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Humo

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El ingeniero contemplaba, orgulloso, la estructura que ascendía en ese momento a 14 pisos y medio y que se erguía como un gigante de acero por entre débiles armazones que, a su lado, parecían muñecos de barro. El poder del hombre no es tan ilimitado como para no ser capaz de fabricar monstruos de 14 cuerpos y medio. Perdón: de 15, porque ya la inmensa pala, que no le tenía miedo al vértigo, acababa de transportar nuevas piezas y las había encajado, formando una figura completa. Tenía pies y brazos y tronco. Solo le faltaba la cabeza.

Cuando el aparato giró de nuevo sobre los absortos tejados, el profesional acarició su vanidad con gesto de suficiencia. Pero luego se disminuyó su arrogancia al verse tan insignificante frente a sus colosales matemáticas.

Sesenta hombres que se movían en todas las direcciones, como diablos sueltos, representan un enjambre alborotado. Carretillas en ascenso, bloques de cemento asomados en el abismo, arterias que palpitan, voces que se reprimen… aquello era la combinación de muchas fuerzas alocadas. Arriba, la pala taladraba la oquedad de la atmósfera; abajo, el hombre escarbaba el vientre de la tierra; y en el agujero, 62 peones en agitación, como ratas atrapadas.

–¡Carajo! –rabió el ingeniero desde la altura.

Se había encaramado allí para medir mejor su talento. El hombre se siente más hombre cuando está subido sobre algo.

La hormiguita, que había desviado su camino mientras la fila de compañeras detenía la marcha, descendió veloz por la pantorrilla del ingeniero. El palmotazo llegó tardío y el insecto alcanzó a ponerse a salvo. Y riéndose de la picardía, entabló con su vecina el siguiente diálogo:

–Es necesario distraerlo: nos obstruye el paso.

–Debemos proseguir la marcha –agregó la compañera.

–El hombre es vanidoso. Se cree importante, casi un dios, si levanta 15 pisos. Pero se vale para armarlos de potentes maquinarias, mientras nosotras cargamos varias veces nuestro peso. Si tuviéramos su misma estatura moveríamos este edificio.

–Y oye cómo grita para que le obedezcan. Las hormigas trabajamos en silencio y producimos más que el hombre, sin tanto aparato ni ostentación. Hacemos caminos y túneles y puentes.

–Y construimos palacios en los árboles. Pero el hombre es destructor: tumba nuestras moradas y nos extermina. Vivimos socialmente. En cambio, él es disociador.

–¡Hagamos la revolución!

–¡Hagamos la revolución! –apoyó la compañera.

–¡Carajo! –gritó otra vez el ingeniero–. ¡Templen ese cable! ¡Sostengan la columna! ¡Muévanse, idiotas!

–¿Lo oyes? Grita, maldice, siembra odio. Llama idiotas a sus semejantes, mientras en nuestra sociedad somos hermanos. Tú eres mi hermana. Yo soy tu hermana. Pero él no podrá ser nunca nuestro hermano, porque no llegará a ser hombre-hormiga.

Dejó el hombre de vociferar, y pensó: «Soy poderoso. Nadie me gana en fuerza. Y estos bichos rastreros pretenden enseñarme ingeniería entrelazando los desperdicios de la madera. Si quisiera los aplastaría a todos de un pisotón. Es tanto mi talento, que puedo convertir el edificio en una escalera al cielo».

Respaldó su jactancia con un golpe en el tablado. La hormiga apenas pudo esconder medio cuerpo entre la ranura de la madera. El taconazo trituró a varias de las compañeras.

Si el hombre experimenta desolación ante el desastre, también el animal. El hombre y el animal no se diferencian en sus instintos primarios. Presa la hormiga de intenso dolor ante la caravana diezmada, sintió arderle la venganza. Era una venganza sorda, furiosa. El grito de ¡revolución! se había apagado con un solo impulso bajo el pie del hombre. Pero la hormiga no desistió y con rabia empujó al pelotón de relevo, que ya trepaba por la pared y coronaba la altura. Volvió a subir por la pantorrilla y picó más fuerte. Y de nuevo el manotazo se volvió colérico, pero otra vez el animal saltaba a tiempo. Era una manera de provocar al enemigo, de responder al ataque.

Mal podía el hombre entender que aquello era un reto, y menos admitir que los seres minúsculos que se movían a sus pies fueran tan laboriosos como él que hacía hervir las entrañas del socavón con solo accionar aparatos y barajar matemáticas; que cruzaba hierros y columnas como si armara figuras de cartón; que levantaba gigantes en el aire como si inflara bombas de caucho.

Los obreros, pequeños danzarines del espacio, se columpiaban entre andamios y trepaban por las paredes como títeres movidos por hilos invisibles. Y allí, en la cúspide, elevado como un dios, el ingeniero podía pavonearse en su orgullo y embriagarse con la gloria, si –como lo pensaba con orgullo– estaba levantando una nueva Torre de Babel para llegar al cielo y –soñador al fin– engarzaría una estrella para que le alumbrara el camino. La bóveda celeste, tersa y majestuosa, flotaba en el espacio a cortísima distancia. Alguna nube pasajera rozaba la techumbre y entonces más se contagiaba el hombre de altura e inmensidad.

La caravana se había detenido. Con dificultad había llegado hasta allí, con su cargamento de maderas, para fabricar, también en la cumbre, una morada. Pero no una morada cualquiera. Sería un mirador al cielo. Mas en la cumbre había confusión. El viento soplaba fuerte. Y allí estaba el hombre, su eterno enemigo, que le cerraba el paso.

Si la hormiga es artesana y construye caminos y túneles y puentes, olvida a veces que su reino no está en las alturas, sino en los subterráneos. Pero, vanidosa también, pretendía avanzar a empellones. Su osadía era tanta al querer posesionarse de la cima para arrojar al hombre al vacío, como la de éste pretender enlazar estrellas. El bicho incitaba a la revolución, olvidando que las batallas no se ganan a picotazos en la era de los cohetes y las metralletas. Y cada vez picaba con mayor ardor, sin importarle que la furia del hombre siguiera diezmando la insurrección. ¿Por qué desistir, si venían próximos otros refuerzos, y después llegarían más, y muchos más?

–Ningún Vietnam se ha ganado en un día –argumentó la hormiga.

Por el listón ascendía una hilera compacta, más nutrida que las anteriores. Llegaba el momento definitivo. La proclama de la hormiga líder fue vehemente:

–¡Adelante, compañeras! Debemos luchar contra el hombre, debemos dominarlo. Ya ha exterminado parte de nuestro ejército, pero nos vengaremos. Moveremos entre todos el tablado y lo lanzaremos al abismo. Y pondremos aquí nuestro trono. ¡Abajo el hombre!

–¡Abajooo…!

–¡Empujen todas!

Las fuerzas reunidas hicieron prodigios: el tablado se movió.

–¡Más fuerza, compañeras!

A la tercera embestida la tabla crujió. Despavorido, el hombre se llevó una mano a la cabeza. Sintió que el mundo se movía a sus pies, y lo trastornó el vértigo. Las brigadas enemigas no cesaban en su empeño y arremetían cada vez con más brío. La venganza estaba próxima. No había duda. Con un nuevo impulso el hombre perdería el equilibrio y se destrozaría el cráneo entre las murallas de hierro y cemento por él mismo fabricadas.

–¡Ánimo, compañeras!

Multitudes frenéticas irrumpieron por todas partes y cercaron al hombre. Mientras unas bamboleaban la tabla, otras lo habían invadido en brutal arremetida, produciendo en sus carnes escozor y desespero. Eran legiones inmensas, interminables.

Una hormiga furiosa se expresaba así:

–El hombre, que fabrica edificios y cohetes y computadores; que arma guerras y mutila y asesina; que invade el espacio y se sumerge en los mares; que se envanece, en fin, con una mole de 15 pisos, es un cobarde. ¡Un verdadero cobarde! Un simple cosquilleo lo incomoda. El piquete de un insecto lo atormenta. Un hormigueo lo desespera.

No: el hombre, entre más herido, más violento. Volvían a chocar los instintos primarios del hombre y del animal. Aquellos bichos caían a centenares con solo palmotearse el cuerpo. Y morían, también a montones, a cada pisotón.

La tabla se partió en dos. El edificio se sacudió. La hormiga vio ganada la batalla, pero luego se horrorizó: sus brigadas desaparecían entre el estremecimiento del terremoto. No era la fuerza animal la que había movido la estructura: era la arremetida del cataclismo. También el hombre se erizó. Una grieta se abrió y se tragó a tres obreros en un segundo. Otra sacudida violenta, bramante, aplastó a cinco peones más. Se desmoronó una viga. Un andamio hirió el espacio con su fardo de ayes ahogados. Los escombros aullaban como jauría hambrienta. Tronó la tierra y los cables se reventaron como hilachas, mientras el cemento crujía, y las vigas, las columnas y las monstruosas matemáticas se arrodillaban. El grito angustiado, la arteria despedazada, el estruendo incontenible, todo se asfixió entre humo y cenizas.

¡Iluso el hombre que, en el último desconcierto, pretendió agarrarse de la estrella para no irse a la profundidad! ¡Ilusa la hormiga que aún intentaba clavar una morada en la altura!

Tinieblas-silencio-humo-muerte…

Tendido de bruces como había quedado el hombre en el fondo de la caverna, aún tuvo fuerzas para voltearse. Y antes de entrar en la total inconsciencia, percibió sobre el rostro el leve paso de la hormiga. Y –fantasía o no– de los ojos descomunales del animal vio desprenderse lagrimones espesos.

Una estrella se había colado por entre los hierros retorcidos: el fulgor de las estrellas se parece a las lágrimas.

El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 26-XII-1982.
Eje 21, Manizales, 17-IV-2020.

 

 

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Cuentos del amanecer

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Otro éxito dentro del género de la literatura infantil se apunta Hernando García Mejía con esta hermosa obra, pu­blicada por la editorial Bedout en su serie de bolsilibros. Pocos son los autores que en el país cultivan el cuento para niños, y sobre todo que saben llegar a ellos con la delicadeza, el lenguaje apropiado, la fábula sencilla y formadora que exige esta literatura. La mente del niño, que es un libro abierto donde por lo general no se escribe adecuadamente, necesita motivos aleccionadores para recorrer sin deformaciones la etapa peligrosa de los primeros años, en la que el mundo penetra desbordado y crea traumas o moldea la personalidad.

En este campo, Hernando García Mejía avanza con pulso firme y exhibe trabajos afortunados que lo consagran como uno de los fabulistas con más acceso al mundo de la niñez. Antes fueron Cuento para soñar, Rosa  de Navidad y La estrella deseada, los cuales, junto con éste que ha llegado como regalo navideño, se integran al propósito muy identificado en él de divertir a los niños despertándoles la mente. Sus cuentos dejan enseñanzas, por lo general filosóficas.

Sus narraciones tienen algo en común y es el final alegre con que las remata. Si de pronto se hallan tristezas, bien clara se ve su intención de mover el sentimiento para que el niño (y también el adulto, que se vuelve niño cuando posee alma sensible) establezcan normas de comportamiento.

Hernando, que también es poeta con obra que lo respalda, maneja cuerdas sutiles que imprimen en sus personajes tonos mágicos de belleza. Le gusta crear figuras de animales,  sin duda convencido de que el perro, o el caballo, o el gorrión, o el pez, representan atractivos magnéticos, por lo humanos y  simbólicos, en la comunión del hombre con el mundo externo.

En la misma forma exalta seres de la vida corriente, como el jardinero, Pedro Rotos, Vitalino Carramplones, el espantapájaros (la mejor narración de esta serie), dándole contornos ideales al rutinario existir.

Diríase, después de leer sus libros con entusiasmo, como lo he hecho, que hay en este autor caldense (de Arma) el propósito fijo de llegar incluso a pasajes de aparente ingenuidad, con tal de que el niño viva el momento, el ambiente de sus emociones. No es, por cierto, ingenuidad de los temas, sino que se ejecuta esa complicada técnica de forjar con simplicidad el mundo de cada cual.

Si vivimos rodeados de asperezas, de mediocridades, de crisis de las limpias maneras que hacen hermosa la existencia, podríamos, quienes somos responsables de pequeños seres expectantes, procurar para ellos una juventud más gozosa y más sana. Estas incursiones de Hernando son caminos para hallar alegrías y esperanzas, para formar el espíritu y señalar derroteros, para despertar, en fin, el interés por los hermosos valores del diario discurrir por este planeta de locos.

Tal es lo que, alejado de vanas pretensiones y esquivo a las torceduras de la publicidad, realiza silenciosamente Hernando García Mejía. Ese es su mundo mágico, su sentido de ser. Es una joven vocación que ya ha plasmado obra sustantiva y que llegará mucho más lejos, impulsado por su exigente norma de lector y escritor perseverante.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 28-II-1982.

 

 

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Carasucia

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

¡Bogotá inmortal, donde un limpiaparabrisas es sinó­nimo de vida! También de picardía, de humor, de robo, de miseria, de cárcel, de muerte… porque la vida es eso y muchísimo más. Donde pelafustán suena a per­sonaje alambicado y en cambio gamín es más propio, más nacionalista, más de nuestra familia, sin importar que ante la faz del mundo el vocablo aparezca subdesarrollado, con tal de conservar nuestra autenticidad.

Pe­lafustanes los hay en las grandes urbes de la tierra, tan aviesos y astutos como los bogotanos, pero nunca tan gamines como los nuestros. Y pobreza y hambre y tur­bulencia existen por doquier; pero aquí tenemos nuestra propia, nuestra auténtica miseria, sin imitar a nadie. Y si poseemos tristezas, también gozamos de glorias que no permitimos importar.

El limpiaparabrisas es herramienta de sudor y angus­tia. Instrumento de vida que deambula escondido entre las mangas de una camisa mugrienta, en persecución de cómplices fáciles que enseñan a delinquir, de buscado­res de cosas baratas y a veces de ingenuos mecenas que ayudan a subsistir. Y como en toda actividad mercantil, el mercado se mueve por la ley de la oferta y la demanda.

Jacinto, un carasucia más, otro don nadie en la enorme ciudad de los sustos y las carreras, ha aprendido que el trabajo rinde más según sea el grado de destreza. Como la vida es agitada, no le queda tiempo para bañar­se. ¿Para qué el jabón, pensará, si el estómago acosa? Por allá en el perdido suburbio de las alcantarillas abiertas y las hambres atrasadas no existen medios de subsis­tencia. Por eso ha instalado su puesto de trabajo en el centro de la ciudad.

Se acuerda, en las noches intermi­nables de los vientos gélidos y el miedo acechante, de su padre que se le refundió hace muchos años entre los vericuetos del vicio, y espera encontrarlo algún día en la marea que se desliza por su mundo cotidiano del raponazo y el sobresalto, para llevarlo a empujones hasta el rincón donde su madre vende todas las noches pla­ceres marchitos que no alcanzan a remediar la des­nutrición que circunda su covacha.

Pero ahí está él, Jacinto, el hombre de la casa, el de los ojos rápidos y el pulso firme, que sabe trabajar. Su artículo se cotiza bajo, pero tiene clientes seguros.  Se ríe de la humanidad, porque también sabe reír. Tiene dedos de gamuza y andar de gacela. Y clientes distinguidos.

Como mi amiga Gracielita, tan fina y hu­manitaria, que estaciona de seguido su flamante automóvil frente a la iglesia de su devoción y se olvida de guardar los pequeños artefactos que para nada sirven en los días límpidos. Para Jacinto, en cambio, todos los días son brumosos. Y las noches, turbias. Piensa él que Gracielita debe vivir en un palacio aterciopelado, si son tan lujosos sus trajes y tan deslumbrantes sus joyas. «Si con tanta frecuencia estrena limpiaparabrisas, es muy rica». Y si no los guarda, allí está él para desmontarlos con sus dedos veloces y luego escabullirse como el viento.

Hoy llueve y no hay visibilidad. Mi amiga se rasca la cabeza como si con ese gesto pudiera remediar el nuevo olvido. Su marido refunfuña. Los goterones se deslizan por el vidrio e impiden todo intento de avanzar. Ella, tan amiga de los santos, es posible que rece aprisa alguna oración. Mas el milagro no llega. Y la lluvia arrecia. Se impacienta, y el marido se enoja.

Al fin se produce lo inesperado. Ha llegado Jacinto, volando, con su carrera de gacela. Maestro de la veloci­dad, en segundos quedan colocados los aparatos, como caídos del cielo. Los santos han escuchado el rezo, no hay duda. El marido, en el lenguaje mudo de las tran­sacciones innecesarias, se echa la mano al bolsillo y extiende un billete al gamín. Este lo mira y no se impresiona. Y se retira inesperadamente, dejando la mano tendida.

Jacinto tiene su ética, sobre todo con Gracielita que es tan caritativa con sus descuidos. A los buenos clientes hay que ayudarlos cuando están en apuros, piensa. Pero ella, que aparte de olvidadiza es muy escru­pulosa, que comulga todos los días y no se echará un pecado encima, se pone frenética. Y en lugar de regañar al gamín, sermonea al marido por celebrar ne­gocios sucios. Una mujer enfurecida es algo temible, sobre todo si es la esposa. El marido no tiene otra solu­ción que devolver la «mercancía».

Jacinto se aleja despacio y cabizbajo, y también ape­nado, porque los carasucias, aunque no se les note, pasan de vez en cuando sus chascos sentimentales. La tormenta lo empapa por completo y él parece burlarse de la lluvia que ha sido capaz de bañarlo y que por un momento le ha dejado la cara limpia.

Revista Manizales, julio de 1979.

 

 

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Barro

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cumplo tres meses de residir en el pueblo. Es tan ruda la existencia, que cuento los días con la tonta ilusión de que así pasará más rápido el año que debo permanecer en este sitio olvidado, donde la gente se muere de tristeza y le echa la culpa al paludismo o a la tifoidea.

Mañana será un día menos largo, porque el domingo lo paso entregado al sueño, sin sensación de hambre y ausente de mujeres, ya que las pocas disponibles se las disputan los imbéciles soldados que las manosean y las enferman hasta dejarlas agotadas. Me voy a volver loco si sigo echándole cuentas a la melancolía. No sé cómo a una persona sensata como yo le da por embarcarse en estos programas de todos los demonios. ¡La maldita necesidad! En la capital tenía hambre, y antes que convertirme en un vago o de terminar en la cárcel, como le sucedió a mi hermano Campo Elías, preferí firmar el contrato con el aserrío y aterrizar en la selva.

Nueve meses pasan rápido cuando se vive en la civilización. Aquí no. Pero me hago a la idea de que el tiempo volará y pronto estaré de regreso en mi casa. «Serénate, Bernardo», escucho a veces en los momentos de angustia una voz que se apaga y se vuelve a encender como la lámpara que mi madre le ponía todas las noches a la Virgen, cuando le pedía que consiguiera yo empleo y que a mi hermano lo soltaran de la cárcel.

Me he vuelto inconforme. Pero es que esta lluvia que no ha cesado desde que llegué, desespera a cualquiera y le siembra profunda tristeza en el alma. Y estos lodazales por donde ya no se puede transitar me mantienen de mal genio a toda hora. El sol sale muy de vez en cuando y empeora las cosas: parece que hurgara en los charcos tanta inmundicia que en ellos se deposita.

El abandono que se experimenta cuando se vive tan lejos de la civilización agranda la nostalgia y agita el ansia de vuelo, como lo hacen los animales que pasan en manada y se rebullen unos con otros de contento.

Yo, en cambio, no tengo con quién platicar y siento el cuerpo rabioso de mujer, sin lograr conseguir una amiguita en el pueblo, ya que las mulatas lo miran a uno con malos ojos, pero se derriten de placer cuando los soldados las invitan a la cantina o se las llevan en intimidad a cualquier sitio. Desde que Lucero, que atiende el único almacén de víveres del pueblo, accedió a salir conmigo, se enfureció el cabo Peralta, y desde entonces no he vuelto a tener sosiego, ya que me ha amenazado con una pela si no dejo en paz a su mocita. Como no soy buscarruidos, anoche me despedí de ella.

Han corrido, entre tanto, 125 días. Todavía no ha dejado de llover. El cielo, cerrado con un telón oscuro, parece que no fuera a descubrirse nunca y solo de vez en cuando se contempla algo de la inmensidad del firmamento. Días de lluvia y soledad. Días cenicientos, con sabor a barro. Los charcos se abren como trampas por todas partes, con su fango pestilente. Ha pasado una bandada de gaviotas que picotean las nubes, y de pronto me he sentido más aliviado. No sé por qué las gaviotas me producen un fresco en el corazón: es tal vez la blancura de su ropaje y la dulcedumbre de sus formas las que me inspiran sosiego.

–Présteme más plata, don Bernardo –me dice el capataz de la finca.

¡Al diablo con los préstamos! Entre peso y peso se me han disminuido los ahorros, porque este irresponsable no devuelve el dinero que se toma en cerveza. Él no sabe de decoro. Lo dejo plantado con la negativa y sigue el camino con su tufo alcohólico.

–Mi hijo se muere –oigo la voz de una mujer a mi espalda.

–¿Y qué quiere que yo haga? –me enfurezco, sin voltear a mirarla.

Maldito pueblo donde todo es vicio, dolor y angustia. No solo la vida es monótona, sino que la fama que me he ganado de rico –¡vaya ironía!– hace que la gente me asedie con sus problemas y tristezas. Hoy estoy de peor genio que todos los días, así que me importa un bledo que el hijo de la miserable mujer, a la que ni siquiera conozco, se muera de hambre. ¿Por qué no me dejan en paz?

–Mi hijo se muere, señor –insiste la mujer.

Le tiembla la voz. Pobre negra que a lo mejor me cree milagroso. Sin atreverse a mirarme a los ojos, está indecisa y apenada. Supongo que es una ficción, ya que estas mulatas no se avergüenzan de nada. La miro con más cuidado y observo que no solo la voz, sino toda ella, con sus carnes que no son del todo negras, tiembla como un huracán. Vestida de afán, le han quedado los senos flotantes, a medio esconder, y sorprendo en ellos un aleteo.

Se me despierta el apetito, este largo apetito de castidades contenidas a que me tiene sometido la ausencia de Lucero. Y la encuentro graciosa. Sus muslos se muestran sin pudor y me siento tentado a adueñarme de su cuerpo volcánico.

–Mi hijo se muere, señor –clama con un par de lágrimas–. Solo necesito un remedio para bajarle la fiebre, y no tengo dinero.

Me mira con ojos oscurecidos, ojos dilatados de clemencia. Son dos ventanas por donde se le escapa el alma, que ahora no me equivoco en verla maternal, pues con la súplica por el hijo carbonizado de fiebre pone de afán y sin condiciones la entrega de su cuerpo.

Le paso un billete, y ella espera sumisa. En forma inconsciente me acuerdo de mis días de hambre en Bogotá, cuando recorría media ciudad en demanda de apoyo –que nadie me brindaba–, y siento un latigazo en el corazón. En la mirada de la negra veo asomarse la gratitud y un ruego para que actúe rápido. Se vuelve insinuante al desanudar una tira y enseñar morbideces que por poco hacen sucumbir la buena intención, que ya era superior a la lujuria.

Le doy un golpe en el hombro como diciéndole «vete», y la negra echa a correr por los barrizales, sin importarle que la suciedad la enlode por completo.

Como un remedio contra la desesperanza, pienso que algún día abandonaré la selva. Ya camina el año por la mitad. Un jalón más y estaré en la otra orilla. «Ánimo, Bernardo», alcanzo a distinguir la voz que consuela mis momentos duros. Me acuerdo de mi madre que me espera, y de la novia que debo encontrar en la capital, y de la carne que al fin se saciará. ¡Qué largas, qué complicadas mis abstinencias!

Vuelvo a verme con la negra. Me dice que su hijo ha curado, y me siento complacido por haber hecho una buena obra. La encuentro más atractiva que la primera vez. Ríe con sonrisa alegre y deja ver los dientes de extrema blancura. Parece que se hubiera esmerado en el traje y en sus coqueteos. Comienzo a tener otro concepto de las mulatas, a las que consideraba incapaces de buenos modales. Se llama Rosalía, y no suena mal su nombre para su figura juvenil y su cuerpo espigado. Le encimo un billete que no me ha pedido, como anticipándome a otra fiebre que de todas maneras llegará, y que en el pequeño son fiebres de verdad, y no como en mi caso, que se vuelven males de tristeza.

Rosalía se muestra agradecida y se extraña –así lo sospecho– porque nada le propongo. No lo haré para portarme limpiamente. Es asunto de principios. Ni siquiera le pregunto dónde vive. La veo alejarse cabizbaja y no dudo de que se ha ido contrariada.

–Adiós, Rosalía. No olvides buscarme cuando se enferme tu hijo.

Lodo, lluvia, miseria. Y yo que creía que solo me enfermaba de melancolía, he comenzado a tener calenturas. Hay noches espesas, de bochornos y escalofríos y sueños inquietos. Pero no me dejaré morir. Tomo medicinas y mejoro poco a poco. La idea de abandonar el pueblo dentro de un mes –¡un mes!– hace maravillas en el espíritu.

Me escapo una noche en busca de mujeres. Voy dispuesto a pelear con los soldados, con todo el mundo. Entro al rancho y me produce repugnancia la primera mujer que se me ofrece. Está harapienta y trasnochada. Esta vez, por lo menos, puedo hacerme rogar. La desprecio, pero siento lástima. Lástima por ella, que no sabe barnizar la mercancía, y lástima por mí, que no puedo disfrutar los pecados. Otra mujerzuela despreciable me agarra el brazo. Esto apesta.

Me propongo abandonar el sitio, pero de pronto aparece en la oscuridad una cara iluminada y esta sí desborda mis sentidos. Se me antoja que su cuerpo es escultural, en medio de mi sequía. Debe serlo, si los ojos de los demás caminan detrás de ella. He sido el más afortunado de todos, pues en un instante la tengo en mi poder. Unos muslos estratégicos, abiertos para el placer, me hacen recordar los de Rosalía. Brillan sus ojos con incitaciones lascivas. Y aflora una sonrisa encarnada, llena de sensualidad.

¡Pero si es Rosalía! Me desconcierto. Me desilusiona encontrarla de ramera. En este pueblo no hay, definitivamente, nada bueno. Todo es barro. Me sonríe con esfuerzo al reconocerme. Quizá no deseaba que descubriera su escondite. Me lanzo con avidez sobre ella, pero me aparta con furia. Su actitud me descontrola. Ella comprende mi turbación y se me cuelga de los hombros. Y llora.

La conduzco a su pieza y de un tirón dejo sus senos desnudos. Pero Rosalía los cubre de inmediato y me grita que me vaya. «Me odia», pienso. Miro sus ojeras y sorprendo recónditas fatigas. Termina revelándome –como si pudiera creerse en el amor de las prostitutas– que me quiere, pero no se acostará conmigo.

–Estoy enferma y no deseo contagiarlo –dice.

Sus palabras quedan moviéndose en el aire. Y me reprocha, con rabia, mi estupidez del otro día. Estos soldados son unos cerdos que todo lo infestan. Me explica que acaba de iniciarse en el oficio.

–Lo hice por necesidad –enfatiza.

Me pide que no la considere una ramera cualquiera y, para demostrarlo o quizá para dignificarse ante mí, me conduce hasta la cuna de su hijo. La criatura me mira, medio atontada, con ojos enrojecidos por la fiebre.

Alguien se apodera de Rosalía cuando la dejo libre. Me voy triste, pensando en la vida triste de las prostitutas. Creo que también tienen su moral. Algo ha sucedido en mi interior, pues deseo, por primera vez, que no corra tan rápido el mes que falta para el viaje. Y no sé si en realidad deseo irme, pues al fin y al cabo ya me acostumbré al barro.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 18-VI-1978.
Revista Pluma, Bogotá, marzo de 1982.

 

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Las fábulas de Gómez Valderrama

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Debo confesar que para mí, en la literatura, era Pe­dro Gómez Valderrama un personaje lejano, al que solo muy pocas veces había leído y sin demasiada reflexión. De pronto en mis manos caían magníficos ensayos su­yos, pero eran apenas fragmentos de su obra. No me había llegado el momento de acercarme a su producción y tal vez tampoco lo había intentado. Hallarse con un escritor es un acto de convencimiento. Me parecía autor distante no sólo por la poca oportunidad que ha­bía tenido de conocer su estilo, sino porque, sin duda caprichosamente, lo consideraba un burgués que al amparo de la cómoda burocracia hacía literatura en los entreactos.

Pensaba, por eso, que el escritor era más circunstan­cial que de vocación.

Son ficciones que suelen presentarse, y que engañan. Me costaba trabajo entenderlo como hombre de consa­grado humanismo, si su paso por ministerios, embaja­das y otras absorbentes posiciones, en las que siempre se destacaba, le copaba el tiempo para producir litera­tura. Pero de pronto comencé a fijarme en su vigencia como escritor sostenido por una obra que no podía im­provisarse, y me propuse averiguar lo que había detrás de las referencias que suministraban los periódicos. Corregido el concepto, descubro al escritor perseve­rante de toda una vida, de depurado estilo y pensamiento penetrante. Alejado de la burocracia oficial, que di­sipa y reduce al hombre de letras, está el escritor puro, en su mejor momento de producción.

Más arriba del reino, su último libro, selec­ción de cuentos escritos hace varios años, es la muestra ideal para penetrar al mundo del autor. Sale en magni­fica edición de Editorial Pluma y está ilustrado por Juan Antonio Roda. Lo encontré como el libro preciso, an­tes que La última raya del tigre, su ponderada novela que sigue en turno para proseguir ahora sí un itinerario definido.

Cuentos sueltos leídos de afán y que hacían deducir cierta coherencia dentro de un conjunto no dominado, eran indicativos de un raro estilo literario, que así lo llamaré. Creo, en efecto, que Pedro Gómez Valde­rrama es un caso especial en la literatura colombiana. No se parece a nadie y se cuida de imitar a nadie. Se mantiene independiente, pero nunca desdeñoso de las demás escuelas, sino original.

Con sus fábulas ha logrado ser un escrutador discreto de la Historia. Hay en todas su tramas un duendecillo que parece ir pespuntando las noticias, reales o presen­tidas, para entresacar hechos que cualquiera los acep­taría como ciertos, y que son movidos por invisibles des­trezas para volverlos atemporales. Cuando sus persona­jes se mueven entre cortes e imperios y se codean con monarcas y soberanas, si no son ellos mismos tales fi­guras, es como si las páginas de la Historia se hicieran próximas y se confundieran con la fábula que entrelaza, sutilmente, la verdad y la mentira.

El autor considera, a no dudarlo, que la Historia guar­da un fondo sospechoso y de inventiva, al que es preci­so llegar valiéndose de la ficción, o sea, como el escudriñador ingenioso que despeja los misterios que de otra ma­nera permanecerían ocultos. Para aproximarse a tales intimidades se necesitan el lector tenaz y el investiga­dor reflexivo, una conducta que salta a la vista con sólo recorrer pocos trabajos de esta cuentística.

Este mundo tan bien manejado por lo real y lo fabulo­so, donde en fin de cuentas se pierde la noción del tiem­po y las circunstancias, sitúa al lector frente a esa Uto­pía, en mayúscula, el país que sin saberse si es cierto o imaginario, resulta fascinante.

Muchos archivos tuvo que revolver Pedro Gómez Valderrama para plasmar su propio mundo de la fábula, mundo a veces supersti­cioso, otras prohibido y también tentador, que alberga bellas y sensuales mujeres, varones impetuosos, de­monios arrebatados. Son personajes firmes, apasiona­dos o miserables, pero auténticos. En trazos profundos surge la mujer, aquí y allá, como el ser natural, llena de pasiones y gracia, de amor y voluptuosidad, sin el que la sicología fallaría en toda creación.

Y logra cuadros de enorme fuerza, como la Historia de un deseo, donde la pasión es colérica; o El con­vento de Santa Cristina, de escondidos desenfrenos; o El corazón del gato Ebenezer, ardiente constan­cia de un pecado penumbroso.

En estas fábulas, tejidas con lenguaje estructurado, medido y malicioso, se enfrenta una literatura recursiva, con la virtud de saber realzar el amor como fórmula sal­vadora de cualquier momento de la humanidad, y se aproxima a la Historia, despojada de sus trivialidades para hacerla humana y fantástica.

La Patria, Manizales, 30-XI-1980.

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