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La muerte de un árbol

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El pino frondoso situado en la zona verde de una transitada avenida de la capital, al frente de mi cuarto de estudio, se desplomó de súbito, en la soledad del comienzo del año, como gigante herido en mitad del corazón. Allí estuvo sembrado no sé cuánto tiempo. Los árboles, como las mujeres indescifrables, no se de­jan conocer los años. Por lo gene­ral alcanzan longevidades imposi­bles para el hombre, que envidian las mujeres por tratarse de años ocultos y, por lo tanto, fascinantes.

Los árboles se vuelven inmate­riales por poseer alma etérea. Miran hacia el cielo. Se nutren de aire y tierra y se solazan en las alturas. Siendo más fuertes que el ser humano, entierran a varias generaciones nuestras. Son espíri­tus alados de la naturaleza que nos acompañan con nobleza, nos vivifican y de pronto desaparecen. En ellos sólo solemos reparar cuando caen a tierra, con estrépi­to y dolor, como este pino vigoro­so que acaba de morir en plena lozanía por falta de cuidados opor­tunos.

Cuando comenzó a doblarse, dominado por su peso colosal, se iniciaba el lento proceso de su extinción, en medio de la urbe alborotada y frenética que carece de vocación ecológica. ¿Habrá alguna entidad distrital que entre tanto aparato burocrático se encargue, en forma efectiva, de cuidar los árboles?

Los parques y las zonas verdes sufren en Bogotá vergonzoso dete­rioro. Muchos de estos sitios es­tán convertidos en basureros pú­blicos y en antros del pillaje y la droga. Allí los árboles languide­cen entre desamparos y malos tratos, no se presta mantenimien­to a las vías peatonales, se des­cuida el alumbrado, se deja cre­cer la maleza y avanzar el desaseo. La ecología, por la que tanto se preocupan las naciones avanzadas del mundo, y que en nuestro medio ha tenido com gran abanderado al doctor Misael Pastrana Borrero, debe mirarse como una de las fuentes de la vida.

Nuestra capital, acosada por innúmeros problemas sociales, económicos y urbanísticos, suma a sus adversidades el veneno de la atmósfera contaminada por los gases letales. Los árboles son los pulmones con que respiran las ciudades. Fuera de ornamentales (y esta es razón de peso para cultivarlos, protegerlos y querer­los), nos transmiten vida y encan­to.

Nos dan cobijo y nos enseñan a ser rectos. Rectos como el roble. Pero nosotros los joroba­mos al no cortarles a tiempo la rama que a la postre, de tanto crecer, terminará abatiéndolos.

La ciudad, vacía de los afanes cotidianos en el comienzo del año, no frenó su tránsito endiablado cuando el pino gigante, que en días corrientes hubiera produci­do desastres, se inclinó con pesa­dez, con miedo a la caída –como rezando una oración– y luego invadió con todo su vigor y toda su corpulencia la arteria desierta. Crujió al quebrarse el alma con­tra el pavimento y allí quedó quieto durante varias horas, mu­do en su agonía. Después llega­ron unos empleados armados de hachas, cadenas y sierras eléctri­cas e iniciaron la operación tritura­dora.

Un árbol menos no se notará, pensarán los funcionarios arboricidas. Así se sacrifican en silencio, ante los ojos del escritor –desde hoy huérfano de su hercúleo compañero de la esquina– las defensas ecológicas de la ciudad monstruo. Toda la semana la calle estuvo oliendo a delicioso pino silvestre.

Por unos días cam­bió en mi pequeño territorio el olor de la gasolina por la fragan­cia del monte. Con las entrañas de los árboles también es posible fabricar, con este réquiem por la naturaleza muerta, fugaces ilu­siones.

El Espectador, Bogotá, 15-I-1993.

* * *

Misiva:

He leído su artículo de hoy sobre la muerte de un árbol. Comparto plenamente sentimientos y opiniones sobre los árboles y la importancia que para una ciudad  como Bogotá tienen, pues contribuyen a hacer más llevadera la vida de tan  contaminada urbe.

Conjuntamente con la Administración Distrital, la CAR ha venido adelantando un programa que hemos denominado BOGOTÁ REVERDECERÁ, cuya meta es plantar cien mil árboles, el cual está en pleno desarrollo. Igualmente, por iniciativa del Alcalde Mayor, está en proceso la constitución de una corporación privada para la protección de los cerros que tendrá, como una de las finalidades principales, la protección de los bosques y la revegetalización de las áreas depredadas. Vale la pena mencionar que el déficit hídrico de la región, el cual está en proceso de agravarse, tiene como una de sus principales causas la deforestación de los cerros y páramos que circundan la Sabana de Bogotá.

Al manifestarle nuestro pesar por la muerte de su querido árbol, le ofrecemos reemplazarlo, para lo cual le rogamos informarnos el sitio donde usted desea plantarlo. CAR – Eduardo Villate Bonilla, Director Ejecutivo, Bogotá, 15-I-1993.

El rito del agua

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En agosto de 1537 ardió en Suamox –hoy ciudad de Sogamoso– el Templo del Sol, centro y corazón del imperio chibcha. Estos indios, llamados también muiscas, habitaban en las altiplanicies de la cordillera Oriental (Boyacá, Cundinamarca y un extremo de Santander) y eran grandes adoradores de los astros y en especial del astro rey. Era un pueblo pacífico que se dedicaba al campo, a la alfarería y a la fabricación de gran variedad de joyas y figuras elaboradas en oro y cobre.

Una de las preocupaciones de los esposos Eliécer Silva Celis y Lilia Montaña de Silva, directores y fundadores del Museo Arqueológico de Sogamoso, es la reconstrucción del Templo del Sol, tarea gigante en la que vienen trabajando desde hace largos años. Silva Celis, exrector de la Universidad Tecnológica y Pedagógi­ca de Colombia, es antropólogo de renombre mundial, con grado en la Sorbona y títulos académicos de va­rios organismos internacionales, y autor de vasta bibliografía sobre las culturas precolombinas. Su esposa Lilia, también es­critora, ha puesto énfasis en los temas del folclor, siendo autora, entre otros, del libro Mitos, leyendas, tradiciones y folclor del lago de Tota.

Ahora se dedican a la organización de la Fiesta del Huan, la más solemne de las celebraciones de los chibchas en honor del Sol. Encuadrada dentro de los actos con que se recuerdan los 500 años del Descubrimiento de Amé­rica, la fiesta sogamoseña (que se realiza el 15 de noviembre) rinde homenaje a los valerosos antepasados que forjaron nuestra nacionalidad. Los chibchas, que a la llegada de los españoles se encontraban en pleno auge, fueron dominados con facilidad como pueblo tranquilo que era. Alejado de acciones guerreras y entregado a la depuración de sus habilidades artísticas, de él hereda­mos la vocación de ceramistas, orfe­bres y escultores.

Los chibchas profesaban, además, el culto del agua. Esto les imprimía alma poética y los ataba a la naturaleza como motivo de regocijo y creación. Sabían que el agua nace desde los mismos albores de la raza humana y que es, por consiguiente, compañera inseparable del hombre y musa bienhechora de todos sus apre­mios, sin la cual es imposible la supervivencia. Era tanta su venera­ción por ella, que la consideraban un mito, una gracia de la vida, una bendición de los dioses.

La admiración que rendían a los ríos y a los manantiales es el suceso sagrado que bien vale la pena refrescar en esta época de sequías, en pleno siglo XX, cuando el país ha dejado disminuir las fuentes primige­nias que Dios le regaló. Siendo el agua elemento purificador por exce­lencia, los chibchas la usaban como remedio lustral en la Fuente Sagrada de Conchucua, donde el sumo sacer­dote de Suamox hacía abluciones diarias.

Nuestro atraso de hoy, por más progresos tecnológicos y de todo or­den que han surgido por doquier, es de 500 años frente a la cultura de los muiscas. Mientras ellos considera­ban el agua un bien nutricio y espiri­tual, nosotros la malgastamos, la infectamos y asesinamos. ¡El agua se asesina, lo mismo que un ser humano, porque también tiene alma!

Este par de boyacenses ilustres, Eliécer Silva Celis y Lilia Montaña de Silva, en buena hora reviven, con la Fiesta del Huan, una imagen del pasado legendario para fortalecer la fe y agrandar la esperanza en estos momentos de disolución nacional.

El Espectador, Bogotá, 19-XI-1992.
Aristos Internacional, n.° 24, Torrevieja (Alicante, España), octubre de 2019,

 

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Cúcuta, modelo de arborización

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Esta vez le he encontrado a Cúcuta un nuevo atracti­vo que antes no había descubierto: el de sus árboles. En la portada del directorio telefónico aparece una ave­nida de árboles entrelazados que dibujan, en vigoroso abrazo de hermandad, un contorno maravilloso. Son árboles musculosos y tupidos que le dan sombra y poesía a la lla­mada Calle del Farol, o Calle del Túnel, uno de los sitios más atrayentes de la ciudad.

Los cucuteños, conscientes y orgullosos de este pa­trimonio de árboles que ellos han consentido a través de los tiempos, le han agregado al terruño nuevo tí­tulo fascinador: Cúcuta, Ciudad Bosque. Nada tan legi­timo como proclamarla con acento telúrico, si toda ella, desde su primera calle hasta el barrio más escondido, es­tá invadida por la floresta. Parece como si la montaña se hubiera trasladado de los alrededores para erigir, en ple­no corazón de la urbe, un monumento al árbol.

En sus parques y avenidas el aire juega con los soles caniculares. Cúcuta respira con poderosos pulmones, oxi­genados de viento fresco y esencias aromáticas. Si el ejemplo se extendiera a todo el país –¿y por qué no?– ha­ríamos de Colombia una inmensa arboleda. ¡Qué hermoso se­ría transformar la sequedad de ciertos pueblos por la frescura que dan los árboles! Ellos transmiten vida. Dan ejemplo de buena salud y reconfortan el espíritu.

Colombia, País Bosque. Ese sería el emblema perfec­to, sugerido por los cucuteños, para esta nación de tan marcada entraña campesina. Pero en lugar de proteger este tesoro nacional y transplantarlo a pueblos y ciuda­des, nos hemos empeñado en destruirlo. El atentado per­manente contra la naturaleza esteriliza las tierras y produce pobreza ecológica. Hay regiones gravemente enfermas, como la vía a Buenaventura, que agoniza por falta de defensas naturales. Los abusos en la explotación made­rera han causado grandes catástrofes a lo largo de nues­tro territorio. Este, como ironía, es uno de los más ricos del mundo en bosques, ríos y tierras feraces.

Cúcuta ha entendido lo que significa sembrar árboles. Aprendió a mantenerlos y embellecerlos. No se conforma con verlos de pie en los sitios públicos, como centine­las de la civilización, sino que los mima en las residen­cias, en los colegios, en los hospitales, en la apartada escuela del barrio. El acacio, el cují y el almendro son los amigos más fieles del cucuteño. Son seres vivos que crecen con las familias.

La Cámara de Comercio de Cúcuta, presidida por Juan Alcides Santaella y estimulada por la alcaldesa Marga­rita Silva de Uribe, viene publicando interesantes boletines dirigidos por Fernando Vega Pérez, los que destacan los actos positivos de la ciudad. En el último número se recoge una bella página: Elogio del árbol, escrita por monseñor Luis Pérez Hernández, primer obis­po de Cúcuta, muerto hace 30 años. «El árbol –dice el prelado– coopera a la formación y engrandecimiento de la patria porque da tierra buena, porque invita a pen­sar y ayuda a triunfar».

En el mismo boletín se rinde homenaje a Ramón Pérez Hernández, muerto hace 50 arios, hermano del obispo-ecólogo y gobernador que fue del departamento. Se recuerda de él un excelente escrito sobre los habitantes de tie­rra caliente o tierra fría – de donde sacan el tempera­mento–, trabajo que se titula Análisis espectral del Norte de Santander.

En Cúcuta el árbol es un personaje. Un amigo del hombre. Un socio de la civilización. Se sale de la ciudad con aire fresco y con deseos de contarle a Colombia este hallazgo de la cultura arborizada, un modelo para imitar.

El Espectador, Bogotá, 22-VI-1990.

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Inducción a la ecología

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Tullo Bayer, personaje muy conocido en el país y sobre todo en Manizales, donde fue secretario de Salud y adelantó resonantes campañas moralistas y sociales, entre ellas una contra la adulteración de la leche y otra sobre la prostitución, reside desde hace años en París. Allí se ocupa de diversas actividades intelectuales y llama la atención por la profundidad de su cultura y la novedad de las tesis que esgrime.

Como estudioso de tiempo completo, devorador de libros y gran movilizador de ideas, se desempeña lo mismo en los caminos de la ciencia y de la filosofía, que de la política (entendida ésta como el arte de mover estados, y ajeno hoy a los ajetreos partidistas de Colombia) y de las innovaciones tecnológicas de la época.

Tiene derecho a diez consultas anuales con la Enciclopedia Británica, de las que hace riguroso uso. Adelanta ahora una interesante investigación sobre el cocuyo, y principalmente sobre los pormenores de la reproducción de este insecto, que no se conocen muy en detalle, sobre todo en lo que hace relación con la «luz fría» que emiten en morse, como un vocabulario de atracción sexual.

A Tulio Bayer le interesa, por encima de todo, la causa del hombre. Y lo preocupa la suerte de la humanidad, o la destrucción paulatina del planeta, amenazado hoy por el atentado contra las especies animales y el deterioro  gradual y casi inadvertido de las defensas orgánicas de la tierra. Como una muestra de esas inquietudes, copio para interés público algunas de las  manifestaciones de su última carta:

“Recibo muchísimas cartas de Colombia, cada día con mayor frecuencia. Por la que te acompaño quiero que te informes que la ecología la quieren dejar como materia del bachillerato, sin mayor difusión, y como algo oficial. Todo esto sirve, pero no es el ecologismo, la ecología política. No hay en Colombia conciencia ecológica.

«No hay sociedades de consumidores, esto es, gente organizada para controlar los productos que nos venden, publicando una revista en la que aparezca la calidad de los mismos probada en un laboratorio, la relación del producto con su peso, con su precio. Y la exactitud o la inexactitud de lo que dicen los fabricantes. Primer paso: crear una sociedad de consumidores en cada ciudad, en cada departamento, y hacer de modo que los consumidores (todo el mundo es consumidor) controlen lo que nos quieren meter a la fuerza, a base de propaganda casi siempre mentirosa.

«Y segundo paso: crear sociedades de amigos de la Tierra que defiendan los ríos, el agua, el aire, el paisaje, que también es de todos nosotros. Ningún gobierno lo ha hecho, no lo harán los políticos. Sólo el pueblo mismo podrá, como ya lo está haciendo en California (USA), en Alemania, aquí en Francia, en todo el mundo civilizado, controlar los asaltos de los industriales amangualados siempre con los políticos, sean cuales fueren.

«La ecología, el ecologismo, puede ser la ideología del 80% de los colombianos que no votan. Y yo diría que puede llegar a ser la verdadera fuerza política que nos salve, si hemos de salvarnos».

Tullo Bayer es, ante todo, científico y filósofo. Hombre que piensa. Hay que buscar sus ideas, enfrentarse incluso a ellas, de ser preciso, y desterrar la mentira de que se trata de un «locato». Para combatir a los hombres, primero hay que leerlos.

La Patria, Manizales, 7-VI-1982.

 

 

 

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El drama ecológico

lunes, 10 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La humanidad está tomando conciencia de la necesidad de fortalecer las reservas naturales para que el hombre no se consuma entre las impurezas del medio ambiente. Esto del «medio ambiente» es concepto bastante general que sitúa al hombre frente a la naturaleza que lo circunda. Pero si lo definimos mejor, sería el mundo que entra por los ojos, la boca y los pulmones, este  mundo que respiramos a todo momento y que nos permite subsistir, aunque también nos está acor­tando la existencia con la contaminación de la atmósfera.

Las ciudades, sobre todo, propensas a las combustiones de las fábricas y al albergue de toda clase de suciedades, atentan contra la vida humana. El humo que expiden los vehículos es elemento nocivo para la salud. Las basuras, plagadas de infecciones y microbios, crean focos de enfermedades. Se dice que las ciudades necesitan respirar, y esto no es otra cosa que permitir a sus habitantes expeler las corrupciones del aire. Cuando existen precauciones, se cuidan los parques y se siembran árboles en las avenidas y en los lugares más concurridos, para recuperar el oxígeno que nos roba la contaminación.

El hombre, siempre destructor, arrasa los bosques y esteriliza la tierra. No se preocupa por devolver a la naturaleza lo que esta le da en bienes. Las quemas, las talas de árboles, la devastación de las aguas son crí­menes que ojalá, como se anuncia, ingresen a la legis­lación penal. Con campos arrasados, el hombre pierde defensas. Si el aire que respiramos no es nutritivo, moriremos.

La ecología es ciencia moderna que busca pro­teger los recursos naturales para que la vida no se extinga. La tierra debe ser feraz para que alimente al hom­bre. Pero este pretende volverla enemiga. El mundo mira con inquietud el  deterioro gradual de la tierra y comienza a darse cuenta de que la ciudad, un medio hostil, nos está exterminando con sus venenos. La ecología es, además, una causa política. Es una cru­zada que quiere salvar al hombre.

En Francia existe la Sociedad de Amigos de la Tierra, que lucha contra la contaminación del Sena y la implantación de centros nucleares.

En declaraciones del doctor Pastrana Borrero, uno de los más decididos defensores de la ecología, se queja de que los bosques en Colombia solo tienen vi­da para 10 o 14 años, ya que el proceso de reforesta­ción es muy lento. Agrega que necesitamos unas ochenta mil hectáreas reforestadas, y solo lo estamos hacien­do con cinco mil. A ese paso, Colombia, que era nación rica en madera, tendrá que importarla en pocos años si no reacciona a tiempo. Grave acusación que debe ser tema de meditación para todas las re­giones. En este terreno no caben improvisaciones. Por lo tanto, cualquier descuido puede considerarse grave.

La Patria, Manizales, 30-VIII-1980.

 

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