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A don Félix le patina el coco

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Según sus declaraciones a la justi­cia, «el coco no le funcionaba bien en los últimos tiempos». Con este ar­gumento, que a nadie convence, don Félix Correa Maya, creador y usur­pador de un imperio económico, busca escapar de la cárcel.

Su abogado hace increíbles esfuerzos para demostrar que su defendido es una mansa paloma y pretende cambiarle la cárcel por una clínica de reposo.

Lo cierto es que don Félix, uno de los cerebros mejor fabricados para pasar, hace ocho años, de quinientos mil pesos prestados a los veinte mil millones que hoy se le atribuyen, demuestra estupenda lucidez mental. Si no tuviera su cerebro tan bien engranado no se hubiera burlado de los treinta mil ingenuos co­lombianos que hoy lo repudian.

Por creer ellos en los poderes mágicos de nuestro playboy criollo lloran ahora los infortunios de esta alocada ca­rrera millonaria. Existen seres pre­destinados para amasar riquezas, y don Félix es uno de ellos. Hoy muchos empresarios se devanan los sesos estudiando qué resortes misteriosos esconde el ce­rebro que fue capaz de jugar en forma tan deslumbrante, y sin dejarse co­ger, con los ahorros de miles de colombianos.

Él resolvió cambiar su modesta bomba de gasolina en Caucasia, donde se le recuerda montando en brioso corcel y enamorando a las muchachas del pueblo, por algo más productivo.

Como es de apuesta figura y de gesto convincente, no faltó quien creyera en su capacidad de negocios y le fue soltando así no más aquellos billetes iniciales que iban a trans­formar la vida del país. La trans­formaría, claro, para el oscuro negocio de la especulación. Se con­siguió su varita hechizada y con ella, como en los cuentos de hadas y de ficciones en que todavía hay gente creyente, hizo brotar todo un mundo de ensueño.

Formó la cadena de la felicidad, y ahí está su secreto. La noticia co­menzó pronto a circular por todas partes, primero con sigilo y luego con certeza y hasta con arrogancia.

«Si quieres vivir tranquila, búscate a don Félix», le decía una viuda a otra viuda. Y miles de viudas pusie­ron a producir las reservas de su desamparo. En adelante no estarían tan solas, si el capita­lista, a quien por esta época ya nadie recordaba persiguiendo turistas en Caucasia y sudando petróleo, las protegía de riesgos innecesarios. Los pensionados oyeron el rumor y le confiaron la administración de su vejez. Después eran legiones inter­minables que buscaban la llave de la suerte.

Así, Félix Correa Maya, un mago para el arrebato del dinero, se con­virtió en personaje de leyenda. Ban­queros experimentados se inclinaban ante su sabiduría. Todos lo respeta­ban, porque sabía más que todos juntos. El olor de sus billetes pene­traba en todas partes. Era mejor tener el capital generando holgura y goces infinitos, que la finca con sobresaltos o la industria en decadencia.

La fama de don Félix se volvió nacional. El poder de su imperio compraba acciones e industrias con la misma facilidad con que arrullaba a las viudas y a los pensionados, dos símbolos del país explotado. La prensa lo destacaba como el paladín del trabajo, y él se daba el lujo de movilizar en sus avionetas a perso­najes del alto mundo.

A un candidato presidencial le publicó un libro de impacto, porque el financista se ha­bía convertido, además, en hombre de cultura. «Don Félix es completo, ¡divino!», le escuché decir a una de sus hinchas. El superintendente bancario, a quien el Estado tiene como vigilante de los descarríos del dinero, sonreía con él. Era una son­risa que infundía más confianza.

Hasta el águila llegó un día a asustarse, pero como sabe volar con garbo, se mantuvo desafiante. To­davía la vemos ufana, a pesar de haber recibido algunas reprimendas, tratando de llevarse en el pico lo que don Félix no alcanzó a recoger. Hoy la gente le cogió miedo al águila, pre­cisamente por sus picotazos traicioneros.

El imperio se derrumbó. De este episodio de la vida colombiana que­dan treinta mil ahorradores estafa­dos. Los billetes de la felicidad se esfumaron, o mejor, cambiaron de arca. Negocios increíbles, urdidos mientras las viudas y los pensionados se solazaban en su ancho mundo de fantasías, pregonan la ingenuidad de un país ligero que gusta de los héroes de barro. La opereta se ha desmontado. Los actores procuran hacerse a la sombra. Don Félix y su camarilla, lo mismo que en otros predios ocurre con similares magos de las finanzas sucias, se defienden con desespero para que la justicia no les cobre sus fechorías.

Ahora resulta que a don Félix “le venía funcionado mal el coco”, según su ingenua manifestación. Y pide que lo atornillen a ver si logra el equilibrio que no pudo tener su agitada vida de fabulador de millones prestados. Cuando a don Félix le abran el coco, ojalá nos permitieran ver qué cuerdas especiales posee para haber logrado burlarse de una clientela tan numerosa como hipnotizada  por los embelecos del dinero fácil.

El Espectador, Bogotá, 20-IX-1982.

 

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Las ruletas de la trampa

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando la banca colombiana era ortodoxa, existía un país serio v respetable. La gente no buscaba llenarse de plata de un golpe. Los capitales se defendían con prudencia y crecían con seguridad. Antes de comprar una acción o poner un dinero a interés se estudiaba la confianza de la operación.

Con el tiempo los papeles se invir­tieron. Ahora se busca ante todo la utilidad, sin importar mucho que ésta sea irrazonable y peligrosa. Como por todas partes comenzaron a aparecer unas entidades que compe­tían velozmente en ofrecer los inte­reses más altos y los halagos más seductores, la gente ni siquiera se esforzaba por averiguar anteceden­tes. Era un mercado persa y estra­falario, donde ganaba, por lógica, el que pusiera más puntos y ofreciera mayores señuelos. Lo importante era ganar, y ganar rápido.

Mi amiga la viuda, por ejemplo, no quiso aceptarme un consejo sano y a tiempo. No era mucho el capital que había heredado de su marido, pero era lo suficientemente capaz de pro­digarle una existencia digna. Des­preció mi consejo, como si yo fuera a quedarme con la herencia. Me dijo que en la «captadora» de la esquina, la que administraba la doctora Inesita, recién graduada en ciencias de la economía, le daban cuatro puntos más, le rebajaban la retención tri­butaria y le encimaban no sé cuántas más arandelas que no alcanzó a explicarme por el afán que llevaba con sus billetes en el bolso.

Me la encontré luego radiante de su suerte. Meses después me contó que había mejorado el negocio. Se había pasado seis metros adelante, donde el doctor Hernán, «una fiera para las finanzas». Este le pagaba los inte­reses por anticipado. La viuda ga­naba nuevos puntos, y yo los perdía. Su vestuario, como lógica demostra­ción de progreso financiero, era cada día más refinado. Poco a poco se fue olvidando de la pena, conforme el mercado de las fantasías alcanzaba nuevos niveles.

Finalmente, cuando el pobre asesor de la banca ortodoxa le hizo alguna insinuación un poco tímida pero bien intencionada, ella se echó a reír. Salí de la competencia para siempre. Y era que la viuda había logrado que le pagaran el 36, pero por anticipado, y además se había ganado una comisión por trasladarse otros seis metros en la misma cua­dra. Se mostraba eufórica, desafiante, segura de la vida, y desde luego despreciativa con el atrasado banquero que no salía de sus tablas ruinosas. Ella, en cambio, había aprendido a mover las ruletas de la fortuna.

Ya en estas alturas del dinero, un día le dio por confesarme intimida­des. Había cambiado dos veces de carro en un año, «y no como en tiempos de Alfonso cuando el renolcito debía rendir para seis años», ya tenía engordando unos novillos y, con todo y su colección de trajes y de joyas, había un millón más en la «captadora».

Me preguntó si era evasor, y le respondí que por no serlo vivía algo estrecho. «Sos un pendejo», me re­criminó en lenguaje paisa. Y me explicó que hoy ser honrado es lo mismo que ser tonto. Sentí la espue­la, la misma que había sentido en muchas ocasiones, tratando de pi­carme. Me quedé observándola atentamente, con interés pero sin envidia. Y ella remató con este sartal de amonestaciones:

–En los bancos hay que hacer plata, ¿te embobaste? Prestá la platica en compañía, o sea, mitad y mitad. Mi primo, tu compe­tidor, sí sabe para qué sirven los autopréstamos. ¿No ves que ya tiene hacienda ganadera y chalet de mi­llonario? Cogés tu parte de la tajada y la llevás a la “captadora”, y ahí ni siquiera aparece tu nombre ya que el gerente te da a escoger muchas cédulas para que no resultés pagando impuestos a un Gobierno que todo se lo roba. Si aprendés el sistema, te llenás de plata. La maquinita de hacer billetes todo lo puede. ¡Despabiláte, pues, y aprendé las técnicas modernas de la banca, no  siás pendejo…

Con semejante discurso me quedó bailando el caletre. La vi arrancar airosa en su flamante carro y me acordé del difunto que llevaba varios años sin poder cambiar el renolcito-4. Pero le había dejado un seguro para que la viudez no le resultara invivible.

Cuando regresó a la «banca anticuada», la encontré con cajas destempladas. Me dijo que no había alcanzado a sacar los tres milloncitos y que se había quedado sin un peso. Estaba arruinada, pues todo el grupo financiero se había venido al suelo. La consolé, claro está, y me condolí de la suerte de miles de ahorradores es­tafados.

La viuda está hoy en clínica de reposo. Ya se llevaron el carro y le tienen embargada la casa de sus hijos por unas facturas suntuarias, pescadas en el mercado persa de las extravagancias, que no alcanzó a cubrir la maquinita de hacer billetes.

Parece que el país quiere volver a la banca ortodoxa. O sea, volverse serio y respetable, que ambas cosas se perdieron con la proliferación de «captadoras», de bancos sueltos, de intereses insólitos, de maniobras fraudulentas, de capitales fantasmas. Sobró arrebato y faltó control.

Ahora se dice que ha llegado el cambio. Y el pueblo agrega que para que haya cambio de verdad debe haber una purga ejemplar. No la habrá mientras no lleguen los cul­pables al sitio adecuado, es decir, a la cárcel. Los pulpos del sistema financiero se quedaron con el huevo y con la gallina. Los peces gordos terminan comiéndose a los peces flacos.

La viuda, tan oronda y tan perifo­llada, no se dio cuenta a qué hora se la comieron. Hoy está sujeta a in­tensos ajustes siquiátricos, y no quiere oír de tablas de interés Y todo por no haber escuchado a tiempo una propuesta sana.

El Espectador, Bogotá, 10-IX-1982.

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Invasión de mujeres

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Diríase que es un gobierno de mujeres. Nunca antes la mujer se había visto en tanta abundancia ni tan bien representada. El presidente Betancur la exaltó al llevarla al mando y la puso a madrugar, una manera de premiarla y castigarla al mismo tiempo. Pero madrugar le sienta bien para conservar buena silueta y mantenerse despierta.

Al acto de posesión masiva de las ocho viceministras no alcanzó a llegar Elvira Cuervo de Jaramillo, la de Desarro­llo, y alguien, para justificarla y evitar que se dispusiera de su cuota, comentó: «Las mujeres siempre son demoradas». Y el vecino agregó: “Lo importante es que el desarrollo del país no se demore».

No se demorará. Las primeras medidas económicas están en hervor. Sólo faltaba la inspiración de la mujer. Si doña Elvira llegó tarde a su posesión fue por culpa de algún mechón rebelde o del roto en la media que siempre se descubre a última hora. En cambio, doña Leonor Montoya, la de Hacienda, había terminado su maquillaje una hora antes de la cita histórica.

Ya el equipo de viceministras fun­ciona a plena marcha. Eléctricas, apuestas, nerviosas para el servicio del país, se presentan todos los días muy puntuales a sus despachos y en media hora ya han hecho cinco lla­madas telefónicas, revisado seis ho­jas de vida y dictado tres cartas. Bien se comprende que ni las llama­das son de costurero, ni las hojas de vida son de artistas de cine, ni las cartas son de amor.

Nos hallamos ante todo un ejército de ejecutivas, damas emprendedoras, briosas, ca­paces de transformar al país con su feminismo y su don de mando, dos condiciones que a veces se dan juntas y suelen trastornar a los maridos. El señor Presidente pide gracia y auto­ridad para mover el paquidermo de la administración. En el hogar debería suceder lo mismo, pero no todos los maridos se resignan a ser subalter­nos.

Siguen apareciendo mujeres, mu­jeres, más mujeres, en todos los engranajes de la vida nacional. Es un esplendoroso matriarcado, al que rendimos honores. En Colcultura se cambió a una mujer agraciada y eje­cutiva, a la que por lamentable olvido el presidente Turbay no alcanzó a condecorar, por otra dama ágil e igualmente.

Gloria, con ocho años de lidiar escritores y de pelear con artistas y miserias pre­supuéstales, ya no daba para otro período. Es cierto que no llegó con más intensidad a la provincia, pero deja obra. Hasta Álvaro Gómez Hurtado, que no la tenía bien cata­logada, terminó elogiándola cuando recibió su cuota de libros: la de los escritores conservadores, que saben escribir tan bien como los liberales.

Aura Lucía Mera, la nueva directora de Colcultura, toma las riendas con presupuesto raquítico, con facturas atrasadas, con protestas acumuladas, con Carmiña Gallo jubilosa, y con ­un padrino inmejorable: Belisario Betancur, que será el primer líder de la cultura nacional.

María Eugenia está metida en la grande, dicen por ahí. Esto de dar casa sin cuota inicial necesita planeación y sobre todo plata. Si falla, se le van los votos. Pero no fallará porque fracasaría el propio Gobierno. Ella es mujer de armas tomar y resiste el desafío. No puede quedar mal con la historia. No se lo perdonaría el general, que en paz descanse.

Leonor Uribe de Villegas, que sabe de campañas sociales y es experta en derecho de familia, acaba de trasla­dar su consultorio sentimental en El Espectador a la propia sede del Gobierno. La única diferencia es que no tendrá tiempo para leer cartas del corazón, y en cambio deberá tenerlo para resolver  problemas oficiales.

Mujeres, mujeres, más mujeres… Ahí tenemos, para nueva muestra, los cuatro palos en las gober­naciones. Beatriz Londoño de Cas­taño tendrá que vérselas en Caldas con los cacicazgos y los revoltijos, llamémoslos inmorales y no simplemente etílicos, de la Licorera. En el Magdalena aparece Sarita Valen­cia Abdala como una sorpresa. Allí la marea es fuerte, y no sólo por el oleaje marítimo sino sobre todo por los contagios politiqueros y los olores de ciertas yerbas.

Margarita Silva de Uribe defenderá en el Norte de San­tander las fronteras patrias. Como el baile en Cúcuta quedó desacreditado, Margarita llevará otro ritmo. En el Valle del Cauca Doris Eder de Zambrano, que dice no saber de política, afirma que hará una buena Gobernación. Sus compe­tidores quedaron bo­quiabiertos, pero luego le dieron la mano. Y están dispuestos a no dejarla nau­fragar.

Se acabó y se excedió el espacio para seguir hablando de mujeres. El tema es eterno y además de gratísimo sabor. Como no soy machista, exclamo: ¡arriba las mujeres! Cerremos la crónica con una sonrisa y una silueta reales: con la presencia de Nini Johanna, la soberana directora de relaciones públicas, por quien úni­camente valdría la pena conocer el palacio de los presidentes. Como quien dice, un ramo de flores después de los afanes de la plaza pública y del polvo de los caminos. Belisario sabe cómo hace sus cosas.

Los maridos, mientras tanto, están aprendiendo oficios caseros. Ya sa­ben lavar platos y despachar los niños para el colegio. Las primeras recetas de cocina fueron un fracaso, pero con una pizca más de sal y algo más de condimento es posible que todos nos volvamos magníficos co­cineros.

Santa Teresa, al igual que los maridos colombianos, co­nocía muy bien a las mujeres y una vez exclamó: «Tengo experiencia de lo que son muchas mujeres juntas” (407 años del gobierno de Belisario).

El Espectador, Bogotá, 1-IX-1982.

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Ahora a trotar, señor Presidente

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Fui uno de los miles de colombianos alborozados que siguió paso a paso los actos de esta posesión presi­dencial que tantas esperanzas per­mite abrigar para el futuro de la patria. Creo que no hubo un solo compatriota ajeno al arranque del nuevo país. Y es que Colombia, señor Presidente, no resiste más y se ha propuesto, bajo las orientaciones que usted le ha señalado, romper sus vicios y conquistar días mejores.

La consigna del momento es tra­bajar más para producir más. Se comenzará por sacar a los pillos de la administración, o sea, por desinfectar la casa. Es la cruzada más urgente y la más importante para que comen­cemos a ver un nuevo amanecer. Por lo pronto, el 99 por ciento de la nómina está temblando. El resto, o sea el justo del Evangelio, supone que le ha llegado la hora.

Como la moral es contagiosa, hoy tienen ganas de ser honestos hasta los pícaros. Usted verá, doctor Betancur, si hace borrón y cuenta nueva y les permite a todos, a justos y pecadores, medir sus fuerzas para demostrar quiénes son más honrados. Al fin y al cabo usted ha levantado la bandera blanca de la paz para que todos tengan la oportu­nidad de lavarse las manos y purifi­car la conciencia.

Con una condición: que si no mar­can el paso, ¡fuera!

A las puertas de esta adminis­tración que se proclama honesta y laboriosa está tocando un ejército de ciudadanos pulcros, trabajadores, despolitizados, con deseos de lucirse. Sólo esperan que usted les cumpla lo que les prometió en la plaza pública. Ellos son los llamados a implantar un nuevo estilo de gobierno. Que no será entre festines y bailoteos, sino entre austeridad y producción.

Pero mucho me temo, señor Pre­sidente, que el telón de servilismo y de lisonja que se tendió desde que usted abandonó su sencillo Renault-4 y penetró a la casa de Gobierno, le va a oscurecer la mirada. Ha ingresado usted al enorme palacio de la sole­dad, donde todo llega a medias, cuando llega.

Y donde abundan los aduladores y los afanosos simpati­zantes de última hora que pretende­rán falsificarle el país. Parece, sin embargo, que usted tiene buen olfato y mejor ojo clínico para distinguir la verdad y desnudar la mentira. Ya dio ejemplo de independencia y de sobe­ranía para no dejarse manosear en los momentos embriagantes del triunfo.

Como hoy todo el mundo es belisarista, el peligro es mayor. Que si lo fueran de verdad, todos serían hon­rados y laboriosos, las dos condicio­nes básicas para recomponer al país. Ha comenzado la era de la esperanza y la transformación, y usted, un paisa aguantador y cabe­ciduro, no va a resultar inferior al reto nacional. ¡Cuidado con defrau­darnos, Belisario, le gritan sus paisanos desde Amagá, y a esta advertencia nos unimos todos los colombianos! Se dice que si ahora no se salva Colom­bia se habrá perdido una oportunidad histórica. Mejor dicho: si usted no nos salva, ¿quién podrá defendernos?

Comenzó por escoger buena gente en las posiciones de mando. Son personas bien calibradas para esta emergencia nacional. El país, señor Presidente, es el buey cansado de que habló el doctor Lleras Restrepo cuando agui­joneó a su propio partido. O el país descuadernado, que así también lo definió él cuando lo estaban descuarti­zando. Me refiero a Colombia, pues el doctor Lleras sale por fortuna ín­tegro de sus luchas y está dispuesto a colaborar con usted en esta inapla­zable campaña de la moral y el rendimiento.

¡Pobre Colombia la nuestra, tan maltrecha y sufrida! ¡Pobre país de gente honesta, vejada por unos cuantos pajarracos que por poco nos destrozan! ¡Pobres de nosotros los pobres, víctimas de los abusos, del salario resignado, de la voracidad tributaria, mientras los poderosos ensanchan sus tesoros y niegan su contribución! ¡Pobres los sin casa, los sin acceso a la universidad, los ausentes del trabajo, los huérfanos de la protección oficial…!

Ahí tiene, señor Presidente, lo que usted buscaba. Le ha llegado su hora. También a Colombia. Ahora… ¡a trotar! Hay que cambiar el baile por el trote. Hay que parrandear menos y luchar más. Hay que cambiar de trago y de caminado. Es un país con tantos apremios, que lo tendrá a usted trotando durante cuatro años. La ventaja es que todos los co­lombianos queremos trotar, sudar, producir… A los pícaros, a los poli­tiqueros, a los sin ley, les sudará la conciencia. Si quieren portarse lim­piamente, que busquen el camino correcto.

Trotarán los ministros, los gober­nadores, los gerentes de institutos. Si no lo hacen, ¡fuera! Trotarán los auditores, los pagadores, los contra­tistas, los verdugos de los impuestos. Si no se ganan honradamente el pan de cada día, ¡fuera!

Trotarán los jueces, los magistrados, los inspec­tores de policía. Si ellos siguen soltando a los delincuentes, que pasen a ocupar sus celdas. También trotarán el superintendente bancario, el contralor, los presidentes de los grupos financieros, y hasta el cardenal, su amigo, encargados todos de vigilar las costumbres y depurar el ambiente. Y como a usted le gusta madrugar, ya verá que toda Colombia madrugará.

Así respiraremos mejor y rendiremos más. Trotar es saludable para la salud física y la salud de la patria.

El Espectador, Bogotá, 17-VIII-1982.

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Posesión sin sacoleva

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Esta vez la posesión del señor Presidente será en ex­tremo sencilla. Como es él quien impone la moda y en adelante le marcará el paso al país, ha dispuesto que se suprima el fastidioso chaqué, algo fuera de sitio en este mundo ligero y desenvuelto. Más parece un artículo de incierta masculinidad que una prenda  vestidora y sobre todo varonil.

El solo hecho de llevar faldones hace desentonar al individuo dentro de ella y se presta para dudosas confusiones. Pero hay quienes se sienten cómodos y a su gusto así entalegados, y no por lucir mejor, sino porque ese porte medio airoso y afeminado les acaricia el carácter. ¿El carácter de qué?, preguntará alguien, y yo prefiero que no sea mía la respuesta.

De todas maneras, el chaqué, o sacoleva, o frac, o levita, que no son de esta época, deben ser recogidos. Así lo ha entendido el señor Presidente, quien, para poner en marcha el estilo de su tierra, promete acabar con ciertas costumbres retrógradas, como el frac, la politiquería y el turismo parlamentario.

Esto de eliminar el uso del sacoleva en una posesión presidencial, donde todo el mundo quiere ser lord, deja desconcertados a muchos. Los primeros en protestar son los modistos, que habían vuelto a desempolvar sus extrañas figuras y se aprestaban a exhibirlas en las vitrinas para que los congresistas se antojaran de ser elegantes.

Con esto no se insinúa que dejen de serlo en sus vestidos de calle, aunque sería oportuno recordar que no siempre la elegancia está en el vestido. Se lleva sobre todo por dentro. Bien se sabe que el país vive sucio por dentro, o sea, en la conciencia de sus malos dirigentes, y reluciente por fuera, o sea, en los sacolevas que esta vez se quedarán colgados en los roperos.

No todos los políticos están de acuerdo con la nueva etiqueta presidencial. El estilo en lo sucesivo será llano y desprovisto de complicaciones, y a muchos les costará trabajo seguirlo. Las eternas y aburridoras ceremonias a que son tan adictos los gobernantes, con su corte de aduladores y el exceso de viandas y espiritosas bebidas, mientras el pueblo se muere de hambre, se eliminarán de las costumbres palaciegas. Se dará paso a la brevedad, que también significa economía, y no sólo de tiempo, sino ante todo de dinero.

Habrá que recuperarle al país su postrada economía. Habrá que eliminar el derroche, como las vacaciones parlamentarias por cuenta del erario. Habrá que suprimir las corbatas, como las dos mil que sobran en el Parlamento. Al nuevo Presidente le tocará, según parece, sudar lo que otros se comieron y se bebieron.

Hay que poner orden en casa, a ritmo paisa, es decir, con espíritu sereno y los brazos activos, para reponer las reservas que no se cuidaron. Y habrá que trabajar duro para enjugar el déficit de $ 150.000 millones que se ve llegar,  y pagar los millonarios contratos de obras que quedan sin presupuesto.

Por lo pronto, rompiendo tradiciones, el señor Presi­dente se presentará sin sacoleva el día de su posesión, ante el pueblo que lo aclamará en la Plaza de Bolívar. Es un pueblo con overol y con hambre, y mal haría el doctor Betancur en desentonar disfrazado de burgués. Los presiden­tes de otros países, al comprender la nueva fórmula proto­colaria, también querrán untarse de pueblo.

Algo comienza a cambiar en Colombia. La noche de la victoria quedaron prohibidos los brindis y las peligrosas efusiones.”A triunfalismo, moderación”, es la consigna pre­sidencial. No se permitió que la televisión interrumpiera sus programas habituales, por más latosos que sean, todo para mostrar la escena donde el señor Presidente recibía su credencial, como si el pueblo igno­rara que es un título legítimo.

El jugo de guayaba despla­zará en los salones palaciegos al licor importado. Los negros guayabos y las negras indigestiones no enturbiarán la lucidez mental con que hay que sacar al país del atolladero.

Cambiar el sacoleva por el vestido de calle es una ad­vertencia clara de que debe gobernarse con naturalidad. Y sobre todo con honestidad. El traje de etiqueta, en esta Colombia de pobres desarrapados, desentona y humilla.

Algo encubre la añeja vestimenta que los tiempos modernos rechazan. En lugar de hacer airosa la figura, la falsea y la tortura. El presidente Betancur no cambiaría por ella su atuendo de arriero, porque no tolerará que le falsifi­quen el alma. En la misma forma busca hombres serios y sencillos, capaces de transformar al país.

El chaqué, por estorboso y afectado, no permite an­dar con desenvoltura y en cambio reprime la libertad. El traje suelto deja libertad de movimientos e imprime carác­ter, dos condiciones que se han perdido en Colombia y que es preciso recuperar.

El Espectador, Bogotá, 27-VII-1982.

 

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