía en un grito de la sangre. Las ciudades se levantaban sobre hitos de grandeza. Los hombres, templados en el valor, ofrendaban a sus dioses con el sacrificio de sus arterias.

Salambó, la hija de Amílcar, surge sobre este panorama como la impoluta deidad a la que se respe­ta y se ama, se teme y se desea. Es la diosa de carnes voluptuosas, de grandes ojos tranquilos, de ape­tencias ocultas, que acaso por su misma sublime ca­tegoría vive alejada de los placeres, entre perfumes y gasas relajantes, y cuya existencia discurre en medio de abstinencias, ayunos y purificaciones, como la vir­gen asombrosa a quien el pueblo quiere incontami­nada. Pero ella siente sus soledades, sin conseguir dominar los ímpetus de la carne, cada vez más in­tranquilos. Apenas la cuidan y la miman la esclava solícita y la serpiente sensual, pitón inofensivo que le transmite voluptuosidad.

Epopeya del amor

El velo que el bárbaro Matho, su enamorado, ro­ba a la diosa Rabbet ante los ojos atónitos de Salam­bó, agitará la vida de la ciudad porque los dioses no pueden ser despojados de sus sagradas vestiduras. Ese velo, emblema de la fe del pueblo adorador de sus ídolos, será su castigo si no aparece. El propio Amílcar lanza sobre su hija una maldición, y ella, que no ignora las astucias de la mujer, termina rescatán­dolo, pero al costo de su virginidad. Entrega colérica, clamorosa como la voz misma del pueblo que no se resigna a la desprotección de los dioses.

Salambó es una batalla, y no sólo de ejércitos, sino también de la conciencia. Esta mujer fulguran­te, otra madame Bovary transplantada a escena­rio distinto, se alza sobre la historia de Cartago y de la humanidad entera como faro luminoso. Ama y odia, como las grandes heroínas. Así sufre. A su vista se despedaza el pueblo y en sus oídos retumba el clamor de la guerra. Ella lleva en su pecho otro eco, el de la venganza, que no logra consumar hasta la saciedad que la enardecía, porque el amor es más potente. El amor puede ser un solo instante, una mirada o un pensamiento, como lo consagra esta obra cumbre que termina escribiéndole a la historia, en el rescoldo de las pasiones bélicas, un intenso dra­ma del alma. Es la epopeya del amor, que se hace más grande sobre el conflicto de la guerra.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 11-V-1980.
Revista Mefisto, N° 78, Pereira, marzo/2015.

Categories: Ensayo, Novela Tags: ,

Madame Bovary soy yo: Flaubert

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El 8 de mayo de 1880 muere, en su retiro de Croisset, Gustavo Flaubert, cuya fama literaria, cien años después, se conserva intacta y sigue siendo ob­jeto, como en sus mejores días, de admiración y cui­dadoso análisis. Tenía 58 años de edad y mucho se esperaba aún de él, a pesar de haber logrado un éxito rotundo. Su obra, la menos extensa de los grandes novelistas franceses del siglo XIX, es de las más ricas en fecundidad espiritual, en contenido humano, en brillo literario, en técnica idiomática.

Trabajaba en una novela como el tallador de finas maderas o de piedras preciosas que sabe engarzar, con certeros golpes maestros, la pieza precisa que va estructurando el conjunto. Es posible que se tomara una semana para concluir una página, pues su espíritu exigente no toleraba la ligereza ni la mediocridad y le impo­nía, por el contrario, rigurosas disciplinas hasta lle­gar a la perfección del lenguaje. Huía del pensa­miento vago lo mismo que de la palabra imprecisa, y por eso, tras duras reflexiones habría de encontrar los términos adecuados para que la frase no sólo que­dara clara sino que también poseyera emoción y rit­mo.

De frase en frase así cinceladas avanzaba con paso firme, despreocupado por las carreras pero con afán de descubrir la belleza. La búsqueda del adjetivo, de la palabra justa, de la frase armoniosa, se con­vertía en angustioso ejercicio mental que lo conducía a explorar los veneros inagotables de la inteligencia.

Maestro de la perfección

Como para él no existían los sinónimos idénti­cos, a cada palabra le buscaba su propio peso, su exacta densidad. Si tal fuera la norma general del escritor, sobre todo en estos tiempos superficiales, qué diferente compromiso sería el de la literatura. Hoy, en lugar de trabajar la obra con ahínco, y co­rregirla y depurarla, el escritor es dado a chapucear, a producir basura literaria, sin miramiento por el pú­blico al que va a torturar, pero ni siquiera por él mis­mo, que no cuida su prestigio; o acrecienta su des­prestigio con tanta necedad que por ahí pone a circu­lar.

No es de extrañar, entonces, que este maestro de la perfección gastara años en cada una de sus obras. Madame Bovary la escribió en seis años; Salambó, en cuatro; La educación sentimental, en siete; La tentación de San Antonio, en treinta. No hay niungún libro suyo que no sea ejemplar y que no haya suscitado, lo mismo en su tiempo que en las si­guientes generaciones, los más ponderados concep­tos. Ampliada la lista anterior con dos títulos más y con su célebre Correspondencia, clásica en la lite­ratura epistolar, queda claro que no fue escritor prolífico como sus contemporáneos Balzac, Víctor Hugo o Zola, y el mismo Stendhal, cuya correspon­dencia constituye todo un monumento lite­rario. Los libros de Flaubert no son muchos, pero to­dos son joyas de la literatura.

La novela realista

En la primera mitad del siglo XIX predomina la novela realista, una reacción contra el romanticismo, y de ella es precursor Gustavo Flaubert. Madame Bovary es la obra realista por excelencia, que se impone como realización imperecedera de este género que pronto encuentra destacados expositores y entu­siastas adeptos. Flaubert, que procede de la escuela romántica, funda el realismo o naturalismo y se con­sagra como abanderado de una tendencia que desde entonces se vuelve dogma en el mundo de las letras. El realismo pinta la vida con objetividad, dándole realce a la condición humana. Esto no se opone a que los personajes sean románticos, pero de carne y hueso.

Madame Bovary, la máxima producción no sólo del autor sino de este género, es una novela de costumbres, a la par que sicológica, lírica y densa­mente humana, y en la que además existe el experto dominio de la ironía, la sátira, el drama y la comici­dad. Ambientes todos manejados con gran estilo, o sea, por la pluma docta del literato refinado y el agudo observador de la humanidad que se da el lujo de alejarse del mundo y recogerse en Croisset –convertido hoy en museo a su memoria–, en los alrededo­res de Rouen, para entregarse por completo a la lite­ratura. Contó con medios generosos de fortuna que le permitieron sustraerse a las miserias comunes del escritor, para vivir un clima espiritual de intensas lecturas y permanente creación artística.

Se margina del mundo

Parecía un vikingo por su complexión atlética. Era, sin embargo, de salud precaria, nervioso, tími­do y sensitivo. No le gustaba la gente en general, quizá por haberla conocido a fondo, para luego de­sengañarse. Aislado en su refugio, miraba el mundo de lejos, pero lo entendía y sobre todo sabía interpre­tarlo. Sus personajes son auténticos, producto de sus largas meditaciones e implacables escrutinios. Pudiera decirse que se marginó de la sociedad para verla mejor. No era huraño y, al revés, poseía un co­razón efusivo que dispensaba con generosidad a los suyos y a unos cuantos amigos entrañables.

Vivía, en síntesis, en completa armonía interior. Mantuvo interesante correspondencia con Jorge Sand, célebre autora sentimental y protagonista de impe­tuosos amores –también lo fue madame–, cartas que luego fueron recuperadas como patrimonio lite­rario. Turgueniev lo conoció en 1866 y le profesó cálido afecto.

En este marco de compenetración y estudio pro­dujo sus mejores obras. Nació aquí Madame Bova­ry, novela monumental movida por hondas pasio­nes, trabajada con paciencia benedictina, casi con desespero, y finalmente lograda como testimonio in­conmovible de la mejor literatura mundial. Solo una mente tan escrutadora y penetrante como la de Flaubert sería capaz de crear personajes de tal firmeza si­cológica como los que comparten la mezquina aldea francesa por él escogida como teatro de múltiples y borrascosos episodios.

Aquella provincia de su patria, tan pegada a su sensibilidad, es el mismo círculo estrecho existente en todas las latitudes de la tierra, donde el hombre se consume entre pasiones, se asfixia entre angustias y no consigue liberarse de sus miserias. La pintura que hace el autor de los ásperos contornos al­deanos, donde sus moradores discurren entre mono­tonías incurables y mezquindades que oscurecen la vida, es perfecta.

La vorágine mundana

Flaubert toma del montón a cada uno de sus per­sonajes, los moldea, les imprime carácter y, luego de ponerles alma inequívoca, con sus atributos y flaquezas, los suelta a sus propios instintos. Estas páginas magistrales describen la tragedia humana, con imaginación portentosa. El hombre sufre su frustración, se mueve con ahogos, a veces ríe, y bus­ca amor para poder subsistir. El alma que tiende hacia la altura, no siempre logra le­vantar el vuelo, y así, deforme y sangrante, se desga­rra entre asperezas.

Está aquí representada la comedia del hombre. No necesitó el autor los 97 libros de Balzac para dibu­jar con realismo los conflictos de la humanidad. Lo hizo en una sola novela, y con ella ganó la gloria. Si no hubiera escrito más, también habría conseguido la inmortalidad. Qué difícil arte el de plasmar la vida valiéndose apenas de un puñado de protagonistas.

Desfilan el marido incapaz de darle satisfacción a su mujer, este médico de provincia, inane e idiota, que sólo llega a sentir celos cuando ya ha culminado el drama; el boticario anticlerical y alborotador, con pretensiones de filósofo, que es el molde del político pueblerino; el cura acosador, a quien se le teme pero no siempre se le oye; el amor discreto del tímido enamorado que no se atreve a arrebatar la mujer de su prójimo y que sólo años después, en las vueltas del camino, termina poseyéndola; el seductor refina­do, experto en los entresijos del amor, que explota la traición conyugal. Y no puede faltar el prestamista voraz, inevitable en la vorágine mundana; ni la criada observadora, confidente a la fuerza, llamada Feli­cidad acaso por su misma simpleza; ni el ciego que conturba el sentimiento, y tampoco el cojo que casti­ga la conciencia.

En el centro de esta urdimbre está la dama ful­gurante que no se conforma con la vida ordinaria y que, dueña de impetuoso corazón, no habrá de importarle la infidelidad con tal de ser feliz. ¿Lo es? Emma, la adúltera ideal, que gusta del lujo y no des­precia los halagos, redime sus aturdimientos, apatías y cansancios a espaldas del marido insípido. Aunque siente miedo y temores, se expone a todo para cal­mar sus apetitos.

Un día, cuando el mundo se le cie­rra al esconderse sus amantes y clavarle el último aguijonazo el también insaciable especulador, echa mano del arsénico y consume su belleza de un tajo, con la decisión de las amantes nacidas para no dete­nerse. Es ya al final cuando el marido siente celos, como si éstos valieran la pena. Y para impedirle nue­vos deslices, encierra el ataúd entre dos cajas más, para que no se escape la adúltera, por si acaso le han quedado deseos para otras aventuras. Le encima un corte de terciopelo para que disfrute del lujo que él no le dispensó en vida.

Flaubert sabe penetrar a las profundidades del alma al crear su personaje inmortal. No mueren, ni ella ni él, como lo corrobora el tiempo. “Madame Bovary soy yo”, exclamó en famosa respuesta. Y no estaba equivocado.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 11-V-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, diciembre de 1986.

Categories: Ensayo, Novela Tags: ,

Los tres Pedros

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La Asociación de Amigos de Sogamoso acaba de rescatar, con la acertada asesoría del doctor Vicente Pérez Silva, una de esas rarezas bibliográficas que el tiempo mantiene escondidas y que se perderían para la literatura si no existieran empeños culturales capaces de interrumpir el olvido humano. Se trata de la novela histórica Los tres Pedros, del escritor boyacense Temístocles Avella Mendo­za, personaje a quien ya no se nombra, a pesar de que en su época fue figura destacada como poeta, periodista, novelista e historiador de singulares dotes.

Muy pocas personas saben que en la novela colombiana existen Los tres Pedros, obra publicada por El Mosaico en las ediciones comprendidas entre el 2 de abril y el 16 de julio de 1864. Javier Arango Ferrer da cuenta de este hecho en sus Horas de literatura colombia­na (página 99 del libro de Colcultura, recientemente editado), en rápido repaso sobre cómo nació el folletín industrial con la Revista de París, en 1829, la primera en dar novelas por entregas, seguida más tarde por El Papel Periódico Ilustrado, El Mosaico y otras publicaciones del siglo pasado. Estas gacetas, de donde arrancó el periodismo en nuestro país, alberga­ron muchos temas románticos que cautivaban la atención de lectores ávidos de desenlaces apasionantes.

Hoy la gente ya no se acuerda de aquellos episodios novelados y los propios textos de literatura pasan por alto el estudio de las obras así condenadas al silencio, que también es ingratitud. Hay que aplaudir el interés de la Asociación de Amigos de Sogamoso por remover la quietud de esos folios semidestruidos y salvar de ellos, como sucede con la buena noticia que ahora se anuncia, la memoria de Temístocles Avella Mendoza, escri­tor olvidado, y para decirlo con la necesaria sinceridad, desconocido en los nuevos tiempos.

Vicente Pérez Silva, paciente remendador de la historia, pespunta en la presentación del libro las circunstancias que dieron vida a la historia de Los tres Pedros, aconte­cimiento memorable en los anales de Tunja durante la época de la Colonia. Si hay un personaje que se mantiene nítido en la memoria de los tunjanos, más acaso que los propios próceres de la Independencia, lo es doña Inés de Hinojosa, viuda bella y rica, siniestramente seductora y cruel­mente perdedora de los hombres, que escribió para la posteridad una de las páginas más impresionantes de la pasión femenina.

Si su tránsito por la dormida epidermis de la Tunja legen­daria conmovió las fibras del conglomerado erizado ante la aciaga belleza de esta mujer deslumbrante y pecadora, hoy, en este mundo convulso y disipado que parece no impresionar­se por nada, un hecho como el que inspira la novela tendría el mismo estrépito si volviera a protagonizarlo doña Inés, la «mujer soberanamente bella, con un semblante de los que no pueden olvidarse», como la define Herminia Gómez Jaime de Abadía en la Historia de Tunja, libro editado por don Ramón C. Correa en 1945 y que habrá necesidad de consultar siempre que se quiera escudriñar el pasado de la noble villa.

Está visto que el libro no muere. Aquí tenemos una obra minúscula, aparentemente fugaz, que vuelve por los fueros de nuestra literatura 115 años después de haber aparecido en fragmentos, como quien dice, casi que descuartizada, en una revista salvado­ra.

El Espectador, Bogotá, 1-II-1980.

 

Categories: Novela Tags:

Bajo la luna negra

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la aparición de este libro se prueba que el café, un bien pródigo en rendimientos económicos y principal soporte de nuestra riqueza nacional, también produce cultura. Y es en esta hermosa parcela quindiana, bañada de exuberancia cafetera y cuna de poetas, cuentistas, novelistas, donde se rescata una novela que andaba refundida en el polvo de los años y que hoy ve la luz gracias al empeño del Comité Departamental de Cafeteros.

Cuando el lector sepa que el libro que tiene en sus manos fue escrito por Eduardo Arias Suárez en el año de 1929, en la Guayana venezolana, y que desde en­tonces permanecía inédito, comprenderá hasta dónde la pátina del tiempo cubre de olvido la obra de los escritores.

Suerte triste la de un trabajo como este que, escrito con vehemencia y dolorido y bello sentimiento, no había logrado romper las vendas de un mutismo desconcertante.  Si la literatura es por excelencia el arte de la comunicación humana, que transmite emo­ciones y crea universos, solo alcanza su verdadero destino cuando llega al lector. Han transcurrido veintiún años desde la muerte de Arias Suárez y cincuenta desde que fue escrita su novela. Pero, en fin de cuentas, la obra no se perdió, y aquí se pone a rodar para que ya nunca se detenga.

No es razonable la indiferencia de las nuevas generaciones hacia este escritor de Armenia, uno de los mayores talentos colombianos como cuentista y novelista, ganador de concursos de poesía y autor de varios libros laureados por la crítica, de mucho vuelo en su época. Todo esto parece olvidado en los nuevos tiempos. Se trata acaso del mejor cuentista del país, género en el que más sobresalió, y cuyas producciones, vertidas a varios idiomas, dejaron de tener eco en nuestra patria.

Cuando el Comité de Cafeteros me confió la honrosa misión de asesorar la presente publicación, a mí, ferviente admirador de la calidad literaria de Eduardo Arias Suárez, sentí que la tierra quindiana, que no sabe ser ingrata, iba en busca de su hijo epónimo. El escritor regresa a su parcela, él, que nunca dejó de tener alma campesina, como lo comprobará el lector cuando se adentre en estas páginas y halle las añoranzas de quien desde el trópico salvaje clama por el solar nativo.

Al rescatar esta joya literaria hay que desear que lo mismo suceda con los demás libros de este escritor, hoy no solo agotados sino también ignorados, y que se salven sus Cuentos heteróclitos, otra obra inédita que guarda celosamente su viuda, doña Susana Muñoz de Arias.

El café y la literatura se entrelazan y se hacen grandes cuando llegan al alma del pueblo. Tal la cons­tancia que deseo transmitir en mis palabras, antes de abrir el prólogo de la obra, escrito por la pluma maestra de don Baldomero Sanín Cano. Este solo hecho acredita un acontecimiento literario. Y es mayor el suceso cuando además se publica el texto manuscrito de aquel trabajo, donde los estudiosos de la literatura hallarán, en el escrutinio de los no pocos tachones y correcciones, un espíritu inquieto que buscaba siempre la perfección idiomática.

Retrocediendo en el tiempo solemos descubrir puntales perdidos de nuestro patrimonio cultural. Lo importante, después, es clavarlos como faros inextinguibles para las futuras generaciones, como aquí se hace. La literatura es, ante todo, inteligencia y luz.

(Noticia publicada en la edición de la novela Bajo la luna negra, Editorial Quingráficas, Armenia, septiembre de 1980).

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 17-III-1980.
La Patria, Manizales, 6-VIII-1980.

* * *

Comentarios:

El Magazín Dominical de El Espectador publicó con gran despliegue la noticia sobre el rescate de esta novela de Eduardo Arias Suárez. Dice lo siguiente en la nota de presentación de este hecho:

“En páginas centrales publicamos un auténtica primicia literaria: Se pone en estos días en circulación una obra del cuentista Eduardo Arias Suárez que permaneció inédita 50 años: Bajo la luna negra se titula la novela. El libro, publicado con el patrocinio del Comité de Cafeteros del Quindío, trae un prólogo de don Baldomero Sanín Cano, lo cual es suficiente razón para entender que se trata de un trabajo valioso. Tanto el original de la novela del escritor de Armenia, como el manuscrito del prólogo, se tuvieron inexplicablemente guardados durante medio siglo y solo ahora, como lo anota Gustavo Páez Escobar en la presentación que hace de ellos, pudo imprimirse. Arias Suárez es considerado por los estudiosos de nuestra narrativa como uno de los más exquisitos autores colombianos, pero su obra no ha contado con la debida divulgación. Reproducimos, entonces, el prólogo de Baldomero Sanín Cano, un corto escrito que sitúa la novela como una obra ‘original, llena del sentido de la vida en el trópico y abundantísima en bellos paisajes del espíritu y de al tierra, reales e imaginarios”.

*

Comentario del poeta Óscar Echeverri Mejía al recibir la novela, que le obsequió el Comité de Cafeteros del Quindío en un viaje a Armenia:

“Eduardo Arias Suárez es uno de los mejores cuentistas colombianos, injustamente olvidado, autor de otro libro –publicado en París– titulado Cuentos espirituales. Recuerdo que en uno de mis viajes a la hacienda El Diamante, del inolvidable León Suárez y de mi tía Elvira Mejía, su esposa, leí por vez primera –hace muchos años– ese libro de Arias Suárez, el cual dejó en mi alma un recuerdo imborrable. Siempre que veo el nombre del exquisito escritor quindiano lo asocio a esos años lejanos de mi adolescencia”. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 23-XII-1980.

Categories: Novela Tags: