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Los pecados de Inés de Hinojosa

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Varios años de investigación necesitó Próspero Morales Pradilla para ambientar la que posiblemente será su obra cumbre, que acaba de poner en circulación Plaza y Janés. Si la novela es el mejor medio para in­terpretar y transmitir la historia, no hay duda de que en Los pecados de Inés de Hinojosa, relato ardiente y estremecedor como la propia protagonista, están captados con la mayor exactitud los sucesos esca­sos que escandalizaron a la reposada villa de Tunja a finales del siglo XVI.

Lugar de rezos, de frailes y sole­dad, enmarcado entre lluvias y fríos glaciales, fue escenario de esta tórrida historia de pasiones donde una mujer nacida para el amor y la infidelidad —»soberanamente bella, con un semblante de los que no pueden olvidarse», como la describe Herminia Gómez Jaime de Abadía— se convertiría en el mayor escándalo de la Colonia.

Con su hermosura y su insaciable apetito de placeres, fue doña Inés la auténtica devoradora de hombres. Todos se rendían a sus encantos, y a su alrededor giró una época de lujurias, intrigas, deshonras y crímenes.

Capitana de sensualismos y pe­cados atroces, parecía levantarse sobre la aterida ciudad como diosa castigadora de las costumbres pacatas. Era el desafío de la tentación. Las beatas pueblerinas, fisgonas y murmurantes, suponían que en su alma estaba aposentado el propio Judío Errante, diablo asustador que se sentía por las calles y hacía más terrífica la vida comar­cana.

Inés de Hinojosa escribió, con sus aventuras amorosas y su sino trá­gico, la mayor tragedia del Nuevo Reino de Granada. Poetas, histo­riadores, cronistas —y sólo un no­velista antes de Morales Pradilla— se han ocupado de esta mujer monu­mental que, cuatro siglos des­pués, flota en la imaginación tunjana como leyenda fantasmagórica. Fue, sin embargo,  personaje de carne y hueso, pero sobre todo de carne.

El peota Roberto Liévano así la invoca: Los hombres por tus besos desnudan sus puñales… / (¿Qué filtros hechiceros la lujuria pondría / entre tus labios húmedos de pecados mortales?). El Carnero, libro que recoge con mayor animación y rigor las noticias de la Colonia, nos ha trasladado la verdad picante de aquellos lejanos episodios.

El escritor sogamoseño Temístocles Avella Mendoza es autor de la novela Los tres Pedros en la red de Inés de Hinojosa, publicada por fragmentos en El Mosaico, entre abril y julio de 1864, y que fue res­catada, para volverla libro, en 1979. Novela de breve paginaje y que logra, al igual que la extensa de Morales Pradilla, pintar el crepitante horno de pasiones de esta Tunja monacal de pecados ocultos.

Próspero Morales Pradilla, que ya ha demostrado capacidades como narrador novedoso en sus cuentos, resucita una época olvidada de su terruño tunjano. Re­construye capítulos candentes de aquellos tiempos asustadizos, con sus gazmoñerías y sus fantasmas, sus castidades y sus incontinencias, sus ermitaños y sus diablos sueltos. Es una sociedad entera, compuesta como toda sociedad por vicios y vir­tudes, la que se evoca a través de la imagen siniestra —por lo bella y pecadora— de la mestiza doña Inés, tal vez la mujer más seductora de la vida colombiana.

El sexo y sus escenas atrevidas, que se tratan al desnudo —y aquí cabe el término exacto— a lo largo de la obra, parecen significar la inten­ción del autor de designar las cosas por su nombre. O sea, el propósito de desenmascarar la hipocresía para que el pecado sea pecado. Con amenidad, humor y fidelidad histórica consigue Morales Pradilla el reflejo de la ciudad convulsionada por hechos turbulentos, la muy noble villa de Gonzalo Suárez Rendón, que Bolívar llamaría «cuna y taller de la libertad».

*

Las grandes amantes de la historia y de las letras (Madame Bovary, Mesalina, Lucrecia Borgia, María Antonieta…) han dejado para la posteridad, escritas con sus vidas disolutas, hondas lecciones morales. Lo mismo sucede con Inés de Hino­josa, cuyo final violento es la mora­leja precisa con que se cierra este capítulo de la pasión fe­menina.

El Espectador, Bogotá, 26-II-1987.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, abril de 1987.

 

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El Divino

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Muchos habitantes de Ricaurte, pueblo silencioso situado al noroccidente del Valle, estarán atemorizados buscando su identifi­cación con personajes de la reciente novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Característica común en la narrativa de este escritor es la de presentar al vivo personajes locales, convirtiéndolos en prototipos de la condición humana. Pero en esta ocasión, según parece, el trazo de sus criaturas es universal y no ha esco­gido víctimas personales para de­senmascarar a la sociedad.

En El Divino, como él mismo lo dice, estamos todos representados y allí nadie es nadie: todos son todos. Pero el novelista no siempre tras­lada a sus libros personas enteras sino fraccionadas y por eso en un protagonista pueden coexistir varios tipos de la vida real. Es posible, por ejemplo, que en Ebelina Borja, la del biorritmo, que él pone, con una má­quina calculadora y el respaldo de conocimientos de astrología, a es­crutar el carácter de los vecinos, esté algún amigo suyo practicante de in­tuiciones y manías adivinatorias. El novelista es la suma de diversas experiencias vividas y observadas.

No busca en su nueva novela fustigar a sus enemigos y a los caciques regionales, como ha sucedido en otros de sus libros, sino que se vale de las cos­tumbres religiosas de un pueblo —de cualquier pueblo— para enjuiciar la hipocresía, con todo lo que ésta significa: exceso de poder, murmuración, chisme, envidia, arrogancia económica, fanatismo religioso…

Alrededor del cuadro del Ecce Homo, conocido como El Divino, desfila una sociedad de bobos, de mujerzuelas, de homosexuales, de narcisos con plata y poder, que pecan entre jaculatorias y golpes de pecho, pegados a la efigie divina y conturbados con el sonido implacable del ventarrón que azota la vida del pueblo.

Es un ventarrón que se siente a lo largo de todas las páginas del libro y que simboliza el eco de la conciencia pública intranquila por los pecados parroquiales. En esta mezcla de beaterías y concupiscencias se vive el infierno grande de los pueblos chicos. Ricaurte se toma como pretexto para denunciar las gazmoñerías y los vicios públicos de todas las comunidades.

El novelista, como ha ocurrido con sus libros anteriores, se va contra los excesos religiosos, las falsedades sociales, los ídolos municipales, y pone al descubierto las taras de fa­milia y los estigmas de santidades dañinas.

Gustavo Álvarez Gardea­zábal, una de las grandes figuras de la literatura latinoamericana, es el iconoclasta perfecto que sin miedo a la sociedad y utilizando un estilo agresivo y franco destapa las ollas podridas de la vida contemporánea. Autor de narrativa de violencia, es también el desenfadado relator de costumbres y vehemente censor de los poderosos. Su obra mantiene unidad de acción y propósito, y a través de sus bobos (en este libro son 39 y él se solaza contándolos), sus homosexuales, sus prostitutas, sus divinos y un conjunto heterogéneo de pintorescos títeres locales —o sea, la humanidad entera—, describe la comedia humana.

El Divino es novela de símbo­los más que de personas. Alguna señora despistada, tal vez demasiado recogida en sus plegarias al Ecce Homo, dijo en carta a un periódico que se trataba de una herejía. La pobre señora no vio nada más y ha­bría que compadecerla.

Libro de metáforas, de pasiones y aberra­ciones, donde los hilos del humor sutil logran el milagro —y estamos en tierra de milagros— de hacer de lo pornográfico un poético cuadro de miserias humanas.

*

El autor, que por algo ha vivido la vida, es permanente crítico social que no permanece ocioso. En len­guaje directo, crudo en muchos pa­sajes, descriptivo y auténtico (los diálogos así lo confirman), suscita con sus libros en­cendidas polémicas pero también gana entusiastas lectores.

Por sus irreverencias y sus franquezas ya tiene conquistado su trono en la literatura colombiana. Su obra es cada vez más madura. Y se halla, sin duda, a poca distancia de producir su libro cumbre.

El Espectador, Bogotá, 21-IV-1986.

 

 

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Historia y novela

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con el ingreso de Pedro Gómez Valderrama a la Academia Colom­biana de Historia gana la corporación una de las figuras más destacadas de la literatura del país. Como novelista y cuentista, a la par que denso en­sayista de los hechos históricos y li­terarios, su obra ha sido un perma­nente buceo por los territorios de la Historia, escrita con mayúscula, la suprema orientadora de la vida.

Él ha entendido, y lo ha prac­ticado como norma del oficio, que escribir cuentos y novelas es la manera de investigar el pasado. Y como «no sólo la literatura sino los libros de historia están llenos de hi­pótesis» —son sus palabras—, es preciso rellenar, con imaginación, los grandes tramos que permanecen en el vacío o en las nebulosas, para unir o interpretar los episodios históricos que el hombre protagoniza como mensajes para el futuro. Novelar es también historiar (lo cual juega no sólo con la novela sino también con el cuento). El novelista es, ante todo, o debe ser, un investigador.

Pero no cualquier tipo de investi­gador. No es lo mismo encontrar eslabones perdidos que saber con­catenarlos, y hacerlo además con inventiva y gracia para crear fasci­nación. Siguiendo esta pauta, que en Gómez Valderrama es constante en toda su obra, vemos que con sus le­yendas ha fabricado los puentes ne­cesarios con los cuales adquiere dimensión la Historia.

El creador literario con intención de historiador es el mejor memoria­lista de los tiempos. Es el que con pinceladas maestras pinta la tem­peratura de una época y les da color a sus personajes, lo que, dicho en términos precisos, es lo mismo que ponerles alma y carácter.

Esto no siempre lo consigue el historiador ortodoxo. Mientras este se esclaviza al acopio de fechas y a la precisión de límites geográficos, aquel penetra en la vida interior de los protagonistas, los escruta, los oye, les permite li­bertad de movimiento. No es lo mismoordenar crono­logías que dibujar paisajes históricos.

Esta última virtud fue muy acen­tuada en Flaubert. Dueño de portentosa imaginación y aguda sico­logía, trabajó sus personajes con paciencia benedictina. Fue in­vestigador incansable y purista insatisfecho. Con ese rigor concep­tual y artesanal realizó sus obras maestras. Gracias a sus vastas lec­turas y profundos escrutinios —algo que ha olvidado el escritor de nues­tros tiempos— consiguió los con­tornos armoniosos para ambientar los cuadros del amor y de la guerra, con el fondo de la verdad histórica.

Salambó, arquetipo de la novela histórica, re­sulta una mezcla de indagación, si­cología, realidad y ficción. Cartago, destruida, no había dejado ni histo­riadores ni poetas, y tampoco ves­tigios claros para poder recons­truirla. Se necesitaba la mente penetrante de Flaubert y eran necesarios  sus recursos li­terarios, que nunca se conformaron con el primer hallazgo, para rescatar no sólo la ciudad legendaria sino aquella época bárbara y conflictiva.

Pedro Gómez Valderrama les sigue los pasos a los grandes creadores de la Historia universal (Scott, Flaubert, Dumas, Stendhal, Balzac…) al elaborar sus narraciones con los in­gredientes de la realidad y la fábula y con el toque mágico de la gracia y la sutil ironía. Sin su novela La otra raya del tigre no quedaría completa la historia del departamento de Santander a finales del siglo pasado, y sin sus cuentos de hechicerías —combinación de amor, sexo e intriga— le faltaría piso a la época de la Colonia.

*

Su llegada a la Academia constituye un capítulo llamativo. Es de los escritores más originales del país. Historiador nato. No sólo maneja un lenguaje castizo, que lo distingue entre los mejores prosistas de la época, sino que sabe tramar sus leyendas con fino humor y graciosa elegancia. Los recintos académicos necesitan, para no acartonarse, esta clase de innovadores.

El Espectador, Bogotá, 10-III-1986.

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La cuerda loca

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Es un libro irrespetuoso pero ne­cesario, me dice Fernando Soto Aparicio al entregarme su última novela, La cuerda loca, que acaba de publicarle Plaza y Janés. El éxito de la obra se mide en el hecho de que, a los tres meses de salida al público, se halla en preparación la segunda edición.

No sé cuántos sean los libros de Soto Aparicio en novela, cuento y poesía, pero creo que se aproximan a los treinta. Entre ellos, unas veinte novelas, su género más cultivado. Es de los escritores más prolíficos del país. Cuando la editorial le está sacando una novela, ya ha comenzado a escribir la siguiente.

Hay críticos que suelen disminuirle méritos por la extensión de su obra. Dicen que así se desperdiga el autor. Y tratan de rebajarlo por su dedi­cación a los guiones de televisión. Se olvidan, sobre esto último, de que es el único escritor colombiano que con perseverancia y profesionalismo ha afianzado la cultura de masas a través de la telenovela. En esto es un innovador. Sobre el volumen de su producción, que los envidiosos no quieren perdonarle, pero por ser valiosa, es preciso anotar que ha demostrado el derecho a permanecer en la literatura colombiana. En la latinoamericana, para ser más exactos.

Si por extenso se fuera menos es­critor, Balzac no sería famoso por las 97 novelas de La comedia humana. En ellas el escritor francés, dotado de portentosa imaginación y gran sentido crítico, logró el retrato per­fecto de la sociedad de su tiempo. Soto Aparicio, otro atento obser­vador de la humanidad, ha hecho de su literatura un filón de denuncia social. Esa temática, constante desde sus dos primeras novelas (que es­cribió cuando apenas tenía diez años de edad y más tarde destruyó), constituye el nervio medular de toda su producción.

Con el afán de desentrañar el misterio del hombre ha escrito sus mejores libros, entre los que pueden mencionarse La rebelión de las ratas, traducido a varios idiomas y con más de treinta ediciones en el país; Los bienaventurados, Premio Nova Navis en España; Viaje a la claridad, también premiado en España; Viva el ejército, premiado por Casa de las Américas en La Habana; Los funerales de América; Proceso a un ángel; Puerto Silencio; Hermano Hombre… En fin, es difícil fijar preferencias en una obra selecta.

Beatriz Espinosa Ramírez, licen­ciada en filosofía y especializada en la problemática americana, duró cuatro años investigando a los escritores más importantes del continente y descubrió que nuestro novelista es el que más identifica al hombre lati­noamericano. «Si Fernando Soto Aparicio hubiera escrito desde Europa tendría el reconocimiento universal que la crítica ha conferido a Morris West», es precisión que hace ella luego de este examen ex­haustivo.

Ahora, tras su permanencia por tres años como agregado cultural de la embajada colombiana en París, Soto Aparicio nos entrega La cuerda loca, el “libro irrespetuoso e irreve­rente” que de inmediato ha conquis­tado el interés del público colombiano y que ya va en camino al exterior.

En él pinta un mundo en conflicto que se mueve al borde de la guerra y que juega con átomos e hidrógenos como si se tratara de una diversión de ni­ños. Centrados los personajes en París, éstos tienen a punto de ex­plotar el planeta entre torpezas, frivolidades y odios ancestrales.

Mundillo diplomático pintado con gracia e ironía, donde entre champañas, mujeres bonitas y sexo generoso se debate la mentira de la paz con el dedo puesto en la palanca de la guerra.

*

Soto Aparicio supo aprovechar su experiencia diplo­mática. Regresó con otra dimensión. Y para decir verdades tuvo que ser atrevido. Entendió las falacias que se tejen en los dorados salones de la alta burguesía y se vino disparado a lanzar otra protesta social. Desde niño —y él dice que no conoció la niñez debido a su precocidad litera­ria— ya saboreaba a los escritores franceses, sus maestros de siempre. Se fue a París a husmear sus rastros. Vive enamorado de la palabra. Es su razón de ser. «Por la palabra —dice— he entendido personas, in­justicias, llamadas de auxilio, convulsiones sociales y plegarias”.

El Espectador, Bogotá, 18-III-1986.

 

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Memorias de Adriano

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Entre 1924 y 1929 Marguerite Yourcenar escribió por primera vez la novela histórica Memorias de Adriano. Luego quemó los manuscritos, al no quedar satisfecha. La autora tenía 25 años de edad. Vuelve a emprender la tarea, siempre con desfallecimientos, entre 1934 y 1937.

En este último año hace para el libro una serie de lecturas en la Universidad de Yale y, destruida otra vez parte de lo escrito, decide salvar algunos pasajes que más tarde someterá a nuevos arreglos.

Viaja en 1939 a Estados Unidos y deja en Europa el borrador con la mayoría de las notas. Abandona el proyecto hasta 1948. Y quema los apuntes tomados en Yale por parecerle inútiles. En diciembre de 1948 recibe de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad.

En­trega al fuego, en varias noches de impaciente escrutinio, buena parte de esos archivos, como queriendo liberarse de una carga agobiante. Pero al aparecer en una hoja a punto de extinción el nombre de Marco Aurelio, descubre un fragmento del manuscrito perdido y la asalta la decisión de reescribir el libro tantas veces interrumpido, costare lo que costare.

«Me complací —dice— en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría.» En 1951 da por concluida la obra. Habían transcurrido 27 años desde la iniciación del proyecto y ahora la autora tenía 48 años de edad. Curiosamente, es la misma edad en que Umberto Eco escribe su famosa novela El nombre de la rosa, también con fondo histórico, que se disputa con Memorias de Adriano las preferencias de los lectores.

«Hay libros a los que no hay que atreverse hasta haber cumplido los cuarenta años», es la recomendación que hace la escritora para justificar su propio calvario. Con su ejemplo enseña a los escritores a ser pacientes, a investigar, a leerlo todo, a compren­derlo todo, a destruir y empezar de nuevo. Esforzarse en lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera imperceptiblemente, alguna corrección».

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Tales las reglas de juego por ella practicadas. Las aprendió, como lo confiesa con orgullo, de Gustavo Flaubert, otro obrero de la palabra que sudaba sus libros con laboriosidad be­nedictina hasta hacerlos maestros.

Para Flaubert no había obstáculo en gastar una semana escribiendo y perfeccionando una sola página. Y al igual que él con Salambó, novela donde pinta el clima de Cartago, reconstruye el palacio de Amílcar y tuvo que meterse de narices en la propia historia, Marguerite Yourcenar hizo lo mismo con los escenarios romanos de Adriano.

Ella se compenetró de su personaje, lo escudriñó, investigó los más mínimos detalles del ambiente y de la persona­lidad del héroe, y luego le dio al mundo la sorpresa de este cuadro de asom­brosa precisión. Rescatar la Historia, he ahí la obsesión de los privilegiados. El verdadero artista es el que logra tomar en sus manos la dispersión del tiempo y reduce a pocas páginas (Memorias tiene 260) la complejidad de los siglos.

El imperio de Adriano es de los más ejemplares del mundo. Durante su mandato, del año 117 al 138, se reformó por completo la administración, se fomentó la industria, se emprendieron grandes obras públicas, se impulsaron las artes y las letras y se le dio pleno bienestar al pueblo. Se le recuerda como el emperador ecuánime y progre­sista para quien la justicia constituía la primera razón, y la esclavitud, bajo cualquier forma, era abominable. Los impuestos se mesuraban y la gente respiraba socialmente.

*

Adriano se hizo experto en el cono­cimiento de los hombres y por eso supo dirigirlos. Rara vez se da, como en su caso, el acierto del gobernante-filósofo.

Memorias de Adriano es el libro del gobernante. Del buen gobernante.  Obra de singular maestría, sabia y poética, que le hacía falta a la humanidad. Los mandatarios de las naciones deberían copiar de ella las normas fundamentales para bien gobernar. En este modelo de brevedad y elocuencia —un reto a los volúmenes farragosos e inútiles— la autora nos muestra el arte de vivir y convivir, el secreto que se ha olvidado.

El Espectador, Bogotá, 13-V-1985.

 

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