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Ciencia y humor de un penalista

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El penalista quindiano Horacio Gómez Aristizábal, hoy en la cumbre dorada de sus 73 años de vida, ha coronado otra cumbre admirable: la de sus bodas de oro profesionales. Desde muy joven comenzó a ejercer el Derecho. Y lo hizo con el mérito de haber sido el primer estudiante graduado en clases nocturnas de la Universidad La Gran Colombia. Él mismo se aplica uno de sus propios axiomas: “Si uno no se mete con los abogados, los abogados se meten con uno”. El principal laurel con que celebra esta efemérides son las 500 defensas que ha adelantado, la mayoría de ellas exitosas. También está su desempeño en el campo de las letras, con numerosos libros, ensayos y artículos elaborados a lo largo del tiempo. Y su actuación en diversas academias, tanto de Colombia como del exterior.

Desde muy joven, Gómez Aristizábal sintió fuerte atracción por la figura de Gaitán. Cuando escuchó su primer discurso y lo vio de cerca en la plaza de Armenia, quedó deslumbrado. Desde entonces, su máxima aspiración fue seguirlo en el campo de la ciencia penal y practicar sus disciplinas. Con el tiempo escribiría el libro Jorge Eliécer Gaitán y las conquistas sociales en Colombia, obra reeditada en 1998 con prólogo de Agustín Rodríguez Garavito.

El apellido Gómez tiene procedencia vasca y significa “tesón”. Esa ha sido la virtud más acentuada de Gómez Aristizábal como  luchador de la vida y de la causa penal. Su inclinación por el Derecho se revela desde los ocho años, cuando su padre lo envió a Santuario (Antioquia), donde residía su abuelo, de profesión abogado, y donde cursó parte de los estudios primarios. Allí se le despertó la fiebre por la abogacía. A los 14 años se escapó de su casa en Armenia y fue a dar a Bogotá pegado de un camión. Era la oveja descarriada de la familia. En la capital del país se empleó durante el día como artesano en una fábrica de billeteras, y por la noche estudiaba en La Gran Colombia, hasta validar su bachillerato. Bien sabía que para seguir los pasos de Gaitán tenía que estudiar.

No era fácil, por supuesto, que un provinciano triunfara en la capital, pero su porfía, dedicación a los textos y espíritu de superación le abrieron las puertas del éxito. Pasados los años, se destacaría como brillante penalista. Y se convertiría en filósofo del Derecho, con sus aforismos magistrales, su vocación de humanista y sus enfoques críticos sobre los problemas nacionales y la conducta ética de los abogados.

Es proverbial su fina y desbordante vena humorística. Sobre esta materia ha escrito varios libros llenos de gracia y talento, donde campean la sutil ironía y el chispazo genial. Goza recordando algunos episodios pintorescos e incisivos, salidos de sus actuaciones profesionales, como el que se refiere al colega que afirmaba que “mientras Horacio Gómez defendía por dinero, él defendía por honor”, ante lo cual Horacio respondió: “cada cual defiende por lo que le hace falta”. En una de sus defensas manifestó: “Usted, señor acusador, es más lo que tiene que exponer que lo que tiene que mostrar”, ante lo cual el interlocutor le exigió respeto y le pidió que retirara sus palabras. Y Horacio replicó: “El respeto no se exige, se inspira, y en cuanto a que retire las palabras, con mucho gusto las retiro, pero mantengo el concepto”.

Su rasgo más sobresaliente es el de la autenticidad y la sencillez. Posee el don de la comunicación y se dispensa a todos con simpatía y deseo de servir. Su mayor santuario es el hogar. De su vida está desterrada la pereza, y arremete contra toda clase de vicios. Se levanta muy temprano y hace ejercicio diario. En las audiencias públicas se transforma: pasa del tono coloquial que todos le conocemos, al ademán del tribuno. Bromista y efusivo en los salones sociales, recorre los grupos de amigos con un vaso de whisky en la mano, que nunca consume, porque le basta aspirar el buqué para seguir conversando. Luego se pierde de la reunión, para preparar la defensa del día siguiente.

El Espectador, Bogotá, 1 de julio de 2004.

Memoria de un gran boyacense

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace un siglo, el 26 de julio de 1903, nacía en Tunja Eduardo Torres Quintero. Y hace treinta años, el 10 de mayo de 1973, ocurría su muerte en la misma ciudad. Se trata de uno de los prosistas más grandes que ha tenido Boyacá, y el abanderado por excelencia de las humanidades, la cultura y las tradiciones de la región. Marcó toda una época como literato, educador, crítico, poeta, orador, académico y estilista de vuelo magistral. Difícil encontrar en el departamento una persona, como él, de tan acendrada vocación por el arte y la belleza, con un magisterio insigne en todo lo que fuera inquietud intelectual, y dueño de vasta y exquisita sabiduría, de carácter excepcional y de maravilloso don de gentes.

Cuando dirigió la Contraloría General de Boyacá, en los años 50 del siglo pasado, su sentido de la moral se manifestó en férreas y eficaces acciones que pusieron en la picota a los funcionarios corruptos y crearon un clima de resonante depuración de la vida pública. Ese sello de la honestidad y el decoro, que era distintivo sobresaliente de su cuna ilustre, se reflejaba en todos los actos de su vida. Si su ejemplo se aplicara en los días actuales, qué distinto sería el país.

El Concejo de Tunja dispuso en 1976, como homenaje a su memoria, la publicación de sus mejores páginas, acto que se cumplió con la edición del libro Escritos selectos, bajo la asesoría de su hermano Rafael, que ocupaba la dirección del Instituto Caro y Cuervo. Otras de sus obras son Lira joven, Boyacá a Julio Flórez, Fantasía del soñador y la dama, Cantar del Mío Cid, y numerosos discursos, artículos, traducciones y ensayos. Muchos de estos trabajos fueron recogidos en las revistas Boyacá, Cauce y Cultura, que él dirigió, en diferentes etapas, con singular brillo.

Sus escritos resplandecen como dechados de estética, elegancia y depuración idiomática. Manejó un lenguaje castizo, galano y armonioso, donde campean el vocablo preciso y el adjetivo cabal, que convencen y emocionan. Era maestro en el arte de engalanar la palabra hasta hacerla refulgente, a fin de que el pensamiento tuviera exacta y abrillantada expresión. La misma disciplina, y acaso más rigurosa, se impuso con su obra poética, donde aparece el vate tierno y romántico, de fina entonación y florido lenguaje. “Fue un explorador de las letras, las artes, los estilos”, dijo Rafael Bernal Jiménez, y Vicente Landínez Castro agrega que “escribir fue siempre para él una especie de liturgia, y también un oficio de magia”.

Fuera de la cultura y las letras, la mayor pasión de Torres Quintero fue Tunja, su cuna natal, y con ella Boyacá. Compenetrado con la idiosincrasia de la comarca, auscultó el alma boyacense como un explorador de los tesoros inmutables de la raza y los de la riqueza histórica y destacó o criticó la permanencia o el menoscabo de los bienes culturales. Nunca toleró mutilaciones del patrimonio colonial y religioso, y siempre levantó su voz airada, con esa vehemencia tan propia de su espíritu combativo y demoledor, cuando se cometía un atropello o se incurría en el simple olvido o menosprecio de lo que debe conservarse en el acervo de los pueblos.

Tunja fue la ciudad de sus ensueños, sus adoraciones y sus amores. Y Boyacá, la tierra grande, sufrida y gloriosa, que le enardecía el sentimiento al avivarle el amor patrio y afianzarle el cariño por el paisaje, la gente y lo terrígeno. Su obra  es un canto perenne a Tunja y Boyacá, a través de múltiples motivos, bien fuera la de sus escritores y poetas, bien la de su historia y tradiciones, o la del pasado histórico, o la del magisterio y la juventud, o la de los templos en peligro de destrucción. Su pluma, como la lanza de don Quijote, vivía en ristre para atacar los exabruptos, y también dispensaba con profusión el reconocimiento franco hacia lo noble, lo bello y lo sublime.

Eduardo Torres Quintero, el cronista mayor de Tunja, como se le llamó, también fue el caballero andante de la cultura boyacense. Títulos ambos que acrecientan su recuerdo en este aniversario memorable.

El Espectador, 24 de julio de 2003.
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