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Las mujeres de Fidel

martes, 29 de junio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las desgracias del hombre público es que no tiene vida privada. Por más que trate de resguardar su intimidad, estará sometido al ojo escrutador de la sociedad donde vive, o del país, o del mundo, según la nombradía que posea. De ahí que figuras como Kennedy y Clinton, y entre nosotros Bolívar y Santander, pasaran a la historia señalados por sus aventuras amorosas. Esto, sin embargo, no les quitó mérito como grandes estadistas.

Una curiosidad morbosa, similar a la de los paparazis, indaga los actos ocultos de la gente célebre, en busca de noticias que causen sensacionalismo. La vida amorosa es la faceta más expuesta a la intromisión. El hombre, que es fisgón por naturaleza, goza escarbando los predios ajenos, y a veces descuida los propios.

Se dice que detrás del hombre importante hay una gran mujer. No siempre esa mujer es la propia, o la visible: también puede ser la amante secreta. De todos modos, el tiempo se encarga de mostrar a la persona tal como es, o fue, en su  vida pública y privada. Si no fuera así, el retrato quedaría desdibujado. Tarde o temprano la mujer o mujeres de un personaje son involucradas en su biografía. Esto es inevitable que suceda. Cuando la importante es la mujer, ocurre la situación inversa.

A raíz de la grave enfermedad de Fidel Castro, que hace presagiar el ocaso del caudillo, han salido a colación diversos capítulos de esta índole, que estaban rodeados de hermetismo. Y cobran claridad algunos rumores que circulaban desde años atrás. Apenas comienza a escribirse la biografía sexual del dictador. En Cuba no podía hablarse de las aventuras amorosas del Comandante con diferentes mujeres. Según cuenta una excapitana del ejército, esas mujeres, sólo dentro del ámbito del poder, eran “desde famosas periodistas extranjeras hasta jóvenes oficiales que rodeaban a su hermano Raúl”.

La mujer fue siempre una debilidad para Castro, pero él logró ocultar sus amoríos durante medio siglo. Secreto tan bien guardado hizo aumentar el mito sobre su vida personal. Hoy ese mito ha decrecido, pero sigue siendo mito. La noticia clara era que Castro se había casado en 1948 con Mirta Díaz-Balart, dama de la alta burguesía cubana, con quien tuvo un hijo, también llamado Fidel, y se divorciaron en 1954.

Después de Mirta se hablaba de su romance con la guerrillera Celia Sánchez Maduley, que estuvo muy cerca de él en la Sierra Maestra y que murió en 1980 a causa de un cáncer pulmonar. Vendría luego Naty Revuelta, otra aristócrata, que estaba casada con el médico Orlando Fernández y con quien Fidel tuvo una hija, Alina Fernández Revuelta. Ésta sólo vino a enterarse a los diez años de que su padre biológico era Fidel. La noticia le produjo honda frustración por llevar el apellido del médico Fernández y no conocer a su verdadero progenitor.

Con el tiempo, la hija oculta se declaró furibunda anticastrista y calificó a su padre como un tirano. En 1997 escribió el libro titulado Memorias de la hija rebelde de Fidel Castro. Hoy vive desterrada de Cuba, y cuando termine la dictadura piensa regresar a su patria. Se volvió tan arraigado el odio hacia Fidel –siempre ausente de su vida y a quien considera un ser desconocido–, que terminaría haciendo esta declaración sobre su retorno a la isla: “La muerte de mi padre es la vuelta a Cuba, es mi vida”.

La relación de Fidel y Naty duró varios años y dio lugar a una serie de cartas románticas que el amante enviaba a Naty desde la cárcel, en una de las cuales le decía: “Hay cosas eternas, cual las impresiones que de ti tengo, tan imborrables, que me acompañarán hasta la tumba. Tuyo siempre, Fidel”.

Sin embargo, el amor eterno que le declaraba adolecía de mucha fragilidad. En la sombra se movía otra mujer, Dalia Soto del Valle, maestra de profesión, con quien tuvo cinco hijos, todos empezados por A: Alexis, Alex, Alejandro, Antonio y Ángel. El nombre de Alejandro es un tributo que rinde el antiguo guerrillero a su ídolo supremo, Alejandro Magno. Dalia es su mujer actual, y lo ha sido desde hace cuatro décadas, pero el pueblo no lo sabía. Cuando muera el mandatario, se sabrán muchas cosas más que hoy pertenecen al enigma.

El rígido silencio ha comenzado a romperse. Puede decirse que el dictador se desmonta de su nicho y empieza la metamorfosis de una naturaleza irreal a la de un ser común y corriente –de carne y hueso, por supuesto–, que se daba el lujo de tener mujeres a porrillo sin que nadie lo supiera, y así mismo procreaba numerosos hijos, reconocidos unos y otros ignorados.

Estos últimos permanecerán anónimos por el resto de sus días, y lo único que podrán decir sobre su origen es que son hijos de “padre desconocido”, como también es el caso de Alina Fernández Revuelta, a quien Fidel le negó el apellido y de ese modo creó en ella un resentimiento inextinguible.

 El Espectador, Bogotá, 16 de septiembre de 2006.

 * * *

Comentarios:

Ningún Fidel es fiel, ningún Félix es feliz, ningún Próspero prospera. Amílcar Bernal.

Tu artículo es bueno y muy bien documentado. El personaje, no tan bueno, y su dictadura sobre Cuba, un dolor que no pasa. Mis amigos cubanos “agonizan” de tristeza y olvido. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

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El ‘Ñito’ Restrepo

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace setenta años, a fines de marzo de 1933, fallecía en Barcelona (España)  Antonio José Restrepo, el célebre ‘Ñito’ (como lo llamaban sus familiares y amigos, y así se quedó). En otro marzo -el de 1855- había visto la luz en Concordia (Antioquia). “Nací en Concordia, pero he vivido en guerra”, diría años después. En efecto, su época estuvo marcada por los turbulentos conflictos bélicos de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que tantos rencores, venganzas y muertes causaron en el territorio colombiano.

Este hijo de la guerra fue uno de los personajes más reconocidos de su tiempo,  como político, parlamentario, diplomático, escritor y periodista. Sus mayores luchas fueron por la justicia, el derecho y la libertad. Patriota íntegro, sus actuaciones en el Parlamento y el periodismo, por lo vehementes y categóricas, despertaban sonados aplausos entre sus amigos y hondos resquemores entre sus rivales.

No era hombre de medias tintas, sino vertical y combativo. Sin embargo, nunca fue un político rencoroso. Al revés, era tolerante y magnánimo. Escuchaba con serenidad la opinión ajena y aceptaba sin dificultad sus propios errores, cuando los había, sin abandonar sus firmes convicciones. Era un combatiente acerado que cruzaba sus espadas en franca lid.

Se desempeñó en la vida pública con entereza y donaire, a favor o en contra de los  aguerridos protagonistas de una de las épocas más tormentosas de la vida colombiana. Comenzó siendo seguidor entusiasta de Núñez, parece que más por seducción de sus versos -cuando el futuro escritor comenzaba a hacer sus primeras incursiones en la poesía- que por real convencimiento político. Cuando se desilusionó de los sistemas de la Regeneración, lo combatió sin tregua.

Lo mismo sucedió con Guillermo Valencia, con quien por largos años mantuvo estrecha amistad. Relación que se derrumbó cuando el bardo de Popayán le lanzó en el Senado un desobligante ataque personal, por los días en que ambos estaban enfrentados en la candente discusión de la pena de muerte. En cambio, fue siempre fervoroso admirador de José Asunción Silva, del que se hizo amigo entrañable cuando este sacudía el alma nacional con sus mensajes líricos.

Respaldó, como muchos liberales, el mandato de Rafael Reyes, uno de los más progresistas que ha tenido el país, y con decisión aceptó participar en ese gobierno tan bien intencionado y tan poco comprendido. Restrepo, como hombre de trabajo y acción, ajeno al morbo del sectarismo y preocupado en todo momento por el bien de la patria, se sentía identificado por completo con la bandera de Reyes: “Menos política y más administración”.

‘Ñito’ poseía una personalidad polifacética. Su afinidad con el campo lo llevó a emplearse, tras cursar los estudios primarios en la escuela de su pueblo, como jornalero de una mina en Titiribí, durante dieciocho meses. Allí aprendió, más que el laboreo en los socavones, a formar su carácter. Tal vez su sentido de observación y su profunda sensibilidad humana le vendrían de ese oficio rudo. En sus comienzos estudiantiles dejó rastros de su temperamento inquieto y de su espíritu rebelde. En los predios universitarios descolló como fulgurante agitador y agudo expositor de ideas.

Como escritor múltiple, impuso un estilo castizo, desenvuelto y ameno, y a veces mordaz. Fue fundador de varios periódicos y columnista de prestigio. Su obra está representada en cerca de treinta libros de variada índole. El más famoso, El cancionero antioqueño. Y el más punzante, Sombras chinescas. Manejaba el fino sarcasmo y el repentismo deslumbrante, en prosa o en poesía, como un estilete mortal contra sus contendores.

Volteriano y anticlerical, sus intervenciones en la vida pública eran demoledoras. Admiraba a Cristo como uno de los grandes reformadores de la humanidad y arremetía contra los falsos sacerdotes que tergiversaban sus enseñanzas. Todos estos campos los manejaba con inteligencia portentosa, de la que brotaban chispas de ingenio.

Alirio Gómez Picón es autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre  Restrepo, publicada por el Banco de Occidente en 1974. También he leído sobre él densos ensayos salidos de la pluma docta de Luis Eduardo Nieto Caballero. Tan selecto material me ha servido para revivir esta figura seductora, que el paso del tiempo ha preservado en toda su dimensión histórica.

El último servicio que el personaje, entonces diplomático, le prestó al país, fue en Suiza. De allí viajó a Barcelona (España), en marzo de 1933, afectado por severa dolencia, y se encontró con su viejo amigo Carlos Villafañe. Tres días después moría en una clínica, asistido por una monja ocasional. El doctor Eduardo Santos dispuso que el cadáver fuera embalsamado y traído a Colombia. El barco Magallanes surcó los mares con los restos ilustres. Hoy, un callado monumento recuerda en el Cementerio Central de Bogotá el nombre de este gran colombiano.

El Espectador, Bogotá, 20 de marzo de 2003.

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Un instante de Luis Carlos Galán

miércoles, 11 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El país recuerda en estos días los 15 años del magnicidio de Galán, ocurrido en Soacha el 18 de agosto de 1989. Y yo recuerdo el día en que lo conocí en Armenia, en 1979, hace 25 años. Fue un encuentro inesperado y efusivo, que voy a  reconstruir en esta página como tributo a su memoria. Hay hechos fortuitos que perduran en el sentimiento durante toda la vida, como este del saludo privilegiado con el dirigente político, lejos de discursos, de protocolos y afectaciones sociales.

Aquel día estaba yo invitado al acto en que el Comité de Cafeteros del Quindío iba a mostrar al líder nacional las instalaciones donde funcionaba, en la sede de un antiguo convento, una empresa extraordinaria: el Centro de Servicios para el Trabajador Cafetero, situado cerca a la plaza de mercado. El Comité había establecido dicha obra para satisfacer necesidades importantes del trabajador campesino, al tiempo que le brindaba esparcimiento y educación.

Los principales servicios consistían en consulta médica y odontológica, cine recreativo y educativo, alfabetización, restaurante, farmacia, salón de juegos, almacén agrícola, biblioteca, correo, televisión, peluquería y una enramada para practicar deportes. Se disponía además de un empleado experto para escribir las cartas que los trabajadores analfabetos, provenientes de otros sitios del país, desearan enviar a sus novias o familiares.

En ese momento había inscritos 3.500 campesinos, provistos del respectivo carné para hacer uso de los servicios, sobre todo los sábados y domingos. Era un verdadero club del campo, único en Latinoamérica. Pero a diferencia de un club social, no se expendían bebidas alcohólicas. Varios servicios se prestaban gratis, y otros a precios módicos.

Esta vez el político invitado era Galán, que ya poseía amplio prestigio en el país.  Yo me había encontrado con dos amigos, media hora antes del acto. Eran ellos los escritores Euclides Jaramillo y Alirio Gallego. De pronto, como un ser anónimo, vimos al personaje, completamente solo, que caminaba por entre los tenderetes y observaba con interés el movimiento de la ciudad y la actitud de la gente en ese sector popular. Nos apresuramos a saludarlo e hicimos la presentación de nuestros nombres y actividades (los tres, fuera de escritores, ocupábamos posiciones representativas en la ciudad).

Luego lo invitamos a tomarnos un café en un sencillo local vecino a la plaza de mercado. De inmediato surgió el diálogo cordial. Nos preguntó por las vicisitudes del café, por la vida social y económica de la región, por los problemas públicos. La conversación fluyó espontánea, como si fuéramos viejos amigos. Esa media hora de franca tertulia, en medio del ambiente desprovisto de solemnidad, agigantó la dimensión del caudillo.

Como admirador de la gran facilidad de palabra que tenía Galán, se me ocurrió preguntarle cómo había adquirido el don maravilloso de la oratoria, que hacía estremecer las plazas públicas. Ante lo cual, nos hizo esta sorprendente revelación: él era una persona tímida que no gustaba de las reuniones sociales de mucha gente, en las que se sentía cohibido y hablaba poco. Sus tertulias favoritas eran las que no sobrepasaban las cinco o seis personas, como la que  realizábamos en ese momento. Pero cuando se ponía ante un micrófono, se transformaba. Se olvidaba de su timidez, y su espíritu y sus ideas vibraban en presencia de las multitudes.

Cuando finalizó el acto del Comité de Cafeteros y los directivos del gremio lo invitaron a una reunión privada, el exministro y posible presidente de la República buscó entre la concurrencia a sus tres amigos ocasionales y se despidió de nosotros con un cálido apretón de manos, manifestándonos que habíamos sido sus mejores interlocutores en su paso por el Quindío.

Nunca más volví a hablar con Galán. Y siempre lo admiré desde la distancia. Cuando diez años después lo asesinaron en la plaza de Soacha, duré varios días conmocionado ante el monstruoso suceso que le arrebató la esperanza a Colombia en aquellos momentos cruciales.

 El Espectador, Bogotá, 9 de septiembre de 2004.

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