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Salambó o la guerra

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gustavo Flaubert, novelista de imaginación portentosa, muerto hace cien años, el 8 de mayo de 1880, no escribió sólo para su tiempo, en el que sus­citó ardorosas polémicas, sino que creó una obra de proyección imperecedera. Salambó, escrita a con­tinuación de Madame Bovary, es el arquetipo de la novela histórica. En la primera describe con gran realismo la tragedia del hombre, tomando como pre­texto los arrebatos y la sensualidad de una amante impetuosa, y en la segunda, con fondo violento, pinta el drama de la guerra. Puede pensarse que Salambó, una especie de diosa humana incrustada en la historia de Cartago, es la metamorfosis de Emma Bovary, la heroína de una miserable aldea francesa.

Salambó será la mejor referencia de Cartago la guerrera, una de las capitales más famosas del mun­do antiguo, que buscó ser dueña del planeta, al igual que Roma, su enemiga indomable. Cartago, dueña del mar y cuna de fieros combatientes, para defender su territorio y atacar al enemigo adiestró temibles ejércitos y armó poderosas flotas marítimas; tenía que ser grande, aun destruida, porque nació para ser colosal.

Amílcar Barca, amo violento y forjado pa­ra la guerra, que nunca retrocedía, de no ser para volver a embestir, es la personificación del valor, de la furia humana. Muerto él, aparece su hijo Aníbal, otro bravo de la historia, con vocación de héroe, que sólo nueve años había jurado ante los altares de su patria que nunca dejaría de odiar a Roma.

Las guerras púnicas

Aníbal es el hombre prudente y valeroso, sagaz y calculador. Se trata del mayor estratega del mundo en todos los tiempos. Con sólo 25 años de edad se pone al frente de los suyos y se lanza a las gue­rras del horror y la esclavitud, las famosas guerras púnicas, de nunca acabar, como que la primera du­raría 23 años.

Es el genio militar por excelencia, a quien nadie había superado. Cartago, amurallada e inexpugnable, con 700.000 habitantes que vivían en función de guerrear, desafía el ímpetu del enemigo y se sostiene como capitana del mar, altiva y des­deñosa. Si al fin cae dominada tras largas sangrías de parte y parte, también termina con ella el imperio y nace la leyenda. Y Aníbal, que no había nacido para ser dominado, apura el veneno que portaba co­mo solución de última hora.

Sobre las ruinas de Cartago escribió Flaubert su novela monumental. Y esto no es sólo una figura. Primero se entregó a vastas y minuciosas investigaciones, se metió entre archivos confusos y contra­dictorios, y luego se fue, como investigador inconforme, a los propios escombros, todavía humeantes, a oler la historia misma. Consultó tratadistas, pulsó la historia, escudriñó el paisaje y la época, y sólo des­pués de muchos años y de profundas meditaciones puso sobre el papel la primera palabra de su obra gi­gante, cuando estaba seguro de poder ambientar aquel formidable drama humano.

¿Mujer o diosa?

Cartago se volvió una obsesión para Flaubert. Su pluma logró plasmar los hechos no tanto como el arqueólogo que destapa piedra por piedra en busca de vestigios humanos, sino como el artista consuma­do que llega más lejos al poder fabricar un ambiente. Entendidos los contornos de aquel cuadro fabuloso, el novelista se imagina la intensidad del momento histórico y crea a Salambó como la protagonista su­blime que estimula apetitos y desencadena batallas

No se sabe si es mujer o es diosa, y acaso esa misma mitología contribuye a suponer a Cartago como un eco fantástico, por más turbulencia que haya caído en sus entrañas. En célebre polémica sostenida con Sainte-Beuve, le dice Flaubert: «Creo realmente ha­ber hecho algo que se parece a lo que debió ser Cartago». Es más: no se podrá comprender hoy la his­toria de Cartago sin leer Salambó. Tampoco se entenderá la revolución rusa sin leer a sus novelistas, ni se captará la historia de Francia sin las novelas de la época.

Salambó es un cuadro histórico, más que la historia misma. Es el nombre de una ba­talla, de muchas batallas. Cuando se quiera saber quiénes eran los bárbaros, y qué significaban los ejércitos mercenarios, y por qué los pueblos anti­guos eran aguerridos, con su fondo de torturas, de niños sacrificados, de esclavos pisoteados, de muje­res ultrajadas, será preciso leer Salambó.

El autor, que al propio tiempo es paisajista y sicólogo, historiador y poeta, y esencialmente artista, recoge las costumbres, las creencias religiosas, el respeto a los dioses y la exageración de los mitos, o sea, el alma del pueblo, para novelarnos la época. Con gran precisión señala a cada cosa por su nombre, en tarea de envidiable penetración. Las armas, los arreos militares, los usos y estilos, todo tiene ma­ravillosa identidad.

Pintura de la época

Y por encima de todo está la época. Ejércitos te­mibles que vuelan por las montañas, arremeten en las encrucijadas y derrotan al enemigo; maniobras navales que hacen encrespar los mares; camellos amaestrados que rompen distancias y aplastan al ad­versario: he ahí la fiereza del hombre cuando se vuelve huracanado. Los dioses empujaban a la gue­rra y ésta se convertía en un grito de la sangre. Las ciudades se levantaban sobre hitos de grandeza. Los hombres, templados en el valor, ofrendaban a sus dioses con el sacrificio de sus arterias.

Salambó, la hija de Amílcar, surge sobre este panorama como la impoluta deidad a la que se respe­ta y se ama, se teme y se desea. Es la diosa de carnes voluptuosas, de grandes ojos tranquilos, de ape­tencias ocultas, que acaso por su misma sublime ca­tegoría vive alejada de los placeres, entre perfumes y gasas relajantes, y cuya existencia discurre en medio de abstinencias, ayunos y purificaciones, como la vir­gen asombrosa a quien el pueblo quiere incontami­nada. Pero ella siente sus soledades, sin conseguir dominar los ímpetus de la carne, cada vez más in­tranquilos. Apenas la cuidan y la miman la esclava solícita y la serpiente sensual, pitón inofensivo que le transmite voluptuosidad.

Epopeya del amor

El velo que el bárbaro Matho, su enamorado, ro­ba a la diosa Rabbet ante los ojos atónitos de Salam­bó, agitará la vida de la ciudad porque los dioses no pueden ser despojados de sus sagradas vestiduras. Ese velo, emblema de la fe del pueblo adorador de sus ídolos, será su castigo si no aparece. El propio Amílcar lanza sobre su hija una maldición, y ella, que no ignora las astucias de la mujer, termina rescatán­dolo, pero al costo de su virginidad. Entrega colérica, clamorosa como la voz misma del pueblo que no se resigna a la desprotección de los dioses.

Salambó es una batalla, y no sólo de ejércitos, sino también de la conciencia. Esta mujer fulguran­te, otra madame Bovary transplantada a escena­rio distinto, se alza sobre la historia de Cartago y de la humanidad entera como faro luminoso. Ama y odia, como las grandes heroínas. Así sufre. A su vista se despedaza el pueblo y en sus oídos retumba el clamor de la guerra. Ella lleva en su pecho otro eco, el de la venganza, que no logra consumar hasta la saciedad que la enardecía, porque el amor es más potente. El amor puede ser un solo instante, una mirada o un pensamiento, como lo consagra esta obra cumbre que termina escribiéndole a la historia, en el rescoldo de las pasiones bélicas, un intenso dra­ma del alma. Es la epopeya del amor, que se hace más grande sobre el conflicto de la guerra.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 11-V-1980.
Revista Mefisto, N° 78, Pereira, marzo/2015.

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Madame Bovary soy yo: Flaubert

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El 8 de mayo de 1880 muere, en su retiro de Croisset, Gustavo Flaubert, cuya fama literaria, cien años después, se conserva intacta y sigue siendo ob­jeto, como en sus mejores días, de admiración y cui­dadoso análisis. Tenía 58 años de edad y mucho se esperaba aún de él, a pesar de haber logrado un éxito rotundo. Su obra, la menos extensa de los grandes novelistas franceses del siglo XIX, es de las más ricas en fecundidad espiritual, en contenido humano, en brillo literario, en técnica idiomática.

Trabajaba en una novela como el tallador de finas maderas o de piedras preciosas que sabe engarzar, con certeros golpes maestros, la pieza precisa que va estructurando el conjunto. Es posible que se tomara una semana para concluir una página, pues su espíritu exigente no toleraba la ligereza ni la mediocridad y le impo­nía, por el contrario, rigurosas disciplinas hasta lle­gar a la perfección del lenguaje. Huía del pensa­miento vago lo mismo que de la palabra imprecisa, y por eso, tras duras reflexiones habría de encontrar los términos adecuados para que la frase no sólo que­dara clara sino que también poseyera emoción y rit­mo.

De frase en frase así cinceladas avanzaba con paso firme, despreocupado por las carreras pero con afán de descubrir la belleza. La búsqueda del adjetivo, de la palabra justa, de la frase armoniosa, se con­vertía en angustioso ejercicio mental que lo conducía a explorar los veneros inagotables de la inteligencia.

Maestro de la perfección

Como para él no existían los sinónimos idénti­cos, a cada palabra le buscaba su propio peso, su exacta densidad. Si tal fuera la norma general del escritor, sobre todo en estos tiempos superficiales, qué diferente compromiso sería el de la literatura. Hoy, en lugar de trabajar la obra con ahínco, y co­rregirla y depurarla, el escritor es dado a chapucear, a producir basura literaria, sin miramiento por el pú­blico al que va a torturar, pero ni siquiera por él mis­mo, que no cuida su prestigio; o acrecienta su des­prestigio con tanta necedad que por ahí pone a circu­lar.

No es de extrañar, entonces, que este maestro de la perfección gastara años en cada una de sus obras. Madame Bovary la escribió en seis años; Salambó, en cuatro; La educación sentimental, en siete; La tentación de San Antonio, en treinta. No hay niungún libro suyo que no sea ejemplar y que no haya suscitado, lo mismo en su tiempo que en las si­guientes generaciones, los más ponderados concep­tos. Ampliada la lista anterior con dos títulos más y con su célebre Correspondencia, clásica en la lite­ratura epistolar, queda claro que no fue escritor prolífico como sus contemporáneos Balzac, Víctor Hugo o Zola, y el mismo Stendhal, cuya correspon­dencia constituye todo un monumento lite­rario. Los libros de Flaubert no son muchos, pero to­dos son joyas de la literatura.

La novela realista

En la primera mitad del siglo XIX predomina la novela realista, una reacción contra el romanticismo, y de ella es precursor Gustavo Flaubert. Madame Bovary es la obra realista por excelencia, que se impone como realización imperecedera de este género que pronto encuentra destacados expositores y entu­siastas adeptos. Flaubert, que procede de la escuela romántica, funda el realismo o naturalismo y se con­sagra como abanderado de una tendencia que desde entonces se vuelve dogma en el mundo de las letras. El realismo pinta la vida con objetividad, dándole realce a la condición humana. Esto no se opone a que los personajes sean románticos, pero de carne y hueso.

Madame Bovary, la máxima producción no sólo del autor sino de este género, es una novela de costumbres, a la par que sicológica, lírica y densa­mente humana, y en la que además existe el experto dominio de la ironía, la sátira, el drama y la comici­dad. Ambientes todos manejados con gran estilo, o sea, por la pluma docta del literato refinado y el agudo observador de la humanidad que se da el lujo de alejarse del mundo y recogerse en Croisset –convertido hoy en museo a su memoria–, en los alrededo­res de Rouen, para entregarse por completo a la lite­ratura. Contó con medios generosos de fortuna que le permitieron sustraerse a las miserias comunes del escritor, para vivir un clima espiritual de intensas lecturas y permanente creación artística.

Se margina del mundo

Parecía un vikingo por su complexión atlética. Era, sin embargo, de salud precaria, nervioso, tími­do y sensitivo. No le gustaba la gente en general, quizá por haberla conocido a fondo, para luego de­sengañarse. Aislado en su refugio, miraba el mundo de lejos, pero lo entendía y sobre todo sabía interpre­tarlo. Sus personajes son auténticos, producto de sus largas meditaciones e implacables escrutinios. Pudiera decirse que se marginó de la sociedad para verla mejor. No era huraño y, al revés, poseía un co­razón efusivo que dispensaba con generosidad a los suyos y a unos cuantos amigos entrañables.

Vivía, en síntesis, en completa armonía interior. Mantuvo interesante correspondencia con Jorge Sand, célebre autora sentimental y protagonista de impe­tuosos amores –también lo fue madame–, cartas que luego fueron recuperadas como patrimonio lite­rario. Turgueniev lo conoció en 1866 y le profesó cálido afecto.

En este marco de compenetración y estudio pro­dujo sus mejores obras. Nació aquí Madame Bova­ry, novela monumental movida por hondas pasio­nes, trabajada con paciencia benedictina, casi con desespero, y finalmente lograda como testimonio in­conmovible de la mejor literatura mundial. Solo una mente tan escrutadora y penetrante como la de Flaubert sería capaz de crear personajes de tal firmeza si­cológica como los que comparten la mezquina aldea francesa por él escogida como teatro de múltiples y borrascosos episodios.

Aquella provincia de su patria, tan pegada a su sensibilidad, es el mismo círculo estrecho existente en todas las latitudes de la tierra, donde el hombre se consume entre pasiones, se asfixia entre angustias y no consigue liberarse de sus miserias. La pintura que hace el autor de los ásperos contornos al­deanos, donde sus moradores discurren entre mono­tonías incurables y mezquindades que oscurecen la vida, es perfecta.

La vorágine mundana

Flaubert toma del montón a cada uno de sus per­sonajes, los moldea, les imprime carácter y, luego de ponerles alma inequívoca, con sus atributos y flaquezas, los suelta a sus propios instintos. Estas páginas magistrales describen la tragedia humana, con imaginación portentosa. El hombre sufre su frustración, se mueve con ahogos, a veces ríe, y bus­ca amor para poder subsistir. El alma que tiende hacia la altura, no siempre logra le­vantar el vuelo, y así, deforme y sangrante, se desga­rra entre asperezas.

Está aquí representada la comedia del hombre. No necesitó el autor los 97 libros de Balzac para dibu­jar con realismo los conflictos de la humanidad. Lo hizo en una sola novela, y con ella ganó la gloria. Si no hubiera escrito más, también habría conseguido la inmortalidad. Qué difícil arte el de plasmar la vida valiéndose apenas de un puñado de protagonistas.

Desfilan el marido incapaz de darle satisfacción a su mujer, este médico de provincia, inane e idiota, que sólo llega a sentir celos cuando ya ha culminado el drama; el boticario anticlerical y alborotador, con pretensiones de filósofo, que es el molde del político pueblerino; el cura acosador, a quien se le teme pero no siempre se le oye; el amor discreto del tímido enamorado que no se atreve a arrebatar la mujer de su prójimo y que sólo años después, en las vueltas del camino, termina poseyéndola; el seductor refina­do, experto en los entresijos del amor, que explota la traición conyugal. Y no puede faltar el prestamista voraz, inevitable en la vorágine mundana; ni la criada observadora, confidente a la fuerza, llamada Feli­cidad acaso por su misma simpleza; ni el ciego que conturba el sentimiento, y tampoco el cojo que casti­ga la conciencia.

En el centro de esta urdimbre está la dama ful­gurante que no se conforma con la vida ordinaria y que, dueña de impetuoso corazón, no habrá de importarle la infidelidad con tal de ser feliz. ¿Lo es? Emma, la adúltera ideal, que gusta del lujo y no des­precia los halagos, redime sus aturdimientos, apatías y cansancios a espaldas del marido insípido. Aunque siente miedo y temores, se expone a todo para cal­mar sus apetitos.

Un día, cuando el mundo se le cie­rra al esconderse sus amantes y clavarle el último aguijonazo el también insaciable especulador, echa mano del arsénico y consume su belleza de un tajo, con la decisión de las amantes nacidas para no dete­nerse. Es ya al final cuando el marido siente celos, como si éstos valieran la pena. Y para impedirle nue­vos deslices, encierra el ataúd entre dos cajas más, para que no se escape la adúltera, por si acaso le han quedado deseos para otras aventuras. Le encima un corte de terciopelo para que disfrute del lujo que él no le dispensó en vida.

Flaubert sabe penetrar a las profundidades del alma al crear su personaje inmortal. No mueren, ni ella ni él, como lo corrobora el tiempo. “Madame Bovary soy yo”, exclamó en famosa respuesta. Y no estaba equivocado.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 11-V-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, diciembre de 1986.

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Eduardo Arias Suárez

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

La vigencia de un escritor olvidado

 Por: Gustavo Páez Escobar

Nació en Armenia el 5 de febrero de 1897 y murió en Cali el 19 de octubre de 1958. El tiempo, destructor o protector de famas, ha demostrado en el caso de Eduardo Arias Suárez que su obra literaria resiste el rigor de los años, porque se escribió con suficiente aliento para traspasar los límites de la caducidad y de la gloria efímera.

Las nuevas generaciones, empero, no conocen a Eduardo Arias Suárez. No lo conocen por no estudiarlo. Y es que las humanidades perdieron enjundia y hoy se va por las ramas, sin demasiados afanes, buscando más lo novedoso que lo estructural. Hasta personas de otros calendarios y otra formación, que se suponen cultas, van desentendiéndose de nuestros literatos. Habrá que recordarles que este creador fantástico, acaso el mejor cuentista de Colombia y de Hispanoamérica, se quedó en el tiempo como intérprete de las costumbres y los sentimientos del hombre.

Las telarañas del olvido

Los pueblos se olvidan de sus humanistas. Es signo característico de la naturaleza humana. Nada nuevo, por consiguiente, se descubre cuando las juventudes actuales, movidas más por las fantasías de lo superfluo y, por eso, cada vez menos interesadas en los valores del espíritu, ignoran el acervo de nuestra idiosincrasia.

Y no se piense que la literatura de Arias Suárez está dirigida a un círculo reducido. Es, por el contrario, escritor para todos los públicos, de fácil y agradable erudición. Digamos, más bien, que hoy los jóvenes no leen ni disciplinan la inteligencia, enredados en las sutilezas de un mundo ligero. Mas la literatura, don inapreciable que se transmite de generación en generación, jamás se detendrá.

Es preciso rescatar de entre las telarañas del olvido los nombres de quienes fueron superiores al destino fugaz. Arias Suárez, mente inquieta, descubrió la versatilidad del hombre y escribió en grande para que se le escuchara en todos los tiempos. Su obra, ausente de las librerías, debe llegar a las juventudes de este mundo contemporáneo tan necesitado de guías formativas.

Marco estrecho

Si bien Arias Suárez sobresale con luz propia, es necesario que se le conozca con mayor profundidad para que no sea personaje inmóvil. Conforme en su Armenia nativa ningún colegio, ninguna avenida o parque llevan su nombre, es lícito reclamar a los críticos del país su omisión o su demora en ocuparse con mayor interés de este valor representativo de la literatura colombiana. Los prototipos de las letras deben fijar un sitial permanente en la conciencia de los pueblos para que sean orientadores y no simples fichas de antología, apergaminadas e inexpresivas.

La nación está en deuda con Arias Suárez. Podemos salimos del marco estrecho de quienes no estudian a los humanistas, para llegar al propio corazón del país y decirle que está en mora de difundir en las épocas actuales la personalidad de quien hizo brillar el nombre de Colombia más allá de los mares. Su primer libro, Cuentos espirituales, vio la luz en París gracias al empeño del doctor Eduardo Santos, convencido de las calidades literarias del oculto odontólogo de provincia que un día, deseoso de mundo y de experiencias, se fue en pos de otras culturas. Allí volvió famoso el seudónimo de Constantino Pla y es posible que muchas de sus producciones se encuentren perdidas en revistas y periódicos europeos. Sus cuentos –el género en el que más se distinguió– están traducidos al ruso, portugués, francés, inglés e italiano. Como ironía, esos mismos cuentos desaparecieron de la circulación en nuestro país.

Caudalosa sensibilidad

Su mérito en el cuento reside en la fuerza interior de sus personajes. Fue ante todo un explorador de lo sicológico, que se valía de figuras tan características del pueblo como la solterona, el peluquero, el billarista, la comadrona o el maestro de escuela para tratar los problemas sociales. Dueño de grandes recursos estilísticos, supo llegar a la gente sin complicaciones ni mentiras, y en cada producción ponía algo de su caudalosa sensibilidad y encontraba salidas espontáneas a su emotividad en pasajes tan maravillosos como Guardián y yo –su mejor cuento– o La balada de ensueño, soneto que le hizo ganar en Bogotá la Violeta de Oro en los Juegos Florales de 1936, al lado de Andrés Holguín, el otro galardonado.

Su obra literaria permanece no sólo oculta, sino además inédita en gran parte. Aprendió a traducir los temas sociales a lo Balzac, y sin embargo, las nuevas épocas no se han preocupado por recoger su pensamiento. Hoy sus libros no se consiguen porque no volvió a editársele. No es de extrañar, entonces, que las juventudes vivan distantes de él.

El periodista

A la par que en el cuento, la novela y la poesía, también cosechó triunfos en el periodismo. Fundó y dirigió en Armenia El Pequeño Liberal y El Quindío, periódicos de tenaz empeño provincial. Fue colaborador de El Gráfico y El Tiempo entre 1921 y 1923, y más tarde corresponsal de este último en España, Francia e Italia. En el Carabobeño de Venezuela tuvo participación activa, y la ciudad de Valencia de aquel país le otorgó el título de presidente del Colegio de Odontólogos.

Quienes lo trataron comentan su permanente afán de cultura que lo mantenía en pugna con su profesión de odontólogo, no siempre generosa para depararle una subsistencia reposada. Es la eterna lucha del cerebro superior que trata de no depender de lo material, por lo general infructuosamente y con serios choques sobre la personalidad.

Alma sentimental

Pocas figuras de las letras tan polifacéticas y extrañas como la suya. Hablan sus biógrafos de un ser enigmático. Ensimismado en su mundo interior, mundo inquieto y a veces atormentado, no era persona fácil para el trato corriente y solo las personas de su confianza conseguían disfrutarlo. Situado, sin duda, frente al planeta conflictivo que él pretendía reformar con su pluma, lo asaltaban los diablos de su inteligencia para producirle desazón espiritual. No todos, por eso, lograban penetrar al maravilloso universo que escondía su alma sentimental, capaz de volcarse en relatos de tanta emoción como el de La vaca sarda. Su hija Rosario se conmueve hoy recordando al padre romántico que le enseñó a dialogar con la luna.

Este, a grandes rasgos, es Eduardo Arias Juárez. Su obra es patrimonio nacional. Fue escritor que le huía a lo efímero para merecer la inmortalidad.

Cuando el Comité de Cafeteros del Quindío, entidad vigilante de la cultura regional, acomete la empresa de rescatar sus escritos, hay que repetir que la literatura no se detiene. Sale en defensa del talento quindiano esta institución representativa, no dispuesta a permitir que se dilapide un patrimonio común.

Obras inéditas

La novela inédita Bajo la luna negra, prologada por Baldomero Sanín Cano, se convertirá en suceso editorial del país gracias al interés del Comité  de Cafeteros del Quindío, que entiende su compromiso con los escritores de la comarca. Al propio tiempo aparecerá una selección de los mejores cuentos –la mayoría inéditos, y vaya uno a saber por qué– de este viajero pertinaz por los caminos del mundo que regresa ahora a su comarca, 21 años después de muerto, con la cosecha de su inteligencia. Con todo esto confirmamos que el escritor no muere.

La obra de Eduardo Arias Suárez, oculta pero no perdida, verá la luz que a veces se le niega a la cultura cuando no hay sensibilidad para apreciar la estética, y que como paradoja es la única luz que redime al hombre de su angustia espiritual.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 17-VI-1979.
La Patria, Revista Dominical, Manizales, 17-VI-1979.
Revista Manizales, No. 669, febrero de 1997.

* * *

Misiva:

Conocidos los resultados de la conversación sostenida por el doctor Tirado con la familia Arias y teniendo en cuenta tus experiencias como hombre de letras y autor de varias obras de indudable valor literario, el Comité quiere abusar de tu amistad pidiéndote el favor de que seas tú quien dirija la edición de las obras de Eduardo Arias Suárez.

Hernán Palacio Jaramillo, presidente del Comité de Cafeteros del Quindío.

 

 

 

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Eduardo Torres Quintero: hombre y mito

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Buscándole título a esta nota he demorado el homenaje que traigo en mente hace buen tiempo a la memoria de Eduardo Torres Quintero, muerto en Tunja, la tierra de sus luchas y de sus sueños, el 10 de mayo de 1973. Para mí el rótulo de un escrito es definitivo. Si coincide con mis vibraciones cerebra­les, la materia se vuelve maleable y acaso logre tam­bién hallar dúctil el pensamiento. Y si no consigo acu­ñar la inscripción mágica, la que incite el nervio pre­ciso, las ideas se escaparán esquivas y volátiles.

No me resulta fácil hablar de Eduardo Torres Quintero. Y no lo es en razón del respeto que me ins­pira su figura humana e intelectual; respeto mez­clado de aprecio y admiración que fundieron para siempre el carácter de hombre y mito de mi persona­je inolvidable, a partir de aquella desprevenida mo­cedad, fácil para el asombro y también para el hallaz­go, de mis ya lejanas épocas tunjanas. Séame permi­tido trabajar los recuerdos al soplo de la emoción que despierta en mi ánimo el reencuentro con las prime­ras experiencias, cuando apenas naciendo a las sor­presas de la vida como menudo oficinista, quedaba al cuidado de quien como jefe y amigo se convertía en tutor de mi inmadurez.

Una burocracia ejemplar

Eduardo Torres Quintero, contralor entonces de Boyacá, era la persona más sobresaliente en el de­partamento por su cultura, su influjo moralizador en la vigilancia de los dineros y las costumbres oficiales, la disciplina con que dirigía el comportamiento de sus empleados y, como virtud acrisolada, la elegan­cia que imprimía a todos sus actos. Se explica por eso su exquisita sensibilidad por lo bello, lo noble, lo excelso de la vida, dones que eran talanqueras de su formación y que lo lastimaban cuando no los hallaba en las personas de sus afectos y del trato continuo.

Lejos estaba yo de saber, de entrada, que en aquella breve y enjuta silueta corporal se escondía un espíritu superior; ni que detrás de aquella fisonomía adusta y poco accesible al primer contacto se reclina­ba un alma romántica y de infinita bondad. Los que compartían con él de cerca las asperezas de un ofi­cio exigente, no asimilables para quien por primera vez tocaba una oficina pública, entendían la rigidez y el método que era preciso aplicar en aquellos tingla­dos de la burocracia fiscalizadora.

En la Contraloría General de Boyacá, como con énfasis y orgullo se cantaba el nombre de nuestra  organización, dominaban un orden y un reglamento desconocidos en la empresa oficial, y por eso mismo maravillosos. El ingreso al trabajo era a las ocho y no podía ser a las ocho y media ni a las nueve. Los minutos de re­tardo eran registrados con exactitud cronométrica y al final de mes acumulaban descuentos estrictos del sueldo, aceptados por todos como fórmula ideal para preservar la disciplina. Y como el sistema podía des­gastarse con el único régimen de las deducciones salariales, bien sabía el jefe de aquella numerosa nómina que su presencia ocasional en los momentos precisos era definitiva para curar perezosos, por lo general sin expresarles palabra alguna y bastando la mirada castigadora al reloj, actitud extrema que inculcaba profundas enseñanzas.

La lección del reloj

Permítaseme detenerme en materia aparentemente tan simple como la del horario de la oficina pública, dentro de las dimensiones del intelectual, del poeta y del académico que había en Eduardo Torres Quin­tero, pero es que no puede considerarse un hecho tri­vial ni frívolo, y menos bárbaro, aquel sentido del tiempo, del deber, de la precisión, de la métrica, for­jadores del carácter y que fueron rasgos predomi­nantes en la recia personalidad de este grande hom­bre.

Este sistema aleccionador, tan ausente de los la­berintos oficiales, y mantenido con celo como la manera de ser de un establecimiento diferente a los de­más, llevaba oculto un mensaje. A lo largo de los días había crecido un fondo considerable, alimentado no sólo con las pequeñas cuotas de incumplimiento del horario, sino también con los permisos autoriza­dos que, con todo y serlo, tenían precio como tiempo dejado de trabajar.

Y en un diciembre, cuando aún no se conocía la hoy manoseada prima de navidad, el ingenio de To­rres Quintero desmontó en secreto y sorpresivamen­te aquel patrimonio común y lo repartió entre sus co­laboradores, con generosidad para los más cumpli­dos y los más eficaces, y con equitativa elasticidad para todo el personal, hasta para los poco madruga­dores, como motivo para celebrar con alegría la paz de diciembre.

Personaje inolvidable

Por esto y por mucho más que no cabe en este perfil, Eduardo Torres Quintero es mi personaje inol­vidable, superior a otros que también lo son, pero sin tantos misteriosos ingredientes reunidos. Bajo su orientación se sentía la severidad pero también la rectitud y el clima humano; se exigía esfuerzo para obtener satisfacciones; se conjugaba la vida con dig­nidad y altura; se imponían metas rigurosas para moldear la personalidad.

Muchos lo encontraban drástico, cuando no im­perial, por no condescender a la conducta mediocre o al acto rastrero. Para ellos no podía ser el rincón de los elegidos. Si bien comprendía y perdonaba los ye­rros, pero para no repetirlos, se volvía intransigente con la deshonestidad, la debilidad de carácter o el vi­cio crónico.

Sus fugaces bohemias, atemperadas y armónicas, no autorizaban a nadie al vulgar desen­freno de la conducta, porque él era el primer discipli­nado. Quienes más recibían sus dardos, a veces mortales, eran los altos funcionarios del gobierno de­partamental y los responsables de los bienes públi­cos, a quienes escrutaba con ojo de águila y no les permitía esguinces y menos indelicadezas. Eduardo Torres Quintero, pequeño de cuerpo como Bolívar o Napoleón, era el hombre tempestad, verda­dero ciclón cuando se trataba de castigar la inmorali­dad o la torcedura andrajosa del carácter.

Contra esta roca nadie podía. Las maquinaciones se despedazaban en su primera em­bestida. Atacaba con la verdad y con el verbo de­moledor del literato y el tribuno, tipos que se hen­chían en su vena prolífica y detonante para producir llamaradas. Si pudiera pensarse que este hombre ciclópeo, maestro de la catilinaria y el gesto descon­certante, era un monstruo, no se yerra, pero mons­truo en la concepción del ser fantástico que rompe lo ordinario para crear un genio y una leyenda.

Lo mismo que un día, con elocuencia estremeci­da, arremete contra los bárbaros destructores de iglesias, conventos y monumentos históricos que pretenden demoler un templo colonial para construir un hotel, y los llama “comejenes de la cultura”, en otra página maestra de sutilísima ironía e incontenible fu­ror literario y conceptual vapulea a su paisano el panfletario Vargas Vila, a quien cita como el «gigantesco paranoico boyacense».

Dos almas gemelas

Si la imaginación del lector desprevenido lo concibe como el prototipo del miedo y de la mente fría y acaso deshumanizada, veámoslo en uno de sus actos íntimos y muy peculiar de su sensibilidad:

Recorre con aire reflexivo el recinto de su despa­cho, situado en el segundo piso del  viejo caserón que seguramente ya derrumbó hace mucho tiempo la moderna herramienta demoledora. La secretaria re­cibe las palabras con que redacta un documento ofi­cial. Se detiene él de pronto ante una escena calleje­ra que lo sobrecoge. Una niña de muy pocos años ha tropezado y ha roto la botella de leche que lleva de encargo a su casa. El líquido se desborda y la trage­dia estalla para la indefensa criatura que en medio de su confusión sólo encuentra lágrimas.

Torres Quintero oprime con insistencia –y para qué dudar que con angustia– el timbre que llega a la portería, sin dejar de proteger con su mirada el dra­ma de la niña anonadada. El empleado, ágil intér­prete del temperamento de su jefe, se precipita esca­leras abajo al escuchar la siguiente orden: ¡Vuele con estas monedas y reponga aquella botella despe­dazada sobre el pavimento!

Caballero andante de la cultura

Este hombre de duros combates y alma suscep­tible al dolor y a la nobleza, temido por los mediocres y respetado por todos, fue el caballero andante de la cultura de Boyacá, que tuvo en él al mejor abandera­do de las tradiciones, las humanidades, el fervor por lo ético y lo sublime, y que apasionado por el amor a la patria y al terruño, templó su lira para cantarle a lo más grandioso de la vida. Vate lírico y tierno, de en­tonación romántica y lenguaje florido, su voz perdurará en el recuerdo y en las antologías con dejos amo­rosos. Su pasión por la belleza transformaba en re­fulgentes las cosas que tocaba, y no contento con abrillantarlas, las idealizaba.

Dueño de prosa castiza y erudita, en la que no se permitió nunca descanso para la corrección y el retoque genial, que le envidiarían los mejores gramáticos de Colombia y de España, sus es­critos parecen haber pasado por un cristal como mo­delos de estética y de perfección idiomática. Maneja un lenguaje expresivo, vigoroso y elegante, cincela­do por su pluma maestra en prodigar el noble adje­tivo y el vocablo certero que enaltecen la oración, y es experto, además, en mover armoniosamente imá­genes y recursos trabajados con pericia para engala­nar el pensamiento y hacerlo fulgurante.

Es difícil, para los incrédulos y las mentes pro­saicas, transformar en hombre de letras al implaca­ble censor de los desvíos oficiales, y más lo es enten­der que con la misma mano que reprobaba una falta o firmaba una destitución, pulía un verso y elaboraba las piezas literarias que son hoy patrimonio del Boyacá culto que tantas glorias ha ganado para los colom­bianos.

La revista Cultura

Insomne trabajador intelectual, murió al lado de sus pertrechos. La revista Cultura que dirigió durante largos años, admirable acopio de talento y sabiduría, quedó huérfana porque dejó de consentir­la la mano cariñosa. En ella fue siempre bienvenida toda producción que tuviera algún mérito y se convirtió en el rincón favorito de los pedagogos y de las letras boyacenses. Torres Quintero fue permanente abanderado del magisterio como pilar de la sociedad, y él mismo, evangelista de la docencia, convirtió su vocación en reto contra la mediocridad.

Una vez expresó lo siguiente: “No puede haber, ello es imposible, en estas cuestiones de la educación responsabilidades exclusivas: el padre y el hijo y el maestro son la trilogía que conforma la totalidad de la obra de arte que tiene por objeto y por materia prima el fruto de nuestra sangre”. Este postulado presidía sus cátedras de literatura en el Colegio de Boyacá y en el Colegio José Joaquín Ortiz, y además inculcaba en el maestro la obligación de contribuir al fortalecimiento de la familia. Y se dolía: “Nosotros no sabemos sino romper y manchar el alma del niño. No somos capaces, siquiera, de dejarla intacta”.

Tan grave enjuiciamiento parece estar más dirigido hacia los tiempos actuales, en que el maestro es, en realidad, el deformador de la juventud y ha dejado perder su papel de apóstol social y consejero del hogar. A Eduardo Torres Quintero no le tocó, por fortuna, vivir en esta época turbulenta de paros, de holganzas y de cátedras vacías de enseñanzas y de reglas forjadoras del carácter.

En la revista Cultura, sostenida por él con denuedo hasta su muerte, existe un acervo impresionante de erudición. Es una cátedra airosa, donde campean la gracia y la bizarría del pensamiento, la novedad de los temas, la defensa de la gramática y la hospitalidad al escritor de la tierra. Allí ventiló toda materia que revistiera interés para la comunidad, con apego a las tradiciones, la casticidad del idioma y los valores fundamentales del individuo. Hay que aplaudir hoy, luego de intervalo tan prolongado, la reanudación de la revista en la presente semana cultural, gracias al empeño del nuevo director del Instituto de Cultura, doctor Ramiro Abella Soto, y a la especial dedicación del doctor Octavio Rodríguez Sosa, que venía actuando como secretario general de la entidad y cuyo retiro resulta en verdad lamentable. Con este órgano cultural –el álter ego de Eduardo Torres Quintero, sangre de su espíritu–, la tierra boyacense recibe aire fresco

Hombre de leyenda

En la ciudad hidalga cubrieron su retirada la bella y angelical esposa que había compartido con él los reveses de la esquiva fortuna, y los hijos formados sin ahorro de sabias directrices para descollar en la sociedad.

«Fue un explorador de las letras, las artes, los estilos», al decir de Rafael Bernal Jiménez, quien agrega que «era un hombre discreto, esquivo y taci­turno; iba por las calles de su ciudad nativa, esa Tunja de las leyendas trágicas y las esperanzas truncas, llevando el fardo de los sufrimientos con que lo mal­trató la suerte, y el escondido tesoro de sus cogitacio­nes».

Este hombre silencioso que le huyó a la fama y que nunca reclamó honores; que hizo de su pobreza una oración; que vibraba ante la verdad y la poesía y que en sus noches bohemias de néctares divinos se extasiaba con sus dioses, se vuelve mito en la histo­ria del pueblo que él veneró y ensalzó.

No podría colocársele en el sitio de los «poetas malditos», como Verlaine o Baudelaire, por­que su bohemia fue un canto y un aleteo, y jamás una negación. Habría que decir que «era más bien un lí­rico doliente que un poeta maldito», las mismas pa­labras con que él definió a su hermano Guillermo, el fino cantor del amor y de la muerte, tempranamen­te desaparecido.

El recuerdo se llena de unción al regresar a los inicios de aquellas memorables jornadas tunjanas del asombro y el hallazgo, tiznadas de lluvia y recogi­mientos, en la quieta placidez del solar patricio, en cuyas noches cargadas de misterios resuena, y jamás habrá de apagarse, la voz enamorada del poeta que jugó con sus musas hasta convertirse en leyen­da.

Cultura, tierra y linaje

A fuerza de vigilias y de rigores intelectuales adquirió vasta eru­dición, con gran dominio de los clásicos españoles y de la cultura general. Al paso de los días se convirtió en baluarte del idioma, con el manejo gallardo de la prosa señera y la artesanía de versos armoniosos, llenos de imágenes y hondo sentimiento.

Hace poco, en entrañable encuentro con Vicente Landínez Castro en su refugio de Barichara, recordábamos la figura excelsa de nuestro personaje. Ha sido Vicente el escritor que más ha enaltecido la memoria de Torres Quintero y quien además heredó de él la hidalguía del espíritu y la donosura del lenguaje. En 1983, en su breve paso por el Instituto de Cultura y Bellas Artes, Vicente publicó, luego de 10 años de receso de la revista, un nuevo número en el que conservó no sólo el formato original sino además su esencia ideológica. En su libro Estampas, de reciente aparición, dice lo siguiente:

“Nunca vi a un hombre amar tan apasionadamente y en forma tan omnímoda y constante el idioma, como él. Cuando se sentaba a escribir, su pluma se convertía en algo así como una mano acariciante que congregaba, domeñaba y mimaba las palabras. Escribir fue siempre para él una especie de liturgia, y también un oficio de magia que trascendía ese aire de misterio y secreto que se desprende del gabinete de trabajo de los alquimistas medioevales”.

Su ilustración trascendió los niveles comunes para volverse uni­versal. Con su infinita sed de conocimientos todo lo abarcaba. Con gran propiedad traducía del francés a poetas de su predilección. Algunas de sus páginas magistrales –y queda la mayoría por rescatar– fueron recogidas en el libro póstumo Escritos selectos, publicado en 1978 con el patrocinio del Instituto Caro y Cuervo –al frente del cual se hallaba su hermano Rafael– y del municipio de Tunja. Boyacá está en mora de publicar su obra completa.

Su amor por lo terrígeno y por las hazañas del hombre boyacense, que lo llevó a escribir bellos ensayos imbuidos de sentimiento patrio, lo mantuvo en constante comunión con su raza y con cuanto ella signi­fica como emblema de la personalidad. Era escritor polifacético, de matices desconcertantes. En todos los campos se destacaba: como crí­tico literario, como académico, como catedrático, como historiador, como prosista, como poeta, como orador, como polemista… El idioma fue su pasión. En su familia depositó su razón de ser y su orgullo ancestral. A Boyacá la consentía como a la niña de sus ojos.

Fueron nueve los hermanos Torres Quintero, y hoy sólo sobre­viven las dos mujeres. Alguna composición extraña tuvo esta familia para haber formado dentro de los mejores preceptos ciudadanos y mo­rales, a la par que dentro de exigentes disciplinas humanistas, la que en Boyacá se conoce como la dinastía de los Torres Quintero: personas rectas, batalladoras, con exquisito don de gentes y dotadas de especiales atributos humanos. Clan ejemplar de donde brotaron militares, po­líticos, economistas, amas de casa, escritores y poetas, cada cual con nota de excelencia en su respectiva área de acción.

Los dos militares, Roberto y Hernando, le dieron brillo al arte marcial; Roberto, que fue director de la Escuela de Policía General San­tander, gobernador del Tolima y secretario privado del Ministerio de Guerra, poseía vasta cultura y fue conocido como «el general humanista»; Luis, político aguerrido, transitó por los caminos de la diplomacia y fue además gobernador de Boyacá y senador de la República; Guillermo, poeta lírico de la angustia, el amor y la melancolía, muerto a la tem­prana edad de 28 años, dejó versos estremecedores, entre ellos Señora la muerte; Ricardo, empresario y economista, trabajó su destino con capacidad y decoro; Eduardo, escritor clásico y depurado estilista, fue contralor general de Boyacá, secretario de Educación del Distrito Especial de Bogotá, diputado a la Asamblea de Boyacá, director por lar­gos años de la Oficina de Extensión Cultural de Boyacá, y es autor, entre otras, de las siguientes obras: Lira joven, Fantasía del soñador y la dama, El cantar de Mío Cid (versión al español moderno), Genera­lidades de Boyacá, Escritos selectos; Rafael, autoridad del idioma español, muerto hace cuatro años, que en el momento de morir se desempeñaba como director del Instituto Caro y Cuervo y vicepresidente de la Aca­demia Colombiana de la Lengua, deja erudita producción como sabio de la lengua; y las hermanas sobrevivientes, María Elena y Lucía, enaltecen a la sociedad con sus virtudes femeninas.

Oración a Boyacá

Eduardo Torres Quintero, favorito de los dioses, revive como faro inextinguible de las letras boyacenses. Su voz nunca se silen­ciará en estas calles de la hidalguía y en este recinto colonial de ador­mecidos ensueños. Su célebre Oración a Boyacá es quizá el mayor mensaje que él depositó en la parcela amada, la de sus duros combates y sus alborozados ideales.

Recordemos algunos apartes de esa pieza de antología:

“Boyacá glorioso; Boyacá entraña de la Patria; Boyacá sumiso y arisco; Bo­yacá hecho de pretérito y de futuro: oye la oración que te dirigimos y afianza en nuestros pechos la fe que abrigamos en ti…

“Como reinan en ti la paz y el silencio, letifica nuestros corazones e imprime a nuestras almas el sosegado pulso que nos haga serenos y firmes y nos capacite para seguir sin detonancia ni estruendo la parábola del progreso…

“Porque la rectitud preside tus fastos, dignifícanos, fortalécenos y arma nuestros espíritus para combatir por la democracia, por el derecho, por el imperio de la ley, por la tolerancia entre hermanos, por la comprensión con quienes buscan el lustre y la grandeza de la República…

“Porque amas lo bello, porque diste a la Patria pensadores y artistas, sálvanos de la ignorancia, redímenos de vanidades, guíanos por los caminos de la sabiduría y haz que restauremos tu antiguo brillo doctoral, tus nobles calidades poéticas, tu deseo de ciencia, tu ansia de estudio, tu filosófica apostura…

“Como tienes fe en Dios, como la catolicidad te ennoblece, como la Iglesia de Cristo es carne de tu carne y sangre de tu sangre, danos la fe que nunca muere, vivifícanos, adoctrínanos, muéstranos el camino de Dios y danos la gracia de entregar intacto a las gentes que vengan tras nosotros el legado milagroso de las creencias.

“Vengan de ti a nosotros las fuerzas antiguas y nuevas; danos tu santidad y tu heroísmo; danos cuanto necesitamos para defenderte, enaltecerte y lograr que perdures en nuestra historia por los siglos de los siglos. Amén”.

La Patria, Manizales, 22-VI-1979.
Revista Cultura, Tunja, junio de 1991.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, No. 174, Bogotá, octubre-diciembre de 1991.

(Este texto fue leído en junio de 1991, dentro del Festival Internacional de la Cultura realizado en la ciudad de Tunja).

* * *

Comentarios:

Con enorme cariño leímos su columna del diario La Patria. Solo de personas como usted que sintieron y pulsaron el grande amor de nuestro padre por su tierra y sus gentes pueden esperarse frases tan sentidas. Familia Torres Barrera, Tunja, 24-VIII-1979.

Hace varios días conocí una brillante página publicada en el diario La Patria, en relación al ilustre boyacense señor doctor Eduardo Torres Quintero. Su estudio está escrito en prosa pulcra y elegante. Analiza la vida preclara de Eduardo, como notable organizador de la Contraloría General de Boyacá, como literato de bien cortada pluma, como crítico cáustico, como poeta de sonora lira, como elocuente orador de temas históricos y del bello idioma de Castilla. Fue miembro de número de la Academia Boyacense de Historia y correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Durante varios años dirigió la importante revista titulada Cultura, órgano de la Extensión Cultural de Boyacá. En cada entrega dio a la luz excelentes trabajos de literatura, historia, poesía, etc.

La Extensión Cultural funcionó, durante la dirección de Eduardo, en una casa de dos plantas de la acera occidental de la plaza de Bolívar. Esta mansión, con hermoso balcón corrido, de estilo español, todavía está en pie. El actual competente director del Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, don Gustavo Mateus Cortés, la tiene en restauración. En el amplio patio hizo construir dos plantas, de columnas de piedra y arcos de estilo románico. Tal vez para finales de 1979 todo el conjunto esté terminado. Se salvó la reliquia colonial.

Usted dice en su erudita página: «en otra página maestra de sutilísima ironía e incontenible furor literario y conceptual vapulea a su paisano el panfletario Vargas Vila, a quien cita corno el gigantesco paranoico boyacense«. Vargas Vila dirigió las escuelas urbanas de niños de los municipios de Boyacá (Boyacá) y Villa de Leiva, pero no fue boyacense. Nació en Bogotá, según partida de bautismo que un diario de la capital de Colombia publicó en una de sus páginas, hace buenos años.

Eduardo permaneció viudo durante buen número de años. Su bella y aristocrática señora esposa murió en Tunja. Dejó de hijos dos competentes abogados, dos que no se doctoraron y varias distinguidas hijas. El hijo mayor es el doctor don Guillermo Torres Barrera, actual senador de la República. Ramón C. Correa, secretario perpetuo de la Academia Boyacense de Historia, Tunja, 3-VIII-1979.  

 

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“Aguja de marear” de Otto Morales Benítez

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Indudable acierto para la Biblioteca Banco Popular lo constituye la inclusión de esta formida­ble obra de Otto Morales Benítez, distinguida con el número 97 de la serie que viene poniendo en manos del público, a precios módicos, títulos de excepcional calidad. En el año de 1969 inició el Ban­co Popular esta biblioteca con un libro de impacto: Hermógenes Maza, escrito para la ocasión por don Alberto Miramón, y el que no obstante haberse ree­ditado más tarde, al poco tiempo quedó agotado.

El doctor Eduardo Nieto Calderón, forjador no sólo de una de las instituciones financieras más sólidas y de mayor sentido social con que cuenta el país, sino además hombre de profundas raíces humanas y desvelado propulsor de la cultura, tuvo la feliz idea de poner en marcha esta empresa editorial de tanta envergadura para la superación de nuestras gentes. Dignos del mayor encomio resultan estos enfoques, sobre todo cuando los acometen entidades crediti­cias, por lo general frías y apáticas para hacer cultu­ra. La directiva actual del Banco Popular prosi­gue en el empeño de brindar a los colombianos li­bros cuidadosamente seleccionados, como el de Otto Morales Benítez de que se ocupa esta nota.

Aguja de marear entra con sobrados méritos a enriquecer los anaqueles del Banco Popular, y con ello el patrimonio cultural del país. La aparición de un libro de Otto Morales Benítez constituye un acontecimiento para el mundo intelectual, y es­to es ya suficiente desahogo para quien intenta trazar algunas líneas frente a este suceso editorial.

El literato y el político

Quienes han seguido la trayectoria literaria de Otto Morales Benítez saben que su pluma no conoce la fatiga. Hombre de irreductible vocación humanis­ta, no se da tregua en el afán de pulir la mente para desentrañar, cada vez con mayores bríos, las emocio­nes estéticas de ese prodigioso universo en que ha convertido su existencia, y que ni siquiera en la hora del combate político o de la representación pública permite que se debilite ante afanes que él mantiene subordinados.

Ahora, cuando desde distintos ángulos de la opi­nión publica se promueve su nombre para la primera magistratura del país, se mantiene invulnerable a las tentaciones del poder, y si el juego de las convenien­cias públicas lo lanzara en busca de soluciones que le reclaman sus amigos, sería violentando su mundo in­terior. El pueblo, que no se equivoca en el juicio so­bre sus líderes, sabe que en Morales Benítez existe una de las reservas más valiosas de la patria.

Autenticidad provinciana

En Otto Morales Benítez se conjugan atributos excepcionales. Formado dentro de exigentes cáno­nes hogareños, ha sido su existencia un canto perma­nente a lo más positivo que tiene el hombre, que es la familia. Resulta admirable encontrarlo siempre, así sea en las circunstancias más agitadas, en afanosa comunión con los suyos y compenetrado con lo que vale la armonía hogareña. Una per­sona que como él le concede tanta dimensión a su mundo íntimo, no puede menos de poseer grandes virtudes.

No ha permitido que su autenticidad provin­ciana, de que tanto se jacta, se deteriore a lo largo de su brillante carrera pública y de eminente figura de las letras –cuyo prestigio tiene proyecciones conti­nentales–, y se mantiene inalterable en su postura de hombre afable y descomplicado.

Conocedor agudo de los problemas del país, es­tructurado en sólidas disciplinas intelectuales, formi­dable en la tribuna, dueño de vigorosa personali­dad, sin resistencias partidistas y, por añadidura, maestro en el arte de ablandar la situación más com­pleja con una de sus jacarandosas carcajadas, su nombre se abre paso como carta ideal para colo­carla en el momento de las decisiones para la suerte de la patria.

Sentido de la amistad

Le concede importancia trascendental a la amistad. Para él tener amigos, como los tiene en to­dos los confines del país, no es una circunstancia ca­sual, sino algo que lo llena, que lo tonifica. Alguna vez le oí decir que la amistad no se da gratuitamente. Hay que merecerla. Y es que, en efecto, él nació pa­ra hacer amigos. Busca la amistad, la cultiva y la ha­ce florecer con sus portentosas maneras de entender a la gente y familiarizarse hasta con el temperamento más sencillo. Los amigos son para él tan imprescin­dibles como respirar.

En este libro recoge las notas críticas publicadas durante muchos años en su columna Aguja de marear de El Tiempo. Es el testimonio que les rin­de a sus amigos a través de la literatura. Siempre atento lo mismo a los autores que han influido en su vida intelectual que al lejano escritor de provincia, recoge en estas notas ensayos perseverantes y pro­fundos, cosechados después de mucho tiempo de ob­servación y análisis. Siguiéndoles la huella a sus amigos de la literatura, que por lo general son tam­bién sus amigos personales, deja estructurado el amplio itinerario de su propia carrera intelectual

Hay una frase de su libro que mide el hondo sentido que le brinda a la amistad:  «Los adjetivo han servido para exaltar, para comunicar la alegría estética que me despiertan las obras y los gestos de mis amigos».

Con reflexión, con absoluta convicción, pero so­bre todo con el goce espiritual que le producen las obras de sus amigos, repasa la trayectoria de escrito­res como Daniel Cruz Vélez, Fernando Gómez Martí­nez, Adel López Gómez, Lino Gil Jaramillo, León de Greiff, Jorge Artel, Édgar Poe Restrepo, César Uribe Piedrahíta, José Mejía y Mejía, Ovidio Rincón, Anto­nio Cardona Jaramillo, Humberto Jaramillo Ángel, Jaime Sanín Echeverri. Muchas de esas notas tienen más de treinta años de escritas, y sorprende, por eso, que los conceptos se mantengan frescos, como si el tiempo, que transforma y destruye, se hubiera detenido ante una pluma sapiente.

Con la mayor atención he leído, por ejemplo, los enfoques que sobre Ovidio Rincón y su libro El me­tal de la noche escribió en el año de 1943 y encuen­tro que, 33 años después, conservan plena actuali­dad. Quienes conocen la vida y la obra de Ovidio Rincón saben que perfiles como el siguiente denotan profundo escrutinio:

«En Ovidio Rincón los poemas se van hacia la angustia y el amor desolado, que lo conduce a la muerte, y hacia los temas fisiológicos que no son co­munes en Colombia. Sin olvidar, igualmente, que la provincia, la colina donde nació, le trae aportes de melancolía, de apesadumbrado recuerdo. Todo ello, como trasunto de su vigor lírico, de su alma sacudida por un gran viento de desolación».

Un varón discreto

Llegado de Popayán, ciudad que habría de ejer­cer honda conmoción espiritual en la vida del adolescente salido de su Riosucio arriero, Medellín le descubre horizontes insospechados y es allí donde consolida su vocación intelectual, que nunca iba a abandonar y que, al contrario, cada vez ensancharía con mayores entusiasmos. «Popayán –dice Armando Solano– será siempre imán para las almas artistas y para los amantes de un pasado que redime de las mi­serias presentes».

Morales Benítez, con esa llama en el pecho, irrumpe en medio de una ciudad industriosa, abier­ta a todas las inquietudes. Una generación de litera­tos, de políticos, de escritores, se forma bajo el im­pulso creador de la ciudad mecida por aires renova­dores. Y allí se encuentra, en los claustros de la Uni­versidad Pontificia Bolivariana, con el «varón discre­to», una de las brújulas que le abren la mente hacia nuevas fronteras y se convierte en impulsora de sus iniciales escarceos literarios. Es el doctor Fer­nando Gómez Martínez –su profesor de derecho cons­titucional– quien como director de El Colombiano le confía la página literaria del periódico.

Al correr del tiempo, aquel aprendiz de periodis­ta que se lanza desde Generación –página literaria de El Colombiano– y que luego tendría acceso a los principales periódicos de Colombia, con su plu­ma siempre pronta para las lides del pensamiento, encuentra justo galardón al ser nombrado –en noviembre de 1976– como presidente de Andiarios. Es el reconocimiento que le hace la prensa nacional por su devoción sin tregua a las ideas y su denodado sentido democrático.

Sea oportuno, de paso, sugerir que Colcultura, dentro de su tarea por rescatar páginas que el tiempo va llenando de polvo, y que deben re­frescarse, remueva los archivos de El Colombiano y recupere el material de aquella época, una de las más pletóricas en la vida del fecundo literato. Desde la tribuna que Fernando Gómez Martínez pone a su disposición, libra, en asocio de figuras que con el tiempo serían muy destacadas, interesantes ba­tallas hacia una revolución literaria.

Y con el paso de los días le corresponde a Mora­les Benítez el grato honor de pronunciar el dis­curso con el cual la Universidad Pontificia Bolivariana concede al excanciller, su profesor de derecho y su primer tutor literario, el grado honoris causa. Es con honda emoción con que el discípulo aprove­chado cumple tal cometido y fabrica sentida pá­gina de elogio a este discreto varón que le ha dejado huellas imperecederas.

Los dos monseñores

A Otto Morales Benítez le han correspondido grandes satisfacciones. En otra nota emocionada que escribe en 1976, expone sus añoranzas sobre monseñor Manuel José Sierra, fundador y primer rector de la Universidad Pontificia Bolivariana, hom­bre de costumbres severas y aspecto rígido, y gran humanista. Por aquella época el jo­ven Morales Benítez, con el ardor de su inquieta juventud, deseosa de conocimientos, toca en las puertas de la Universidad y sale a recibirlo el padre Sierra.

Se habla de la vida de Popayán, de sus hombres re­presentativos, del momento que vive el país, y a tra­vés de esa conversación aparentemente trivial comienza el aspirante universitario a observar que de­trás del aspecto tranquilo que revela el rector, se es­conde su gran personalidad. Sale algo confuso de esa primera entrevista. Le parece que la Universi­dad, que acaba de iniciarse bajo los postulados de la ortodoxia católica, no significa la respuesta a sus in­quietudes.

Era la suya una juventud despierta que se lanza­ba a la vida entre compañeros dispuestos para la ba­talla de las ideas. Le parecía que aquella Universi­dad, con su mote de pontificia, era retardataria para conceptos avanzados. Pero el nuevo universita­rio queda desconcertado, días más tarde, cuando el rector le deja esta enseñanza: «Lo hemos admitido porque creemos que su ‘radicalismo’ nos sirve para despertar espíritu de lucha en nuestros discípulos».

En adelante le corresponde a Morales Benítez recibir las sabias lecciones que le transmite su maes­tro. Descubre en él un profundo carácter. Sacerdote convencido de su apostolado y severo con sus princi­pios, no se muestra reacio a los movimientos de la ju­ventud, y al revés, su mente es amplia y accesible a las inquietudes de los alumnos.

Morales Benítez, líder universitario, sien­te enardecerse su vena liberal y pronuncia vehe­mente discurso a la memoria del general Uribe Uribe. Hay revuelo en el claustro y todos presienten que llegará la reprimenda rectoral. Pero, contra lo que el propio orador esperaba, recibe la felicitación de su maestro que lo invita, de paso, a seguir influ­yendo en las gentes, y le recomienda al mismo tiem­po –y sin saber que le hablaba a uno de los grandes de Colombia– que ejercite la mente para provecho de la comunidad y que cada día se capacite más en la búsqueda de ideas claras y de un vocabulario prolijo que le permita llegar a las masas.

Repasando estas vivencias, hoy sabe él que en aquella figura parca no podía existir sino un talento­so orientador de su vida.

Otro de sus mejores guías es monseñor Félix Henao Botero, rector benemérito que siembra igual­mente en su alma profundas simientes. «Monseñor Henao Botero –dice– seguirá dando luz en la sombra que abre con su muerte». Hay, en el tributo póstu­mo que le rinde ante la aciaga hora de su desapari­ción terrenal, la constancia inequívoca de quien ha recibido la irradiación de sabias directrices inyecta­das en su carácter por sabios varones.

Haya de la Torre

En el turno de los privilegios –y hay que insistir en que Otto ha sido privilegiado cosechador de ex­periencias, fino observador de hombres y talen­tos–, le viene en suerte destacar un alto elogio a la figura de Víctor Raúl Haya de la Torre, en la Universi­dad de América, en el año de 1957. El líder america­no representa una de sus grandes pasiones intelec­tuales. Lo seduce, sobremanera, la dimensión hu­mana del destacado luchador de la democracia, a quien califica, dentro del ámbito americano, como «el único caudillo con una verdadera vocación filosó­fica».

Para Morales Benítez el líder aprista es el proto­tipo del humanista y del combatiente público, refun­didas ambas calidades para estructurar el hombre ideal, tal como él lo concibe. Sigue en su ensayo, pa­so a paso, la trayectoria de quien, desafiando peli­gros y sufriendo cárceles y destierros, arrastra con sus ideas grandes masas de opinión no sólo en el Pe­rú sino en todo el continente. Lo enfoca como el ora­dor aguerrido y el conductor sin desmayos a quien no interesa la mala fortuna para sostenerse firme en sus principios, siempre atento al convulso proceso americano.

Se pregunta uno, desprevenido observador, si acaso en tales enfoques no está Morales Benítez afir­mando su propia raigambre. Hay puntos convergen­tes que hacen pensar que ha sido Haya de la Torre una de las figuras más influyentes en su formación. No se puede tener, en efecto, aprecio y seducción por la trayectoria política e intelectual de alguien, si no se desea imitarlo, o si de hecho no se es una personalidad similar. Y cuando las ideas, el temperamento y el estilo son equivalentes, y de pronto determinados rasgos propios, habrá que admitir que la admiración que se experimenta hacia esa persona resulta el eco de la propia indivi­dualidad.

Testimonios

Aguja de marear es el trasunto de una vida. Están ahí declaradas las raíces del hombre, del pen­sador, del político. «Escribe con sangre y aprende­rás que la sangre es espíritu», dijo Nietzsche. No hay artículo, ni tratado, ni glosa que Otto no haya escrito con sangre, con nervio, con emoción.

Este libro que lanza el Banco Popular no sólo despertará el interés que inspira toda obra del autor, sino que perfila un ciclo del hombre que corona una de las más brillantes carreras del país. Los testimo­nios que se insertan al final son el complemento ne­cesario para redondear conceptos acerca de lo que ha escrito y pensado. Hay explicaciones suyas sobre va­rios de sus libros, entreveradas con reportajes que ajustan aún más ciertas características de la persona y aportan juicios ajenos para el sereno análisis.

Este hombre llano, abierto al diálogo intermina­ble, profundo en el concepto, insaciable en sus derro­teros espirituales, que lo mismo entiende la enjundia de los grandes despachos, que abarca y admira la simpleza de los hechos menudos, sabe que lo real­mente imperecedero, por encima de cualquier honor, es el espíritu.

La Patria, Manizales, 7-VIII-1977. 
El Espectador, Bogotá, 24-V-2015.
Eje 21, Manizales, 25-V-2015.

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