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El Banco Popular en venta

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A lo largo de sus 43 años de existencia, al Banco Po­pular se le ha considerado la entidad financiera más ligada al sector oficial. Cuando en 1957 se hundió en  aguda crisis moral y económica como consecuencia de los descalabros sufridos en la dictadura del general Rojas, el Gobierno siguiente lo salvó del desastre. Superada la bancarrota, vino un lento período de saneamiento dirigido por el doctor Eduardo Nieto Calderón. Años más tarde, la institución competía con la banca grande y prestaba excelentes servicios a la gente de escasos recursos económicos.

La pequeña y mediana industrias, que se mantenían marginadas de la banca tradicional, encontraron en el Popular su mejor aliado para el progreso.

Se convirtió en el banco de mayor sensibilidad social del país. El apoyo que brindaba al pequeño comerciante, al artesano, al ama de casa o al empleado público, tan carentes de protección financiera, le hizo acrecentar la fama de Banco de los pobres, como lo fue en forma muy marcada en sus inicios, y lo siguió siendo por varias décadas, hasta desaparecer hoy esa distinción.

Los Gobiernos, conscientes de la enorme utilidad pública que prestaba el Banco, a través de él desarrollaban grandes políticas sociales. Al cabo del tiempo, la pequeña entidad que había creado en 1950 el doctor Luis Morales Gó­mez al entrar en quiebra el Montepío Municipal de Bogotá, llegó a ser uno de los bancos más pujantes y sólidos del país.

No sólo fue poderoso en el amplio sentido bancario del término, sino que se ideó los sistemas más origi­nales –que no tenía ninguno de sus competidores–  para llegar a todas las capas de la población. Los préstamos a los empleados por el sistema de libranzas, el Martillo, la Sección Pren­daria, Corpavi, el Fondo de Promo­ción de la Cultura, el Servicio Jurídi­co Popular, la Corporación de Ferias y Exposiciones, la Corporación Financiera Popular, la Almacenadora Popu­lar, para no mencionar otros engra­najes novedosos de menor resonan­cia, atestiguan el vigor de una idea revolucionaria que rompió los moldes de la banca ortodoxa y partió en dos la historia bancaria del país.

Sorprende, por eso, que el Gobierno actual piense vender su banco líder. Así lo  anuncia el ministro de Hacienda, que no descansa en la búsqueda afanosa de recursos públi­cos. Meses atrás había dicho que el Gobierno, en la venta de los bancos oficiales, excluía al Popular por considerarlo el de mayor espíritu social. Ahora dice que en realidad no se está adelantan­do, a través de él, ninguna política gubernamental de importancia.

No se entiende esta contradicción en tan corto tiempo, ni se justifica que en aras de los negocios apresurados se olvide la larga trayectoria de servi­cios que el Banco Popular le ha prestado al país con el auspicio ofi­cial. Empero, no hay que desconocer la transformación traumática que su­fre la entidad de cierto tiempo para acá, como consecuencia de la politi­zación que se impuso en los altos cargos, de un sindicalismo beligeran­te y de la renovación del personal antiguo con el argumento de que era muy costoso.

Ahora ocurre esta paradoja: al cambiarse la vieja nómina por las nuevas generaciones doctoradas (como es la moda de los tiempos modernos) tal vez se rebajaron costos pero se perdió profesionalismo. Y así, el servicio ha venido en notoria men­gua en todas las oficinas. El factor humano incide, sin duda, en la falta de vocación social que hoy se echa de menos en la institución. Si se ha debilitado esa vocación, antes que llevar a cabo la venta de un organis­mo útil para el Gobierno y la sociedad –negocio que parece orientado por el prurito de la ganancia rápida– valdría la pena aceitar los mecanismos oxi­dados.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1993.

 

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Yo vi crecer un banco

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Banco Popular fue fundado en 1950, y cuatro años después ingresé a su servicio, hasta octubre de 1990, cuando pasé a disfrutar de la pensión de jubilación. Comencé como auxiliar de sección en la oficina de Tunja y con el tiempo ocupé la gerencia de distintas sucursa­les, entre ellas la de Armenia, por especio de 15 años. El final de mi carrera transcurrió en Bogotá, en la Di­rección General.

Soy, por consiguiente, a la par que funcionarlo casi de la misma edad laboral de la empresa, testigo cercano de un interesante proceso financiero que partió en dos la historia bancaria del país. Pocos bancos registran en Colombia, e incluso en cualquier lugar del mundo, tanta variedad de acontecimientos, innovaciones, progra­mas audaces y vaivenes institucionales como los que se acumulan en la vida del Banco Popular.

Más que una cuarentena destacada de servicios al país, lo que ahora conmemoramos es el éxito de una idea revo­lucionaria. Si partimos de la base de que el Banco Popu­lar rompió los moldes anquilosados de la banca ortodoxa, que tenía como función primordial atender las altas esferas del capital, tenemos que calificar de revolucionario este Banco de los pobres, como se le denominó en aquellas calendas, que pregonaba, y así lo plasmó con hechos evidentes, la democratización del crédito en Colombia.

Este es el testimonio de un funcionario antiguo que vio crecer la empresa, sufrió sus reveses, aplaudió sus triunfos, perseveró en una causa noble y hoy celebra, con esta efemérides, los esfuerzos, la lealtad, el sacrificio y la cooperación de esa multitud de co­laboradores abnegados y eficientes que en todos los tiempos y desde diferentes posiciones, incluidas las más modestas, han forjado la grandeza de la institución

Distingo tres etapas en la vida del organismo: la que se inicia con su fundación y concluye, 7 años des­pués, en la bancarrota; la de la recuperación y vigoro­so desarrollo ulterior, que se cumple en los 17 anos siguientes, y la del tránsito a la banca moderna, que corresponde a los 16 años finales.

Primera etapa

El doctor Luis Morales Gómez, joven ejecutivo de 33 años de edad, en 1950 ocupa un cargo importante en el Ministerio de Trabajo. Lo caracterizan el tempera­mento inquieto y la acción dinámica. Con estos atribu­tos de su personalidad, concibe la idea del Banco Popular.

La primera puerta que toca es la de la Alcaldía de Bogotá, al frente de la cual se halla el doctor Santiago Trujillo Gómez, funcionario emprendedor a quien le suena la idea de convertir el Montepío Municipal en banco prendario. El burgomaestre se solidariza con el autor de la idea y entre los dos consiguen que el Go­bierno Nacional y el Congreso de la República apoyen la iniciativa.

Con un capital de $ 700.000 (US $ 250.000 de entonces), representado casi en su totalidad en los bienes improductivos del Montepío en liquidación, entre ellos, un edificio en ruinas, el 24 de julio de 1950 nace la nueva entidad. Ese día se conmemora el natalicio del Libertador. El 18 de diciembre del mismo año es inaugurada la sede principal.

Se inicia la empresa con seis empleados y $ 4.500 en caja. El primer préstamo es de $ 350 para un zorrero. Los viejos banqueros (recordemos los tres poderosos bancos tradicionales de la época: Bogotá, Colombia y Comercial Antioqueño) miran con incredulidad el peque­ño banco prendario que apenas cubre, con notoria estre­chez, el perímetro de la capital. Y le pronostican el fracaso. La nueva empresa, contra ese augurio pesimis­ta, cada día despierta mayor interés en los sectores populares, a los que llega con préstamos fáciles y bara­tos. Años después hace carrera una frase que definirá el comportamiento de las clases sociales de menores re­cursos económicos: «Los pobres pagan».

En octubre de 1951 se abre la primera oficina, la de Manizales. El 17 de diciembre del mismo año (día en que se recuerda la muerte del Padre de la Patria) se nacio­naliza la entidad y recibe el nombre de Banco Popular. Concluido el año de 1952 ya existen 16 oficinas en el país. A los cinco años éstas llegan a 50, habiéndose establecido además filiales en Ecuador, Bolivia, Haití y Estados Unidos. Los seis empleados iniciales se han convertido en tres mil. Y el valor total de los créditos otorgados –que siguieron al de $ 350 del zorrero– pasa de $ 400 millones.

Cuenta, además, con una compañía de seguros, con ca­ja de ahorros, con el Banco Hipotecario Popular, con la Corporación de Ferias y Exposiciones y con el Centro Urbano Antonio Nariño, el primer programa de vivienda co­lectiva que se ensaya en Colombia. La magnitud del banco y de sus servicios es arrolladora. Los escépticos banque­ros que le habían calculado vida efímera, ahora se sor­prenden y se atemorizan. Los sistemas más novedosos son ideados por este organismo gigante que ha revolucionado la banca colombiana.

Ahora todo el mundo tiene acceso a una chequera, pri­vilegio que antes era exclusivo de los ricos. El gobierno del general Rojas Pinilla, que se había iniciado en 1953, impulsa este crecimiento audaz y a través del instituto financiero adelanta muchos de sus planes sociales.

El gigantismo de la empresa produce al propio tiem­po su desbarajuste. Los préstamos comienzan a desviarse a manos inescrupulosas. Políticos aprovechados, por lo general usufructuarios del régimen militar, sacan ta­jada de este ponqué millonario que se reparte a manos llenas. El banco invierte grandes sumas en empresas que luego fracasan. En tal forma se abusa del cheque sin fondos, que en muchos negocios comerciales se coloca este aviso: «No se reciben cheques del Renco Po­pular».

La nueva institución financiera se ha desviado en pleno surgimiento. Se ha salido de órbita. Y no tarda en llegar la bancarrota. El instituto está ahogado. A esto se suma el pánico de la gente, que acude en tropel –tras la caída de la dictadura, el 10 de mayo de 1957– a salvar sus depósitos. Nunca se había visto tan­ta avalancha de personas, por días y días, ante las puertas de un banco. Todavía recuerdo hoy, con desazón, los días amargos en que amanecíamos con la caja liquidada frente a un ejército de cuentahabientes que reclamaban al unísono y con vehemencia la devolución de sus depó­sitos.

Eran verdaderos malabares los que teníamos que hacer para pagar, con los dineros que entraban por una venta­nilla solitaria –donde se recibían consignaciones del sector oficial y de clientes que aún no habían perdido la fe–, el cúmulo de retiros de esas colas del desespero que salían a la calle entre protestas, esperanzas y re­signaciones. El banco había quebrado, ante la ley y ante la moral.

Segunda etapa

La Superintendencia Bancaria venía preocupada por las serias irregularidades que acusaba el instituto crediticio, pero por interferencias del gobierno militar no lograba ejercer a plenitud sus controles. Cuando tras­lada al ministro de Hacienda el proyecto para interve­nir el banco, es nombrado en esta posición el propio Luis Morales Gómez, ex profeso para impedir di­cha medida.

Caída la dictadura, Morales Gómez viaja al exterior y desaparece del panorama nacional. El público, agolpado ante las ventanillas de pago, hubiera terminado con la vida del moribundo si la Junta Militar que sucedió al general Rojas no garantiza que el Gobierno respondía por los depósitos y entraría a estudiar fórmulas para salvar la institución.

El primero de agosto de 1957 ingresa como jefe del Departamento Jurídico un abogado de prestigio y limpios antecedentes, el doctor Eduardo Nieto Calderón, y un año después es designado gerente general. Con él se inicia un periodo de saneamiento financiero y moraliza­ción institucional que durará 17 años.

El ente estatal yace entre las cenizas del hundimiento moral y económico. No existe un peso de reservas. La cartera vencida es apabullante. El desprestigio de la entidad frena la labor de rescate. No se sabe por dónde empezar, ya que la catástrofe ha dejado averiado el barco por todas partes.

¿Qué hacer? Por lo pronto, nombrar un equipo competente de colaboradores. Nieto Calderón, que no había sido banquero, tiene en cambio agudo olfato para dilucidar problemas y distinguir a la gente. En corto tiempo ya está rodeado de fichas claves para iniciar la batalla. Con banqueros veteranos forma un escuadrón compac­to que acomete la tarea colosal de dominar el desastre.

A medida que el banco se reconstruye por dentro, en lo externo se va restableciendo la confianza del pú­blico. La chequera del Banco Popular reconquista su se­riedad luego de severos correctivos. Varios años durará esta operación de limpieza y elevación de las cos­tumbres.

El equipo de trabajo se refuerza más tarde con la llegada de un mago de las finanzas –como es reconocido en toda la banca–, el doctor Francisco Prieto Vargas. Sus fórmulas sabias y simples a la vez consiguen robuste­cer las cifras debilitadas, cada día con mayor firmeza, hasta llegar a ser, años después, uno de los bancos más pujantes y respetables del país.Alrededor de las nuevas políticas, y comprensivos de la dura época de austeridad y ajuste impuesta por las circunstancias, los servidores de la institución –a todo nivel– se comprometen en el sacrificio colectivo de sacar adelante una causa grande.

Los gastos se reducen al máximo y los incrementos sa­lariales llegan con cuentagotas. Nunca un equipo humano ha trabajado, en ninguna empresa, con tanta abnegación, mística y denuedo. Por aquellas épocas hace carrera en todo el sistema bancario la fama del empleado del Banco Popular como sinónimo de eficiencia, moralidad y profesionalismo.

Con «sigilo y sencillez», como lo anota el doctor Nieto Calderón en su carta de despedida, fechada el 17 de diciembre de 1974 (otro aniversario de la muerte de Bolívar), se logra corregir los viejos vicios y avanzar con paso firme en medio de un vigoroso desarrollo, has­ta colocarse la entidad a la vanguardia de la banca na­cional.

Es el Popular el banco de mayor sensibilidad social y autor de numerosas estrategias que contribuyen al progre­so de la nación. Las políticas populares sobre las que está montada la institución –y que arrancan desde los propios orígenes de 1950– se incrementan ahora para afian­zarlas como la razón fundamental de su existencia.

Y el banco sigue creciendo. Se crean nuevas dependen­cias: la Corporación Financiera Popular, Corpavi, la Almacenadora Popular, el Fondo de Promoción de la Cultura, el Servicio Jurídico Popular, el Martillo, la Sección Prendaria.

El aspecto cultural adquiere, bajo los auspicios del doctor Nieto Calderón, hombre de hondas raíces humanistas, especial significación. La Bibliote­ca Banco Popular y el Museo Arqueológico, obras suyas, son orgullo para la cultura nacional. El Banco Popular ha resucitado. Ha superado el caos. Ahora, sólido y purificado, queda listo para el reto de la tecnología y de la banca moderna.

Tercera etapa

El doctor Alfonso López Michelsen había adelantado su campaña presidencial con el ofrecimiento de la descentralización del país. Al llegar al poder en 1974 encuentra que el Banco Popular tiene en Cali un edi­ficio listo para modernizar sus oficinas. Esta coyuntu­ra se convierte en ocasión propicia para iniciar (en realidad este es el único instituto movilizado a la pro­vincia durante su gobierno) el plan de descentralización. La sede principal es trasladada a Cali, y en Bogotá queda otra organización paralela para atender los asuntos de la capital.

Por aquellos días el banco preparaba el inicio de la sistematización, con una computadora instalada en Bogotá. Es nombrado nuevo presidente de la institución el doctor Alberto León Betancourt, exrector de la Universidad del Valle y especializado en Estados Unidos en las modernas técnicas de la sistematización. Dos años después publica­rá un interesante texto sobre la materia, titulado La cibernetización, una conquista silenciosa.

A partir de 1975, y hasta la fecha, el Banco Popular ha emprendido la que puede llamarse la batalla de los sistemas. Varios presidentes de la entidad, y una pre­sidenta, la doctora Florángela Gómez Ordóñez, experta en matemáticas, han trabajado por la modernización y el acoplamiento de las técnicas que hoy gobiernan la activi­dad bancaria en todo el mundo. Banco que no se modernice está perdido. Esto ha abarcado la ampliación hacia otros desafíos de la hora, como el mercadeo y la fiduciaria.

De aquel banco que conocí en mis comienzos de 1954 queda poco. La propia evolución de la vida, pero sobre todo el sentido de transformación que se impone en cualquier empresa humana o industrial, han determinado la renovación de las personas y la llegada de nuevos sis­temas y estilos. También ha cambiado el país. Cuando me inicié en la banca, el interés bancario era del 12% anual –y una tasa más reducida para las operaciones populares de mi banco–, mientras ahora es tres veces superior.

El crecimiento de la entidad es vertiginoso. Las ci­fras son astronómicas. De los seis empleados iniciales se ha pasado a cerca de seis mil. Las oficinas llegan a 200. Aquella banca elemental del comienzo de mi carre­ra, cuando las consignaciones de la clientela y los li­bros de contabilidad se llevaban a mano, hoy sería in­concebible. Ya es una época borrada, incrustada apenas en el recuerdo. Pero una época hermosa para quienes la vivimos con entusiasmo y decoro.

Así, en los 16 años finales, el Banco Popular ha dado el gran salto a la banca moderna. Florece como una de las instituciones de mayor empuje y de más promisorio porvenir en la vida colombiana.

*

Imposible dejar de rendirle homenaje al fundador del Banco Popular, doctor Luis Morales Gómez, a cuya visión y dinamismo, y no obstante los desvíos analizados, se debe hoy la supervivencia de una idea revolucionaria. El otro gran líder de la empresa, doctor Eduardo Nieto Calderón, realizó el milagro de la resurrección para que sus sucesores continuaran esta obra grande que ya no dará marcha atrás.

El Espectador, Bogotá, 26, 29 y 31-VII-1991.

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Homenaje a los caídos

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Acore, la Asociación Colombiana de Oficiales de las Fuerzas Militares en Retiro, reunió a los reservistas del país, tanto en Bogotá como en las principales ciudades, alrededor del llamado Homenaje a los caídos. Fue un acto solemne y nostálgico para recordar la memoria de quienes han ofrendado sus vidas en defensa de la soberanía colombiana y en combates denodados para devolverle a Colombia el imperio de la tranquilidad, perturbada por las fuerzas sediciosas.

Al militar se le inculcan deberes que marcan su perso­nalidad y se mantienen vigilantes incluso en la época del retiro, y acaso en ella con mayor intensidad al adquirirse el ejercicio de la opinión ciudadana. Vemos que figuras esclarecidas se com­prometen, al salir de filas, en movimientos políticos y establecen su propio liderazgo desde tribunas ideológicas, o asesoran y fundan, respaldados por su experiencia militar, empresas de vigilancia indus­trial y asociaciones de civismo.

El militar lleva desarrollado el sentido de la patria y considera que proteger su soberanía contra las conmociones internas y las agre­siones externas es mandato de su conciencia. Tal vez sea ésta la fibra más sensible de su personalidad.

Nuestras Fuerzas Militares, cada día más profesionales no sólo dentro de las tácticas de la lucha armada sino dentro de las disciplinas del saber, se destacan en el continente como sostenes de una democracia que, no obstante sus defectos y tambaleos, nos permite ser li­bres.

En esta hora de zozobra y de conflicto político, donde el país se consume a manos de una subversión endemoniada, subsidiada desde el exterior, Colombia resiste, sin embargo, los intentos aniquila­dores por contar con la técnica, el coraje y el patriotismo de sus Fuer­zas Militares. Si éstas no tuvieran la disciplina y lealtad con que cum­plen su misión, la patria estaría desintegrada. Que eso es lo que buscan los creadores de catástrofes.

La ciudadanía tiene confianza en los altos mandos castrenses. En­cuentra una garantía en el nuevo ministro de Defensa, general Rafael Samudio Molina, en quien ve un abanderado de la paz y un agente del orden.

En el general Manuel Guerrero Paz, comandante de las Fuerzas Militares, se combinan las condiciones del caballero y el lu­chador, del hombre probo y pensante, y sobresalen sus calidades para mantener cohesionado el espí­ritu patriótico que debe avivar desde su alta investidura. Si revisáramos la hoja de vida de los otros mandos, hallaríamos simi­lares atributos de rectitud militar y valentía personal.

En este enfrentamiento de las hordas revoltosas contra las fuerzas del orden, que tantas bajas produce a lo largo y ancho de esta patria mutilada y perpleja, son los militares quienes más pagan, con su sangre, el costo de la insensatez. Humildes policías y soldados que resultan carne fácil de cañón ponen cruces diarias y acrecientan dramas pavorosos en esta guerra sin fin ni justificación.

*

Son los caídos en combate seres sacrificados al impulso de los peores instintos animales. Detrás de cada soldado, de cada policía, de cada suboficial o de cada oficial que en­trega su vida por defendernos del enemigo común, es la patria, la patria de todos —incluso de los facinero­sos—, la que gime y se desangra en el calvario horrendo donde se pisotea la dignidad humana para precipitarnos en el caos.

El Homenaje a los caídos, su­ceso fugaz que en días pasados se realizó en varias ciudades colom­bianas, queda como constancia angustiada de quienes, llorando por los muertos y en solidaridad con las viudas y los huérfanos, claman por ­que no se derrame más sangre. Del fondo del acto sale un grito desga­rrado para que cese la violencia y se reconquiste el sagrado derecho a la vida.

El Espectador, Bogotá, 18-IX-1986.

* * *

Cartas militares:

Su artículo Homenaje a los caídos  se constituye en un modelo de probi­dad y entereza para el periodismo colombiano, porque exalta en su verdadera dimensión y elocuente significa­do el sacrificio de los miembros de las Fuerzas Armadas de la República que han entregado sus vidas en aras de la libertad, el orden y la paz.

Como ministro de Defensa Nacional agradezco sus gen­tiles referencias a oficiales integrantes del Alto Mando Militar, pero fundamentalmente sus conceptos en relación al profesionalismo, disciplina, cohesión y lealtad de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional como ga­rantes de la legitimidad y centinelas insomnes de la soberanía. Puede usted reafirmar a sus lectores y a la opinión en general la decisión entusiasta e inquebrantable de quienes portamos los uniformes e insignias de la patria para responder hasta siempre por su dignidad, su integridad y su bienestar. General Rafael Samudio Molina, ministro de Defensa«.

En nombre de las Fuerzas Militares que tengo el honor de comandar y en el mío propio le agradezco los conceptos y elogios que consigna en su habitual columna de El Espectador, bajo el título Homenaje a los caldos. Sus expresiones sobre la institución castrense son un estímulo para quienes llevamos en nuestras manos las armas que la República entrega para garantizar la vida, la honra y los bienes de los colombianos. Mayor general Manuel Jaime Guerrero Paz, comandante general de las Fuerzas Militares.

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¡Buen tiempo y buena mar!

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El capitán de corbeta Jorge Alberto Páez Escobar, actual comandante del Batallón de Cadetes de la Escuela Naval —cuyo parentesco con el articulista es evidente—, así define una pauta de su carrera: «Ser marino verdadero es algo que muchos am­bicionan y pocos logran, con un ideal tan noble y desinteresado como pocos tienen».

No es norma periodística ha­blar con vanidad sobre uno mismo o sobre sus familiares, y ella no se quebranta en el presente caso, sino que la mención resulta oportuna, a más de enaltecedora del credo marinero, ahora que el país celebra con júbilo los cincuenta años de fundación de la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla.

Mucha agua ha corrido por los mares de la patria desde que la organización naval se consolidó como fuerza de soberanía nacional. Con razón el capitán de navío Julio César Reyes Canal, cadete fundador de la Escuela, anota en su libro Contra viento y marea: «La fundación de la Armada y de sus escuelas es uno de los hechos positivos fundamentales que se desta­can en los primeros 85 años de historia colombiana de este siglo».

Reyes Canal, que ha seguido de cerca los vaivenes de la institución, conoce como pocos sus orígenes y desarrollo. Siempre que se trata de defender un principio de la Marina o atacar una sinrazón, su pluma de comentarista nacional ha mostrado, desde estas páginas de El Espectador, el filo acerado de sus ideas vigorosas. Hace algún tiempo le pregunté en Cartagena por qué no había vuelto a aparecer su columna, y él me contestó que su tiempo estaba destinado con exclusi­vidad a escribir la historia de la Escuela Naval de Cadetes.

Es una historia que me llega ahora hecha libro, y que tan bien documen­tada se encuentra que será guía indispensable de este proceso institucional. Colombia sabe que en sus hombres de mar reposa buena parte de la seguridad territorial y por eso recibo con agrado, gratitud y admiración la noticia de este cincuentenario.

El honor, el valor, la ética, he ahí los principios funda­mentales que aprendió hace 50 años el cadete Reyes Canal, y que hoy, retirado del servicio activo, los sigue practicando como hombre íntegro y ciudadano ejemplar. En su vida se con­funde la historia de la Armada.

La pulcritud del marino es otra de sus virtudes cardinales. El capitán de navío Ralph Douglas Binney, organizador de la entidad en el gobierno de Alfonso López Pumarejo, escribió «al oído del nuevo cadete» el siguiente man­damiento entre 16 preceptos más que constituyen las reglas de oro para la digna conducta:

«No hay que echar en el olvido dos cosas: primera, el comando no se hace sino a base de respeto y jamás inspiran respeto el desaseo, el desaliño y, en general, el mal vestir. Segunda, la carta de presentación que llevamos para las personas que no nos conocen es el porte individual».

Así se comprende por qué el marino es impecable en su vestir y modales. Son condiciones incrustadas en la personalidad y de ahí se desprenden otros códigos de compor­tamiento social y moral, de hondo calado, como el espíritu de lucha, la lealtad, el compañerismo, el manejo del dinero, el sentido de la dignidad, la noble ambición, el estudio permanente, el entusiasmo y la alegría, la fortaleza física, la prudencia, la responsabili­dad… La formación del marino colom­biano es sólida y por eso éste sobresale entre las instituciones militares.

Año tras año aplaudimos el espectá­culo con que la Armada, hecha un cuerpo marcial y artístico, desfila por las calles bogotanas en los aniversarios de las gestas patrióticas. En ese océano de uniformes blancos y conciencias rectas parece que ondearan las virtudes nacionales. Es como un ritmo de los mares que hace sentir el sabor de la patria.

*

«De Boyacá en los mares…» sería el rótulo apropiado para este espíritu de disciplina y ensueños. En efecto, la gran mayoría de la oficialidad, comen­zando por el comandante de la Armada, almirante Tito García Motta; el director de la Escuela Naval de Cadetes, con­tralmirante Germán Rodríguez Quiroga, y pasando por el capitán de corbeta Páez Escobar —otrora bastonero mayor en los desfi­les marciales por las calles bogotanas y edecán de reinas en las fiestas cartageneras—, son boyacenses o des­cendientes de boyacenses. Marinos de Colombia: ¡Buen tiempo y buena mar…!

El Espectador, 12-VI-1985.

 

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Líderes de la comunidad

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fenalco en Armenia me pide un comentario para su revista, invitación que  atiendo con el mayor gusto para corresponder al amable deseo de que mi voz continúe escuchándose en los predios quindianos después de mi retiro, luego de 15 años de vínculos estrechos con la región.

Hablemos de lo que deben ser las entidades representativas en el desarrollo de las regiones. Tal el caso de Fenalco, uno de los organismos de mayor valía en el país, cuyo liderazgo es indudable en cabeza de su actual presidente, el doctor Juan Martín Caicedo Ferrer, que representa una opinión respe­table y sabe movilizar temas de palpitante interés dentro de la sana controversia social y económica. La presencia de Fenalco en Armenia, cuya dirección ha estado confiada a co­merciantes prominentes de la ciudad, es el reflejo de lo que pesa el gremio en el país.

Para que este gremio se haga sentir, se requiere una adecuada organi­zación y la fijación de pautas serias para el cabal comportamiento de sus propó­sitos. Si «la unión hace la fuerza», sin ella es inútil pretender el progreso. Con el combustible de la unión, bien sea en el campo cooperativo, laboral o de asociación de intereses comunes, no hay fuerza que se resista, ni meta que no se alcance. Pero para ello es necesario que las campañas sean sensatas y que los líderes gocen no sólo de capacidades directivas sino de prestigio personal.

Ejemplos como el de la fundación de la Universidad del Quindío, creación del departamento, empuje del Comité de Cafeteros, preocupación de la Sociedad de Mejoras Públicas para el embellecimiento de la ciudad, subsistencia del Museo Arqueológico, etcétera, no serían realidades si no tuvieran promotores decididos. La cultura regional, otro aspecto que hace distin­guir al Quindío en el país, no sería evidente sin sus escritores y poetas, inclusive contra el desgano de ciertos gobernantes que no entienden la cultura como parte básica del progreso de los pueblos.

Los pueblos necesitan líderes. Si no existen, hay que formarlos. Formemos primero los líderes y después llegarán los beneficios. Las llamadas fuerzas de presión son recursos naturales para la defensa y la búsqueda de soluciones. El comercio, la industria, la agricultura, la banca, la educación, la acción comunal son mecanismos propios de cualquier sociedad y deben participar de manera activa en el gobierno local. Pero se requieren sentido de asociación, desvelo por los intereses comunitarios, prestancia de sus man­datarios, habilidad para negociar, transigir y saber llegar a los estamentos de decisión.

En Armenia se echan de menos mayores empeños cívicos para la mejoría de los servicios públicos, para la ampliación de las vías y buena presentación de las calles, para la creación de nuevos polos de desarrollo y para la conquista, en fin, de un liderazgo sólido. «Menos política y más administración», son palabras del general Rafael Reyes. Hay gente preparada, pero no se compromete o no se le permite el acceso a los puestos de mando.

*

Armenia crece con vigor pero sin la necesaria planeación. Hoy todo le queda estrecho. Hay que ampliar la infraestructura para que la ciudad y sus crecientes necesidades quepan en linderos razonables de expansión.

Líder es el que influye con juicio recto en la sociedad, evita los abusos de las autoridades, lucha por las tarifas justas, vigila la moral pública y ayuda a bien gobernar, y ante todo consi­gue mejores sistemas de vida para los ciudadanos y para el avance regional.

El Espectador, Bogotá, 25-IV-1985.

 

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