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Archivo para la categoría ‘Defensa de los animales’

Crueldad con los caballos

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo que ha sucedido en Bogotá, y que da lugar a la presente crónica, puede ocurrir en cualquier lugar del mundo. La capital de Colombia, una de las ciudades más hermosas de América, sobrepasa hoy los seis millones de habitantes y registra un crecimiento, tanto en población como en progreso urbanístico, que torna difícil el manejo de los palpitantes problemas que causa el gigantismo arrollador. Por eso, no se ha podido poner remedio, desde hace mucho tiempo, a la proliferación de los mataderos clandestinos, en los que se sacrifican caballos, burros e incluso bovinos que no cumplen con los requisitos de control veterinario.

Carne de caballo

Debe saberse que en Colombia no estaba permitida la carne de caballo para el consumo humano, y sólo hace poco se expidió la correspondiente autorización; pero como la construcción de mataderos particulares exige fuerte inversión económica para obedecer las normas sanitarias y técnicas, los empresarios de la clandestinidad prefirieron continuar con su oscura actividad, que les reporta copiosas ganancias.

Concurren aquí varias fallas sobresalientes: a) los animales (y sobre todo los caballos, las mayores víctimas del tráfico ilegal) son sometidos a intensas torturas desde que se transportan hasta que mueren; b) se presenta serio peligro para la salud de los consumidores, ya que las autoridades no logran controlar el sacrificio de reses con graves enfermedades transmisibles al hombre; c) a esto se agrega el hecho de que en Colombia no existe raza equina apta para el sacrificio.

Desde diferentes sitios del país, todos los días entran a Bogotá camiones cargados de caballos que con la ley del soborno pasan sin dificultad por todos los retenes. Son en su mayoría animales viejos y agotados que han tenido que soportar largas travesías bajo los rigores del hambre y la sed, en medio de tremenda opresión dentro de los vehículos. Muchos llegan muertos, lo que no se convierte en obstáculo para vender la carne en descompo­sición. Otros se reciben moribun­dos. Los demás son sacrificados en forma bárbara, a machetazo limpio, a manos de fieras humanas que no nacieron para entender el dolor aje­no y que, conforme hoy matan ani­males, mañana podrían asesinar hombres a sangre fría.

Un cuadro vergonzoso

Hace poco fueron decomisados por la policía, en importante sector de la capital, unos camiones que ha­bían burlado las reglas de control establecidas. A pesar de saberse en los retenes que el destino del trans­porte eran los mataderos clandestinos, nada se hizo, ya que las ge­nerosas dádivas adormecían las conciencias. El cuadro en el interior de los vehículos era impresionante: burros y caballos unos encima de otros, casi asfixiados, y además cin­co animales muertos y diez más en estado agónico.

En un matadero de Bosa (población vecina de Bogotá, que constituye con otros municipios el área metropolitana de la capital) son destazadas las reses en las peo­res condiciones de higiene y luego tirada la carne al suelo, donde vís­ceras, cabezas, patas y sangre pro­ducen un olor nauseabundo que se esparce por los alrededores como ver­dadera amenaza pública. Sin em­bargo, el dueño del establecimien­to, que ha ido muchas veces a la cár­cel y cuyo negocio ha sido cerrado 14 veces, ha vuelto siempre a las an­dadas, en más de 20 años que lleva ejerciendo su oficio sucio, porque con dinero mantiene amordazada la ley. Las autoridades manifiestan que esta vez el negocio ha sido ce­rrado en forma definitiva, y ojalá así fuera.

Con todo, como en Bogotá y sus alrededores funcionan 20 matade­ros ilegales, donde se sacrifican hasta perros, y que como en el caso del situado en Bosa se abren y se reabren gracias al poder del dinero corruptor, la gente duda de la palabra oficial. Los vecinos del ma­tadero citado (donde se mataban entre 60 y 100 caballos diarios) co­nocían de sobra los perjuicios reci­bidos, pero guardaban silencio, pri­mero por temor y luego porque el matarife les vendía barata la carne. La carne mala, como se ve. Los des­perdicios se destinaban —y por lo visto puede pensarse que continúan destinándose— para la fabricación de salchichones y embutidos; comida que va a dar a expendios populares y que se convierte en veneno para la salud del pueblo.

Antesala del infierno

Fuera de lo que representa la falta de control sanitario, es preciso condenar la brutalidad que se ejercita sobre los parias de esta historia. Venidos éstos desde lejanos confines, pasan hasta cuatro días encerrados en el camión, sin aire, sin comida y sin agua, y por lógica llegan desnutridos, algunos ciegos, otros con serias laceraciones. Nadie se conduele de su suerte (suerte de perro, iba a decir, pero también es de caballo, de asno, de cerdo, de ¡pobre animal!…) Los bajan del camión mediante una argolla o nariguera, que les produce enorme sangría; y al caer al suelo, sin que se les dispense el menor cuidado en la bajada, la mayoría se fracturan. El camión es un centro de tortura; y el sitio del sacrificio, la antesala del infierno.

Duele que esto suceda en Bogotá, bella ciudad en creciente esplendor, cuna de nobles tradiciones. La Asociación Defensor de Animales y del Ambiente (ADA), de  Bogotá, denunció el caso con valor y con la decidida solidaridad que practica hacia los animales. La prensa escuchó el clamor y penetró en las tinieblas de la explotación. Las autoridades actuaron con energía, se lavaron las manos. Y todo  volvió a quedar en silencio. Es el silencio de los animales, que no tienen palabras para defenderse y expresar su dolor.

Este capítulo no se considera clausurado. La historia de los mataderos clandestinos puede repetirse en Bogotá, y de hecho sucede –bajo diferentes estilos de crueldad– en cualquier confín del universo. En estos episodios sale a flote la ferocidad del hombre cuando sólo se guía por la voracidad del dinero y olvida elementales normas de comportamiento social y sensibilidad humana.

Revista ADDA Defiende los Animales, Barcelona (España), marzo de 1992

Mataderos clandestinos

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Esto de los mataderos clan­destinos no es nuevo en Bogotá. Uno de ellos exis­te desde hace veinticuatro años y ha sido cerrado catorce veces por las autoridades. Y a los pocos días entra de nuevo en actividad, a los ojos de la propia policía. El Gato, su dueño, ha ido varias veces a la cárcel y luego sale de ella, orondo, a seguir burlándose de la justicia.

En Bosa nadie ignora que el matadero está situado en la ve­reda San Bernardino. Todos co­nocen al dueño. Una viejita del sector explica así la libertad de que éste goza: «es bastante ma­nilargo en las propinas para los policías». Si todo el mundo ve las maniobras de este empresa­rio de la ilegalidad, ¿por qué no hay castigo de la justicia? Por lo que cuenta la viejita.

En Bogotá y en las poblacio­nes vecinas hay veinte matade­ros clandestinos. Es más: se sabe el sitio exacto donde fun­cionan. Algunos policías llevan de allí para el consumo casero, desde luego obsequiada, la car­ne de caballo o de burro o de mula, e incluso de bovinos, car­nes que no cumplen con los requisitos de control veterina­rio.

El problema del país es ese: la tolerancia, la impunidad, la ley del silencio. Las propinas de que habla la viejita, o sea, el soborno, el billete generoso, la compra de la justi­cia, permiten que los gatos se escabullan y los delincuentes se multipliquen. Nos están metien­do gato por liebre.

Todos los días entran a Bogo­tá, por todos los retenes, camio­nes cargados de caballos para su sacrificio, a cuchillo limpio, es decir, con salvajismo y sin ningún control sanitario. Algunos ani­males llegan muertos, y su car­ne también se vende. Se matan animales con graves enfermeda­des transmisibles al hombre.

Esta carne, que se ofrece barata, tiene principal salida en los ba­rrios pobres. En los pisos mu­grientos de los mataderos se depositan, en tremenda mesco­lanza, vísceras, patas y toda clase de desperdicios, que los compran firmas clandesti­nas para la fabricación de sal­chichones y embutidos. Todo un engranaje, en fin, que está enve­nenando al pueblo.

La sola relación de estos hechos produce náuseas, lo cual no debería convertirse en material para Salpicón, espacio que sugiere buena sazón. Pero la verdad no puede ocultarse. Las dudas son obvias: ¿Qué hace el Ministerio de Salud Pública, que desde tiempo atrás conoce estas pestilencias, para proteger la salud del pueblo? ¿Qué hacen las autoridades sanitarias de la capital? ¿Se han vuelto ciegos y sordos los alcaldes de Bosa, Fontibón, Soacha, Silvania, Sibaté, La Calera, Sopó y los otros municipios?

Se autorizó hace poco el sa­crificio de caballos para el con­sumo humano. Lo cual es un contrasentido, ya que en Co­lombia no existe una raza equi­na apta para el sacrificio. Tam­poco hay ningún matadero legalmente autorizado. Como su construcción, con todas las de la ley, valdría alrededor de cien millones de pesos, es mejor se­guir con los mataderos ilegales, donde se matan a bajo costo caballos viejos, enfermos, cadavéricos.

*

Debido a la intervención de la prensa, a raíz de la denuncia hecha por la Asociación Defensora de Animales (ADA), fue cerrado el matadero de Bosa. El Gato quedó al descubierto, una vez más. La viejita soltó sus verdades. Todo, en apariencia, ha sido controlado. Esta columna se aplazó un buen tiempo, adrede, a fin de que alguien se cerciore hoy si  existe quietud (diurna y nocturna) en San Bernardino…

El Espectador, Bogotá, 31-X-1991.

 

Asociación Defensora de Animales

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde hace 27 años funcio­na en Bogotá —hoy bajo la presidencia de la señora Cecilia Delgado— la Asociación De­fensora de Animales y del Ambiente (ADA), entidad de carácter humanitario que combate la crueldad contra los animales y protege la natura­leza. Este organismo silencioso cumple extraordinaria labor social, ignorada por el común de la gente. Más aún: la ignora el propio Gobierno. Sin contar con auxilios oficiales, es colosal la labor que la entidad debe desplegar para conseguir los recursos económicos que le permitan subsistir.

Se sostiene, siempre en dé­ficit, con las entradas prove­nientes de los servicios que presta —a costo mínimo— por atención profesional a los animales y por suministro de drogas. Como no hay ánimo de lucro —y si lo hubiera estaría desdibujada la misión—, los directivos cumplen verda­dero apostolado en beneficio, primero que todo, de los ani­males y del medio ambiente; y luego de toda la comunidad, a la que sirven a través de la clínica, la droguería y los médicos veterinarios localizados en la carrera 19 con calle 30.

Algunas entidades y perso­nas se acuerdan, de vez en cuando, de apoyar esta obra benéfica. Hace un par de años el doctor Hernán Cifuentes, presidente de Aprovet, aportó una remesa de droga veteri­naria, con lo que se obtuvo una ayuda significativa. También se recibieron un computador para tecnificar los sistemas administrativos, una nevera para conservar los alimentos de los animales, y otros objetos útiles. Me co­mentaba la presidenta de la Asociación que el propósito es comprar sede propia en sitio mejor ubicado. ¿Y de dónde saldrá el dinero? Doña Cecilia Delgado, que es mujer de ar­mas tomar, gestiona con el gremio de los pintores la do­nación de algunas obras de arte para organizar con ellas una subasta pública. Varios artistas ya han respondido en forma positiva.

Una de las tareas perma­nentes de ADA es la de recoger y auxiliar a los perros despro­tegidos en las calles capitali­nas. Existe este dato asom­broso: en Bogotá hay 600.000 perros errantes y sin hogar. El año pasado fueron atendidos —llevados por el público o transportados por la ambu­lancia de la entidad— cerca de 15.000 animales, a los que se dispensaron servicios de con­sulta, control, vacunación, operaciones quirúrgicas y al­bergue en la entidad.

La principal preocupación de ADA es la de aminorar el dolor de los animales, causado entre otros factores por el hambre, la fatiga, las enfermedades, el maltrato, la explotación o el abandono. Por eso, al saberse allí que un animal ha sufrido un accidente o es torturado en la vía pública, es trasladado al centro de atención, donde re­cibe mejor trato —porque es trato humano— que el afiliado del Seguro Social.

*

La Asociación adelanta in­tensas campañas para hu­manizar la relación del hombre con los nobles brutos, e inter­viene ante las autoridades para la expedición de normas que dignifiquen la vida animal. Así se eleva la moral del  comportamiento humano. El hombre, que es cruel por na­turaleza, debe aprender a respetar la vida y el dolor ajenos.

Este es postulado básico de ADA. Producto de la dura lucha de este organismo silencioso es la ley 84 de 1989 que adoptó el Estatuto Na­cional de Protección de los Animales. Es importante que se conozcan estas realizaciones tan positivas para el bienestar social. Y sobre todo que se brinde a la entidad citada —la única de su género que existe en Bogotá— el apoyo que ne­cesita. Ojalá la Alcaldía escu­che este mensaje.

El Espectador, Bogotá, 2-X-1991

 

Cuando los animales lloran

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se dice que Colombia es el infierno de los animales. Sobre ellos se ejecutan las mayores crueldades, y toda­vía hay gente que se pregunta de dónde nace la violencia. Mientras los animales lloran de dolor, el hombre ríe de placer. Muy pocos sienten el dolor de los animales. Y lo avivan.

Es costumbre ancestral, de difícil extirpación. Las corridas de toros, que nos llegaron de España como acto cultural, son el mayor espectáculo de barbarie del mundo. Los toros, antes de salir a la lidia, han pa­sado por un sinnúmero de sufrimientos, como el de recibir una aguja de tejer en los órganos genitales, o vaselina en los ojos para nublarles la visión, o unturas en di­versas partes del cuerpo para producirles escozor.

Y en la faena de la plaza pública, que enardece mul­titudes, el noble bruto, sofocado y herido, es sometido a la muerte lenta y bárbara. El acto supremo de la fies­ta, donde la muchedumbre expresa su mayor sadismo, es el hundimiento de la espada, de un metro de largo, en los pulmones ya averiados por la asfixia, hasta que el ani­mal muere ahogado en su propia sangre.

En las fiestas de San Pedro, que se repiten cada vez con superior vehemencia, miles de gallos mueren decapi­tados por competidores ebrios que demuestran su «hombría» cortando pescuezos, en una especie de rito cavernícola, al pasar ante la cuerda que se afloja y se estira para incitar más el brinco salvaje.

Se mata por placer. Matar se ha convertido en un de­porte. En la pesca y en la caza los animales quedan mal­heridos, infectados y angustiados. Se goza viéndolos contorsionarse, sin importar que los hijos van también a morir de tristeza y abandono. Trasladado este instinto a los campos de la violencia entre hombres, no es diferente la situación cuando se asesina a seres humanos y se de­jan huérfanos y viudas, padres y hermanos, agobiados por el terror y el sufrimiento.

Alguien me contaba en estos días el caso de un hacen­dado que había construido un horno en su finca y, para inaugurarlo, había invitado a buen número de amigos. Como el horno estaba sin probar en su sistema de desfogue, no tuvo inconveniente en meter vivo a un gozque que por allí rondaba, hasta que el pobre plebeyo, cocido en la brasa viva ante los ojos de la concurrencia, demostró que el aparato servía.

Los pajaritos de los campos son perseguidos por los muchachos traviesos –asesinos en potencia– que disfrutan de regocijadas sensaciones al bajarlos de los árboles a punta de pedradas o escopetazos. Esos muchachos, armados de caucheras y municiones, serán los antisociales del ma­ñana, y de allí a engrosar las guerrillas, que matan hombres de verdad, hay poca distancia.

A los animales de carga se les tortura clavándoles es­puelas y propinándoles latigazos y otros maltratos como estímulos para la locomoción. A los bueyes se les insertan argollas en la nariz para jalarlos. A los perros calleje­ros se les traslada al coso y allí mueren de inanición. En el matadero –como leo en una hoja del Club de Amigos de los Animales, de Medellín– se aplican procedimientos bru­tales como el de lanzar cerdos sin morir a tanques con agua hirviendo.

Los animales lloran. Y el hombre ríe. Estas oscuras tendencias del género humano han erigido el gran monu­mento a la crueldad. Las lágrimas de los animales no se ven. El hombre no quiere verlas. Pero son reales. Eduardo Arias Suárez vio llorar, en cuento estelar, a una vaca: La vaca sarda. Allí asegura: «Todos la vimos, y por eso lo escribo. Todos nosotros vimos que cuando la vaca lamía aquella piel, iba vertiendo gruesas lágrimas de sus ojazos espirituales».

El Espectador, Bogotá, 11-I-1990.
Revista Manizales, septiembre de 1991.
Vivir con Salud, revista decana del naturismo español, Madrid, marzo de 1991.
Revista Aristos Internacional, n.° 23, Torrevieja (Alicante España), sept/2019.

* * *

Comentarios:

Es mi propósito hacer llegar mi felicitación al columnista destacado de ese diario, Gustavo Páez Escobar, por su conmovedor artículo titulado Cuando los animales lloran, en donde queda a la luz pública toda la crueldad que antecede a la final orgía de sangre en el espectáculo de las plazas de toros (plazas que debiéramos convertir en gimnasios o canchas para prácticas de deportes). Luis Alfonso Saavedra F., Barranquilla.

Es triste ver a un país sumergido en la violencia, añorando paz y haciendo campañas para conseguirla, cuando vamos a las plazas de toros a ver correr sangre. No sabía ni imaginaba lo que se hace a un toro antes de salir al ruedo. Es inhumano. Los animales sienten y lloran como nosotros. En un animal tenemos siempre un amigo para toda la vida. Marta Cecilia Pacheco Blanco, Bucaramanga.

Queremos felicitarlos por la entereza y el valor demostrado por su periódico al publicar el artículo Cuando los animales llorann, de Gustavo Páez Esco­bar. Ojalá sigan publicándose con frecuencia notas sobre ese tema tan importante, como medio eficaz para despertar la conciencia espiritual de nuestro pueblo y para estimular a todos los que quieren trabajar en ese sentido, pero son víctimas del silencio. Antonio Martínez Segura, Walter Ballesteros, Julia Ballesteros de Martínez, Bogotá.

Cuando los animales lloran, de Gustavo Páez Escobar, es un auténtico Salpicón de amor. Exploté de regocijo al reconocer que to­davía hay columnistas que dejan de vez en cuando la temática aburrida de la política para deslizar su pluma por aspectos urgentes como el de los derechos animales. Ese listado de afrentas contra los irracionales es así mismo un grito desgarrador que clama al cielo y a los hombres por que cese ya la barbarie que continúa diezmando con todo lo bueno que puso Dios en la naturaleza para sustento de todas sus criaturas. De la violencia contra los animales a la violencia contra los propios humanos hay sólo un paso. No debemos olvidar que al igual que nosotros, los  animales no sólo nacen, crecen, se reproducen y mueren, sino que son capaces de amar algunas veces con un amor y fidelidad más puros de como pueden hacerlo muchos orgullosos humanos. Que los mayores sigan matando y violentando animales, pero a los niños –¡por favor!– salvémoslos de tan nefasto ejemplo. Leonor Galvis de Auzas, Bogotá.

¡Qué bien puesta tu pluma sobre un tema casi nunca tratado y más bien evadido o evitado por te­mor, o por vergüenza, si es que otros periodistas que no sean tú están conscientes de la verdad sobre la crueldad y la violencia en Colombia! Casualmente hoy recibí un casete de Jorge Roos en donde se refiere a ese ar­tículo tuyo con el mismo sentimiento que produjo en mí. Realmente te mereces un gran abrazo de felicitación por el magnífico trabajo, el cual, multiplicado en cientos de copias, va a ir a todos los países donde tenemos correspondencia. Asi­mismo y con una recomendación se lo enviaré a Animal Agenda para que se traduzca y se publique. Gloria Chávez Vásquez, escritora colombiana residente en Nueva York.

Al leer recientemente el artículo dedicado a los animales recordé que hace mucho tiempo me comentaste tu rechazo a las corridas de toros. Sí, ciertamente los animales sufren permanente maltrato del hombre, tanto que ha llegado a decirse que el animal más cruel y peligroso es el hombre. César Hoyos Salazar, Bogotá.

Su artículo me transmitió toda su congoja de hombre sano y toda su indignación de hombre entero. Si esa verdad es sobrecogedora, y lo es, no menos terri­ble es tener que contarla como usted lo ha hecho. Quiero creer que con estas palabras le confirmo que estoy a su lado, apretando los dientes yo también, con tremenda ra­bia, con inmenso desprecio por una bazofia criminal y cobarde que pretende ser vista como cultura.

He dispersado por lo menos veinte copias de su artículo ya que en esta caricatura de democracia no hay un solo periódico o revista que asumiría la responsabilidad de exhibir el hispanismo de rufianes que usted expone con tan espléndida vehemencia. Recibí hace unos días unas líneas de una amiga de Barcelona que, emocionada con su vigorosa acusación, está tratando de hacer reproducir el artículo en Cataluña. Jorge Roos, Madrid (España).

La Asociación Defensora de Animales y del Ambiente (ADA) desea expresarle sus más pro­fundos agradecimientos por su magnífico escrito Cuando los animales lloran. Para nosotros es de suma importancia que un periodista como usted tenga esa sensibilidad y respeto por el dolor y sufrimiento de los animales. En Colombia se ha perdido toda la capacidad de apreciar la vida en todas sus manifestaciones; los animales, los últimos en esta escala, se convierten en blanco de toda clase de maltratos, y lo que es peor, como anota usted, se mata animales por deporte o diversión.  Se cree equivocadamente que si en Colombia la violencia ha lle­gado a extremos en seres hu­manos, denunciar e insistir en el tema de la violencia hacia los animales está fuera de discu­sión. Sofisma de distracción. De esta violencia también hay que hablar, y mucho. Cecilia Delgado, presidenta de ADA, Bogotá.

Queremos felicitarlo por la amena e inteligente forma como ha manejado el tema en sus escritos. Nos complacería muchísimo leer su comentario acerca de la vivisección, que aunque fue prohibida expresamente por el nuevo estatuto de protección animal, todavía es mirada por algunos profesores como un mal necesario. Estamos seguros de que usted demostrará una vez más la sana sensibilidad que posee, y que ojalá todos los periodistas y educadores tuviesen, para poder pensar que si sembramos ahora a través de la información y educación, podríamos más rápido obtener una cosecha generacional muy diferente a la violencia que tenemos ahora. Orlando Beltrán Quesada, Bucaramanga.

El abogado Roberto Cárdenas Ulloa, de Bogotá, utilizó este artículo como texto de sus tarjetas de Navidad de 1991.

 

El mono degenerado

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Jorge Roos mira al siglo XXI. Es un destacado huma­nista uruguayo residente en España desde 1955 –y que trabajó en una emisora bogotana en los difíciles años que siguieron al 9 de abril–, autor de decididas campa­ñas sobre la causa de los animales. Sus escritos, de hondo sentido cultural y filosófico, se abren campo en los países latinoamericanos. En Europa se difunden con creciente interés. Acaba de salir en España, publicado por Progensa (Madrid), una reedición de su Mono dege­nerado, donde sustenta, junto con otros dos libros an­teriores que recoge en el mismo volumen, su tesis sobre la degradación de la vida en postrimerías del siglo ac­tual.

Roos, situado frente a la neurosis colectiva que se ha apoderado del planeta, cataloga la ferocidad del in­dividuo como uno de los factores más determinantes del terrorismo universal. Si la raza humana proviene del mono –y todos nuestros actos son por consiguiente si­miescos–, nunca como ahora ese mono se ha degenerado. Pero es preciso redimirlo y hacerlo sociable.

Los escritos de Roos mueven las fibras más sensibles del espíritu y buscan suprimir todo tipo de violencia. Sus tesis causan impacto y abanderan movimientos por los derechos de los animales, los seres más vilipendia­dos en esta ola de vandalismo. En Nueva York funciona la Asociación Latinoamericana en Defensa del Animal, que preside Gladys Pérez y cuenta con la estrecha colabora­ción de la periodista y escritora colombiana Gloria Chávez Vásquez.

La campaña combate los tratamientos inhumanos de que son víctimas los nobles brutos, sobre todo en los países que se dicen civilizados. Las corridas de toros, uno de los espectáculos de mayor incitación de masas y productoras de fuertes divisas, son manifesta­ciones de barbarie que se ofrecen al público con el falso rótulo de actos culturales. Primero se consagra el rey de la fiesta y después se le asesina con sevi­cia. Y antes se le ha sometido a toda clase de vejáme­nes, como untarle vaselina en los ojos, colocarle ta­cos de algodón en narices y garganta, y agujas dentro de los testículos, para que se enfurezca y rinda más.

En España, sede de las Olimpiadas de 1992, se ofrecerá el mayor circo de san­gre con las monumentales corridas que desde ahora se preparan para celebrar los 500 años del Descubrimiento de América. ¡Qué horror!

Cuenta Roos que todavía hay lugares donde se pinchan con alfileres los ojos de los canarios para que, al quedar ciegos, canten mejor. En los laboratorios se somete a los animales a transplantes, amputa­ciones, cirugías cerebrales, sondeos monstruosos e in­númeras torturas, hechos que se repiten una y mil ve­ces, mecánicamente, sin ningún asomo de piedad. Es un fraude científico criminal que no aporta nin­gún avance a la medicina pero que se sigue practicando con saciedad maniática.

¿Y qué decir de los gallos que se colocan vivos en una cuerda floja para que el público los degüelle en las fiestas de San Pedro; o de las focas a las que se arranca la piel antes de morir para que ésta no se es­tropee y dañe el negocio; o de los caballos que entre sofocos, hambre, sed e insoportable esclavitud deben arrastrar, con los huesos al aire y la miseria galopan­te, el carruaje del suplicio?

*

El hombre capaz de estos salvajismos no puede ser decente. Por eso, el mundo es violento. La guerra es con­secuencia de la deshumanización del individuo. El hom­bre contemporáneo es un monstruo. Un mono degenerado.

“El verdadero equilibrio –dice Jorge Roos– sólo puede comenzar a tener vigencia cuando se logre eliminar la crueldad, que es la que produce su opuesto, el desequilibrio”.

El Espectador, 7-I-1989.

* * *

Misiva:

Le agradezco de todo corazón la generosidad de sus palabras y su clara identificación con esos conceptos. Noble gesto el suyo y lo aprecio de verdad. Hacen falta vitalmente, no particularmente, estas sino todas las ideas y definiciones correctas, destiladas gota a gota, que logren inspirar una nueva conducta a la sociedad humana en general. Jorge Ross, Madrid (España), 28-I-1989.