Cuento de
Gustavo Páez Escobar
I
Gertrudis, que de soltera fue muy apetecida y que por poco da su brazo a torcer con el gringo del departamento donde trabajaba, personaje grandote, rubio y de ojos azules, terminó casándose con Ismael. A ella le encantaban los cocteles que ofrecían en la compañía, y los automóviles último modelo como los del míster, y las comidas en el Gran Vatel, con champaña y whisky.
A Ismaelito, en cambio, la vida le quedaba apretada, entre otras cosas porque sólo ganaba $ 1.350 al mes como administrador del almacén de sanitarios. Por eso no tenía automóvil último modelo, pero ni siquiera cualquier trasto rodante. Tampoco sabía de champaña ni de whiskys ni de pequeños ni grandes Vateles.
Con todo, Gertrudis prefirió a Ismael. La decisión, algo difícil, se resolvió por un pequeñísimo detalle, que puede captarse en la charla sostenida con el míster a las tres de la madrugada en la discoteca, según ella, y en el nigth club, según él, donde se refugiaban los sábados:
—¿A dónde, querer, negrita, que pasemos nuestra luna de miel?
Gertrudis sintió un desvanecimiento pero se mantuvo bien agarrada entre las manotas del míster y ni siquiera se puso colorada, pues la media luz del establecimiento opacaba cualquier rubor.
—Yo decirte, negrita, y tú contestarme, si querer pasar conmigo una sabrosísima, ¡cómo llamarse!, luna de miel…
—¡Ay, William!.. . ¡Ay, William!… —repetía Gertrudis tartamudeando.
—¿Querer o no querer? —la concretó el gringo.
—¡William, por favor! ¡Por favor, William! ¡Me emocionas mucho, muchísimo!
Y se agazapó gimoteando entre la musculatura del míster, que aprovechó la ocasión para acomodarle uno de esos besos gelatinosos que saben mejor a las tres de la mañana, sobre todo si en el aire ha quedado flotando la propuesta de matrimonio. A Gertrudis no le costó trabajo seguir pegada a los labios del míster, pero al advertir que éste mordisqueaba y mordisqueaba, la ofrenda perdió encanto, y viendo que aún no había pronunciado las palabras rituales, se deslizó inteligentemente y, tomando aliento, exclamó:
—¡Contigo hasta la muerte!
—¡Chévere, cheverísimo! —susurró el gringo, se frotó las manos como si fuera a sacarles candela y, sin importarle que aún no estaban en la cámara conyugal, levantó a Gertrudis y la hizo girar tres veces en el aire hasta que ella tuvo que suplicarle que le permitiera aterrizar, pues la efervescencia etílica estaba a punto de volverse peligrosa.
—Yo entender, morenita, que podemos hacernos libremente el amor.
—No tan libremente, William.
—Explicarme: nos casamos y vamos a Cartagena a hacernos el amor.
—A la luna de miel —corrigió ella, recatada.
—Ser lo mismo.
—Pero prefiero a Estados Unidos.
—Como tú dispongas, Gertruditas de mi alma.
—Y encargaremos muchos bebés a la cigüeña —se entusiasmó ella.
—No, morenita. No ser conveniente tener criaturos. Eso llamarse explosión demográfica y representar un peligro para el mundo. ¡Teguible cosa!
—¡Oh, no! —se afanaba Gertrudis.
—¡Oh, yes! —se empeñaba él.
Y en medio de la euforia terminó confesándole que por esas cosas raras de la vida había perdido un testículo al disparársele la escopeta en la cacería, y había quedado con la cuerda reventada.
—¡Pésima puntería! —fue el lacónico comentario de Gertrudis, quien se levantó exaltada y, terciándose la cartera, se esfumó como alma que lleva el diablo, mientras el míster no alcanzaba a distinguir qué tenía que ver la puntería con su plan antidemográfico.
II
Ismaelito poseía, entre muchas cualidades, la perseverancia del santo Job y no le importaba resistir inclemencias rondando la manzana donde se solazaba la pareja, si presentía que tarde o temprano habría de llegarle la oportunidad de vengarse de la gringada. Cuando la puerta se abrió, Ismael se escondió como tantas otras veces detrás del poste de la esquina, pero luego estuvo en dos brincos al lado de su amada cuando comprobó que el míster acababa de ser destronado.
Romper un compromiso para asegurar, acto seguido, otro compromiso, es saber vivir. Gertrudis era afortunada, no cabe duda. La ocasión no se festejó con champaña ni con whisky, sino con aguardiente limpio de ese que quema el estómago y entona rápido el espíritu, y no tuvo como escenario el nigth club sino el bogotanísimo rincón de los serenateros baratos que a las tres de la mañana no tienen otro oficio que bostezar y entretener borrachos. La boda se armó con pasmosa facilidad, pero antes lo sometió ella a un test muy discreto:
—Toda la vida te he esperado… William era sólo una distracción… Cuando me propuso matrimonio me convencí de que no podía vivir sino contigo…
—¡Me abrumas, Gertrudis! —interrumpió Ismael empacándose el quinto aguardiente doble.
—La emoción es mía…
—Nos casaremos pronto —selló él los puntos suspensivos, a tiempo que lograba al fin colocarle el primer beso de su vida, que para ella era el número 15 de la noche, y que le pareció más juguetón que los del míster.
—¿Cuándo es pronto, amorcito?
—Déjame hacer planes. En seis meses… ¡No! Mejor en un año…
—No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy —sentenció Gertrudis.
III
Se casaron ese mismo día, por la tarde, a manera de desenguayabe; o como premio de consolación, según pensaba ella en sus intimidades.
—¿Has estado alguna vez en cacería? —le había preguntado Gertrudis.
—Nunca, pero si lo deseas me volveré tu más seguro cazador.
—¡No! —se impacientó Gertrudis—. Consérvate íntegro y no como ese zoquete del William que en lugar de hacer blanco a distancia terminó disparándose el tiro para adentro.
Ismael, sin entender nada, supuso que se trataba de un rodeo para rumiar su ira contra el gringo.
—¿Te gustan los niños? —también le había preguntado Gertrudis.
Hubo un minuto de silencio. Largo minuto de meditación. Ismael la miró y la remiró con ojos traviesos. Pero pronto pasó para ella el susto al confesarle que los niños eran su debilidad. Y como se explayaba en explicaciones que no venían al caso sobre sus instintos paternales, lo interrumpió para que definieran de una vez el nombre del primer hijo.
Tres horas después, resolvieron llamarlo Mauricio.
IV
Y nueve meses más tarde la cigüeña daba el primer aletazo al iniciar el descenso. La llegada de Mauricio fue todo un acontecimiento. A media noche Gertrudis sintió el primer anuncio y con un codazo puso eléctrico al marido, que saltó como una liebre sobre el folleto que mantenía listo para asesorarse sobre los pasos de la maternidad. Repitió el espasmo. Las contracciones siguieron más frecuentes. Ambos sudaban a mares. Ismaelito, presa de la confusión, había telefoneado a los padrinos a ofrecerles el niño, cuando la llamada ha debido ser para el médico anunciándole la salida para la clínica.
Y por poco se lanza a la calle en físicos calzoncillos, maleta en mano, olvidándose de que en apuros como este se necesita, ante todo, tener muy bien puestos los pantalones.
Camino de la clínica se aceleraron las contracciones. El alumbramiento estaba pronto a ocurrir, pues el libro no podía fallar. Puso la mano sobre el vientre de la madre y recibió un puntapié muy bien definido, y ya no dudó más sobre el sexo de la criatura.
Media ciudad recorrida bajo estos afanes, con paradas aquí y allá, siempre que a un semáforo se le ocurre ponerse rojo, y con tan pocas habilidades para desempeñar el oficio de partero, significa un viaje infernal. Ismael, medio asfixiado, respiró al fin cuando tres enfermeras se lanzaron sobre la candidata a madre y la pusieron horizontal en la camilla preparada para la emergencia.
Gertrudis, al desaparecer tras la sala de maternidad, lanzó una jubilosa sonrisa, como prometiendo que en poco tiempo llegaría con Mauricio entre los brazos.
Regresó media hora más tarde, pero sin Mauricio y más fresca que la diáfana mañana que se venía encima.
Los cálculos habían fallado. Mauricio, mientras tanto, continuaba jugando fútbol y ofrecía pocos deseos de querer salir a respirar aire contaminado. Ismael se deslizó por el corredor y a la salida despedazó el manual que de nada le había servido, mientras su esposa prometía volver a los tres días.
V
Y cumplió la palabra. En el momento indicado, Ismael se metió entre los pantalones, sin los apremios de la otra noche, y no confundió la llamada al médico ni despertó a medio vecindario como lo había hecho aquella vez. Llegó tranquilo a la clínica, extrajo un cigarrillo y se hundió en la lectura del libro de Agatha Christie que portaba para no quedarse solo. Bien acompañado estuvo con el detective del distrito y el médico rural que ya se vislumbraba como el asesino, hasta que un murmullo que creyó salido de la novela le puso los pelos de punta.
Gertrudis, valiente y sudorosa, se expresaba así en los últimos pujos:
—¡Salga pronto, Mauricio!
Al tercer llamado salió por completo. La enfermera lo levantó de los pies y le dio la bienvenida con el tradicional golpe en las nalgas. El llanto guardado de la criatura, que ya no tenía ninguna similitud con el desarrollo policíaco, puso en la realidad al padre. Este por poco se desvanece. Se encontró con una figura arrugada y vellosa y, para colmo del desconcierto, no halló el sexo por ninguna parte. Mal podía hallarlo en medio de su descontrol, si Adelaida iba a llamarse la nueva ciudadana.
—¿Verdad que es preciosa? —preguntó enternecida la madre.
—No había visto algo tan horroroso —fue todo el comentario del padre.
Pero Adelaida, a los pocos meses, ya no era tan fea. La nariz se le fue arreglando, le brotaron los pómulos, y la frente, que al nacer parecía un acordeón, se volvió lisa. La capa de vello que tanto había impresionado a Ismael se desvaneció para dar paso a una piel delicada. Todo fue cambiando —menos el sexo, que era ya irrevocable— a los ojos del inexperto progenitor.
No podía tratarse sino de una novatada, pues bien se veía que el pobre no había tenido oportunidad de comprobar que los recién nacidos en nada se parecen a los angelitos creados por la fantasía. Las lenguas de vecinos y parientes, que suelen ser tan mentirosas, se deshacían en elogios para la niña, «todo un primor», como decían las señoras. El padre se inflaba de orgullo, y sin darse cuenta, se le fue borrando el sentimiento que había experimentado al frustrarse el deseo de prolongar en un varón la multiplicación de su apellido.
VI
Desde que Adán violó las fronteras prohibidas, el hombre es el animal más glotón de la naturaleza. Como Ismael no era ninguna excepción y su Eva era tan apetitosa y estaba tan resuelta como la del paraíso, comió la fruta por segunda vez. En lo material había visto crecer el presupuesto con un subsidio inventado por el Gobierno por cada hijo que poblara la patria. En lo sentimental sus afectos eran claros. Entre mimo y mimo el matrimonio seguía progresando, y como el amor deja huellas, pronto la esposa se sintió fértil.
¡Qué alegrías, qué fiestas, qué planes! Esta vez no fallarían. Sería un Mauricio fornido. Se hicieron de nuevo los preparativos, y de nuevo se echó el ojo a los padrinos, y de nuevo se armaron idénticas ilusiones y expectativas. Gertrudis, mujer sensata, se había concentrado en la idea del varón para contribuir a la maternidad masculina, según le aconsejaban las matronas. Y hasta había seguido procedimientos que se decían científicos, y había visitado adivinadores y charlatanes.
—¡Salga pronto, Mauricio! —volvió a gritar.
Lo hizo con toda energía, a pulmón pleno y con fe ciega. Fue emergiendo una cabezota con una aureola tan bien dibujada, que no dudó Ismael en la aparición da una figura episcopal. Los brazos se alargaron como caucheras y dejaron ver dos muñecas macizas. Los muslos eran trozos exuberantes de tocino; y las piernas, briosas como corceles, no podían pertenecer sino a un atleta.
¡Y qué pulmones, qué berridos! Ismael lo cogió ávidamente, lo arrulló con emoción y vio en aquel vástago la respuesta a sus exigencias. Alzó los ojos al cielo y algo dijo entre muelas, para que solo Dios lo entendiera. Pero por poco deja caer el bulto al oír que las enfermeras ponderaban «la niña tan bien formada.» Tarde se le ocurrió verificarlo, y al darse cuenta, porque hay cosas que son evidentes, rabió por la equivocación y se retiró a toda prisa como si hubiera perdido una batalla.
VII
—Mauricio se nos esfumó —comentaba años más tarde, cariacontecido, cuando llegó Rubiela, el quinto esfuerzo hecho mujer.
—No te desanimes, no te desanimes —lo consolaba Gertrudis.
No era que Ismael se desanimara. En absoluto. Llegó a considerarse como un rey en medio de tantas princesas. Alguna vez, malhumorado cuando le devolvieron a todas las niñas por las cuatro mensualidades que debía en el colegio, y cuando también le habían embargado el sueldo por no cancelar la última cuenta de la clínica, y además se habían llevado el televisor por no haber vuelto a amortizar las cuotas desde dos años atrás, protestó por tanto exceso. Pero pronto se calmó. Y sonrió sin mucha dificultad, pues por fortuna no había perdido el sentido del humor.
En estos y otros aprietos solía Gertrudis acordarse de la «teguible cosa» del gringo. Pero se burlaba de él al pensar que el muy tonto había querido pontificar sobre asuntos para él imposibles.
Ismael, filósofo de lo cotidiano, desistió al fin del varón. Y al correr del tiempo se hizo retratar, en sus bodas de oro —que de oro no tenían nada— con sus ocho hijas, sus seis nietas y sus dos bisnietas. Con su barba blanca y poblada parecía todo un patriarca. Lo era, sin duda. Rodeado de juventud y lozanía, se sintió rejuvenecido.
VIII
La cigüeña es animal travieso y suele equivocarse de puerta. Gertrudis, de pronto y a estas alturas de la vida, se vio embarazada de nuevo, y se asustó. Más bien se apenó. No estaba bien que continuara siendo una máquina reproductora, cuando ya había considerado selladas las posibilidades —que ánimos tampoco le habían faltado—.
El marido, en cambio, se hinchó de vanidad. El viejo estaba remozado y su espíritu no había nunca dejado de ser juvenil. Sus ojillos picarones se rebulleron de contento como ocultando una fruición que no podía contener. Si Chaplin había demostrado virilidad a los ochenta años, él, que frisaba la misma edad, no podía quedarse atrás.
Los progenitores terminaron riéndose de esta jugada del destino. Un hijo, al final de la jornada, es para desternillarse de risa.
Llegada la hora, se acordó la madre-abuela-bisabuela del «ábrete, sésamo» y respiró hondo, pausado, como antaño. Y como en sus buenos tiempos, sentía gozosa cómo se iba expulsando la criatura rítmicamente. El proceso seguía teniendo mucho de armonioso, de espontáneo y de gustador. Campanillas musicales acompañaban la hora del dolor.
IX
Y exclamó como en sus viejas épocas:
—¡Salga pronto, Mauricio!
Apareció una forma rolliza, con aureola de obispo. Ismael contemplaba el hombrazo que había llegado al planeta. Dos pepas ojizarcas se abrieron como imanes. Rubio y vigoroso, era todo un exponente humano, la mejor reserva de sus energías, digno sucesor de su raza que multiplicaría su apellido como en la cena de los panes.
—¡Mauricio, Mauricio! —repetía sin cesar, corriendo de salón en salón, de piso en piso, hasta que los habitantes todos de la clínica quedaron enterados de la potencia, del alborozo del anciano.
Era como un trofeo que podía mostrar al mundo para que todos supieran de su vigor, de su constancia, de su machismo. Pero lo llamaron Arcadio por considerar que el nombre de Mauricio se había desgastado.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 12-XII-1976.
* * *
Comentario:
Muy bueno, excelente, tu cuento de hoy en el Magazín Dominical. Todo justo y bien dosificado: el humor, el suspenso, la soltura, el estilo. En cuanto al final, perfectamente delicioso para completar la broma de Mauricio que, en fin de cuentas, se llevó el prurito de no “salir” nunca, con todo y la conminación de Gertrudis: “¡Salga pronto, Mauricio!”. La frase final es estupenda. De esas que solo se le ocurren a un cuentista de verdad. Adel López Gómez, Manizales.