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La figura de Lleras

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Superados los absurdos an­tagonismos políticos que no per­mitían reconocer en el partido contrario los valores de los caudillos nacionales, hoy es posible formular con desa­prensión un juicio sereno sobre la historia contemporánea. Si en épocas de bárbara recor­dación el estar marcado con cualquier barniz partidista representaba un escollo para ser respetado en el bando con­trario, la civilización de las costumbres deja ahora encontrar prohombres dondequiera que estén situados.

El servicio al país debe es­timarse por encima de ma­trículas y de afanes secunda­rios. Si revisamos las barreras que dividen a los partidos, te­nemos que admitir con ho­nradez que en uno y otro hay nobles empeños nacionalistas. Las diferencias son apenas de matiz, mas no de tal profun­didad como para que liberales o conservadores se consideren, con validez, los abanderados de exclusivas y privilegiadas fór­mulas redentoras, si bien es preciso que los líderes del pueblo sean agresivos, pero constructivamente agresivos, en sus campañas y en la ex­posición y defensa de sus tesis.

El colombiano sensato tiene que hallar en el doctor Carlos Lleras Restrepo –uno de los más tenaces y aguerridos luchadores del país– a un paladín de la democracia. Com­batiente por temperamento y formación, su presencia ha sido definitiva en no pocos de los sucesos públicos de los úl­timos cincuenta años. Vencedor o vencido, y siempre militante, es uno de los autores de la his­toria contemporánea al lado de relevantes figuras de ambos partidos. Ha saboreado el triun­fo pero solo después de arduas jornadas, y no se ha dormido con la gloria porque su misión está en la lucha, en el enfrentamiento de tesis y programas, y jamás en el re­poso improductivo.

Cuenta él mismo, y así lo sabe el país, que su vida pública no ha sido fácil. Todo se lo ha ganado con esfuerzo y nada lo ha conseguido gratuitamente.

Acaso le han fallado en oca­siones las estrategias del com­bate, y más bien los amigos, pero nunca se ha impuesto lí­mites para su propia batalla. Sucedido el descalabro elec­toral y comprobadas las deser­ciones, enarbola pronto sus banderas y salta a defender sus principios, sin importarle de­masiado quiénes lo acom­pañarán.

Al mando de sus carabelas, vuelve a sentirse el peso de su autoridad y el empuje de su carácter, seguido por enésima vez por quienes solo buscan dividendos políticos, aunque también por leales defensores de principios inquebrantables, y sin temer la desbandada de aquellos, cuan­do arrecie la tempestad. El doc­tor Lleras es, en esen­cia, un hombre de tempestades.

Hay que admirar su resis­tencia para insistir en el bien del país. No se retira fácilmente de la contienda, porque no nació para la derrota y tampoco para el ocio. Se parece mucho a esos caballeros de antaño que se abrían paso por todos los ca­minos con acerada lanza, que jamás se dejaban arrebatar. Insomne vigilante de la moral pública, arremete contra los desvíos oficiales y los abusos de los políticos, con intransigencia y sin desfallecimientos.

Su pluma, temible y purificadora, es una garantía para el país. Ha aprendido a combatir los vicios con la mis­ma facilidad con que escribe en los intervalos trozos de his­toria o traduce a un poeta le­jano. Su fortaleza, indomable independencia, aplomado juicio, capacidad de estadis­ta lo convierten en la concien­cia critica que Colombia ne­cesita si aspira a ser libre y digna.

Al leer el volumen Los días y los años, selección de sus «prosas de lucha, de es­tudio, de servicio», que editó la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, bajo la inquieta y acertada dirección del doctor Alejandro González, es preciso detenerse ante uno de los hom­bres grandes de este siglo que la pasión de otros días no dejaba apreciar en toda su dimensión.

Buen servicio le presta al país este escritor agudo, castizo y profundo en el manejo del idioma, que ha aprendido el arte de la prosa humorística y satírica, según las circunstancias, para fus­tigar, corregir y pon­derar. Si es exigente, también es magnánimo. Civilizadas las costumbres, podemos reco­nocer el mérito donde se en­cuentre, adelantándonos al fallo imparcial de la historia.

La Patria, Manizales, 21-IX-1979.
El Espectador, Bogotá, 15-X-1979.

* * *

Misiva:

El doctor Otto Morales Benítez tuvo la amabilidad de hacerme llegar el artículo que usted publicó. Ha sido usted extremadamente generoso conmigo y le ruego aceptar mis más rendidos agradecimientos. Carlos Lleras Restrepo.

 

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Alzate: caudillo y estilista

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con pulso firme ha estruc­turado Héctor Ocampo Marín la semblanza del héroe caldease que marcó un hito de grandeza en la historia de Colombia. A Gilberto Alzate Avendaño, con su porte de guerrero y los des­tellos de su inteligencia su­perior, hay que considerarlo como uno de los caudillos de más raigambre en el afecto de las masas, a la par que figura procera en el dominio de las estrategias parlamentarias y en el cultivo de las letras como polemista y escritor público.

Temible en la tribuna, un día desafía el poder de Laureano Gómez, otro monstruo de la oratoria, y cual un ciclón hace estremecer con su verbo enardecido la epidermis de un país que es esencialmente político y que gusta sentir inflamadas las pasiones con las arremetidas de sus héroes. Alzate Avendaño fue un coloso del Parlamento y la barriada, que empujó detrás de sus ban­deras grandes masas de opinión y se convirtió en líder de un momento convulso del país.

Respetado y admirado como pocos hombres públicos, contó con la amistad de los más des­tacados políticos conservadores y liberales e impuso en el país, alrededor de su figura vigorosa y magnética, el sello personalísimo del combatiente que nunca retrocedió en la contien­da y les enseñó a sus contemporáneos a luchar con garra y con cerebro.

Héctor Ocampo Marín, cin­celador de la palabra, conca­tena en el afortunado ensayo que fabrica sobre Alzate, a quien admira y sabe inter­pretar, momentos estelares de la historia colombiana en uno de los tramos más febriles y más auténticos de nuestra idiosincrasia. Es la República de los grandes oradores y los asombrosos conductores de masas, hoy venida a menos. Una pléyade de estrategas de la escaramuza política hace ful­gurar el horizonte con el ímpetu de la elocuencia y el vigor de las ideas.

Desde diferentes ángulos de la opinión ciudadana se disputan el favor del pueblo tribunos a cual más calificados para la lucha y la proeza, sa­lidos a la escena con el gesto er­guido y la inteligencia fecunda. Gaitán, como Laureano Gómez y Alzate Avendaño, defienden sus doctrinas con bríos de es­partanos. Tempestuosos los tres en la plaza pública, sus ideas sacuden la vida nacional y fijan rumbos certeros. Dueños, además, de aplastantes ade­manes y de recias personali­dades, tienen el poder de la per­suasión y el misterio del mito.

Esta clase de hombres de­dicados a cultivar el espíritu con sólidas  disciplinas huma­nísticas y que no ignora la vi­gencia de los clásicos —sus mentores de cabecera— está formada para destinos cimeros. Sus luchas no solo son contra los vaivenes de la plaza pública, sino que aguzan la mente en el rigor de lecturas vivificantes y en la producción de densos es­critos.

Alzate, maestro de la retórica y la elocuencia, lleva en las venas el contagio de una ge­neración de escritores y poetas. A Manizales la invade la fiebre de la cultura grecolatina y de allí emerge, con caracteres inequívocos, una academia de buceadores intelectuales que comparten el privilegio de sen­tirse escogidos por los dioses. Esta generación de humanistas forma una conciencia de va­lores morales y estéticos que imprimen consistencia y do­nosura a una Colombia de gen­te culta y disciplinada, con garra para el mando. Los vibrantes editoriales que desde el Diario de Colombia es­cribe Alzate son profundos ensayos políticos y piezas magis­trales del mejor periodismo.

Gilberto Alzate Avendaño en­carna el prototipo del hombre colombiano que tanto echamos de menos en nuestros días. Es­tructurado para epopeyas, su salto al vacío, en los momentos más fulgurantes de su vida pública, cierra inmensas po­sibilidades para su tiempo. La historia, implacable para juz­gar a los hombres, nos traslada las virtudes del caudillo y del literato que escribió con su es­tilo magnánimo una de las mejores páginas de Colombia. Y es Héctor Ocampo Marín, el exigente investigador de esta extraña personalidad, quien aporta amplios enfoques sobre una vida que debe admirarse.

El Espectador, Bogotá, 3-V-1978.  

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El fragor de la batalla

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El país viene padeciendo de una enfermedad conocida como triunfalismo. Una cosa es el triunfo y otra el triunfalismo. El triunfo es categórico, confor­tante, seguro. Viene como con­secuencia del esfuerzo rea­lizado con tenacidad y está sos­tenido por nobles ideales. El triunfalismo es arrogante. Nun­ca el triunfo, el verdadero triun­fo, se ha logrado a corto plazo. Las victorias de los ejércitos han soportado muchas adver­sidades.

El triunfalismo es un estado incierto. Un partido puede resultar victorioso, una causa puede ganar ventajas, lo que no significa que todos sus adherentes estén seguros de su triunfo personal. La victoria es un sello de la conciencia. Las explo­siones momentáneas de júbilo, cuando no se merecen, se de­rrumban y acosan el espíritu.

Churchill, disminuido por los desastres de la guerra, pidió a su pueblo sangre, sudor y lágrimas como requisito indis­pensable para llegar de de­rrota en derrota al triunfo fi­nal. El pueblo le respondió por­que creía en causas grandes. No desfalleció porque lo conducía un fiero capitán. Conoció la vic­toria luego de muchas in­clemencias, y fue una victoria resonante y nítida que dio estructura a un país fuerte.

Al triunfalismo se matriculan muchos aparentes triunfadores. Pregonan a los cuatro vientos el predominio de sus ideas y se embriagan con la ficción. Al enemigo lo ven aniquilado y sobre él se yerguen impetuosos y soberbios. No se atreven a preguntarse si su victoria es auténtica y tampoco pueden evitar que el éxito lo sientan caduco y enfermizo. Despre­cian al conductor cuando lo ven postrado y olvidan que las convicciones, cuando son dig­nas y obstinadas, jamás se renuncian. Resisten muchas tempestades.

En el campo de batalla de la política colombiana se ha de­tenido un gran conductor. Al­gunos lo consideran derrotado. Tal vez la mejor definición sobre el doctor Carlos Lleras Restrepo es la de ser un com­batiente. Nació con temple de espartano. Alguna vez expresó que sus ideas las trabaja a remo de galeote. No des­fallece en la lucha y, por el con­trario, se vigoriza en ella para avanzar. No puede estar ven­cido, si las ideas justas no pier­den ninguna batalla, y solo experimentan tropezones.

Por encima de cualquier con­sideración partidista, es apenas un gesto gallardo que se guarde un minuto de silencio, antes de la desbandada, a quien defendió con vigor el imperio de la moralidad y atacó la corrup­ción. Para rendir tributo a las ideas no se requiere ser conser­vador o liberal. Solo colombiano honesto. Ese minuto de respeto debería ser el requisito mínimo en las reglas de los partidos. Es un rasgo de decencia. Bien cier­to resulta que la victoria tiene muchos padres, mientras la derrota es huérfana.

La historia escribirá algún día que el doctor Lleras fue desaprovechado por Colombia en momentos excep­cionales. Es líder de inmen­sas proporciones democráticas envidiadas por otros países. La obnubilación política no ha permitido distinguir al dirigente de grandes jornadas del liberalis­mo y del país, y ha querido lan­zarlo a las tinieblas.

Las ideas esgrimidas con bizarría y con altura de obje­tivos no pueden perecer. Tam­poco él ha entregado sus ban­deras. El escritor que siempre ha sido reforzará sus trincheras para continuar combatiendo la corrupción y no se dará tregua para ser crítico temible de los vicios y errores de nuestra dudosa democracia, como lo fue en otras épocas otro coloso de la moralidad pública, el doctor Laureano Gómez. Quienes miramos la patria por encima de los partidos, confiamos que la moral sea defendida con campañas implacables.

El país gana cuando hombres de tales dimensiones se convier­ten en vigilantes de nuestras costumbres. Colombia necesita una crítica tenaz e impetuosa, ejercida con autoridad y no­bleza. La verdadera derrota es aquella que uno mismo quiere admitir. El triunfo es un permanente estado de ánimo. Y el triunfalismo ofusca en lugar de fortificar.

El Espectador, Bogotá, 18-III-1978.

 

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La ausencia de Bolívar

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lenta ha resultado la remodelación de la Plaza de Bolívar de Armenia. Desde hace varios años se trabaja sobre un programa más o menos definido sin que logre llegarse al final. Viejas casonas han ido desapareciendo como consecuencia de una nueva concepción urbanística, y han surgido, en su remplazo, modernas construcciones que hablan de un futuro diferente.

En una de las esquinas se levantó el edificio del Banco Central Hipotecario, concebido con líneas dinámicas y sobrias a la vez, que contribuyó al ornato de la plaza. En otro ángulo se reconstruyó el edificio que ocupa la oficina de Valorización Municipal, que fue y sigue siendo criticado por la forma como se gastaron los dineros oficiales. La torre del Palacio Departamental creció precipitadamente, acaso más de la cuenta, y se quedó de pronto detenida por falta de presupuesto. Es una obra más del vertiginoso empuje en su arranque inicial, como tanto proyecto del país, que ojalá logre coronar su meta.

La catedral es otra sinfonía inconclusa, si bien no se financia con dineros públicos. Desde hace varios años los trabajos permanecen suspendidos o no se aprecian por su excesiva lentitud. Una de las alas está sin concluir y el enlucimiento interno se encuentra estancado. La zona verde proyectada nunca ha aparecido, y el conjunto, entre tanto, se muestra borroso porque se quedó cojo. Algunas casas antiguas y un lote vacío y ocioso parecen resistirse a la transformación.

Un día le pusieron baldosas a la plaza y esta se ensanchó a simple vista. Le sembraron algunos árboles, le pusieron unas bancas y hasta le improvisaron extraños faroles en vísperas de la visita presidencial. Dentro de este afán también fue removida la estatua de Bolívar. Los armenios apenas se dieron cuenta de que había desaparecido cuando notaron el sitio vacío.

Bolívar, que durante largos años había presidido la quieta solemnidad de la plaza, quedó de repente desplazado de su lugar más auténtico, porque todo se estaba modernizando. Lo llevaron a lugar discreto, donde la gente ya no lo visita. Y allí, en pleno centro de la plaza remodelada a medias, se extraña la ausencia del genio que libertó a cinco naciones y que parece condenado al olvido.

Falta que Bolívar llegue de nuevo al corazón de la plaza. Que se note en la conciencia de la ciudad. Los gobernantes, políticos y ciudadanos necesitan acordarse de Bolívar. El ojo vigilante del héroe se echa de menos cuando navegamos en medio de corrupciones, impurezas y frivolidades. En estos tiempos agitados y livianos urge que Bolívar penetre al corazón de la ciudad.

Satanás, Armenia, 3-IX-1977.

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A remo de galeote

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La humanidad, desde los más remotos días, aprendió a caminar por los caminos del mar y surcó todos los confines de la tierra. Las comunicaciones marítimas, que fueron las más efectivas redes de enlace entre las naciones, continúan siendo esenciales. El hombre, siempre ingenioso, descubrió que la bravura de los océanos era posible vencerla ideándose me­dios para esquivar la arremeti­da del oleaje, viajando en alas del viento.

Hace muchos siglos se formó, en la entraña de un tronco, ahuecándolo, la primera canoa. Y se echó a rodar río abajo. Se supo entonces que era fácil sostenerse en la superficie de las aguas y moverse sobre ellas con poco riesgo de naufragar. Más tarde se descubriría la vela, capaz de darle dirección al rudimentario tronco conver­tido en canoa. Y al correr de los tiempos, aquel invento, que hoy no se aprecia en su justo valor en este mundo que se da visos de arriesgadas aventuras inter­planetarias, marcaría el comienzo de la navegación marítima.

La vela ha sido, por esencia, el mayor impulsor de la vida locomotriz. El hombre la acomodó a todas las circuns­tancias y a todos los riesgos y supo templarla lo mismo contra la brisa benigna que contra el huracán. Un día pasó de la frágil canoa a los grandes barcos. Tal ha sido la intrepi­dez de ese monstruo que se conoce como el hombre, que Cristóbal Colón se aventuró, entre tempestades y toda suerte de contratiempos, en busca de un nuevo mundo, montada su tripulación en tres carabelas, diminutos veleros enfrentados al furor de mares desconocidos, hasta encontrar la tierra de promisión.

Las grandes guerras de la historia se libraron en naves de alto velamen. Eran barcos poderosos, con perfiles de grandeza. Recuérdense las flotas romanas avanzando contra Cartago, que se consideraba inexpugnable, hasta destruirla y apoderarse de casi el resto del mundo. En tiempo de las Cruzadas se formaron monstruosas potencias náuticas que todo lo arrasaban a su paso. Eran veleros que no solo representaban la furia de las guerras entre países y entre continentes, sino que se con­virtieron en estandartes del esplendor de épocas doradas.

La fuerza de propulsión de estos barcos con remos y velas no era otra que el hombre. El viento no era suficiente para enrutar los caminos del mar. Se necesitaba de la inteligencia del hombre para tender o aflo­jar las velas a voluntad, según la corriente, la intensidad o el capricho de los vientos, y de su fuerza física para perforar los oleajes y no sucumbir entre los embates del enemigo sub­marino. Estos remeros le daban impulso al viaje con la musculatura del brazo y con el ojo avizor. Eran esforzados operarios que debían sufrir, de sol a sol, la inclemencia de los temporales, la fatiga de las rutas y las acechanzas de es­collos escondidos en el vientre de las aguas, para llevar a salvo la travesía.

Caminando por otros mares, se impresiona uno, con no poca frecuencia, con la frase, con la imagen o con el gesto, de tal profundidad, que no solo se detiene la imaginación para ahondar en su elocuencia, sino que camina en pos del diccionario o de la enciclopedia para enhebrar las ideas que saltan, a veces, como liebres sorprendidas. Y el intento es de temerosa fortuna cuando se pretende nada menos que enmarcar uno de esos juicios, auténticos rasgos de su personalidad, de que es maestro el ilustre  expresidente doctor Carlos Lleras Restrepo.

En su semanario La Nueva Frontera lo vemos solitario en su recinto, circundado por numerosas redes telefónicas, tomándole el pulso al país. A distancia, espera, sereno, un escritorio que resplandece en la solemnidad del marco austero.

«La pluma se ha vuelto para mí –medita el doctor Lleras– como un remo de galeote al que estoy sujeto las más de mis horas y ya a esto estoy resigna­do; pero alimentarla no es fácil cuando uno se empeña en sopesar bien cada concepto para no engañar a quienes tienen la heroica paciencia de leerlo».

Constante esclavitud la del galeote que orienta, con el pulso seguro y la mente lúcida, la corriente de opinión que suscitan sus escritos. Ha sido el doctor Lleras esclavo del pensamiento. ¡La más grandiosa esclavitud! Nunca, a lo largo de medio siglo de estar metido en el bergantín nacional, ha sido esquivo al vaivén de los acontecimientos. Su palabra se escucha con respeto y a veces se espera con temor.

Porque es, ante todo, crítico del quehacer doméstico. Sus pronósticos –fruto de la meditación– crean expectati­va, recelos o esperanzas, según la ubicación de cada quien. Y es que, definitivamente, el doctor Lleras Restrepo sabe pulsar el alma de la patria. El país vive pendiente de lo que él dice, y hasta de lo que deja de decir.

Los remeros de antaño eran esclavos. Sin su sacrificio no se hubiera concebido la bizarría de aquellas flotillas que atravesaban el mundo, de extremo a extremo, inflados sus penachos de gloria y siempre dispuestas lo mismo al combate que a la bienandanza.

Y a remo de galeote se empuja, por este remero intelectual, el curso de nuestro acontecer cotidiano.

El Espectador. Bogotá, 3-III-1975.
El Espectador, Bogotá, 30-IX-1994 (con motivo de la muerte del doctor Lleras, ocurrida el 27 de septiembre).

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