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La estrella trágica de García Lorca

domingo, 25 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace setenta años fue asesinado Federico García Lorca. Su renombre, lejos de opacarse, como suele ocurrir, se ha intensificado con el correr del tiempo. Nació el 5 de junio de 1898 en Fuente Vaqueros y murió en la madrugada del 19 de agosto de 1936 en un barranco de Víznar, en las afueras de Granada, frente a un pelotón de fusilamiento. Aquel barranco pasó a convertirse en símbolo de la infamia y en lugar siniestro para las letras. Hoy existe allí un parque en memoria de las víctimas de la Guerra Civil Española.

La orden de ejecutar al poeta la impartió el general Gonzalo Queipo del Llano, uno de los principales lugartenientes de Franco y organizador del movimiento militar en Sevilla. Queipo hizo por la radio esta declaración escalofriante: “Por cada  uno de los nuestros que muera, yo fusilaré por lo menos diez. Los sacaré de bajo tierra, si es preciso, y si ya están muertos, los volveré a matar”. Palabras atroces que pintan el ambiente de terror que se vivía en aquellos días.

A García Lorca, el poeta más popular de España, se le calificaba de comunista, sin serlo, y con ese rótulo quedó en la mira de las armas insurgentes. El hecho de pertenecer a la izquierda, respaldar el Frente Popular y ser amigo cercano de Fernando de los Ríos, diputado socialista por Granada, eran razones de peso para declararlo objetivo militar.

No era militante político, como Miguel Hernández, Rafael Alberti o Antonio Machado, sino revolucionario en la literatura. Defendía a los marginados, y de este modo representaba con su voz clamorosa a quienes vivían situaciones de miseria e injusticia social. Su poesía y piezas teatrales agitaban el sentimiento popular. Por aquellos días estaban en boga el Poema del cante jondo, Romancero gitano, Bodas de sangre y Yerma, obras de hondo contenido dramático que repercutían en todo el ámbito nacional. Sus audaces metáforas producían llamaradas.

En 1935 escribió su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, dedicado al valiente torero, muy amigo suyo, que murió como consecuencia de una cornada en la plaza de Manzanares. Elegía de impresionante belleza trágica. Con La casa de Bernarda Alba, publicada poco antes de su muerte, y con la que llega a la cumbre de su fuerza lírica, concluye su carrera. Para qué dudarlo: la identidad de García Lorca con el alma colectiva fue la causa de su desgracia.

Sus encarnizados enemigos carecían de capacidad, y por lo tanto de sensibilidad, para apreciar el arte plasmado en aquellas producciones magistrales. Les sobraba, en cambio, ferocidad para embestir contra la libertad de expresión y contra el mundo de los escritores. Sobre todo, contra los escritores de la Generación del 27, que huyeron de España después del asesinato del poeta.

Como García Lorca percibía en el aire negros nubarrones, se trasladó de Madrid a Granada a fin de protegerse contra las agresiones. “Soy amigo de todos –declaró– y lo único que deseo es que todo el mundo trabaje y coma. Me voy a mi pueblo para apartarme de la lucha de las banderías y las salvajadas”. Pero en su pueblo encontró el aire envenado.

El 20 de julio fue cercado por los insurgentes y amenazado de muerte. Buscó asilo en la casa del poeta Luis Rosales, y esperó lo peor. El 16 de agosto, un pelotón militar lo sacó de su refugio y lo entregó a los rebeldes, quienes le formularon el cargo de ser “rojo y maricón”. El poeta se acordaría entonces de las ofertas de asilo político recibidas de Colombia y de Méjico, ocasión en que pronunció esta frase precursora de su destino implacable: “Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”.

Bajo las sombras del amanecer fue trasladado, junto con un maestro de escuela y dos jóvenes anarquistas, en un camión que los condujo al barranco de Víznar. Minutos después, los ecos de la fusilería erizaban la piel de España. El mundo entero se horrorizó. Se dice que a García Lorca, que no murió de los primeros disparos, lo remataron de un pistoletazo en la nuca. Y enterraron los restos en fosa común de la que no han sido rescatados en los setenta años siguientes a la tragedia, la que parece sacada de sus obras de teatro.

El paraje se volvió inmenso cementerio, donde quedaron sepultados 3.000 cadáveres. García Lorca, en frase premonitoria pronunciada en 1921, había dibujado su destino final: “Mi corazón reposa junto a la fuente fría”. Alegoría de poeta. Con el estallido de la guerra, se iniciaba la era de Franco, que hundiría a España, durante cuatro décadas, en una noche oscurantista. Son diversas las conjeturas que corren desde entonces en torno a su muerte inicua, y todas coinciden en que fue asesinado por el movimiento de Franco, que tuvo su origen durante la Guerra Civil de 1936-1939. Estos tres años ensangrentaron a España.

El asesinato fue premeditado, no cabe duda, pero no todas las versiones dan como causa el hecho político. Hace muchos años se dijo que entre los guardianes que lo condujeron al suplicio se encontraban parientes suyos que pasaron a ser sus homicidas. También se adujo la condición homosexual: era preciso borrarlo de la sociedad, como se limpia una mancha. En aquella sociedad manejada por normas farisaicas, la sodomía significaba deshonra pública. Otros argumentaron el crimen político, pero con la adición de rivalidades familiares movidas por intereses económicos.

Ahora, en julio pasado, se presentó en Buenos Aires un film dirigido por Emilio Ruiz Borrachina en el que se sostiene, con fundamento en pruebas que se anuncian evidentes, que el crimen fue instigado por primos de la rama Roldán, que consiguieron el rápido fusilamiento. Entre ambas familias, según dicho documental, existían viejas rencillas por la posesión de tierras, lo que degeneró en conflicto insuperable. Agrega esa fuente que la situación se agravó con La casa de Bernarda Alba, que atizó el fuego de los resquemores.

Sea como fuere, el misterio rodea la muerte de García Lorca, ocurrida a sus 38 años de edad. Enigma hasta ahora inextricable, que acrecienta el mito del escritor eliminado en su propia tierra por el terrorismo demencial. Poeta grande entre los grandes, de España y del mundo. Se mató al hombre, pero se salvó la poesía.

El Espectador, Bogotá, 4 de septiembre de 2006.
Revista Aristos Internacional, n.° 20, España, junio de 2019.

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Comentarios:

Gracias por este artículo tan maravilloso e ilustrativo. Por fin alguien se acordó de la fecha de su muerte y le dedica unas letras. Llama la atención que al director de las Lecturas de Fin de Semana de El Tiempo, el señor Roberto Posada García Peña, su universal sabiduría e inteligencia no le alcanzó para referirse a este ilustre poeta. ¿Será porque lo catalogaban de maricón? Óscar Rojas M.

Magnífica síntesis de la existencia y muerte de García Lorca, el nunca bien ponderado poeta español que pervive por sobre el tiempo y el olvido. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Álvarez Gardeazábal: literatura y política

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El crítico norteamericano Jonathan Tittler, experto en literatura hispanoamericana y profundo conocedor de la cultura colombiana, gastó 26 años investigando la obra de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Como resultado de ese escrutinio, publicó el ensayo titulado El verbo y el mando (Colección CantaRana, Tuluá), donde realiza un detenido análisis de los libros y la vida del novelista, con la siguiente conclusión: mediante el uso de la palabra, Álvarez Gardeazábal obtuvo, como se proponía, el peso político que llegó a tener.

En el estudio que realiza Tittler de las doce novelas del autor, aparece un cotejo entre los temas descritos en estos libros y los hechos sociales que ocurrían en el Valle del Cauca y sobre todo en Tuluá, patria chica del novelista y escenario detenebrosa época de terror. La  ficción, en este caso, es fiel copia de la realidad: en varios episodios figuran incluso nombres propios de personajes de la comarca, y otros simulados son de fácil identificación.

La novela más representativa de Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos los días (1971), está calificada como uno de los enfoques mejor logrados sobre la violencia que vivió el país en los años 50 del siglo pasado. Acción que en Tuluá estuvo dirigida por León María Lozano, jefe de los ‘pájaros’, apelativo que recibieron los matones políticos de aquellos días y con el que pasaron a la nefasta historia nacional. Este testimonio histórico, plasmado en breve novela de escalofriante dramatismo, consagró al autor como agudo intérprete de la realidad.

Toda su obra es de denuncia y está manejada por la insatisfacción y la rebeldía que nacieron en el escritor por el contacto con la barbarie reinante en su tierra nativa. Desde joven presenció la descomposición social provocada por políticos y hordas criminales que, tanto en Tuluá como en el resto del país, produjeron el flagelo del terrorismo, la tiranía y el menosprecio de la dignidad humana. Como escritor contestatario y dueño de un estilo descarnado y mordaz, que hería a sus enemigos y dejaba hondas cicatrices, sus libros y artículos de prensa se enfocaron a combatir a los gamonales y denunciar los abusos de poder y las corruptelas públicas.

Con el éxito de sus novelas, que tuvieron alta repercusión en los años 70 con seis títulos publicados en esa década, crecía su vocación por la política. Dicho ideal, según lo expone Tittler (a quien hay que creerle), lo llevaba latente desde la juventud. El ejercicio vigoroso de la palabra le permitía trabajar su liderazgo regional. Era un político nato que, apoyado por sus actos y escritos polémicos, robustecía su imagen pública y de paso se convertía en historiador.

En las décadas del 70 y del 80 su fama literaria logró las mejores notas de su carrera. Ayudado por esa condición y por su ejercicio como catedrático universitario, conferencista y periodista pugnaz, labores en que predominaba el ánimo combativo demostrado desde los primeros años, puso en marcha la conquista del poder. Fue concejal de Tuluá y de Cali, diputado a la Asamblea del Valle, primer alcalde por elección popular de su ciudad nativa en 1988 y reelegido en 1992.

Más tarde es elegido gobernador del Valle con 780.000 sufragios, la votación más elevada en toda la historia de Colombia. Le quedó faltando la Presidencia de la República. Al abordar en forma progresiva y fulgurante las citadas posiciones, deberes que asumió con ardentía –y con eficiencia en muchos casos–, reafirmaba su estirpe política. Conquistado el poder, vino un receso forzoso en su producción literaria y más tarde un declive en la calidad de su obra, que ha tratado de enmendar.

Este itinerario de éxitos vino a frustrarse con su vinculación al proceso 8.000, hecho que lo llevó a prisión y le hizo perder la posibilidad de volver a postularse para cargos de elección popular. En otras palabras –¡vaya ironía!–, perdió el poder por el cual había luchado con tanto arrojo e indudable voluntad de servicio a la comunidad. El rigor con que fue condenado por la venta de una estatuilla negociada en siete millones de pesos, que le fue pagada con dineros provenientes del cartel de Cali (hecho ocurrido dos años antes de ponerse en marcha el proceso 8.000), lo sacó de escena y representó el triunfo para sus detractores y sus émulos políticos, quienes de esa manera vieron despejado el camino para la lucha por la Presidencia.

Con este capítulo de la picaresca política se pone en evidencia uno de los dramas más amargos del servicio público. Pocos colombianos, como Álvarez Gardeazábal, han tenido que sufrir un revés tan apabullante e injusto, que significó para él la inhabilitación vitalicia de su nombre para las contiendas electorales. Dice Tittler que en el mundo entero no existe una pena similar. Comentario que entraña dura crítica a muchas de nuestras enrevesadas leyes que, manejadas a veces de afán y con pasión política (vicio muy colombiano), estropean la democracia e inmolan víctimas propicias que se exhiben ante el país entero, aparentando así la aplicación de castigos ejemplares.

El Espectador, Bogotá, 17 de febrero de 2006.
El Nuevo Día, Ibagué, 12 de marzo de 2006.

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Comentarios:

Muchas gracias por tan entrañable artículo sobre el libro del profesor Tittler. Hoy mismo lo he remitido a su correo y al del profesor Bolaños. Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Mil gracias por la concienzuda y rigurosa reseña que usted ha hecho de mi libro sobre la vida y obra de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Da gusto entregarse al trabajo cultural cuando los lectores ejercen sus oficios con tanta lucidez como usted ha demostrado en su artículo reciente en El Espectador. Jonathan Tittler, Estados Unidos.

Este artículo tiene para nosotros, los que hemos tenido conocimiento de la labor de Gustavo Álvarez Gardeazábal, un sabor a reivindicación que debemos difundir. Le pido muy cordialmente me dé la posibilidad de publicar este artículo. Para su información, estoy ubicado en Londres y tengo comunicación con las revistas y periódicos del medio. Jorge Luis Puerta, Londres.

A Gardeazábal lo cegó la política. La búsqueda y obtención del poder cambió su verdadero rumbo: la literatura. En este país es imposible no salir manchado de la política porque los intereses particulares siempre terminan primando sobre los de la gente. Gardeazábal se equivocó, pues con la literatura estaba transformando la conciencia de la gente y ejercía como vigilante de la situación social colombiana. Erró al creer que con el poder en la mano podía cambiar el mundo. Creo que si hubiese seguido escribiendo, ya lo hubiera logrado. Gobernar no es la mejor herramienta del hombre para combatir las desigualdades sociales. Nadim Marmolejo Sevilla.

Me gustó mucho tu columna. Le haces justicia a la obra de Gustavo, a quien veía con mucha frecuencia en vida de Euclides Jaramillo. Íbamos a visitarlo a su casa en Tuluá. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Un presidente que perdió Colombia

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Bajo el título Otto Morales Benítez, de la región a la nación y al continente, el profesor e historiador caldense Albeiro Valencia Llano acaba de publicar, con el patrocinio de Fasecolda, un texto serio y bien documentado sobre la trayectoria humana, cultural y política del ilustre colombiano, cuya presencia en la vida pública y la solidez de sus convicciones le dieron mérito para llegar a la Presidencia de la República. Sin embargo, se desaprovecharon sus dotes de estadista.

El autor de la obra, tras varios años de investigación sobre esta atrayente personalidad, y a medida que analiza en sus páginas el itinerario del personaje, repasa la historia colombiana en gran parte del siglo pasado. Lo hace a la luz de valiosos documentos que ofrecen una visión certera sobre el acontecer nacional en etapas cruciales, como la violencia, la dictadura militar y la crisis de los partidos. De paso, muestra la actuación del político caldense en la mayoría de tales sucesos, unas veces como miembro de su partido, otras como ministro, otras como delegatario de altas misiones, y siempre como luchador de las ideas y la democracia.

La lectura del libro me ha permitido volver la mirada en torno a las campañas presidenciales adelantadas por Morales Benítez, sobre las que poseo claro conocimiento, tanto por mi carácter de observador atento de los hechos en aquellos días, como por mi cercana amistad con el escritor. Desde 1974, como lo precisa el biógrafo, prestantes jefes políticos, parlamentarios, intelectuales y gente de otros sectores comenzaron a agitar su nombre para la candidatura presidencial. Esta idea se robusteció en 1977 con el apoyo de otros líderes políticos y de notables escritores y periodistas.

En 1979, Carlos Lleras Restrepo propuso una lista de posibles candidatos y entre ellos destacó a Morales Benítez, cuyo nombre fue acogido en provincia por varios directorios liberales. Al año siguiente, Alberto Lleras Camargo, en discurso pronunciado en Medellín, volvió a mencionarlo para la alta dignidad. Diarios como El Universal, de Cartagena, y La Patria, de Manizales, por encima de banderías partidistas, se sumaron a la propuesta.

En Pereira se le rindió, por iniciativa de un grupo de políticos (Hernán Jaramillo Ocampo, conservador, y los liberales Juan B. Fernández, Fabio Lozano Simonelli e Iván Marulanda), grandioso homenaje popular al que asistieron representantes de distintas actividades, sin distingo de partido y en nombre de periódicos regionales, del mundo intelectual y del alma nacional. Residente yo por aquellos días en la ciudad de Armenia, asistí al acto y me encontré con una manifestación apoteósica.

En medio de semejante expresión de simpatía arrancó la precandidatura presidencial –que más visos tenía de candidatura formal– de Otto Morales Benítez, quien desde entonces comenzó a recorrer el país y analizar los grandes problemas nacionales. Asimismo, conforme se movía entre la clase política y buscaba caminos de identidad entre sus copartidarios, surgían las interferencias, las ambiciones, los asedios y los enredos de la politiquería. En febrero de 1981, en célebre carta a María Elena de Crovo, el precandidato le decía: “Entendí entonces por qué tienen que seguir progresando en el país tan aceleradamente los peores vicios, aquellos que nos apabullan a todos los colombianos”.

Asfixiado entre este enrarecido ambiente, se retiró de la campaña. Frente a la red de obstáculos y a la pérdida de valores, vio que el terreno era intransitable para ser candidato. En 1982 volvió a agitarse su nombre, pero declinó esa posibilidad ante la desunión de su partido. Un año después, en los finales del gobierno de Belisario Betancur, surgió un movimiento de respaldo a su nombre, con el título de  “Amigos de Otto”. En febrero de 1984, los liberales de Caldas lo proclamaron como candidato de su partido, y el diario conservador La Patria manifestó que sería un excelente sucesor de Belisario Betancur. De nuevo, en todo el país se pronunciaron vigorosas voces de respaldo.

Pero el liberalismo pasaba por difíciles momentos, tanto por la disidencia de Galán desde el Nuevo Liberalismo, como por el surgimiento de otros factores de discordia y preocupación. Por aquellos días aparecían las mafias de las drogas y brotaba la corrupción política, de manera voraz, con olvido de la disciplina y los valores éticos y morales. “Entonces –declararía Morales Benítez al periódico El Liberal, de Popayán– ya no era necesaria una ideología y una doctrina, mucho menos un programa, porque comenzaron a ingresar a la política los que tienen más audacia, agallas y plata para comprar el poder”.

En tales condiciones, dejó el campo abierto para que fuera otro el candidato de su partido. En agosto de 1985, la convención liberal escogió el nombre de Virgilio Barco, y con esa bandera obtuvo la victoria para el período 1986-1990. Y a los “Amigos de Otto” nos quedó una frustración patriótica, a la que vez que se nos ahogó un sano deseo: que si el candidato de la moral y la decencia –el  candidato que veíamos arrollador y que encarnaba una esperanza– hubiera luchado más por sanear los vicios de su propio partido y se hubiera enfrentado con mayor decisión a los caciques de siempre, habría obtenido el triunfo. Y Colombia no habría perdido a un gran presidente.

El Espectador, Bogotá, 19 mayo de 2005.

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Gabriela Mistral en Colombia

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gabriela Mistral nunca estuvo en Colombia. Sin embargo, fue una enamorada de nuestra tierra y mantuvo cercanía espiritual o epistolar con notables figuras nacionales, como el presidente Eduardo Santos y los escritores Germán Arciniegas, Agustín Nieto Caballero, Germán Pardo García, Amira de la Rosa, León de Greiff, Rafael Vásquez, Luis Enrique Osorio, Baldomero Sanín Cano. Sin conocer la geografía colombiana -pues su salud, siempre que intentó viajar a Bogotá, se veía amenazada por los riesgos de la altura-, era como si aquí hubiera residido toda la vida. Su visión del país, sobre la cultura, la gente y los paisajes nacionales, era increíble.

Otto Morales Benítez la define como la hermana mayor de la cultura colombiana. En un escrito de 1934, así se expresó la poetisa: “Decir Colombia es un modo hasta más exacto de decir América”. Ese afecto consentido la llevó en repetidas ocasiones a hablar de “nuestra Colombia”, con énfasis y orgullo, como si se tratara de su propia patria. Eduardo Santos, inmejorable cultor de su amistad y ferviente admirador de su valía literaria, le mantuvo abiertas las páginas de El Tiempo y en él escribió Gabriela magistrales ensayos (iniciados hacia 1923 y que llegan hasta el 45, cuando obtuvo el Premio Nóbel), los que habían quedado sepultados en el olvido.

Con la publicación que acaba de hacer el Convenio Andrés Bello, dirigido en Colombia por Ana Milena Escobar Araújo, con la asesoría de Otto Morales Benítez -quien desde hace varios años trabajaba en este proyecto gigante-, viene a rescatarse no ya la figura poética de Gabriela, difundida en el mundo entero con las excelencias que le da su obra lírica, sino a la prosista que pocos conocen. Tras una pesquisa por diarios, revistas y archivos epistolares, y movido por la obsesión que le produjo años atrás el conocimiento fragmentario de este acervo cultural, Morales Benítez logró compilar, sacudiéndoles el polvo de los años y de la ingratitud, refulgentes escritos que son recogidos hoy en los tres volúmenes de lujo que llevan por título Gabriela Mistral, su obra y poesía en Colombia.

El torrente de inquietudes, recuerdos y reflexiones que la autora sembró en sus cartas y ensayos constituye un monumento de la mayor altura intelectual, que quizá los académicos suecos, orientados sólo por la fama de la chilena en el campo de la poesía, no llegaron a descubrir. Suele suceder que cuando se examina una obra, los ojos se van detrás de los libros publicados y pocas veces se reflexiona sobre la producción dispersa en periódicos y revistas, y menos en el género epistolar, que permanece escondido y por lo general se ignora. Ese es el tesoro que sale ahora a la luz, 45 años después de fallecida la escritora, hecho ocurrido en Nueva York en 1957.

El verdadero pensamiento suyo como humanista, sicóloga y socióloga está contenido en estos documentos de inestimable valor. La fuerza de su espíritu se manifiesta aquí con los rayos luminosos de un lenguaje rico en ideas y matizado con los dones de la serenidad, la donosura y la firmeza intelectual. En su epistolario se disfruta del encanto de un alma sensible que se dispensaba a los demás con efusión y generosidad. Sus enfoques sobre el continente americano -la Indoamérica que ella exaltó- reflejan, como gran pensadora y crítica social, sus hondas raíces humanas dentro de una región amarga, donde los moradores viven vejados por la tiranía y la explotación y languidecen agobiados por la miseria y la desesperanza. “Por el ímpetu de la herencia y por una lealtad elemental -proclama Gabriela-, mi defensa del indígena americano durará lo que mi vida”.

Su sentido de la democracia contradice su decir constante de que no era política. Sus obras y expresiones revelan todo lo contrario: pocas personas como ella, de su estirpe cultural y de su fibra indígena, se han compenetrado tanto con los seres tristes y amargados, con los niños y los desvalidos, con los pobres y los hambrientos. En carta dirigida al Club Rotario de Bogotá, publicada por El Tiempo en 1941, presenta un cuadro estremecedor sobre el hambre y la miseria, como si se tratara de un fenómeno de los días actuales, y puntualiza: “Lo único válido es una liquidación de la hambruna, la desnudez y la ignorancia populares. Y cuando digo aquí “desnudez” tengo en los ojos la carencia de casa y vestido, es decir, la falta de algodón sobre el cuerpo y la escasez de habitación humana”.

Gabriela Mistral se marchó de la vida con el dolor de no haber estado nunca en Colombia. Pero fue de espíritu una colombiana más -y por extensión, una americana airosa, o mejor, una mestiza auténtica, una indoamericana de carne y corazón-, que vivía nuestras angustias y esperanzas; que admiraba a nuestros escritores y poetas; que soñaba con nuestros ríos, valles y montañas; que mantuvo cálida correspondencia con destacadas personalidades nacionales, y que siempre llevó a flor de labio el nombre de Colombia como un heraldo de su alma romántica. El presidente Eduardo Santos, su mecenas e indeclinable amigo, era uno de sus mayores ídolos.

Gabriela llegó a Colombia en días pasados, en estos tres libros maravillosos de su propia creación. En el homenaje que le tributó en el Gimnasio Moderno el embajador de Chile, don Óscar Pizarro Romero, escuchamos la voz viva de la poetisa, con su mensaje de amor y perennidad, y nos sentimos jubilosos con ella y con su herencia literaria, y orgullosos de ser sus hermanos colombianos.

El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2002.
La Patria, Mnizales, 29 de enero de 2003.
6Columnas, 2 de diciembre de 2009.
Eje 21, Manizales, 3 de diciembre de 2009.
Revista Aristos  n.° 32, Alicante (España), junio de 2020.
Comentario
Leí el artículo de su autoría acerca de nuestra querida Gabriela. Quisiera aprovechar esta oportunidad para destacar los mensajes y contenido de tan magnífico artículo, que en definitiva realza una vez más el entrañable afecto entre colombianos y chilenos. Óscar Pizarro,  embajador de Chile en Colombia.

Memoria de un gran boyacense

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace un siglo, el 26 de julio de 1903, nacía en Tunja Eduardo Torres Quintero. Y hace treinta años, el 10 de mayo de 1973, ocurría su muerte en la misma ciudad. Se trata de uno de los prosistas más grandes que ha tenido Boyacá, y el abanderado por excelencia de las humanidades, la cultura y las tradiciones de la región. Marcó toda una época como literato, educador, crítico, poeta, orador, académico y estilista de vuelo magistral. Difícil encontrar en el departamento una persona, como él, de tan acendrada vocación por el arte y la belleza, con un magisterio insigne en todo lo que fuera inquietud intelectual, y dueño de vasta y exquisita sabiduría, de carácter excepcional y de maravilloso don de gentes.

Cuando dirigió la Contraloría General de Boyacá, en los años 50 del siglo pasado, su sentido de la moral se manifestó en férreas y eficaces acciones que pusieron en la picota a los funcionarios corruptos y crearon un clima de resonante depuración de la vida pública. Ese sello de la honestidad y el decoro, que era distintivo sobresaliente de su cuna ilustre, se reflejaba en todos los actos de su vida. Si su ejemplo se aplicara en los días actuales, qué distinto sería el país.

El Concejo de Tunja dispuso en 1976, como homenaje a su memoria, la publicación de sus mejores páginas, acto que se cumplió con la edición del libro Escritos selectos, bajo la asesoría de su hermano Rafael, que ocupaba la dirección del Instituto Caro y Cuervo. Otras de sus obras son Lira joven, Boyacá a Julio Flórez, Fantasía del soñador y la dama, Cantar del Mío Cid, y numerosos discursos, artículos, traducciones y ensayos. Muchos de estos trabajos fueron recogidos en las revistas Boyacá, Cauce y Cultura, que él dirigió, en diferentes etapas, con singular brillo.

Sus escritos resplandecen como dechados de estética, elegancia y depuración idiomática. Manejó un lenguaje castizo, galano y armonioso, donde campean el vocablo preciso y el adjetivo cabal, que convencen y emocionan. Era maestro en el arte de engalanar la palabra hasta hacerla refulgente, a fin de que el pensamiento tuviera exacta y abrillantada expresión. La misma disciplina, y acaso más rigurosa, se impuso con su obra poética, donde aparece el vate tierno y romántico, de fina entonación y florido lenguaje. “Fue un explorador de las letras, las artes, los estilos”, dijo Rafael Bernal Jiménez, y Vicente Landínez Castro agrega que “escribir fue siempre para él una especie de liturgia, y también un oficio de magia”.

Fuera de la cultura y las letras, la mayor pasión de Torres Quintero fue Tunja, su cuna natal, y con ella Boyacá. Compenetrado con la idiosincrasia de la comarca, auscultó el alma boyacense como un explorador de los tesoros inmutables de la raza y los de la riqueza histórica y destacó o criticó la permanencia o el menoscabo de los bienes culturales. Nunca toleró mutilaciones del patrimonio colonial y religioso, y siempre levantó su voz airada, con esa vehemencia tan propia de su espíritu combativo y demoledor, cuando se cometía un atropello o se incurría en el simple olvido o menosprecio de lo que debe conservarse en el acervo de los pueblos.

Tunja fue la ciudad de sus ensueños, sus adoraciones y sus amores. Y Boyacá, la tierra grande, sufrida y gloriosa, que le enardecía el sentimiento al avivarle el amor patrio y afianzarle el cariño por el paisaje, la gente y lo terrígeno. Su obra  es un canto perenne a Tunja y Boyacá, a través de múltiples motivos, bien fuera la de sus escritores y poetas, bien la de su historia y tradiciones, o la del pasado histórico, o la del magisterio y la juventud, o la de los templos en peligro de destrucción. Su pluma, como la lanza de don Quijote, vivía en ristre para atacar los exabruptos, y también dispensaba con profusión el reconocimiento franco hacia lo noble, lo bello y lo sublime.

Eduardo Torres Quintero, el cronista mayor de Tunja, como se le llamó, también fue el caballero andante de la cultura boyacense. Títulos ambos que acrecientan su recuerdo en este aniversario memorable.

El Espectador, 24 de julio de 2003.
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