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La brevedad en Álvaro Cepeda

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Álvaro Cepeda Samudio se creció después de su muerte, ocurrida en Nueva York el 12 de octubre de 1972. Su prin­cipal figuración era en el campo periodístico y todavía no se había producido un juicio sólido sobre su narrati­va. Pertenecía al Grupo de Barranquilla, del cual hacían parte, entre otros, Gabriel García Márquez, Alejan­dro Obregón, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, escritores y artistas que giraban bajo la inspiración de Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor. «Todos venimos del viejo Fuenmayor», dijo Cepeda.

Su primer libro, la colección de cuentos Todos estábamos a la espera, fue publicado en 1954 y pasó inadvertido para la crítica, a pesar de tratarse de un trabajo valioso que había merecido el aplauso de Hernando Téllez en la primera página de Lecturas Dominicales de El Tiempo. En 1962 apare­ció su única novela, La casa grande, escrita de afán pero con pulso firme –como lo recuerda Germán Vargas–, ante el diagnóstico equivocado de un médico que le había anunciado la muerte anticipada por una tuberculosis que no padecía. Los cuentos de Juana, ilustrados por Alejandro Obregón, fueron editados en 1972, poco tiempo después de su muerte.

Nunca se preocupó por la gloria. Era, ante todo, un pe­riodista auténtico que desde las páginas de El Heraldo, El Tiempo y Diario del Caribe llamaba la atención de los  lectores con sus enfoques sociales y sus glosas sobre los su­cesos del mundo. Había pecado en poesía, y hoy se descono­ce el producto de esas andanzas. También fue guionista de cine, faceta importante para su labor de creador literario.

En la mente, después de haber adelantado en Estados Uni­dos un curso sobre periodismo, le bullía la idea de escri­bir una novela sobre la masacre de las bananeras, episodio ocurrido en Ciénaga, su tierra natal, en 1928. Pero como no era escritor disciplinado como su contertulio Gar­cía Márquez, y gozaba más con la buena vida que con el de­licioso suplicio de las cuartillas, el proyecto se había aplazado.

Según concepto de Raymond L. Williams, la novelística colombiana produce las primeras obras verdaderamente moder­nas con Gabriel García Márquez (La hojarasca), Héctor Rojas Herazo (Respirando el verano) y Álvaro Cepeda Samudio (La ca­sa grande). Cinco años después de editada esta última novela, García Márquez publicaría Cien años de soledad, también ba­sada en la violencia de las bananeras. La de Cepeda es, ade­más, un estremecido relato sobre el odio y el patriarcado.

Todo fue breve en la vida y en la obra de Cepeda. Su vi­da fue una ráfaga de 46 años. Sus placeres fueron fugaces, pero intensos. En cualquier momento de efusión resolvió ca­sarse, y le pidió a Germán Vargas que lo acompañara al día siguiente a la ceremonia, ceremonia sorpresiva y sin in­vitados. La muerte le sobrevino cuando jugaba en Nueva York, alejado de vanaglorias, a seguir siendo pequeño.

Su obra literaria está también enmarcada en asombro­sa brevedad. La casa grande apenas consta de 121 páginas del formato del bolsilibro de Colcultura (1973). La mayor parte está formada por diálogos y frases cortas. Se lee de un ti­rón. Y se trata de una obra maestra. ¿Cuál es el misterio de esta brevedad monumental?

*

Álvaro Cepeda es un caso deslumbrante en el panorama de las letras. Pasó por la vida como un meteoro. Ahora, 17 años después de su muerte, un grupo de escritores le rinde calu­roso homenaje en el libro De ficciones y realidades, que se edita como constancia del quinto congreso de la Asociación de Colombianistas Norteamericanos, realizado en la ciudad de Cartagena. Sobre este escritor-ráfaga expresó lo siguien­te Otto Morales Benítez: «Quienes lo conocimos lo sentimos cerca, con su carga de vitalidad, apabullante, desparramada, abierta (…) Lo evoco como un gran torbellino vital. Fue un ser desatado sobre la vida».

El Espectador, Bogotá, 25-IV-1990.

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Raíces históricas de La vorágine

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Después de leer Raíces históricas de La vorágine, reciente libro de Vicente Pérez Silva publicado con auspicio de la Caja Agraria, el deseo inmediato es vol­ver sobre la novela del escritor huilense. La amplia documentación que ha reunido Pérez Silva, tomada de serios documentos históricos, revela los moti­vos que llevaron al novelista a dejar este testimonio sobre los sucesos que conmovieron al país en postrimerías del siglo XIX y comienzos del actual.

Esta relectura del drama de los caucheros en las sel­vas del Putumayo y el Caquetá queda ahora mejor explicada con el acopio de datos, muy bien concatenados y de rigurosa veracidad, del ensayista Pérez Silva, espíritu inquieto que vive indagando en las fuentes de la histo­ria la explicación de tanto episodio memorable de la vi­da colombiana. Con base en este acervo de investigación se entiende mejor el proceso de aquella versión novela­da que salió al público el 25 de noviembre de 1924, tres días antes de la muerte de Rivera en Nueva York.

Más que ficción, se trata de la pro­testa sobre los atropellos e iniquidades que soportaban los indígenas en el sur del país a manos de los dueños de la Casa Arana, de funesta recordación en la criminalidad mundial. La selva amazónica fue testigo de la crueldad que ejercieron aquellos bárbaros que explota­ban la fuerza de trabajo de los indios, pagán­doles cualquier ridiculez por el vigor de sus brazos en el laboreo del caucho, cuando bien les iba; y usurpándo­les las tierras y sometiéndolos a toda clase de tortu­ras, incluida la muerte, en el caso común.

La Casa Arana se disolvió el 19 de marzo de 1909. El país había quedado consternado con la cadena de atroci­dades cometidas. Tal era el poder de la casa asesina, que la justicia era un auxiliar del vandalismo im­perante. ¿Cuántos indígenas fueron exterminados bajo la ley del látigo, del garrote y la castración? Se habla de más de treinta mil. Genocidio pavoroso, que hoy estreme­ce la sensibilidad más dormida.

Rivera, en carta al magnate imperialista Henry Ford, le expresaba: «He tenido en mis manos fotografías de ca­pataces que regresaban a sus barracas con cestas o mapires  llenos de orejas, senos y testículos, arrancados a la indiada inerme, en pena de no haber extraído todo el cau­cho que le imponían los patronos».

Gran parte de los personajes de La vorágine son to­mados de la realidad, algunos con nombres propios. Un testigo de la masacre, que se hizo confidente del novelista, le narró los espeluznantes acontecimientos. Y Rivera, que conocía los límites fronterizos y a quien no le eran extraños los misterios y fascinaciones de la selva, encauzó la acción, valiéndose de su rica imagi­nación y su vena poética, hacia la que sería una de las tres novelas universales –junto con María y Cien años de soledad– más famosas de Colombia. Antes había leí­do diversos testimonios y escuchado muchas versiones sobre la tragedia amazónica. Con semejante bagaje, plasmó su obra maravillosa, un canto a la selva y a la tiranía del hombre.

*

Pero la vorágine de ayer continúa viva en nuestros días. «Ya no es la vorágine de la selva que con mano má­gica nos describió Rivera -dice Pérez Silva-. Es la vorá­gine de la selva humana en que estamos sumidos. Ahora tam­bién nos debatimos, indiferentes o desolados, entre la ’selva del crimen’ y la violencia. Es la vorágine de la anarquía y de la injusticia; es la vorágine de la especu­lación y la usura que nos atrapa y nos consume sin tregua ni cuartel; es la vorágine de la codicia inhumana y del capitalismo desenfrenado que nos devoran inclementes en el diario discurrir de nuestras vidas…”

Este libro, valioso aporte a la literatura y historia colombianas, se vuelve esencial  para comprender la epopeya cauchera.

El Espectador, Bogotá, 26-VII-1989.

* * *

Comentario:

Mensaje dirigido a Vicente Pérez Silva:

Celebro haber tenido el agrado y el honor de haberlo conocido por intermedio de mi caro amigo el escritor y pe­riodista Gustavo Páez Escobar. Acabo de leer Raíces históricas de La vorágine, un ensayo tan subyugante por su perfecta urdimbre, por el trabajo pa­ciente para sustentar con do­cumentos irrefutables la gé­nesis de nuestra gran novela. Esta obra lo muestra a usted como un investigador digno del más profundo respeto y ad­miración. Ya me habían con­tado en el Instituto Caro y Cuervo hace muchos años que usted era una autoridad cien­tífica. Ahora lo compruebo con enorme satisfacción. Más complacido quedé cuando lo­gré confirmar que usted le había dado la terminación a su ensayo tal como yo quería y lo intuí desde el principio. Me refiero a sus acertadísimas re­flexiones en la vorágine actual, porque ese espeluznante ho­rror de la violencia no cesa. Leer La vorágine y leer su ensayo es tomar partido contra el crimen, contra la indolencia institucional. Gracias por tan impactante trabajo y por su autobiografiado recuerdo que me honra. José Antonio Vergel, Agencia de Prensa Novosti, Moscú. (Mensaje publicado en El Espectador, Bogotá).

 

 

 

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Raíces históricas de La vorágine

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Después de leer Raíces históricas de La vorágine, el reciente libro de Vicente Pérez Silva publicado con auspicio de la Caja Agraria, el deseo inmediato es vol­ver sobre la extraordinaria novela del escritor huilense. La amplia documentación que ha reunido Pérez Silva, tomada de serios documentos históricos, revela los moti­vos que llevaron al novelista a dejar este testimonio sobre los dramáticos sucesos que conmovieron al país en postrimerías del siglo XIX y comienzos del actual.

Esta relectura del drama de los caucheros en las sel­vas del Putumayo y el Caquetá queda ahora más explicada con el acopio de datos, muy bien concatenados y de rigurosa veracidad, del ensayista Pérez Silva, un espíritu inquieto que vive indagando en las fuentes de la histo­ria la explicación de tanto episodio memorable de la vi­da colombiana. Con base en este acervo de investigación se entiende mejor el proceso de aquella versión novela­da que salió al público el 25 de noviembre de 1924, tres días antes de la muerte de Rivera en la ciudad de Nueva York.

Más que ficción, se trata de una pro­testa sobre los atropellos e iniquidades que soportaban los indígenas en el sur del país a manos de los dueños de la tenebrosa Casa Arana, de funesta recordación en la criminalidad mundial. La selva amazónica fue testigo de la crueldad que ejercieron aquellos bárbaros que explota­ban al máximo la fuerza de trabajo de los indios, pagán­doles cualquier ridiculez por el vigor de sus brazos en el laboreo del caucho, cuando bien les iba; y usurpándo­les las tierras y sometiéndolos a toda clase de tortu­ras, incluida la muerte, en el caso común.

La Casa Arana se disolvió el 19 de marzo de 1909. El país había quedado consternado con la cadena de atroci­dades cometidas. Tal era el poder de la casa asesina, que la justicia era casi un auxiliar del vandalismo im­perante. ¿Cuántos indígenas fueron exterminados bajo la ley del látigo, del garrote y la castración? Se habla de más de treinta mil. Genocidio pavoroso, que hoy estreme­ce la sensibilidad más dormida.

Rivera, en carta al magnate imperialista Henry Ford, le expresaba: «He tenido en mis manos fotografías de ca­pataces que regresaban a sus barracas con cestas o mapires  llenos de orejas, senos y testículos, arrancados a la indiada inerme, en pena de no haber extraído todo el cau­cho que le imponían los patronos».

Gran parte de los personajes de La vorágine son to­mados de la realidad, algunos con nombres propios. Un fiel testigo de la masacre, que se hizo confidente del novelista, le narró los espeluznantes acontecimientos. Y Rivera, que conocía los límites fronterizos y a quien no le eran extraños los misterios y fascinaciones de la selva, encauzó la acción, valiéndose de su rica imagi­nación y su gran vena poética, hacia la que sería una de las tres novelas universales –junto con María y Cien años de soledad– más famosas de Colombia. Antes había leí­do diversos testimonios y escuchado muchas versiones sobre la tragedia amazónica. Con semejante bagaje, plasmó su obra monumental, un canto a la selva y a la tiranía del hombre.

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Pero la vorágine de ayer continúa viva en nuestros días. «Ya no es la vorágine de la selva que con mano má­gica nos describió Rivera -dice Pérez Silva-. Es la vorá­gine de la selva humana en que estamos sumidos. Ahora tam­bién nos debatimos, indiferentes o desolados, entre la ’selva del crimen’ y la violencia. Es la vorágine de la anarquía y de la injusticia; es la vorágine de la especu­lación y la usura que nos atrapa y nos consume sin tregua ni cuartel; es la vorágine de la codicia inhumana y del capitalismo desenfrenado que nos devoran inclementes en el diario discurrir de nuestras vidas…”

Este libro, un valioso aporte a la literatura y la historia colombianas, se vuelve fundamental para comprender la epopeya cauchera.

El Espectador, Bogotá, 26-VII-1989.

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Comentario:

Mensaje dirigido a Vicente Pérez Silva:

Celebro haber tenido el agrado y el honor de haberlo conocido por intermedio de mi caro amigo el escritor y pe­riodista Gustavo Páez Escobar. Acabo de leer Raíces históricas de La vorágine, un ensayo tan subyugante por su perfecta urdimbre, por el trabajo pa­ciente para sustentar con do­cumentos irrefutables la gé­nesis de nuestra gran novela. Esta obra lo muestra a usted como un investigador digno del más profundo respeto y ad­miración. Ya me habían con­tado en el Instituto Caro y Cuervo hace muchos años que usted era una autoridad cien­tífica. Ahora lo compruebo con enorme satisfacción. Más complacido quedé cuando lo­gré confirmar que usted le había dado la terminación a su ensayo tal como yo quería y lo intuí desde el principio. Me refiero a sus acertadísimas re­flexiones en la vorágine actual, porque ese espeluznante ho­rror de la violencia no cesa. Leer La vorágine y leer su ensayo es tomar partido contra el crimen, contra la indolencia institucional. Gracias por tan impactante trabajo y por su autobiografiado recuerdo que me honra. José Antonio Vergel, Agencia de Prensa Novosti, Moscú. (Publicado en El Espectador, Bogotá).

 

 

 

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Juan Rulfo

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

I – Escritor de misterio

«Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso». Es la frase que en mi concepto define mejor el ambiente de Pedro Páramo, la mi­núscula novela de Rulfo, de apenas cien páginas, que le abrió las puertas de la fama. Hijo de una familia rica que perdió sus bienes en la revolución, quedaría marcado con el estigma de la violencia vivida en su niñez. Estos sucesos definirían el clima de sus textos, el de su única novela y el de su libro de cuentos El llano en llamas.

Sin haber cumplido los quince años se tras­lada a Ciudad de Méjico, donde transcurre el resto de su vida. Puesto al cuidado de su tío, siente el desamparo de la  juventud carente de halagos. Por aquella época se inicia como lector solitario de novelas en el bosque de Chapultepec. «Convivía con la soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi angustia y mi conciencia», es confesión suya que sirve para reafirmar su temperamento taciturno.

Las impresiones de su niñez tomaron fuerza y en 1954, cuando contaba 36 años de edad, las traslada a un cuaderno escolar hasta reunir, en el curso de cuatro meses, trescientas páginas de lo que sería Pedro Páramo, que luego reduce a la mitad tras suprimir las divagaciones y dejar el relato escueto —dominado por una temperatura onírica y fantástica— del pueblo muerto donde se entrecruzan las voces y los ecos de seres que no se sabe si son reales o fantasmagóricos.

Es ese el encanto de la obra: el de la aldea muerta que adquiere vida a través del manejo penetrante del idioma. Rulfo monta sobre las vivencias de sus primeros años las realidades de un sueño, de una intuición perspicaz. Y no sabe cómo plasmó su novela magistral. Confiesa que un genio oculto, o sea, el duende de la inspiración, le manejaba la mano para volcar en las páginas del cuaderno el torrente de ideas que llevaba acumuladas en el cerebro.

La soledad, el tedio, la angustia del hombre que lucha con sus demonios, he ahí el ritmo del universo rulfiano. Es desconcertante, y además admirable, cómo alguien logra conquistar la inmortalidad en sólo cien páginas de este libro que no llamó la atención de nadie y, por el contrario, provocó rechazos. Su tiraje inicial, salido en marzo de 1955, fue de mil ejemplares, de los cuales la mitad duró cuatro años en venderse y la otra mitad fue regalada por el autor a quienes se atravesaban en su camino.

Hoy, Pedro Páramo está traducido a todos los idiomas del mundo, treinta años después de aquel incierto despegue. Rulfo, que nació para reírse de la humanidad —a pesar de su seriedad exter­na —, demostró que con una sola obra, de la pasmosa brevedad de su novela, se puede llegar a ser uno de los grandes narradores del mundo. Su misterio reside en su simplicidad.

Siempre que se le preguntaba por otra novela, novela que anunció y no cumplió, respondía que todo cuanto tenía que decir ya estaba expresado en Pedro Páramo. Tomó del pelo a sus entrevistadores: a unos les decía que la nueva obra iba en marcha, y más tarde manifestaba que había destruido los originales; y a otros los dejó convencidos —y falta verificar si esto es cierto— de que sólo después de su muerte podría publicarse el libro anunciado.

Hombre solitario, alejado de la popularidad, es­quivo al elogio, cauto con las palabras, se lleva a la tumba el secreto de su existencia prodigiosa. Vivía ensimismado en su lindero fantasmal—mágico, al fin y al cabo — de Comala, el pueblo universal del miedo y la amargura, enmarcado en la Revolución mexicana.

Su misma muerte, que ocurrió a los 67 años de edad, fue una sorpresa. Pocos sabían que se hallaba enfermo. La noticia, mantenida en reserva por él como un desenlace de su espíritu bromista, conmueve al mundo; sólo sus más allegados conocían sus dolencias.

Ha muerto uno de los grandes maestros de la literatura. Autor de una sola novela. Maestro del lenguaje lacónico. Castigó, con su ejemplo, a los escritores farragosos. Y parece —otro misterio— que no deja discípulos.

II – El llano en llamas

La edición del Círculo de Lectores (1973) figura con 14 cuentos, y la de Seix Barral (1983) tiene 17. Resulta interesante investigar en qué fechas fueron escritos, o publicados, los tres cuentos de la diferencia: Paso del norte, El día del derrumbe y La herencia de Matilde Arcángel. He aquí el resultado de mis pesquisas:

A simple vista, Rulfo escribió los tres cuentos en el intervalo de diez años entre ambas ediciones. Esto no es así. Tales cuentos son anteriores a 1973, bastante anteriores, y en ese año ya habían sido in­corporados en otras publicaciones de la misma obra. El libro del Círculo de Lectores, por lo tanto, se con­sidera incompleto.

Veamos: Paso del norte figura en la primera edi­ción de El llano en llamas (1953); El día del derrumbe y La herencia de Matilde Arcángel fueron publicados en 1955, en revistas, y con ellos se aumentó en 1970 el volumen del libro, y al mismo tiempo se eliminó, por voluntad del autor, Paso del norte. En 1977 la Biblioteca Ayacucho, de Venezuela, publicó la Obra completa de Juan Rulfo y en ella aparece, corre­gido, el cuento que había retirado siete años atrás. Es bueno señalar que en este trayecto la obra de Rulfo se había reproducido en distintas ediciones, tanto en es­pañol como en otros idiomas.

Sobre Paso del norte, cuento antiimperialista y el único de esa índole que escribió, vale la pena men­cionar la siguiente particularidad: publicado en la primera edición del libro, desapareció en la siguiente, que daría lugar a continuas reimpresiones de la obra (por voluntad del editor, dice Rulfo, y “por ser un cuento muy malo”).

Agrega que no lamentó que se lo hubieran suprimido, pero siempre deseó escribir un buen cuento contra los gringos. Se infiere, entonces, que al darle nueva vida en 1977 mediante las modifica­ciones que le introdujo, quedó satisfecho de su trabajo antiimperialista, logrado en 24 años (de 1953 a 1977), y expresado, como todo lo suyo, con im­presionante brevedad (4 páginas).

El único cuento sobre violencia que dejó por fuera de volumen, y que fue recogido en la obra completa antes citada, es el llamado La vida no es muy seria en sus cosas, el primero que escribió (publicado en 1938). Los relatos de la serie El gallo de oro, de enfo­que diferente y escritos al final de su vida, los consi­dera sin importancia (él siempre le restó trascendencia a toda su producción literaria).

Dedúzcase de todo esto que Rulfo, como la ma­yoría de los escritores de carrera, era un ser insatis­fecho de su obra y que de edición a edición (y mejor de noche a noche, para ser más exactos) algo nuevo hallaba para corregir. Al cuento Nos han dado la tierra lo sometió a más de 50 variaciones y sobre él demostró preferencias, como la de haber dispuesto, en la reordenación de trabajos para la Biblioteca Ayacucho, que pasara a encabezar la serie.

El llano en llamas es un recorrido por los pueblos de la violencia mejicana, dominados por bandoleros, miseria y angustia. La guerra de los cristeros, que influye en toda la obra rulfiana, está presente, mediante toques mágicos, en estas breves narraciones arrancadas al pavor de aquella época conflictiva y fantasmal.

Pedro Páramo no es cosa distinta. Ambas creaciones van entrelazadas y pintan la Revolución mejicana, con sus caciques y sus muertos, y como telón de fondo la tristeza del pueblo deso­lado. Retratando este mundo miserable con la fortuna que logró en estos trabajos, no necesitó nuevos recursos para transmitir su mensaje.

Cuenta él, con aire guasón, que fue su tío Ceferino, borracho fenomenal, quien de rancho en rancho y de mentira en mentira le platicó esas histo­rias. Y como en el oyente había un escritor, las re­produjo. En lugar de El llano en llamas iba a titular la serie Los cuentos del tío Ceferino. A su tío lo asaltaron y lo mataron. Y como no tuvo ya quien le contara nada, no volvió a escribir. Se nos ocurre preguntar: ¿Qué heredó más del tío Ceferino, la chispa cuentera o sus mentiras? Rulfo, no lo dudemos, era bromista genial. Tan fuera de serie, que con su levedad y en tan cortas páginas conquistó la fama universal.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, noviembre-diciembre de 1986.

 

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“Los elegidos”: una protesta perdida

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La edición de Canal Ramírez data de 1970. Entonces el autor de la obra era presidente de la República. Yo adquirí en aquella época un ejemplar en la Gober­nación del Quindío, en verdad sin muchos deseos de leerlo pronto. Quienes coleccionamos libros para leerlos algún día, y mantenemos a la mano los temas que más nos seducen en el momento, abrigamos la esperanza de que la vida nos conceda tiempo para revisar tanto material que, casi en forma insensible –unas veces sin propósito fijo y otras sin nuestro consentimiento–, va llenando los estantes del futuro.

La lectura es un ejercicio sin plazo, y bien es sabido que el verdadero placer reside en la relectu­ra selecta. Acumular libros puede ser una manía, una especie de tic intelectual que nos mantiene henchida la vena de la ansiedad. Es también, para muchos, un plan metódico de comprar a plazos la vejez.

Los elegidos llega al cine ruso y atrae la curiosidad de los colombianos. Colas inmensas en los cinematógrafos, que no indican necesariamente la calidad de la película, me descalifican, por ser enemigo de las aglomeraciones y las desmesuras, de las filas de los curiosos. Parece que se trata de una  mala producción, sin el calor y la emoción del trópico, según dicen los periódicos, pero el público llena los teatros atraído por el desnudismo de Amparo Grisales, la seductora artista del sexo que es capaz de vender cualquier cosa.

Leo el libro 9 años después de haberlo adquirido y a los 32 de su primera salida, en 1953, por parte de la Editorial Guaranía de Méjico. Tal como lo recomienda Schopenhauer, he llegado a sus páginas con mente abierta y sin el menor prejuicio. El verdadero lector es el que logra valorar el libro por sí solo, con abstracción del autor y de circunstancias favorables o desfavorables que puedan influir en el propio con­cepto.

En el caso de Los elegidos era fácil dejarse sugestionar cuando su autor, el doctor Alfonso López Michelsen, ocupaba el cargo de presidente de Colombia. Es decir, en momentos de gran efervescencia política, y como se sabe, la política a la colombiana no es buena consejera para los juicios serenos.

Opresores y oprimidos

Los elegidos de 1953, o sea, los privilegiados de la fortuna en cualquier tiempo, son los mismos que hoy dominan la vida colombiana. Y no se ve que vayan a desaparecer. De ayer a hoy, en 32 años sin cambios fundamentales en las estructuras de un país que se divi­de entre opresores –la casta burguesa– y oprimidos –el pueblo silencioso–, la novela de López Michelsen nada ha corregido, si ese era su propósito. En algunos casos las distancias se han agrandado. De esta reali­dad no se salva ni el período presidencial del nove­lista (1974-1978).

La fuerza de los poderosos se concentra, en la fic­ción, en el camino de la Cabrera, y en la realidad, en los puestos claves del Gobierno y en los negocios.  Es la nuestra una sociedad capitalista que se mantiene inalterable en sus sistemas de poderío absoluto y que el escritor no pudo reformar en su propio gobierno.

La influencia del oro, que condena a los desheredados al ostracismo y la soledad, quizás es más pronunciada ahora que en la década de los 40, cuando se supone que fue concebida la novela. Ya dentro del terreno narrativo, es posible que a la novela le falte mayor fuerza, más dinamismo en el desarrollo de la trama.

Una radiografía de Colombia

En algunas partes el narrador asume el papel de crítico social y trata de sentar cátedra sin permitir que sus personajes se muevan solos. Pero logra mante­ner el interés del lector y ponerlo a hacer cálculos sobre el desenlace, lo cual es buen ingrediente nove­lesco. Parece que López Michelsen compren­dió esta falla de la carencia de fluidez y por eso en el prólogo advierte que se trata de un relato. Es, en cualquier forma, una excelente radiografía del país.

Y una denuncia social, valerosa en su época, cuando el autor comenzaba a incursionar en el alto mundo, su propio mundo burgués, y al mismo tiempo lo enjuiciaba. En varios episodios se deja llevar por la tendencia al ensayo, uno de sus fuertes, y afloran tesis sobre la formación calvinista, el puritanismo, el dominio materno, el choque religioso y de costumbres. Aquí se advierte la condición de intelec­tual que siempre ha prevalecido en López Michelsen.

Y no podía faltar el amor. Hay escenas de real romanticismo, con boleros al fondo y florestas encan­tadas. Si el libro no fuera una novela, sería un tra­tado del amor. Me parece que el autor logra un éxito evidente en su tangencial ensayo sobre el bolero y su influjo social. «El pueblo, la clase media, lo mismo que esa sociedad de los clubes –dice–, todos utilizan el bolero con el mismo propósito, como el cuerno de caza simula la queja de la hembra».

Siempre he sospechado que en el alma de López duerme un romántico que se dejó despertar, y hasta dispersar, por el barullo de su destino político. El ser irascible no se opone al ser romántico.

Las pausas otoñales

Muchas páginas de Los elegidos no son sino una búsqueda del amor y del sexo, con el pretexto de una mujer elemental y sensual, mantenida en reserva y alejada de los suntuosos salones, la Amparito Gripa­les de la película que el doctor López debe de aplaudir en sus pausas otoñales. El recuerdo del amor rosa, la mayor conquista de la juventud, no abandona nunca al hombre, ni en sus años seniles, cuando se supone, falsamente, que el amor es decadente. El amor, claro está, no es solamente sexo y también es añoranza.

El novelista, que por esencia es biógrafo de sí mismo y no puede escribir sino sobre lo que siente, suele retratarse en sus escritos. A veces se adelanta al tiempo, porque también posee poderes de adivinador. Y lo que es más curioso y más sorprendente, de adivina­dor de su propia vida. Dice Mauriac que el novelista sólo escribe una novela, por más libros que salgan de su imaginación y por más tramas que urda.

Habrá siempre en ellas el mismo personaje repetido y en todas preva­lecerá la misma tesis. Esto no es intencional sino subjetivo. Sin quererlo, el novelista no hace sino traducir su universo interior y explayar, aprovechando la ficción, sus dolencias, frustraciones y anhelos.

Las pirámides del privilegio

Con esta novela regresamos a una etapa distante de la vida colombiana. Comienza ésta cuando el novel escritor tenía unos 31 años de edad –hoy tiene 72– e irrumpía, con todo el ímpetu de su futuro prometedor y el bagaje de su refinada educación inglesa, en la política colombiana. Por aquellas calendas su padre, gran estadista y hombre del alto mundo, ejercía su segunda presidencia y le abría paso a su hijo bienamado en la política y en los dorados salones de la burguesía.

Entonces López Michelsen ya intuía su destino privilegiado y disfrutaba de los gajes de la buena suerte, y fue cuando como paradoja debió de planear Los elegidos, un documento de pro­testa social contra el círculo de los explotadores que él mismo vivía. Años más tarde, asilado en Méjico, salía la obra a la luz pública.

Ante el suceso bibliográfico del momento, Alberto Lleras Camargo calificó a López como «el más valeroso de los escritores contemporáneos», aceptando el juicio de Hernando Téllez. Y además advierte que en la Cabrera (el «Du coté de la Cabrera» proustiano) debe haber una tumba abierta para el atrevido escritor.

¿Qué pasó para que Alfonso López Michelsen no hubiera reformado en su gobierno el mundo que denunció? Quiso hacerlo. Fue cuando con su Movimiento Revolucionario Liberal se volvió disidente. Arremetió contra los poderosos y sus atropellos y ofreció grandes cambios sociales. Ya su padre, que era su brújula, los había impulsado.

El descendiente sabía, como el protagonista de su relato –el alemán B.K. perseguido por el régimen nazi y a quien los burgueses criollos de nuestro país terminaron despojando de sus bienes y de su tranquilidad–, lo que significaba el exilio y lo que dolía la persecución de los verdugos. Conocía el ambiente de intrigas y de canonjías tramado en las pirámides del privilegio. «El  verdadero gobierno del país –dice entonces– lo constituye el alto mundo». Ahí va implícito el deseo de que haya cambio de fórmulas. Este reajuste de las costumbres no lo consigue, empero, cuando ejerce el poder.

Su novela es, por lo tanto, una protesta perdida. Se desaprovechó un momento histórico para reformar el país. El mensaje del libro está vigente y continúa buscando un revolucionario capaz de hacer más iguali­taria y menos oprobiosa la suerte de los oprimidos. Los opresores siguen en el poder. El instinto de adivinación que hay en el novelista parece como si hubie­ra puesto en labios de López Michelsen esta frase pre­monitoria que pesco en la lectura de su novela: «Ahora comprendo que, a pesar de la distancia y de los años, y de que yo creía ser un explorador de mundos nuevos, no hice sino repetir entonces los mismos en errores de mi juventud».

¿El poder para qué?

En Los elegidos se perciben en López Michelsen estupendas dotes de narrador. Un magnífico fotógrafo social, sin duda. Es un libro bien escrito, que pertenece al género de las novelas intelectuales. De haber seguido de literato, hubiera competido con García Márquez, quien a la inversa e irónicamente persigue hoy el poder. Pero… ¿el poder para qué?, pregunta Darío Echandía. La tentación del poder distrajo una carrera literaria.

Creo que hoy, cuando ya es imposible retroceder, en las intimidades de López Michelsen protesta un novelista frustrado.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, No. 39, diciembre de 1988.

El Espectador, Bogotá, 28-III-1989.   

 

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