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Los apuros de un frac

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cada vez que me veo con mi parienta Susana, me reprocha el no haber escrito la crónica sobre el matrimo­nio de mi primo Jairo, acontecimiento matizado con tan­tas peripecias como para que un Esquilo o un Sófocles, tan diestros para satirizar los aconteceres más trivia­les, hubieran montado una de sus tragicomedias. No ceso de explicarle que de pronto termino cometiendo imperdonables payasadas, pero a mi parienta se le ha metido en la cabeza que poseo habilidad para reproducir ese tropel de pequeños sucesos y sacarles chispa, como si fuera lo mismo ridiculizar en familia, con el ingenio que ella sí posee, los apuros de una pareja el día de su sagrado sacrificio, que trasladarlos a unas cuartillas sin que pierdan autenticidad. La disposición para este tra­bajo la atribuye a otras páginas que han merecido la exaltación periodística, y por más que he protestado con sobradas razones, no ha sido posible que comprenda que la vena en la literatura, si está destemplada, es un es­píritu travieso que puede aporrearnos.

Jairo, mi ilustre primo, sabrá perdonar que toque cier­tas intimidades, que por otra parte habrán de ser apenas las más reseñables, pues hay otras de imposible acceso, y él bien entiende por el preámbulo que, si corro el ries­go, es porque no he soportado más la cantaleta de la tía Susana, sobre todo después de la última entrevista en Bogotá, cuando me estimuló con una noche de whisky, de serenateros y de exquisitas viandas, a cambio de que me torture los sesos.

Ella, en la imprescindible vanidad con que toda dama concurre a un matrimonio elegante, desearía que de una vez la pusiera estrenando estola al lado de su no menos peripuesto marido, en la primera fila de la capilla, y que después la llevara a reventar presencia en los salones del Club Manizales. Las cosas, sin embargo, deben tener comienzo, y si ya estoy metido en los palos, es preciso que sea honesto con los detalles, para no prescindir de las infidencias, que son el ingrediente picaresco que de­sea ocultarse en esta clase de afanes.

Ninguna indiscre­ción cometeré si digo que mi querida familia, con Jairo a la cabeza, venía repicando desde meses atrás para que nuestra llegada a Manizales fuera ruidosa a fin de im­presionar a María del Pilar, a quien no conocíamos, por más que el novio nos la venía pintando en cinemascope, como quien dice, de cuerpo entero. Desubicado estaría el novio que no pueda describir a su prometida de cuerpo entero, y en esto Jairo resultó excelente traductor de los atributos de María del Pilar, y acaso sólo se equivocó en cinco kilos menos, que bondadosamente atribuimos a las angustias prenupciales, pero que recobró con renova­dos bríos a solo sesenta días de agotada la luna de miel.

Nada de extraño tiene que las dos familias no hubie­ran de antemano estrechado el vínculo que se les venía encima, si al novio le había dado por ser andariego, has­ta terminar proclamando su independencia en las cum­bres manizalitas, muy lejos de los solares boyacenses. El encuentro, en vísperas tan ceremoniosas, necesariamente tenía que desarrollarse con nerviosismo, no sólo para el séquito que venía engrosándose desde Tunja, Bogotá y Armenia, sino también para el hogar que esperaba impaciente la fusión en Manizales.

Llegaron las venias, los apretones de mano, las sonri­sas fingidas, los ósculos desabridos y todo ese prurito de naderías que se expresan en semejantes ocasiones. ¡Qué refinamientos, qué composturas, y cuánto protocolo empalagoso! En pocas circunstancias como en estas presen­taciones afanosas se irrita tanto la naturalidad. Pero to­do es asunto de entrar en calor.

No sé por qué, cuando el mundo tiende a descompli­carse, a mi primo Jairo se le ocurrió enredarse, y de paso ponernos a todos en tensión. En las alcobas del hotel comenzó de pronto a desenrollar el bendito frac —he­rencia de su abuelo—, que mantenía alcanforado en el fondo de la maleta. La prenda, verdadera reliquia que hubieran envidiado los lores del siglo pasado, con to­das sus arandelas, fue apareciendo a nuestros ojos como una visión de épocas añejas, y a pesar de la protesta ge­neral en dos minutos se disfrazó con desconcertante des­envoltura.

Jairo tiene la ventaja de haber nacido con garbo y de poseer además garra para empresa tan teme­raria. Pero a última hora, cuando ya estaban repicando las campanas de la iglesia, caímos en la cuenta de que la plancha era indispensable, y como no podía perderse tiempo, el novio debió someterse a que el planchado se hiciera sobre su propio cuerpo recién aromatizado.

Y aquí comenzó el diablo a jugarnos sucio. La abotonadura de la camisa le había quedado saltada, error que hubiera podido corregirse con rapidez si todas las manos de las damas no se lanzan a localizar el descuadre. Por fin, después de media hora, quedó solucionado el proble­ma, aunque el novio había sido manoseado con rudeza, como si no estuviera reservado para fines más nobles. El cuello se le saltó de repente, porque tampoco le había encajado. Las mujeres tienen dedos muy delicados para superar tales emergencias, pero como en estos atropellos todas quieren intervenir a la vez, por poco asfixian antes de tiempo al nuevo mártir.

Las opiniones se dividieron, pues mientras el novio se sentía a gusto con el cuello estirado, a alguien se le ocurrió comentar que en las películas de antaño lo había visto en sentido contrario, como alas en reposo. El novio, que lanzaba chispas por todos los poros, tuvo que resolver la controversia echando a correr y dejando abandonada la comitiva. Pero luego lo encontramos en el ascensor, que él había despachado hacia arriba en medio de la ofuscación, con los pelos de punta, ante la parsimonia con que el aparato descendía ahora a paso de tortuga, porque, para colmo de infortunios, la luz se encendía y se apagaba como si estuviera coque­teando con nuestros tropiezos.

Era, en efecto, mala jugada del destino presentar­se el novio con tanto retardo. María del Pilar, entre tanto, se sentía burlada, y entre sollozo y sollozo se le había desdibujado el maquillaje, aunque, como mujer previsiva, no se había olvidado de los accesorios para cu­brir cualquier contratiempo. El automóvil nupcial la pa­seaba de un sitio a otro por los alrededores de la iglesia colmada de invitados y de curiosos, esperando que alguno de los informantes apostados en lugares estratégicos lanzara el grito de victoria.

El ascensor nos dejó en la calle y el viento frío de Manizales hizo bajar la temperatura general, pero también le recordó al padre del novio, miope de remate, que los anteojos se le habían quedado sobre la mesa de noche. Como la situación no daba para más, nos desbandamos, unos detrás del padre en tinieblas, que prefirió subir a zancadas los cinco pisos del hotel ante un nuevo apagón, y otros con el novio enfurecido que renegaba sin compa­sión del matrimonio, antes de tiempo, y que hubiera echado pie atrás si no lo empujamos cuesta arriba.

Una de las ventajas de Manizales, para esta clase de percan­ces, es que sus calles empinadas propician la renuncia de una boda, y por poco sucede así, ya que el vehículo, que no estaba tan caliente como sus ocupantes, se descolgaba una y otra vez desde la mitad de la cuadra, has­ta que algún combustible que convenía le inyectó las calorías necesarias para no volver a retroceder.

Jairo ha sabido siempre orientarse y nos había indi­cado, como seña inequívoca para llegar a la capilla, la de un Cristo con los brazos en alto, por donde debíamos desviar, pero nos tropezamos con un Sagrado Corazón con las manos cruzadas sobre el pecho, y por allá nos enrutamos, sin reparar en actitudes beatíficas que la impaciencia mal podía dejar distinguir.

Avanzando y retrocediendo, preguntando y maldicien­do —fea palabra para una noble acción, pero auténtica—, llegamos a nuestro destino, o mejor, al destino de Jairo y María del Pilar —¡hermoso nombre!— y penetramos con penachos a la capillita que casi se nos borra del ma­pa, en medio de la multitud rumorosa que a lo mejor llegó a pensar que el novio se había corrido, desconoce­dora de que mi primo Jairo es tan echado para adelante como la propia raza paisa a la que iba a unir su apellido, y ajena a las travesuras de un frac que por poco hace malograr un matrimonio que ya lleva cuatro años de bienandanzas.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 25-V-1975.

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La inmortal funeraria

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Soy médico, anotación importante para asociar el título de este relato con mi profesión. El hombre se im­pregna en tal forma de su oficio, que termina convirtiéndose en autómata, a veces en esclavo del medio en que vive. Distante hoy varios años del episodio que pretendo reproducir, y cuando ya el ejercicio profesional ha mesurado mi sistema nervioso y me ha tornado frío y hasta escéptico ante el dolor o la tragedia, no puedo sustraerme a ciertas sensaciones nacidas del diario trajinar con los caprichos de la vida.

Llegué aquella tarde a mi pueblo natal a acompañar las últimas horas de mi querido pariente. Tantas cosas compartidas y tantos vínculos comunes los sentí desmo­ronarse al penetrar al hospital donde libraba su última batalla. Bien pronto me convencí de que nada había que hacer. Su vitalidad, en otro tiempo prodigiosa y desa­fiante, caía ahora irremediablemente abatida.

Desconcertado y herido seguí el febril movimiento de pinzas y agujas en su tonto e inútil afán por revivir lo que, de pronto, quedó convertido en materia inerte. Me conformé con verlo expirar sereno y libre de torturas y contorsiones. El médico, que en algo se parece al mecánico, se arrojó sobre el cuerpo inmóvil y, tras fuertes como estériles zarandeos, se venció ante el corazón que se negó a responder, como no arranca el vehículo cuando la batería está carcomida.

Camino de la funeraria, consulté el reloj. Marcaba las dos de la mañana. Solícito, acompañaba al tío Rafael en la mortificante misión de organizar el funeral. Ex­perto en tales faenas, todo lo había previsto y orga­nizado. Y me contó que hasta la caja mortuoria estaba escogida y cotizada. «Los muertos son negocio», me dijo mientras nos guarecíamos de la lluvia a poca distancia del establecimiento.

Bajo la tenue luz de una bombilla repasó el ajado papel donde el propietario de la casa fúnebre había elaborado el presupuesto. Todo estaba calculado, discutido y casi que aprobado. Sólo faltaba el muerto. Aprendí, entonces, que en estos apremios de la vida es preciso contar con la serenidad y la previsión del tío Rafael para que el muerto no resulte encarecien­do cinco o diez veces los artículos de primera necesidad.

Frente a la funeraria, experimenté un súbito senti­miento de repulsión, de físico miedo, ante el lóbrego lugar que parecía abrir sus fauces hambrientas para hun­dir la primera dentellada. Dos golpes fueron suficientes para que al fondo se hiciera claridad, mientras una señora regordeta y con muestras inequívocas de estar aún medio dormida, aparecía por la puerta que comu­nicaba la alcoba conyugal. Escribiendo estas líneas, pienso en lo absurdo, en lo tragicómico de la humanidad cuando es capaz de crear vida a poca distancia de la muerte, simbolizada esta por la hilera de ataúdes que el foco eléctrico descubrió a mis ojos.

Sin esforzarse por reprimir varios bostezos y sin que mi presencia le infun­diera ningún interés, quedó esperando que le hablara algo, inmóvil en su sitio. Yo era, al fin y al cabo, un desconocido y no me costó trabajo entender su actitud. Al hacerse visible el tío Rafael, su presencia produjo prodigios. La señora disimuló su estado somnoliento y avanzó presurosa. Su semblante se transfiguró. Muy cortés, dispuso dos asientos cerca al viejo escritorio y se trasladó a la alcoba. Allí se ex­presó afanosa, mientras rebullía el sueño del marido: «Llegó el cliente”…

Apareció el dueño de la funeraria, arreglado con tal premura y destreza que no pude menos de asombrarme ante la técnica del acto, por más mecánico que pudiera ser. Técnica que sugestiona con mayor razón cuando llevamos un muerto a la espalda. Admiré una vez más la sabiduría del tío, veterano en estas lides, como que era cliente del negocio por cuarta o quinta vez, y como tal sabía defenderse.

Ante la amabilidad del propietario y la comprensión que los unía, el diálogo con mi tío fue breve y fácil:

 —Supongo que se ha decidido por el mejor ataúd.

—Por el que le sigue —repuso mi tío.

—¡Piénselo, don Rafael! ¡Es legítimo cedro!

—Por el que le sigue —corroboró mi tío.

—Entre los dos, don Rafael, no hay diferencias. Le rebajo unos pesos y hace un entierro de primera.

—Está bien…

Al día siguiente, conduciendo su lujoso Pontiac mor­tuorio, sorprendí en el semblante del afable empresario un airecillo de satisfacción. Había hecho, sin duda, buen negocio. Los muertos escaseaban y la competencia ve­nía en aumento. El buen hombre me cayó simpático y conquistó mi aprecio. Enterrar los muertos es oficio no­ble. Profesión, como cualquier otra.

Como la mía, que me gradué médico al año siguiente y desde entonces tengo permanente contacto con los dolores de la humanidad. Y también, desde luego, con los muertos. Un día le tocó el turno al propietario de la funeraria. Luché con denuedo por su vida, hasta llegar a la impotencia. Sobre el cuerpo exánime apliqué los mismos ejercicios que años atrás, cuando era apenas un proyecto de médico, había ayudado a practicar sobre mi pariente, con la derrota, en uno y otro caso, de múscu­los que se negaron a revivir. Sudoroso, abandoné el aposento. En la retirada me acordé de la escena de la fune­raria y filosofé: «Se me fue el cliente.»

El Espectador, Magazín Dominical, 20-II-1972.
El Imparcial, Altazor, Maracay (Venezuela), 12-V-1987.

 * * *

Comentario:

Los muertos son negocio

Los muertos son negocio,

dijo el tío Rafael a don Gustavo,

no le digo doctor por ser el padre

de este hermoso relato humanizado;

porque unos viven con la muerte al día

cuando llega el cliente a los arreglos

y también por su alma ya muy fría

para que tenga su “descanso eterno”

viven otros rogando por los muertos.

Gonzalo Cabrera Narváez, El Vespertino, Bogotá, 23-II-1972.

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Los cuentos eróticos de Milcíades

viernes, 3 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dieciocho cuentos conforman el libro Manzanitas verdes al desayuno, de Milcíades Arévalo, director hace 37 años de la revista Puesto de Combate. Antes de hacer una reseña de sus cuentos, quiero destacar el acto de valor que significa mantener, sin patrocinio oficial y con mínimo apoyo privado, esta revista de tipo cultural que ha resistido, sin receso alguno, toda clase de contratiempos por cerca de cuatro décadas.

No solo se trata de una publicación pulcra, ésta de sus cuentos eróticos, sino que explaya historias de vivo interés que despiertan en el lector el entusiasmo suscitado por el verdadero cuento. Tales historias, que parecen extractadas de las propias vivencias del autor en su vida nómada por los mares del mundo a bordo de un barco mercante, tienen la virtud de pintar los ambientes sórdidos de los puertos, donde la pasión que prodigan las mujeres ocasionales es, por supuesto, flor de un día. O de una frágil noche de placer errabundo, para decirlo con mayor propiedad.

Caras femeninas pintadas de incitación y pecado, cuerpos lujuriosos que se compran con las presurosas monedas del tránsito naviero, besos que llegan y desaparecen bajo el vértigo del arrebato, mientras se escucha o se presiente el pitazo del barco en su ruta hacia el puerto próximo, son el panorama que se vislumbra en varios de estos cuentos movidos por la eterna sed de amor y compañía que tiene el hombre.

Hay en estos relatos un hilo común que enlaza las historias: no aflora en ellas el amor verdadero, sino la pasión vagabunda que camina lo mismo en las paradas del barco que en las calles caóticas de la ciudad, y lo mismo en la intimidad del cuartucho hotelero que en la alcoba lujosa. Por doquier deambulan los actores como tránsfugas de la comedia humana. En este ir y venir de un lado a otro, sin afecto ni pertenencia y siempre con el alma mustia, se agiganta la soledad.

Es la soledad el personaje central de estos cuentos de angustia que surgen dentro de un mundo manejado por la frivolidad y el placer barato. Solo en uno de ellos aparece el amor correspondido, y el lector, contagiado de la soledad que recorre las 114 páginas del libro, clama por que se detenga allí la acción, a fin de darle respiro a su propia alma que parece ahogarse en medio de la desesperanza. “Y aunque tú no lo creas –dice uno de los personajes abatidos por el tedio–, donde quieras que vayas siempre encontrarás la misma soledad y la misma lluvia”.

Cuando en otros episodios hace presencia el vendedor de libros que recorre los caminos ardientes de la Costa Atlántica, el autor de la obra no tiene necesidad de disfrazarse bajo otro manto, porque es él mismo, bien lo sabemos, con sus cajas viajeras de pueblo en pueblo a la caza de esquivos compradores de su mercancía insólita. Varias veces se menciona el libro como el alimento espiritual del viandante precario, en sus inicios como vendedor, y del consumado lector que llegará a ser Milcíades en su vida de estudio y reflexión. Tributo afortunado que se rinde al libro como la razón de ser de las mentes superiores, así sea en medio de los ajetreos, los infortunios y la soledad de la dura existencia.

Estos cuentos autobiográficos, con su fondo de mar y de río; de puertos azotados por la miseria, el vicio y el amor mercenario; de calles citadinas donde el hombre vive solitario, vejado y angustiado en medio de la muchedumbre; de libros en perpetua floración, son la cabal expresión de la vida contemporánea. Mejor: de la vida de todos los tiempos, porque la humanidad nunca cambia.

Y brota en estas páginas elaboradas con rigor estilístico y buenas dosis poéticas, el ansia del amor verdadero como el sueño imprescindible que justifica la existencia del hombre en la tierra.

El Espectador, Bogotá, 28 de septiembre de 2009.
Eje 21, Manizales, 29 de septiembre de 2009.

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Cuentos viajeros

lunes, 22 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la ida de Helena Araújo a Suiza, en 1971, Colombia perdió la presencia activa de una gran crítica literaria. Pero ella no se ha olvidado de la patria. En estos 38 años de ausencia, el país ha conocido sus conferencias, ensayos y libros producidos en el Viejo Mundo.

Comenzando el año 2004, anotaba yo en columna periodística, a propósito de su novela Las cuitas de Carlota, que Helena Araújo trabajaba en ese momento en otra novela y en un libro de cuentos. Este último, Esposa fugada y otros cuentos viajeros, acaba de salir a la luz con el sello Hombre Nuevo Editores, de Medellín. Fue presentado en Cartagena en mayo pasado, dentro del homenaje tributado a ella y a Olga Elena Mattei por el VI Encuentro de Escritoras Colombianas. En representación suya, al no poder viajar a Colombia por problemas de salud, estuvo presente su hija Gisele Albrecht Araújo, también residente en Suiza.

Son nueve cuentos madurados a lo largo de los años. Todos tienen como eje el escenario de los viajes, experiencia muy conocida por la autora como intensa viajera que ha sido por los países europeos. No se trata tan solo del viaje físico, sino de la exposición narrativa de los problemas y emociones que caminan con la persona y tipifican la condición humana en cualquier sitio del planeta.

Los personajes de ficción son extraídos, en gran parte, de las altas esferas a que pertenece la cuentista. Es una refrendación de su propio mundo, que ella ha trasplantado a toda su obra narrativa: La M de las moscas, La Scherezada criolla, Fiesta en Teusaquillo, “Las cuitas de Carlota y Esposa fugada.

Debe suponerse que en la novela que nos queda debiendo, y que esperamos tenga pronta edición, seguirán moviéndose los actores de su entorno burgués, tanto el de la Bogotá señorial de su tiempo, como el que vive hoy en Lausana. La vivencia personal significa la mejor manera de pintar el universo. Al autor de narrativa lo persigue siempre el mismo tema, que escenifica en variados aspectos. A veces no se da cuenta de ello. Ese universo, más que material, es espiritual y emotivo. Los límites físicos son secundarios.

En el presente acopio cuentístico, manejado con tono jocoso, gracia y fina ironía, el común de los personajes son mujeres fracasadas, separadas o frustradas, que viajan por el mundo con su carga de tedios, sinsabores y esperanzas mustias. Como la insatisfacción camina con ellas por los vericuetos de sus travesías insulsas, los caminos se vuelven estrechos y el amor, utópico. El arte de amar es esquivo para ellas.

Mujeres reprimidas, con ansias de libertad, ambicionan un mundo abierto, sin los afanes, los ahogos y las cohibiciones sufridos en sus ambientes aristocráticos. Cuando es la pareja de hombre y mujer la que se desplaza por hoteles, playas y recintos dorados, se percibe, en el tono que imprime a sus relatos, el aire de la irritación y el desacomodo que no permite a sus actores disfrutar de la vida. La felicidad no existe en estos capítulos de la comedia humana. La narradora penetra en los ámbitos profundos de la intimidad, mete el dedo en la llaga, señala las heridas que sangran y acusa a la sociedad tradicionalista por los desajustes y lacras sociales.

Lo hace, además, con lenguaje vehemente, preciso, definidor. La penetración sicológica pone al desnudo la miseria humana. Es un clamoroso repudio de la banalidad, la mediocridad, la bajeza del individuo. Quizá no haya demasiada trama, demasiada sorpresa, pero sí estados de tensión que saben dibujar los dramas interiores.

Estos cuentos sacan a flote llagas de la humanidad, que tal, me parece, es la intención de la escritora. Dos de ellos, El tratamiento y Pero el dolor vuelve, enlazados en la definición del dolor humano, son estelares. En mi concepto, son los mejor logrados de la colección.

El Espectador, Bogotá, 13 de junio de 2009.
Eje 21, Manizales, 14 de julio de 2009.

* * *

Comentarios:

Le agradezco con emoción esa página lúcida y sincera, mesurada y verídica. Conmigo le agradecemos tantas mujeres de mi generación, las que viajamos y seguimos viajando en los países del espíritu. Almas femeninas que usted bien conoce. Helena Araújo, Lausana (Suiza).

Su crítica al nuevo libro de Helena Araújo es sencillamente estupenda. Personas como usted son las que necesitamos en Colombia, que reaccionan rápidamente a los hechos bibliográficos y expanden sus puntos de vista de buen conocedor hacia un público ávido de lecturas valiosas. Helena Araújo se merece, como usted lo anota, la gloria y el reconocimiento que está logrando. Gloria Serpa-Flórez de Kolbe, Bogotá.

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El sapo burlón

martes, 16 de noviembre de 2010 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El sol reverberante de esa tarde cargada de fatiga arruinaba el buen humor con que me había sentido en la plaza del pueblo, a la salida de la misa de doce. Ahora regresaba a la vereda, con mi mujer al lado, como siempre ocurría todos los domingos. El último aguardiente lo había apurado a medias, sin sacarle todo el sabor del anís, a tiempo que mi mujer me tiraba de la camisa y me obligaba a abandonar la tertulia de amigos que se quedaban festejando el domingo en el único toldo que se tendía en el pueblo.

Y mientras silenciosamente nos deslizábamos por el camino curvado que ya casi me sabía de memoria, la bendita de mi mujer aún corría en su camándula las últimas pepas que le habían quedado pendientes de sus interminables padrenuestros; creo que aquello era una costumbre morbosa o maniática, pues ningún movimiento se veía en sus labios, a pesar de que las cuentas del rosario caían con increíble precisión.

Yo, entre tanto, con los varios aguardientes que llevaba entre pecho y espalda, tropezaba de vez en cuando con las piedras del camino, pero procuraba mantenerme enhiesto para evitar que mi mujer me encarara una vez más mi condición de borracho que tantas veces y a cada rato solía refregarme.

Que yo era un vago, que era un parásito, que no producía nada, me lo había repetido infinidad de veces; y en verdad que me sentía acomplejado, pues de tanto escuchar tales expresiones, había terminado creyendo que eran ciertas. Por eso marchaba ahora en silencio, todo sumiso y acobardado, siguiendo sus pasos a prudente distancia.

Para distraer la monotonía que aún nos separaba de la casa, me había puesto a pensar en la Dolores, con quien me había tropezado en el pueblo, toda juvenil y que con su vestidito dominguero, que se replegaba dos centímetros arriba de las rodillas, se volvía terriblemente apetecible. En el encuentro le había lanzado un piropo, y ella se había reído. Y ahora, cuesta abajo, mientras no sé en qué más pensaba, de pronto mi mujer sorprendió una sonrisa en mis labios. Me regañó. Y me dijo que hasta malos pensamientos serían, si era capaz de reírme solo.

Yo preferí no refutarle nada y continué pensando en la Dolores, aunque de ahí en adelante sólo sonreía en mi interior. Comparándola con mi mujer, ésta me parecía insípida. Pero también me creía indigno de aquélla, si era un vago, como mi mujer me lo recordaba a cada momento. Pero lo peor era que también la Dolores, una vez que le propuse que nos escapáramos, me había dicho que, como no producía nada, no podía sostenerla.

Los pensamientos iban y volvían. Las curvas del camino parecían interminables. Los árboles, que otras veces se agitaban sin cesar, permanecían ahora quietos. Un bochorno inaguantable hacía destilar a chorros los diez aguardientes que me había tomado en el toldo del pueblo.

A la mitad del camino salió de pronto un sapo y por poco lo trituro con el pie. Se veía sediento, como yo lo estaba. Y quedó mirándome fijamente, con una mirada que me impresionó. El animal sudaba también. Yo siempre les había tenido fastidio a los sapos. Pero éste era distinto. Sus formas las encontré graciosas, y su mirada, de una fuerza extraña, me hizo recordar los ojos de la Dolores, que también despedían chorros de vivacidad. Su cuerpo diminuto no ofrecía el aspecto rechoncho y repugnante del común de los sapos.

Con la varita que había quebrado en el camino le toqué la cola y el animal dio tres saltos. Y a cada nuevo contacto seguía avanzando sin desviarse de la ruta ni pretender escaparse. Se convirtió no sólo en mi entretención, sino también en mi compañía; y en verdad que era mejor compañía que mi mujer, pues mientras ésta avanzaba sin atravesarme palabra, aquél parecía enterado de mi soledad y solidario con mi tragedia. Pero mi mujer, que a la larga se cansó del silencio, se me  acercó y terminamos ponderando la agilidad y esbeltez de los saltos del animal, hasta que llegamos a la casa.

El buen animal sació la sed contenida en una lata que mi mujer le sirvió a la sombra del corredor. Y desde aquel momento –¡quién lo creyera!– el animal se convirtió en el mejor amigo. Sin mucha dificultad lo fui domesticando, hasta llegar a transformarlo casi en una persona racional. Mi mujer se encariñó de él y creo que hasta llegó a apreciarlo más que a mí. Nos dedicamos a enseñarle algunas gracias, que aprendía con tal rapidez y desenvoltura, que terminamos desconcertados.

Cuando, por ejemplo, yo le silbaba un aire, se paraba armoniosamente en sus patas traseras, y al cambiarle el tono, hacía lo mismo sobre las delanteras. Y si golpeaba el suelo, comenzaba a dar brinquitos en el aire, que semejaban una especie de danza indígena, y que sólo concluía al oír un nuevo golpe. Al pronunciar ciertas palabras, alargaba una de sus extremidades en plan de saludar.

La fama del sapo se divulgó y muchas gentes comenzaron a llegar deseosas de conocer sus habilidades. Después eran verdaderas romerías. El animal se nos pegó al afecto y logró que mi mujer y yo fuéramos más el uno para el otro. Abandoné el aguardiente y mi mujer dejó de ser tan rezandera. Alguien me aconsejó que explotara aquellas habilidades, y así lo hice.

En los días de mercado salía a los pueblos vecinos y el dinero comenzó a llenar los bolsillos. ¡Aquello era un prodigio! Algún día volví a pensar en la Dolores. Ya no era el holgazán de antes y el demonio de la tentación me revolvió las entrañas. Ahora tenía cómo mantenerla.

Pero todo llega a su fin. Un día, después de la misa de doce, el cura llamó aparte a mi mujer. De lo que sigue, no quisiera acordarme. Aún veo la expresión angustiada de mi mujer cuando, tirándome de la camisa como en mis tiempos de borracho, me sacó del espectáculo y me llevó a la orilla del río. Se quedó observando al sapo y me invitó a que examinara los ojos saltados con que en esos momentos nos miraba. “Está poseído por el demonio. Me lo acaba de decir el señor cura”. Y antes de que yo pudiera hacer nada, lo agarró histéricamente y lo tiró al río. Sólo alcancé a escuchar que el buen animal, mi entrañable amigo, lanzaba un sonido gutural, sordo, angustiado, mientras desaparecía debajo de la corriente.

En el toldo de la plaza me reencontré con los viejos amigos. En el décimo aguardiente mi mujer me tiró de la camisa, pero esta vez no le hice caso y tuvo que regresar sola a la vereda. El aguardiente me arrancó lágrimas. Y más tarde no pude evitar el volver a pensar en la Dolores.

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El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 30 de mayo de 1971. Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, Tunja, 20 de mayo de 1976. El País, Cali, 24 de enero de 1982. Revista Letralia, No. 195, Venezuela, 5 de septiembre de 2008. Aristos Internacional, n.° 25, Torrevieja (Alicante, España), noviembre de 2019.

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