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Concurso de cuento

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La Gobernación del Quindío ha convocado a un concurso de cuento, el primero que se realiza en esta región del país. Promete ser importante suceso literario, tanto por la organización que se le está dando, como por la calidad de los jurados y la significación de los premios. El escritor necesi­ta en Colombia más estímulo y mayores oportunidades para que su producción no perma­nezca ignorada y, por el contra­río, cuando tiene mérito, para que sea reconocida y divulgada.

El escritor escondido, anóni­mo, no debería existir, porque su misión es llegar al público, crear inquietudes en la socie­dad y ser, en síntesis, mensajero eficaz de la palabra. El escritor es el memorialista por excelencia de la historia, y como tal debe ser un esteta del pensamiento y el buen decir.

Hay que realzar la importan­cia de los concursos literarios, muy escasos en nuestro medio, en cuanto ellos se encaminan a buscar nuevos talentos, estimular el arte y en algunos casos conseguir lectores me­diante la impresión de las obras. España, país amante de sus tradiciones y que no deja postrar su cultura, conserva un fervor inquebrantable por las expresiones del espíritu. Allí proliferan los concursos para todos los géneros de literatura, con premios  ha­lagadores y con el aliciente para el escritor, y desde luego para la cultura –un patrimonio de los pueblos– de no dejar extinguir la llama del pensamiento.

Es el Quindío tierra pródiga no sólo en cosechas cafeteras, sino en leyendas aborígenes, guaquerías, paisajes y escritores. En el pasado sobresalieron nombres de reconocido prestigio nacional, como Baudilio Montoya en la poesía –antioqueño de naci­miento y quindiano por desti­no–, Jaime Buitrago Cardona en la novela, Antonio Cardona Jaramillo y Eduardo Arias Suárez en el cuento.

En los tiempos actuales subsiste una generación inquie­ta y perseverante en las disci­plinas humanísticas, con nomb­res de avanzada y con otros que están  olvidados al no contar con facilidades para hacerse conocer. Baste señalar la fecunda existencia de Carmelina Soto, voz lírica de entrañables profundidades que escribe en silencio, lejos de afanes exhibi­cionistas y de los ditirambos de la publicidad, su obra gran­diosa, con calidad suficiente para conquistar la gloria.

La Gobernación del Quindío, al orga­nizar este concurso de cuento, cuyo plazo vence el 30 de octubre, entiende su comp­romiso con la tierra. Ha integrado un jurado excelente: Adel López Gómez, Fanny Bui­trago y Manuel Mejía Vallejo. Y  ofrece cuatro oportu­nidades, con premios de $ 40.000, 25.000, 10.000 y una mención honorífica, además de la publicación que hará Colcultura con los cuentos galardona­dos.

La Patria, Manizales, 23-VIII-1979.
El Espectador, Bogotá, 30-VIII-1979.

 

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Regla de multiplicar

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

 I

Gertrudis, que de soltera fue muy apetecida y que por poco da su brazo a torcer con el gringo del departamento donde trabajaba, personaje grandote, rubio y de ojos azules, terminó casándose con Ismael. A ella le encanta­ban los cocteles que ofrecían en la compañía, y los auto­móviles último modelo como los del míster, y las comidas en el Gran Vatel, con champaña y whisky.

A Ismaelito, en cambio, la vida le quedaba apretada, entre otras cosas porque sólo ganaba $ 1.350 al mes como administrador del almacén de sanitarios. Por eso no tenía automóvil último modelo, pero ni siquiera cualquier trasto rodante. Tampoco sabía de champaña ni de whiskys ni de peque­ños ni grandes Vateles.

Con todo, Gertrudis prefirió a Ismael. La decisión, algo difícil, se resolvió por un pequeñísimo detalle, que puede captarse en la charla sostenida con el míster a las tres de la madrugada en la discoteca, según ella, y en el nigth club, según él, donde se refugiaban los sábados:

—¿A dónde, querer, negrita, que pasemos nuestra luna de miel?

Gertrudis sintió un desvanecimiento pero se mantuvo bien agarrada entre las manotas del míster y ni siquiera se puso colorada, pues la media luz del establecimiento opacaba cualquier rubor.

—Yo decirte, negrita, y tú contestarme, si querer pasar conmigo una sabrosísima, ¡cómo llamarse!, luna de miel…

—¡Ay, William!.. . ¡Ay, William!… —repetía Gertru­dis tartamudeando.

—¿Querer o no querer? —la concretó el gringo.

—¡William, por favor! ¡Por favor, William! ¡Me emo­cionas mucho, muchísimo!

Y se agazapó gimoteando entre la musculatura del míster, que aprovechó la ocasión para acomodarle uno de esos besos gelatinosos que saben mejor a las tres de la mañana, sobre todo si en el aire ha quedado flotando la propuesta de matrimonio. A Gertrudis no le costó trabajo seguir pegada a los labios del míster, pero al advertir que éste mordisqueaba y mordisqueaba, la ofren­da perdió encanto, y viendo que aún no había pronunciado las palabras rituales, se deslizó inteligente­mente y, tomando aliento, exclamó:

—¡Contigo hasta la muerte!

—¡Chévere, cheverísimo! —susurró el gringo, se frotó las manos como si fuera a sacarles candela y, sin impor­tarle que aún no estaban en la cámara conyugal, levantó a Gertrudis y la hizo girar tres veces en el aire hasta que ella tuvo que suplicarle que le permitiera aterrizar, pues la efervescencia etílica estaba a punto de volverse peligrosa.

—Yo entender, morenita, que podemos hacernos libre­mente el amor.

—No tan libremente, William.

—Explicarme: nos casamos y vamos a Cartagena a hacernos el amor.

—A la luna de miel —corrigió ella, recatada.

—Ser lo mismo.

—Pero prefiero a Estados Unidos.

—Como tú dispongas, Gertruditas de mi alma.

—Y encargaremos muchos bebés a la cigüeña —se en­tusiasmó ella.

—No, morenita. No ser conveniente tener criaturos. Eso llamarse explosión demográfica y representar un pe­ligro para el mundo. ¡Teguible cosa!

—¡Oh, no! —se afanaba Gertrudis.

—¡Oh, yes! —se empeñaba él.

Y en medio de la euforia terminó confesándole que por esas cosas raras de la vida había perdido un testículo al disparársele la escopeta en la cacería, y había que­dado con la cuerda reventada.

—¡Pésima puntería! —fue el lacónico comentario de Gertrudis, quien se levantó exaltada y, terciándose la cartera, se esfumó como alma que lleva el diablo, mien­tras el míster no alcanzaba a distinguir qué tenía que ver la puntería con su plan antidemográfico.

II

Ismaelito poseía, entre muchas cualidades, la perseve­rancia del santo Job y no le importaba resistir inclemen­cias rondando la manzana donde se solazaba la pareja, si presentía que tarde o temprano habría de llegarle la oportunidad de vengarse de la gringada. Cuando la puerta se abrió, Ismael se escondió como tantas otras veces de­trás del poste de la esquina, pero luego estuvo en dos brincos al lado de su amada cuando comprobó que el míster acababa de ser destronado.

Romper un compromiso para asegurar, acto seguido, otro compromiso, es saber vivir. Gertrudis era afortuna­da, no cabe duda. La ocasión no se festejó con champaña ni con whisky, sino con aguardiente limpio de ese que quema el estómago y entona rápido el espíritu, y no tuvo como escenario el nigth club sino el bogotanísimo rin­cón de los serenateros baratos que a las tres de la mañana no tienen otro oficio que bostezar y entretener bo­rrachos. La boda se armó con pasmosa facilidad, pero antes lo sometió ella a un test muy discreto:

—Toda la vida te he esperado… William era sólo una distracción… Cuando me propuso matrimonio me con­vencí de que no podía vivir sino contigo…

—¡Me abrumas, Gertrudis! —interrumpió Ismael em­pacándose el quinto aguardiente doble.

—La emoción es mía…

—Nos casaremos pronto —selló él los puntos suspensi­vos, a tiempo que lograba al fin colocarle el primer beso de su vida, que para ella era el número 15 de la noche, y que le pareció más juguetón que los del míster.

—¿Cuándo es pronto, amorcito?

—Déjame hacer planes. En seis meses… ¡No! Mejor en un año…

—No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy —sentenció Gertrudis.

III

Se casaron ese mismo día, por la tarde, a manera de desenguayabe; o como premio de con­solación, según pensaba ella en sus intimidades.

—¿Has estado alguna vez en cacería? —le había pre­guntado Gertrudis.

—Nunca, pero si lo deseas me volveré tu más seguro cazador.

—¡No! —se impacientó Gertrudis—. Consérvate ínte­gro y no como ese zoquete del William que en lugar de hacer blanco a distancia terminó disparándose el tiro para adentro.

Ismael, sin entender nada, supuso que se trataba de un rodeo para rumiar su ira contra el gringo.

—¿Te gustan los niños? —también le había pregun­tado Gertrudis.

Hubo un minuto de silencio. Largo minuto de me­ditación. Ismael la miró y la remiró con ojos traviesos. Pero pronto pasó para ella el susto al confesarle que los niños eran su debilidad. Y como se explayaba en expli­caciones que no venían al caso sobre sus instintos pater­nales, lo interrumpió para que definieran de una vez el nombre del primer hijo.

Tres horas después, resolvieron llamarlo Mauricio.

IV

Y nueve meses más tarde la cigüeña daba el primer aletazo al iniciar el descenso. La llegada de Mauricio fue todo un acontecimiento. A media noche Gertrudis sintió el primer anuncio y con un codazo puso eléctrico al marido, que saltó como una liebre sobre el folleto que mantenía listo para asesorarse sobre los pasos de la maternidad. Repitió el espasmo. Las contracciones siguieron más frecuentes. Ambos sudaban a mares. Ismaelito, presa de la confusión, había telefoneado a los padrinos a ofrecerles el niño, cuando la llamada ha de­bido ser para el médico anunciándole la salida para la clínica.

Y por poco se lanza a la calle en físicos calzon­cillos, maleta en mano, olvidándose de que en apuros como este se necesita, ante todo, tener muy bien puestos los pantalones.

Camino de la clínica se aceleraron las contracciones. El alumbramiento estaba pronto a ocurrir, pues el libro no podía fallar. Puso la mano sobre el vientre de la ma­dre y recibió un puntapié muy bien definido, y ya no dudó más sobre el sexo de la criatura.

Media ciudad recorrida bajo estos afanes, con paradas aquí y allá, siempre que a un semáforo se le ocurre po­nerse rojo, y con tan pocas habilidades para desempeñar el oficio de partero, significa un viaje infernal. Ismael, medio asfixiado, respiró al fin cuando tres enfermeras se lanzaron sobre la candidata a madre y la pusieron horizontal en la camilla preparada para la emergencia.

Gertrudis, al desaparecer tras la sala de maternidad, lanzó una jubilosa sonrisa, como prometiendo que en poco tiempo llegaría con Mauricio entre los brazos.

Regresó media hora más tarde, pero sin Mauricio y más fresca que la diáfana mañana que se venía enci­ma.

Los cálculos habían fallado. Mauricio, mientras tanto, continuaba jugando fútbol y ofrecía pocos deseos de querer salir a respirar aire contaminado. Ismael se des­lizó por el corredor y a la salida despedazó el manual que de nada le había servido, mientras su esposa prome­tía volver a los tres días.

V

Y cumplió la palabra. En el momento indicado, Ismael se metió entre los pantalones, sin los apremios de la otra noche, y no confundió la llamada al médico ni despertó a medio vecindario como lo había hecho aquella vez. Llegó tranquilo a la clínica, extrajo un cigarrillo y se hundió en la lectura del libro de Agatha Christie que portaba para no quedarse solo. Bien acompañado estuvo con el detective del distrito y el médico rural que ya se vislum­braba como el asesino, hasta que un murmullo que creyó salido de la novela le puso los pelos de punta.

Gertrudis, valiente y sudorosa, se expresaba así en los últimos pujos:

—¡Salga pronto, Mauricio!

Al tercer llamado salió por completo. La enfermera lo levantó de los pies y le dio la bienvenida con el tradicio­nal golpe en las nalgas. El llanto guardado de la criatura, que ya no tenía ninguna similitud con el desarrollo po­licíaco, puso en la realidad al padre. Este por poco se desvanece. Se encontró con una figura arrugada y vello­sa y, para colmo del desconcierto, no halló el sexo por ninguna parte. Mal podía hallarlo en medio de su des­control, si Adelaida iba a llamarse la nueva ciudadana.

—¿Verdad que es preciosa? —preguntó enternecida la madre.

—No había visto algo tan horroroso —fue todo el co­mentario del padre.

Pero Adelaida, a los pocos meses, ya no era tan fea. La nariz se le fue arreglando, le brotaron los pómulos, y la frente, que al nacer parecía un acordeón, se volvió lisa. La capa de vello que tanto había impresionado a Ismael se desvaneció para dar paso a una piel delicada. Todo fue cambiando —menos el sexo, que era ya irrevocable— a los ojos del inexperto progenitor.

No podía tratarse sino de una novatada, pues bien se veía que el pobre no había tenido oportunidad de comprobar que los recién nacidos en nada se parecen a los angelitos creados por la fantasía. Las lenguas de vecinos y parientes, que suelen ser tan mentirosas, se deshacían en elogios para la niña, «todo un primor», como decían las señoras. El padre se inflaba de orgullo, y sin darse cuenta, se le fue borrando el sentimiento que había experimentado al frustrarse el deseo de prolongar en un varón la multiplicación de su apellido.

VI

Desde que Adán violó las fronteras prohibidas, el hom­bre es el animal más glotón de la naturaleza. Como Ismael no era ninguna excepción y su Eva era tan ape­titosa y estaba tan resuelta como la del paraíso, comió la fruta por segunda vez. En lo material había visto cre­cer el presupuesto con un subsidio inventado por el Go­bierno por cada hijo que poblara la patria. En lo sentimental sus afectos eran claros. Entre mimo y mimo el matrimonio seguía progresando, y como el amor deja huellas, pronto la esposa se sintió fértil.

¡Qué alegrías, qué fiestas, qué planes! Esta vez no fallarían. Sería un Mauricio fornido. Se hicieron de nue­vo los preparativos, y de nuevo se echó el ojo a los padri­nos, y de nuevo se armaron idénticas ilusiones y expec­tativas. Gertrudis, mujer sensata, se había concentrado en la idea del varón para contribuir a la maternidad masculina, según le aconsejaban las matronas. Y hasta había seguido procedimientos que se decían científicos, y había visitado adivinadores y charlatanes.

—¡Salga pronto, Mauricio! —volvió a gritar.

Lo hizo con toda energía, a pulmón pleno y con fe ciega. Fue emergiendo una cabezota con una aureola tan bien dibujada, que no dudó Ismael en la aparición da una figura episcopal. Los brazos se alargaron como caucheras y dejaron ver dos muñecas macizas. Los mus­los eran trozos exuberantes de tocino; y las piernas, brio­sas como corceles, no podían pertenecer sino a un atle­ta.

¡Y qué pulmones, qué berridos! Ismael lo cogió ávida­mente, lo arrulló con emoción y vio en aquel vástago la respuesta a sus exigencias. Alzó los ojos al cielo y algo dijo entre muelas, para que solo Dios lo entendiera. Pero por poco deja caer el bulto al oír que las enfermeras ponderaban «la niña tan bien formada.» Tarde se le ocurrió verificarlo, y al darse cuenta, porque hay cosas que son evidentes, rabió por la equivocación y se retiró a toda prisa como si hubiera perdido una batalla.

VII

—Mauricio se nos esfumó —comentaba años más tarde, cariacontecido, cuando llegó Rubiela, el quinto esfuerzo hecho mujer.

—No te desanimes, no te desanimes —lo consolaba Gertrudis.

No era que Ismael se desanimara. En absoluto. Llegó a considerarse como un rey en medio de tantas princesas. Alguna vez, malhumorado cuando le devolvieron a todas las niñas por las cuatro mensualidades que debía en el colegio, y cuando también le habían embar­gado el sueldo por no cancelar la última cuenta de la clínica, y además se habían llevado el televisor por no haber vuelto a amortizar las cuotas desde dos años atrás, protestó por tanto exceso. Pero pronto se calmó. Y son­rió sin mucha dificultad, pues por fortuna no había per­dido el sentido del humor.

En estos y otros aprietos solía Gertrudis acordarse de la «teguible cosa» del gringo. Pero se burlaba de él al pensar que el muy tonto había querido pontificar sobre asuntos para él imposibles.

Ismael, filósofo de lo cotidiano, desistió al fin del va­rón. Y al correr del tiempo se hizo retratar, en sus bodas de oro —que de oro no tenían nada— con sus ocho hijas, sus seis nietas y sus dos bisnietas. Con su barba blanca y poblada parecía todo un patriarca. Lo era, sin duda. Rodeado de juventud y lozanía, se sintió rejuvenecido.

VIII

La cigüeña es animal travieso y suele equivocarse de puerta. Gertrudis, de pronto y a estas alturas de la vida, se vio embarazada de nuevo, y se asustó. Más bien se apenó. No estaba bien que continuara siendo una máquina reproductora, cuando ya había considerado sella­das las posibilidades —que ánimos tampoco le habían faltado—.

El marido, en cambio, se hinchó de vanidad. El viejo estaba remozado y su espíritu no había nun­ca dejado de ser juvenil. Sus ojillos picarones se rebulle­ron de contento como ocultando una fruición que no podía contener. Si Chaplin había demostrado virilidad a los ochenta años, él, que frisaba la misma edad, no podía quedarse atrás.

Los progenitores termina­ron riéndose de esta jugada del destino. Un hijo, al final de la jornada, es para desternillarse de risa.

Llegada la hora, se acordó la madre-abuela-bisabuela del «ábrete, sésamo» y respiró hondo, pausado, como an­taño. Y como en sus buenos tiempos, sentía gozosa cómo se iba expulsando la criatura rítmicamente. El proceso seguía teniendo mucho de armonioso, de espontáneo y de gustador. Campanillas musicales acompañaban la ho­ra del dolor.

IX

Y exclamó como en sus viejas épocas:

—¡Salga pronto, Mauricio!

Apareció una forma rolliza, con aureola de obispo. Ismael contemplaba el hombrazo que había llegado al planeta. Dos pepas ojizarcas se abrieron como imanes. Rubio y vigoroso, era todo un exponente humano, la me­jor reserva de sus energías, digno sucesor de su raza que multiplicaría su apellido como en la cena de los panes.

—¡Mauricio, Mauricio! —repetía sin cesar, corriendo de salón en salón, de piso en piso, hasta que los habitan­tes todos de la clínica quedaron enterados de la potencia, del alborozo del anciano.

Era como un trofeo que podía mostrar al mundo para que todos supieran de su vigor, de su constancia, de su machismo. Pero lo llamaron Arcadio por considerar que el nombre de Mauricio se había desgastado.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 12-XII-1976.

* * *

Comentario:

Muy bueno, excelente, tu cuento de hoy en el Magazín Dominical. Todo justo y bien dosificado: el humor, el suspenso, la soltura, el estilo. En cuanto al final, perfectamente delicioso para completar la broma de Mauricio que, en fin de cuentas, se llevó el prurito de no “salir” nunca, con todo y la conminación de Gertrudis: “¡Salga pronto, Mauricio!”. La frase final es estupenda. De esas que solo se le ocurren a un cuentista de verdad. Adel López Gómez, Manizales.

 

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El maletín negro

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

 I

El titulo no da para nada, me censuró el amigo cuando le anuncié la intención de este relato. El título no es lo más, mi querido amigo, aunque usted suponga que de un maletín negro no puede salir un acontecimiento memorable. Lo intentaré, por lo menos.

Yo siempre he creído que las cosas triviales, bien obser­vadas y mejor condimentadas, son las que eslabonan los grandes sucesos de la vida. El meollo va por dentro. Le llevaré, por lo tanto, la contraria al amigo que piensa que con semejante anuncio quedará predispuesta la atención del lector a pensar en el hecho oscuro, policía­co, con visos de encrucijada. Le demostraré que de un maletín, por más negro que sea, pueden brotar chispas. ¡Y vaya si me he metido en la grande!

Por otra parte, mi amiga Inés me tiene acosado para que escriba la historia del Maletín negro, con la que tanto se divirtió cuando se la narramos con mi esposa. Quiere Inés que se mantenga auténtica la historia, y como a las mujeres hay que hacerles caso, negra habrá de ser mi suerte si no logro trasladar al papel, con pelos y señales, como ella lo pide y como yo lo quisiera, los detalles de aquel suceso. A ella también se le ha ocurrido que soy un genio para emborronar cuartillas y vive re­cordándome que si pude satisfacer a mi parienta Susa­na en Los puros de un frac, también he de compla­cerla a ella con las peripecias de un viaje por la Costa Atlántica.

Dicho sea de paso, y ya que se atravesó de nuevo el frac que tantos apuros nos hizo padecer, parece que a mi querida familia no le agradó del todo que yo hubiera sido tan fiel con los detalles. Hubieran preferido, por ejemplo, que Susana fuera doña Ramona, y Jairo don Pánfilo, y María del Pilar la sílfide dormida. Uno no sabe, en definitiva, cómo agradar a la gente.

¿Ve usted, mi caro amigo, cómo fluye, poco a poco, la historia? Y espere, que la cosa sigue mejor.

Aquí me tiene en Medellín, con mi mujer y mis hijos, despegando a las cinco de la mañana con rumbo desco­nocido. O no tan desconocido, porque la intención era llegar ese día a Tolú, donde un amigo nos tenía reser­vada la cabaña. Seria una tierna temporada a la orilla del mar, con resplandor de luceros y susurro de palme­ras. Las vacaciones, por más taquicardias que produzcan en su sola programación, tienen la ventaja de volver inspirada a la gente, así al regreso estemos más cerrados que el cielo para las casadas infieles.

La parienta de Medellín nos insinuó una y otra vez que hiciéramos el viaje directo a Cartagena. Eufórico yo con poder botar al mar las asperezas de un año de fati­gas, lo mismo daba que el recipiente fueran las aguas de Tolú o las de Cartagena, y por el camino fui cantu­rreando aquello de que «caracoles y corales formarán un sendero tapizado hacia el mar»… Me sedujo, de re­pente, la idea de pasar «otra noche en Cartagena, pero contigo»… Repito que las vacaciones le vuelven a uno el alma romántica.

Así me fui aletargando entre el sopor del día calci­nante, pero plácido, y el espectáculo de la naturaleza pintada de arreboles. En Puerto Valdivia habíamos sa­boreado un pescado reconfortante y bien estaba que como sobremesa intentara un poco de reposo.

II

Mi mujer hace mil proezas con el volante, sobre todo cuando lleva a su lado al marido dormido. Discutimos antes la inconveniencia de pasar de largo por Sincelejo, que ya lo presentíamos a menos de dos horas y por donde debíamos desviar hacia la cabaña que nos tentaba a pernoctar. Era incorrecto, desde luego, que no obser­váramos la cortesía debida con el amigo de Sincelejo, gracias a cuyo esfuerzo teníamos listo el dulce remanso en las playas de Tolú, una hazaña en época de temporada.

Resuelta la estadía, mi mujer se recreaba con el es­plendor de la naturaleza, alegremente taciturna, mien­tras yo restauraba las energías en gratas evasiones. Cuando desperté, volví a soñar con la llegada, que ya se hacía esperar, y de nuevo se me ofreció la cabaña me­ciéndose al impulso de la brisa. ¡Qué placentero resulta poder recrear el espíritu con tonificantes expectativas!

Algo brilló de pronto sobre la tersura de la vía, si por brillo puede entenderse un manchón negro que se atraviesa en el asfalto. Hacia él avanzába­mos a pasos acelerados, sin adivinar que había aparecido —¡al fin!— el bendito maletín que anda refundido en las líneas de este relato. Allí estaba, solitario, esperán­donos, el flamante maletín ejecutivo, abandonado en plena vía. Algún santo debió de tirarlo a nuestro paso para hacer más gratas las vacaciones. Habíamos encontrado, sin duda, un tesoro oculto.

Sólo un camión venía atrás, pero de seguro no había observado, como nosotros podíamos hacerlo, la magné­tica aparición. La indecisión en la vida daña muchas empresas. Un instante de zozobra puede echar a perder un futuro de prosperidad. Yo estaba todavía adormilado, rumiando la placidez de la siesta, y no hay que culpar a mi mujer, tan respetuosa del dominio ajeno, el que no hubiera frenado en el sitio exacto. Tres metros de distancia fueron suficientes para que nuestros competi­dores se lanzaran, como aves de rapiña, sobre la prenda.

Nos detuvimos, medio azorados y medio ansiosos, a un lado de la carretera, mientras los camioneros, más in­trépidos para encarar el riesgo, y camioneros al fin y al cabo, descendían de la bramante cabina y se apode­raban de la presa. El pecado, por fortuna, atemoriza. Tanta incertidumbre debieron experimentar ellos, como nosotros la estábamos disimulando, y con pasos de ani­mal grande se nos aproximaron con el maletín.

Eran tres hombres fornidos, templados en la inclemen­cia de largas travesías y duros insomnios. Uno de ellos tenía la cara cortada de lado a lado; a otro le relampagueaban los ojos con impresionante fiereza; y en el tercero aparecía la brusca expresión de los seres toscos.

—¡Se nos cayó! —aseguró mi mujer sin vacilación.

Su firmeza salvó el momento. Deduje después que ellos se habían acercado a proponernos un reparto amis­toso, pero ante la actitud categórica de mi mujer habían quedado desarmados. Me miraron corridos, pidiéndome aprobación, y yo sólo hice un leve movimiento de ca­beza. Recibí el maletín sin la suficiente naturalidad y no se me ocurrió siquiera extenderles una gratificación.

III

Echamos a rodar. Estaba, por fin, en nuestro poder el tesoro incógnito. Hasta entonces volvimos a respirar tranquilos, pero ávidos al propio tiempo por despejar el misterio. Mientras mi mujer encarecía que no lo abriera, mis pequeños hijos cerraban los ojos y se tapaban los oídos ante la detonación que presentían. Para mí el hallazgo significaba, ante todo, suerte. Nunca había encontrado nada en el camino de mi vida y no podía ser reacio ahora al llamado de la fortuna.

Desoyendo clamores, abrí el maletín. Ninguna bomba estalló, lo que era magnífico augurio. De entra­da me tropecé con el finísimo reloj; luego, con el anillo montado en diamantes; más allá, con la cadena de oro; en otro sitio, con cheques y documentos, y por últi­mo, con varios billetes de loterías millonarias… En fin, allí podía estar el tesoro de Alí Baba. Y no seguí es­carbando porque mi mujer me avisó que el camión ve­nía persiguiéndonos.

Cuando quisimos reaccionar, ya nos habían atravesado el vehículo por delante del nuestro, mientras los tres mastodontes humanos descendían de él y se aprestaban a cercarnos. Se ignora cómo mi mujer pudo burlar la encrucijada y, ante el desconcierto de los perseguidores, escaparse por un agujero.

En dos volandas los camioneros arrancaron en abierta persecución. Nunca había visto yo, ni siquiera en las películas de terror, que un camión fuera capaz de tanta velocidad. Pero para eso estaba mi mujer, serena, muy posesionada de su función salvadora, que apenas miraba despectiva al espejo retrovisor para medir distan­cias con la banda satánica. El velocímetro pasó rápido a 80, a 90, a 100, a 110, a 120… Pero seguía pisándonos los talones el implacable enemigo. Parecía un monstruo alado.

Cuando mi mujer gritó que no daba más, en un abrir y cerrar de ojos estaba yo en el volante. La operación para traspasarnos el dominio del carro en plena marcha tuvo que ser acrobática y no se sabe cómo en tan apre­tadas circunstancias puede hacerse tanto. Ya estaba  despierto del todo para dejarme alcanzar y de ese momento en adelante perdí la noción de la velocidad. Como imágenes tenebrosas pasaban por mi mente el rostro cortado de un camionero, la mirada luciferina del otro y el aspecto torvo del tercero. El camión poco a poco se fue haciendo pequeño y terminó desapareciendo.

Era bastante descanso, pero el peligro no había terminado. Pensábamos en la desinflada de una llanta, en el retén, en la escasez de gasolina… Nada de eso sucedió, por fortuna.

Por lógica, dejamos al amigo con la cabaña armada. A nuestro paso por Sincelejo nos acordamos de la re­comendación de la parienta y, confusamente conformes, saludamos las playas de Tolú a las que prometíamos regresar algún día para refrescarnos en aquel remanso de paz, pero no ahora que íbamos en plan de guerra. Sobra decir que el  amigo nos retiró desde entonces la amistad, y todo por el negro maletín.

IV

Cuando entramos a Cartagena advertimos que sólo habíamos gastado nueve horas en un viaje que está hecho para más del día. ¡Lo que puede el miedo! En la Ciudad Heroica —¡y vaya si cabe el calificativo a mi acción!— una cabeza muy sesuda terminó recomendando que antes de pensar en la propiedad del maletín, que procla­mábamos como indiscutible, debíamos meditar en el muerto. ¿El muerto? ¡Sí! ¡El muerto! No podía descar­tarse, de ninguna manera, que el maletín pertenecía a alguien que había sido asesinado. Los asesinos éramos nosotros, si no entendí mal.

El lío era tremendo. La solución consistía en des­prendernos del cuerpo del delito. ¿Pero cómo? ¿Acaso no quedaban testigos tan peligrosos como los camioneros? Ante hechos tan amenazantes estuve tentado a de­volverme en busca de aquellos tiranos de la vía para proponerles el reparto del botín, como quien dice, el reparto del muerto. Al llegar a esta parte tengo, necesa­riamente, que hallarle la razón al amigo que me censuró el título, para convenir en que un maletín negro no puede suponer sino algo oscuro, policíaco, con visos de encru­cijada.

V

Antes de enterrar el tesoro en lo más profundo del mar Caribe, justo era que, por lo menos, no lo lanzára­mos con los ojos cerrados. No estaba mal el inventario, acaso para contarle a la posteridad que de nuestras manos se había escapado una fortuna esquiva. Con ojo sigiloso fui desempacando el contenido: el finísimo reloj que había visto en medio del azoramiento no era más que una maquinaria oxidada; el anillo enchapado en diamantes era físico cobre; la cadena de oro resultó un escapulario de trapo; los billetes de las loterías millonarias eran de tres años atrás…

Siguieron apareciendo, en su orden, unos calzoncillos limpios, un pañuelo a me­dio ensuciar y unas medias sucias. En un bolsillo secreto hallé unas cuantas monedas de a centavo, y antes de reservarme una para la buena suerte, me condolí de la devoción del muerto por esta clase de agüeros. Lo que restaba era poco: un lápiz sin punta; el aviso sobre unas letras de cambio, de las que no podía hacerme cargo; una notificación de cobro, que tampoco podía aceptar; la prescripción de una clínica de reposo, que no estaba mal para mi estado de ánimo, y una libreta de direcciones.

La libreta, por lo menos, me proporcionó alguna idea sobre la personalidad del difunto. Había sido, sin duda, empedernido tenorio, pues sólo aparecían nombres de mujeres. Juro, por respeto a su memoria, que no he hecho uso de ninguna de ellas.

Ya ni siquiera valía la pena lanzar el pobre equipaje al fondo del mar. Resolvimos arriesgarnos a dirigir al tenorio un mensaje a la dirección que habíamos descu­bierto. Pasaron dos días, tres, cuatro, cinco, sin recibir respuesta. ¡Más muerto no podía estar!

Como último recurso, y para no continuar echando a pique el descanso, nos propusimos, en acto heroico, ol­vidarnos del incidente. ¡Que viva el muerto!, exclama­mos dos días antes del regreso, cuando ya las vacaciones se habían aguado. Y, efectivamente, el muerto resucitó. Recibimos un mensaje elocuentísimo que se deshacía en palabras de gratitud por la noble acción y nos anuncia­ba que ya venía en viaje para conocer y retribuir a sus honrados guardianes. Alcanzamos a pensar en las al­bricias, con las que le compraríamos a nuestro pequeño hijo un barco de fantasía y nos resarciríamos, en alguna forma, de los sustos recibidos.

El maletín permanece en Cartagena sin ser reclamado. Y seguramente nunca lo será, porque me parece enten­der que no existe ningún atractivo para rescatar unas mudas sucias. Y el resto vale menos, como dijo el poeta.

Soy gran propagandista de las vacaciones por tierra. Son un formidable remedio contra la neurosis o la fatiga. La fórmula es bien sencilla: deslícese por esas carreteras de Dios y espere paraísos insospechados. Pero no se le ocurra, nunca, detenerse a recoger un maletín, porque puede hacerle ver las chispas del infierno.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 18-I-1976.

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El bueno mozo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Eso de ser buen mozo tiene sus bemoles. Unos manejan su esbeltez con desenvoltura, caminan empinados pero sin afectación y poseen el suficiente talante para demos­trar que son todos unos hombres. Otros, en cambio, que nacieron también apuestos pero sin la misma consisten­cia y que, como los anteriores, cautivan a primera vista, sufren alguna descompensación en el reparto hormonal y, sin quererlo ni habérselo propuesto nunca, se fueron para el otro lado.

Estar en tal posición, con todo y ser un término incó­modo de ubicación en la vida, porque la gente por des­gracia no siempre entiende lo que es natural, trae también sus ventajas. Fíjese usted en aquel muchacho curvilíneo y medio esponjoso que con su caminar menudito y sus contorneos ágiles deja boquiabiertas a las mujeres. Ob­sérvelo bien. Su figura es arrogante, no sólo porque así nació y así continúa cultivándose, sino además por vivir en la moda, o en la onda, como dicen por ahí, con su melena revuelta, sus patillas enroscadas y sus frondosos mostachos.

Siga observándolo. Los pantalones estrecha­mente ajustados a la cadera no se le caerán por más escurridizos que estén, pues una de sus características es la de saber manejar la cintura. La guayabera, cruzada por cintillas y pliegues ondulantes, le imprime donosura. Las zapatillas de charol le permiten ese andar airoso. No faltan los colgandejos y amuletos, la piedra encha­pada en el meñique y la pulsera de cuero forrando su muñeca de gladiador romano.

Este muchacho peripuesto, a quien usted desea cono­cer, es Dionisio. Pero no un Dionisio cualquiera, de los tantos que abundan en el anonimato. Todo en él es gar­bo. Su figura es rítmica. Nació para conquistador, no hay duda, porque las mujeres lo asedian y se lo pelean. Se lo pelean, así como suena, y si quiere saber más le cuento que entre sus hazañas se contabilizan cuatro ri­ñas callejeras, tres damiselas aporreadas, un matrimonio disuelto y otro a punto de disolverse. Dionisio, sin em­bargo, y sin duda en virtud de su posición privilegiada sobre el común de los tenorios —o de los que parecen ser­lo—, se da el lujo de hacerse rogar del bello sexo como ni usted ni yo seguramente lo haríamos.

Sus razones tendrá, y a la gente debe respetársele su manera de ser. Con todo, una de sus admiradoras —y esto se lo cuento a usted en secreto— descubrió que el muchachote no era tan hombre como se veía por fuera. Ella, que lo había perseguido y que al fin llegó muy cerca de sus sentimientos, se defraudó. Pero no por eso sería justo disminuirle atributos, si es humano equivocarse, sobre todo cuando la ambición o el exceso de aspiracio­nes hacen ver o sentir las cosas de manera diferente. Es lo cierto que Dionisio, a pesar de la murmuración, no podía perder piso si de todas maneras continuaba siendo el rey de la gallada.

Pero cuando a una opinión se agregan otras, ahí sí cambian las apariencias. La imagen del seductor poco a poco se fue deteriorando, y cuando quiso evitar el des­moronamiento total, ya no era sino una birria. Se encon­tró, de la noche a la mañana, destronado de su nicho de hombre fuerte. Duro golpe para él, tan hecho a la lisonja y acostumbrado a suponerse el más gallo de los ga­llos. «Una calumnia, una infamia», gruñía.

Pero la fama, ese tesoro que debe saberse conservar, se deteriora cuan­do menos se espera. Tarde lo comprendió, y por más que se dedicó a enamorar, y a no ser tan rogado, y a portarse como hombre de verdad, las mujeres no vol­vieron a creer en su autenticidad.

Devaluado por completo, se fue con sus arreos a otros predios. «Adiós, vil barriada», exclamó en la huida. Y enfiló sus baterías hacia mejores horizontes. Bien lo hizo, pues lejos del chismorreo volvería a levantar el pena­cho, y no en aquel sitio donde se jugaba con su honra —como él la llamaba— y ya no se le permitía mariposear como antes. A pesar de lo que repetían las malas len­guas, él se consideraba todo un macho.

¿Cómo no iba a serlo con esa estampa de castigador de cine, y con esa musculatura de luchador, y con esa bizarría de espadachín? ¿Cómo no iba a ser así, él, que poseía cuerpo pecaminoso, y líneas esculturales, y todo un com­plejo de perfección; él, que atraía, y que excitaba, y que avasallaba? ¡No sabían ellas, las muy tontas, de lo que se perdían! Allá, muy lejos, levantaría de nuevo su im­perio y las mujeres se rendirían a su paso.

Mírelo usted ahora, dueño de otro patio. Se pavonea como si nada hubiera sucedido. Allí está el mismo seduc­tor de mirada conquistadora y ademanes prontos. Las mujeres se derriten a su paso. Y también los hombres, porque de todo hay en la viña del Señor.

Ser bien plantado trae sus ventajas. Con todo y ser para muchos una postura ingrata, para otros que como Dionisio saben manejar sus encantos, es un blasón para ganar batallas. Sólo le bastó adoptar un aire desdeñoso para asegurar el nuevo liderato. Acaso con el tiempo llegue otra de sus pretendientes a pisarle los talones y, entre pisada y pisada, a descubrir que alguna cuerda no funciona y a sospechar o comprobar que hay glándulas atrofiadas. Pero de ocurrir esto, para lo que está preve­nido, lo más seguro es que se marche con su hermosura a otro patio.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 30-V-1976.

 

 

 

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Bajo la piel

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Omar Morales Benítez, escritor como sus hermanos, es además eminente jurista que alterna su profesión con el ejercicio de la narrativa. Diez cuentos breves y de profundas dimensiones, enmarcados en itinerarios de angustia, transmiten el grito del hombre asediado por la desesperanza.

Son cuentos de dolor que pintan la tragedia de un mundo contradictorio que cerca al individuo de toda clase de frustraciones y penalidades, mientras en el horizonte apenas se otean lloviznas con pocas claridades. Refundido entre brumas se percibe la presencia del pueblo solariego que entrecruza sus caminos para empujar la soledad.

En cada uno de los relatos se siente, se palpa la brusquedad de la vida. El hombre, perdido en un laberintos de odios, lágrimas y lacras sociales, no quiere encontrar la salida. Todo lo torna caótico y torturante. De pronto, una luz en el camino trata de redimirlo, pero tal parece que el mal se emponzoñara para crear tinieblas.

Omar Morales Benítez, cuentista afortunado que fabrica con intención el caos del mundo confuso, consigue el propósito de entretejer bajo la piel el drama de la sociedad adolorida. Los caminos de sus personajes se deslizan por pedregales insufribles, y el horizonte, siempre sombrío, oscurece la mirada. Canes asustados, machetes relucientes, botas agresivas, jirones de piel que se desgarran y se estremecen, brotan en la contienda del hombre lobo.

Son figuras que hieren el espíritu y piden justicia. El autor, que por jurista comprende la sinrazón de tanto desequilibrio, se apodera del ánimo de su lector para situarlo en el campo de la desesperación, del dolor a secas, donde las heridas se abren como con un machetazo en la conciencia. Y no se crea que es libro desolado y estéril, sino todo lo contrario: acusador y justiciero. Quizás el autor escarba en la intimidad do sus propias incursiones de jurista para redimir, con sus códigos y sus convicciones humanistas, la tragedia que circunda su bufete.

Nada distinto hizo Balzac con los desechos humanos de su época, hasta legarnos un código ético en medio de miserias y podredumbres. «A quienes me acompañan en el duro ejercicio de vivir», la dedicatoria del libro de Omar, es de por sí una sentencia y un clamor.

De los diez relatos, orientados todos en la búsqueda de amor y comprensión, me ha impresionado sobre todo el que lleva por título El espejo. El pobre beodo, lacerado por la amargura, tropieza en su torpe recorrido por calles inhóspitas con el almacén de espejos que lo muestran sin cabeza. Las imágenes bailan en delirio de carcajadas histéricas, de ojos chispeantes, de nervaduras crispadas, de diablos revueltos, y por más que el mísero borracho intenta descubrir su rostro, solo aparecen en los espejos escombros descomunales. Desesperado por el suplicio de verse descabezado, rompe el vidrio y lo destruye en mil pedazos. Los trozos despedazados hacen formar, ahora sí, el rostro nítido, que se multiplica tétricamente en miles de rostros, de rostros angustiados. Es el yo acusador que se levanta en la demencia del monstruo que no puede soportar su presencia.

No daño el relato al dejar para el lector que él mismo descubra la secuela. Pero no puedo privarme de la libertad de pregonar la maestría de este cuento de enorme impacto sicológico.

Bajo la piel es el testimonio de esta época golpeada por la ferocidad del hombre contra el hombre. No se trata de la constancia de protesta que tantos ensayan con repeticiones inocuas, sino de la afirmación de que el mundo, a pesar de sus fieras desencadenadas, puede recomponer sus vías tortuosas.

Y si las lacras se muestran con crudeza y al desnudo, existen por ahí, solitarias acaso, y por eso mismo vigilantes, lágrimas que no siempre son de dolor, sino también de esperanza.

La Patria, Manizales, 15-XI-1977.
El Espectador, Bogotá, 22-XII-1977.

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