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Calibán

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Luis Carlos Adames, antiguo colaborador del periódico El Tiempo y hombre de investigación y estudio, ha elaborado una excelente antología, publicada por el Círculo de Lectores, de crónicas de Enrique Santos Montejo (Calibán), como  homenaje al periodista más destacado de su época, 25 años después de su muerte.

En 1927 nacía en El Tiempo la columna que sería la más leída de la prensa nacional: La danza de las horas. Calibán, espíritu inquieto y periodista versátil, estaba vin­culado desde 1917 al diario del cual era fundador y propietario su hermano Eduar­do, y en 1912 había creado en la ciudad de Tunja el periódico La Linterna, pu­blicación de ardientes lides ideológicas y de estilo urticante, que se arropaba, en medio del frío glacial de la urbe monacal, con el calor de las letras de molde.

Sus vehementes campañas políticas y an­ticlericales –una premisa de la hora– le va­lieron dos excomuniones eclesiásticas, que no lo hicieron desistir de sus aco­metidas, que creía justas. Por aquellos días, a la ponderación que le hizo un amigo por el fino traje que lucía en la capital del país, Calibán le dijo:  «Estoy estrenando mi vestido de primera excomunión».

Refiriéndose a él, dice Alberto Lleras que «el demonio de la actualidad habitaba en su cuerpo». Como jefe de Redacción de El Tiempo durante largos años, pulsaba en su columna el nervio del quehacer nacional. Escribía de afán y con ímpetu, con placer hedonista, y nunca se dio tregua para analizar los hechos palpitantes de la política, la eco­nomía o las ciencias. Con la misma pro­piedad con que incursionaba en el mundo de las artes y los libros, recorría, en notas amenas y originales, los territorios del amor y las mujeres. Era un diletante sin dejar de ser crítico social.

Además, devorador de novelas, há­bito que recomendaba a sus amigos como fórmula para conocer mejor la humanidad. No se sabía de dónde sacaba tiempo para su disciplina de lecturas y para escribir tres columnas semanales. Sus danzas, pergeñadas en letra menudita y enigmática, requerían los buenos oficios de un traductor experto, el de todas las horas en el periódico, convertido por eso mismo en su mejor confidente li­terario. Su prosa, de corte castizo y diáfano, campeaba por su crítica caballeresca y su fina ironía. Don Quijote, para que mejor se le comprenda, era su mentor de cabecera.

Su hijo Hernando, actual director de El Tiempo, nos contó en el acto de presentación del libro de Adames una característica de Calibán: la inestabilidad de sus juicios. Sus escritos solían ser contradictorios, lo que no se oponía a que fueran válidos en su mo­mento, con la razón de que cada día trae su afán. La verdad de hoy era, y es, transitoria. Al día siguiente vendrá otra y la desplazará. Circunstancia que es esencia vital del pe­riodismo.

Sin embargo, Calibán fue periodista universal. Sus Danzas de las horas son eso: un vaivén, un termómetro de la vida. El título lo dice todo. Por eso, se salvan de la fugacidad del tiempo.

El Espectador, Bogotá, 13-III-1997.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-V-1997.

Carmelina Soto

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Si cuanto soy ya no ha de ser mañana,

qué me importa el recuerdo y qué el olvido.

Así remata Carmelina Soto el soneto Autorretrato con el que inicia la producción de veinte años (1953-1973) recogida en el tercero de sus libros,  Tiempo inmóvil, que la coronó de gloria. Hoy, con su muerte, las letras del Quin­ta se estremecen. Con ella se va una de las más grandes poeti­sas de Colombia, que elaboró en silencio una de las obras de mayor acento lírico –por su emoción, origi­nalidad y hondo sentido humano– que se hayan escrito en los últimos tiempos. Lino Gil Jaramillo anotó en este mismo periódico, el 17 de marzo de 1975: «Voz lírica de auténtica entonación, sin tintineos de cuentecitas de vidrio».

Es posible que en la propia ciudad de Armenia, de donde Carmelina es oriunda, no aprecien la ascendencia poética de esta extraña mujer a quien se veía deambular por sus calles como un viento trasnochado, envuelta en soledad e inmersa en su mundo lleno de distancias. Ella define así su habitual porte introvertido: “No lla­mo la atención con mi figura y paso de las gentes muy lejana, al desgai­re el cabello y el vestido”.

No era mujer de fácil trato para el común de la gente, y sólo quienes en horas íntimas tenían acceso a su perso­nalidad rebelde y desdeñosa lograban entenderla y gozar con su amistad franca y su ademán des­creído.

En parque de Armenia per­manece esculpido el bello poe­ma que le deja a su ciudad nativa. Es posible que el ajeno transeúnte no repare en la evocación emotiva de esta dama errátil que no apren­dió la lisonja ligera sino el canto profundo: “Ciudad de mi regazo y de mi almohada, de mi techo y mi brizna de dulzura, al andar por tus calles con premura, mi infancia en ella se quedó enredada”.

Su obra, que no es extensa en palabras, es intensa en lirismo: Campanas del alba, Octubre y Tiem­po inmóvil. Era reacia a la edición y pulía cada verso con la paciencia del orfebre. Duraba meses fabricando un soneto, y es posible que antes de considerarlo termina­do lo hubiera vuelto a elaborar muchas veces. Cuando en octubre de 1979 (aniversario de Armenia) la agasajamos con ocasión de la Medalla al Mérito Literario que le otorgó la Gobernación del Quindío, me obsequió, al calor de unas copas de whisky, dos poemas candentes: Llama y Brasa. (En realidad, no me los obsequió, sino que yo los extraje del libro donde los guardaba, luego de habérmelos leído).

Los de­nomino candentes no tanto por sus títulos de fuego, sino porque, siempre que los leo, siento que la piel se me incendia. Creo que continúan inéditos, y sospecho que en medio del rigorismo de la autora hayan sido transformados. O lo que es peor, lanzados al fuego que les dio vida.

Es preciso decir, para afirmar el concepto anterior, que Carmelina Soto era llamarada y vida. Las pasiones las volvió canción. Entre las ráfagas de soledad que azotaron su existencia, siempre permaneció prendida la llama del amor. Más que amor vivo era un amor poético y filosófico. El sentido de la vida lo interpretó a través de diversos símbolos: los espejos, los vasos, el vino, las llamas, la rosa…

Despreciaba la vida, pero la quería. Para ella lo fundamental, sin importar que fuera inútil, era vivir: “No he muerto. ¡Vivo! Vivir es maravilloso. ¡Puede ser hasta inútil pero es bello! Es ocupar un sitio bajo el sol… Un sitio… Y esto del sitio bajo el sol, no es poco”.

* * *

Como maestra de la paradoja, a lo Óscar Wilde, su poesía se mueve entre la explosión y el arrebato, entre la contradicción y la claridad, entre la canción airada y el calor silencioso del amor.

La utopía escueta, la reflexión profunda, la soledad irremediable, el concepto amargo, la triste alegría de vivir… son tópicos que se encuentran tanto en su vida insular como en su obra de prodigio. Tal vez en su propia patria chica muchos no se den cuenta de que la dama distante, a quien se acostumbraron a ver con boina y bufanda al cuello, ya apagó, con su voz cansada, la inmortalidad del poema.

El Espectador, Bogotá, 9-IV-1994.

 

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Un santandereano integral

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Dos nuevas obras le publica la Universidad Central a Anto­nio Cacua Prada: El general José de San Martín, y Poeta y pintor: Carlos Torres Durán y Leonel Torres García Herreros. Hacía buen tiempo que yo no veía libros de la Universidad Central, y en los recibidos ahora de manos del propio autor, con amables dedicatorias que mucho estimo, he podido apreciar la excelente factura editorial realizada por Editorial Presencia, firma que ejecutó ambos trabajos.

Buen aporte hace Cacua Prada para el estudio del héroe latinoamericano que al igual que Bolívar, O’Higgins, Martí o Morelos cumplió valerosas hazañas por la indepen­dencia americana y dejó hondas lecciones para el progreso de nuestros pueblos.

El libro dedicado al poeta Torres Durán y a su hijo Leonel, economista y pintor, me permitió descubrir dos talentos ocultos, el primero fallecido 1955, y el segundo consagrado a su arte en la ciudad de Miami. Cómo fortalece ver el rescate que hace Cacua Prada de la obra olvidada de Torres Durán, que nació predestinado para la poesía. En 1916 compone Canto a Bucaramanga, uno de los homenajes más emotivos que haya recibido la Ciudad Bonita. En 1919,  recién llegado a Bogotá, se gana –con el soneto Boyacá– el concurso abierto por El Espectador para conmemorar los 100 años de la batalla libertadora.

Por aquellos días Eduardo Castillo hacía alto elogio del joven poeta experto  en «la confidencia amo­rosa al oído de la mujer amada» y especializado, al igual que Villaespesa, en el madrigal, la balada, la canción susurrante que llega a las profundi­dades del alma. La vida de Torres Durán es rica en hechos cultu­rales. Funda revistas con Jaime Ba­rrera Parra, elabora tierna poesía que causa impacto en el país, escribe para diferentes periódicos, crea la Revista del Banco de la República, de la que es su editor durante los primeros 25 años.

Y le queda tiempo para dirigir la Cámara de Comercio de Bogotá, labor que cumple por espacio de 32 años con el aplauso de la ciudadanía. Su hijo único, Leonel Torres García He­rreros, reúne a los 25 años de la muerte del poeta la producción que éste no se había decidido a publicar en libro. La bautiza Algunos madriga­les y otras cosas de entonces.

Leonel Torres es otro capítulo sor­prendente. Como estudiante rebelde, dotado de gran inteligencia, pasa por varios colegios de Bogotá y en ningu­no logra el diploma de bachiller. Se matricula en la Escuela de Bellas Artes, que no exige ese requisito, y allí estudia un año de pintura. Pero como desea ingresar a la facultad de Econo­mía del Gimnasio Moderno, pide al Ministerio de Educación que lo some­tan a un examen de revisión para obtener el título de bachiller. A pesar de lo difícil de la propuesta, el estu­diante consigue su propósito.

Su tesis de grado como economista es laureada por la junta que preside el doctor Carlos Lleras Restrepo. De ahí en adelante ocupa altas posicio­nes tanto en el Banco de la República (donde llega a ser subgerente) como en la vida pública del país. Hace parte de distintas comisiones internaciona­les y se vuelve una autoridad en moneda y banca. Cuando se retira de la vida laboral, siente el aguijo­nazo del arte. En Miami pinta su primer cuadro al óleo y descubre que es pintor. Se vuelve retratista de personas. En abril de este año exhibe en la Biblioteca Luis Ángel Arango 80 cuadros de figuras nacionales que el artista, para despistar, firma con el nombre de Leo Nelt. La exposición resulta un gran éxito.

Una palabra final para ponderar una faceta relevante en la persona­lidad de Antonio Cacua Prada, que le va a endulzar los oídos: su regionalis­mo santandereano. En su amplia bibliografía he contado ocho obras dedicadas a su comarca, y además es autor de infinidad de ensayos y artí­culos dispersos que destacan el méri­to de sus paisanos. Ha sido el apolo­gista, entre otros, de Custodio García Rovira, Ismael Enrique Arciniegas, Alejandro Galvis Galvis, Aurelio Mar­tínez Mutis, Rafael Ortiz González, Ramiro Lagos. Ahora revela las vidas maravillosas de Torres el poeta y de Torres el pintor, apasionantes por su creatividad. Si sigue escarban­do, es posible que en las breñas de Santander le descubra otro hijo se­creto a Bolívar.

El Espectador, Bogotá, 11-X-1993

 

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Poeta del dolor

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

En la muerte de Germán Pardo García

Por: Gustavo Páez Escobar

La pena marcó la existencia y la vasta e inspirada obra poética de Pardo García, fallecido en Méjico a los 89 años, el 23 de agosto, donde vivía desde mediados del siglo. El siguiente boceto de su vida atormentada es parte de Biografía de una angustia, libro que publicará el Instituto Caro y Cuervo.

Germán Pardo García nace el 19 de julio de 1902, en Ibagué. El niño recibe el nombre completo de Germán Vicente Pardo García Esponda. Son sus padres el jurisconsulto Germán D. Pardo, natural de Choachí, y la dama Ju­lia García Esponda, nacida en Ibagué. Choachí —o Chiguachía, en lenguaje muisca, que significa «Ven­tana a la luna”— ejercerá enorme influencia en la personalidad del infante.

Germán tiene dificultades de salud a los pocos días de nacido. Le aparece fuerte dolencia en la columna vertebral, a consecuencia de la cual queda paralizado. Los médicos conocen esta enfermedad con el nombre de mielopatía. (Muchos años después los neurólogos llegan a pensar que el niño en reali­dad nació paralizado y hablan de una lesión congénita). Sus padres se alarman. Consultan médicos y curanderos. La angustia de los progenitores, y sobre todo de doña Julia —que tal vez se siente culpable por haber traído al mundo un ser paralítico— es po­sible que se transmita al cerebro de la criatura. Los primeros años son decisivos para formar la persona­lidad, y en ellos se incuban, cuando hay anormalida­des, traumas que a veces no logran extirparse en el resto de la vida.

El año 1903 es de constante tribulación. El niño, lejos de mejorar, muestra signos de franco retroce­so. Sigue paralizado y cada vez su salud es más pre­caria. La medicina de la época es rudimentaria y no consigue mayores adelantos. Se aplican puntos de fuego en la columna vertebral, sistema de tortura que el pequeño debe soportar ante el desespero de sus padres; pero no hay recurso más avanzado y con él se practica la mayor ciencia médica del mo­mento.

Agotadas todas las posibilidades sin que el niño reaccione, su muerte parece próxima. El padre com­pra una cajita mortuoria. Ya todos se han hecho a la idea del deceso inminente, que es la mejor fórmu­la para que el sufrimiento termine. Y entonces se presenta el milagro. Germán exterioriza un movimiento. Luego sus padres observan, con infinito regocijo, que ha movido un dedo de la mano derecha. A los pocos días su cuerpo tiene mayor acción.

El futuro poeta se ha salvado. Ha regresado de la cajita mortuoria, que ya estaba engalanada con sedas angelicales, a la luz. Apenas cuenta un año de vida. Rodando el tiempo, visita en 1928 su pueblo natal —por primera y única vez— y se encuentra con algo terrorífico que le muestran sus familiares: el pequeño féretro. Lo han conservado durante 25 años, por extraño capricho que nada tiene de sentimental, y ahora lo descubren, como una aparición fantasmal, ante quien estuvo a punto de utilizarlo. El poeta no puede contener las lágrimas.

De por vida

Desde entonces, Germán Pardo García no vuelve a Ibagué. La ciudad le pone su nombre a un colegio y él pide que lo retiren. No lo hace por desaire contra su patria chica sino por considerarse indigno de ese honor. Siempre ha huido de los honores. De to­das maneras, el colegio sigue hoy llevando su nombre.

La lesión de la columna vertebral, que parece cu­rada por completo, le deja delicadas consecuencias para toda la vida. Es una enfermedad recurrente que lo ataca por épocas y le produce serios desajustes. Víctima del vértigo de Meniére, su organismo queda alterado por alto grado de sensibilización que no le permite soportar ruidos persistentes ni compañías continuas. Esta irritabilidad lo hace alejarse de la gente para calmar en la soledad el desespero de su desgracia. Su desequilibrio es crónico. La parálisis lo embiste cuando menos lo espera y es posible que entonces se acuerde de la cajita mortuoria que ha debido ocupar.

En Etiología y síndrome de una angustia anota lo siguiente, refiriéndose a él mismo: “Y aunque se volvió consumado gimnasta, su locomoción se perturba con  frecuencia. Es así como ha escrito su obra: con la precipitación de los sobreexcitados, en el clima del quebranto y de la angustia. Esta es la causa de su segregación enorme y su encerrado mutismo”.

Y en carta del 3 de octubre de 1986, presa de inmenso dolor, me confiesa: «Mi salud se está agravando lentamente. La mielopatía que padecí al nacer, y que jamás se me curó y permaneció oculta durante 84 años, ha vuelto a atacarme y me paraliza sin que haya modo de obtener gracia del cielo o del infierno para que yo no sufra más».

El 5 de junio de 1905 muere su madre al dar a luz a Julia. A la niña se le pone el mismo nombre de la mamá. Germán queda huérfano de madre cuando todavía no ha cumplido los tres años de vida. Dice que no conserva recuerdo alguno sobre ella. En reportaje que le hago en 1986 le pido que me dé una definición sobre su madre, y me respon­de a secas: “No la conocí”. El mismo concepto le so­licito sobre su nodriza y su madrastra, que han de­bido convertirse en madres sustitutas, y las califica de la siguiente manera: “Mi nodriza: una bruja de la Noche de Walpurgis. Mi madrastra: la esposa de Sa­tán».

Hecho poeta, y cuando ya han corrido muchas aguas turbias bajo sus puentes, en 1954 publica su Teoría de la noche americana —recogida en el libro U.Z. llama al espacio—, en la cual proclama su tre­menda orfandad y declara que la noche de América es su única madre.

Motor poético

Su mayor estigma ha sido el dolor. En la antigüe­dad, a los esclavos se les hacía una señal con un hie­rro candente. Así quedaban condenados a la esclavi­tud. Cuando el punzón se aplica en el alma, ya na­die lo borra. Por eso, casi toda la poesía de Pardo García está signada por la angustia. Sin el dolor, na­cido de la tragedia íntima del poeta, no hubiera lle­gado a elaborar una de las poesías más bellas que se hayan escrito sobre la tierra. El sufrimiento ha sido el cristal que le ha permitido ver y manifestar la ancha realidad del ser humano.

Adel López Gómez me anota lo siguiente en carta de febrero de 1986: “Germán Pardo García, el poeta del dolor, que cualquiera podría confundir con un espíritu en pena eterna, es uno de esos genios que le hacen falta a la humanidad para escribir la di­mensión de la vida».

Acudí al escritor de Manizales, que en sus crónicas de La Patria se había ocupado de la vida y la obra de Pardo García, en demanda de datos para elaborar el presente esbozo biográfico. Adel no sólo había leído su obra completa sino que lo había visitado en su domicilio mejicano. Y por toda respuesta me remitió la clave que necesitaba: Etiología y síndrome de una angustia.

Desde entonces no he hecho sino profundizar en este documento dantesco. He mantenido intensa co­rrespondencia con el maestro, hablé con él en Méji­co, le hice un reportaje que causó impresión, he pre­guntado por él a quienes lo conocen y lo admiran —e incluso a quienes no lo admiran, porque de todo hay en la viña del Señor—, y siempre ha surgido, ní­tido, el mayor signo de su tragedia: el dolor. La an­gustia, en definitiva, es el motor de su excelsa pro­ducción poética. Sin esa angustia existencial el pla­neta se hubiera perdido de un genio.

Confesión final

La poesía de Germán Pardo García tiene múlti­ples y maravillosas facetas —de amor por los seres, de amor por la naturaleza, de misticismo, de viajes por las regiones del asombro, de temblor fascinado frente a los arcanos de la ciencia y el misterio—, y siempre, de principio a fin, está movida por el is­mo sentimiento: la angustia. Al hombre hay que pin­tarlo con veracidad. En Pardo García la angustia es su entraña más íntima. Sacarlo de ella sería desdi­bujarlo. El autor de estas líneas, por más que ha in­tentado verlo de otra forma —acaso para suavizar el tono lúgubre de su trabajo— sólo ha hallado en él un hombre afligido. La angustia, sin embargo, es su mayor grandeza. Siendo su terrible epopeya perso­nal, con ella ha plasmado en el arte la tragedia hu­mana. Sin ella sería un ser opaco.

Sin el dolor no habría ciencia, ni poesía, ni escri­tores, ni arte. Es el mayor crisol que existe para fun­dir el espíritu y generar las ideas. El dolor hace in­dagar al hombre por los orígenes de las cosas, pro­duce desacomodo, y con él, inquietud y búsqueda, caminos que llevan al descubrimiento. La sensibili­dad se estimula con el dolor y se atrofia con la moli­cie. Lo grave del dolor es no saber soportarlo, ni encauzarlo para que sea productivo. Gracias al sufri­miento el hombre se levanta de la tierra y busca so­luciones en las alturas. Todo lo contrario de lo que causa la comodidad: quietud y letargo.

Esta dimensión de la angustia escrutadora de mundos —que puede desgarrar al hombre sin que por eso renuncie a ella el artista— resulta manifies­ta en una frase de Germán Pardo García: «Yo no soy sino un alma enamorada de la angustia «. Es una confesión que hace al final de sus días, cuando ya todo está consumado. Cuando está escrita su obra cumbre.

(Pardo García fue colaborador asiduo de este suplemento, donde pu­blicó muchos de sus poemas. El siguiente soneto —inédito— lo envió hace poco especialmente para L.D.)

Flores enfermas

Esa rosa se muere de hermosura.

Aquel lirio, de azules soledades,

y en un mar de doradas tempestades

el laurel se deshoja de amargura.

 En todo altar padece la figura

del jazmín del amor sin igualdades,

un nardo sobre el pecho les supura.

 El trébol en las sombras se marchita.

La angustia de una flor es infinita.

¡Oh clavos del Dolor, que ya se han visto

en todo cuando nace a la Belleza

y envía, cual la dalia, su tristeza

al huerto en que padece Jesucristo!

Germán Pardo García

El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 1-IX-1991

* * *

Comentarios:

De repente alguien penetraba en aquellos recintos misteriosos, que él le abría sin recelo quizá porque encontrara interlocutor idóneo a sus confidencias. Lo hizo con Gustavo Páez Escobar, en un reportaje terrorífico en que Pardo narró de su propia voz, con lenguaje descarnado, los acontecimientos que revelara de soslayo en la autobiografía introductora de su Apolo Pankrátor de 1.400 páginas, en el cual recogiera en 1977 su obra entre los años de 1915 a 1975. Belisario Betancur (palabras tomadas de su artículo Memoria de Pardo García, El Colombiano, Medellín, 30-VIII-1991).

Quizá la característica más pronunciada de la personalidad de Germán Pardo García fue la autenticidad. Poeta inmenso, conocedor insondable de la lengua castellana, artista del verso en sus más depuradas formas estéticas, por más de 60 años Pardo García ocupó un lugar de vanguardia como insomne creador de belleza, el más consagrado forjado de imágenes poéticas en el vasto panorama de la literatura hispanoamericana contemporánea. En representación de ésta, muchas veces surgió su nombre en los círculos intelectuales como el más digno de ser consagrado con el Premio Nobel. El Tiempo, Bogotá, 25-VIII-1991.

Compartimos tu honda pesadumbre por la muerte del genial poeta Germán Pardo García, quien seguirá viviendo en el presente y en el porvenir, gracias a la biografía que le escribiste. Lástima grande que el maestro no hubiera alcanzado a mirarse en ese fiel reflejo. Vicente Landínez Castro, Laurita, Barichara.

Congratulaciones por elogiosos artículos sobre el gran vate cósmico cuya poesía tiene soplo de eternidad. Jorge Franco Vélez, Medellín.

  

 

 

 

El ocaso del héroe

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando Germán Pardo García muere en Méjico el 23 de agosto de 1991, mi libro Biografía de una angustia se hallaba (y aún se halla) en turno de edición en el Instituto Caro y Cuervo. A esta biografía le faltaba la muerte del personaje, la angustia suprema que le pone término a una cadena de adversidades que sólo la parca podía redimir. El poeta fue un enamorado de la muerte, la cantó y la buscó. Sin embargo, siempre le produjo zozobra infinita.

Figura poética del siglo

Al día siguiente, Excelsior de Méjico presentó la noticia a ocho columnas con este titular: “Murió Germán Pardo García, figura poética del siglo”. El Tiempo, en nuestro país, elogió así la personalidad del ilustre colombiano: “Poeta inmenso, conocedor insondable de la lengua castellana, artista del verso en sus más depuradas formas estéticas, por más de 60 años Pardo García ocupó un lugar de vanguardia como insomne creador de belleza, el más consagrado forjador de imágenes poéticas en el vasto panorama de la literatura hispanoamericana contemporánea».

Varias exaltaciones aparecieron en la prensa colombiana, entre ellas, la del doctor Belisario Betancur en El Colombiano: Después de un repaso a la extensa obra de Germán Pardo García, es fácil predecir que se hablará de ella por los tiempos de los tiempos: hay allí la huella de un creador atormentado que pasó 89 años por la vida tejiendo, con inspiración y disciplina, el testimonio de sus desgarramientos. 

La patria lejana

En nuestro país no todos los intelectuales han entendido que este hombre solitario y excéntrico conquistó hace mucho tiempo la inmortalidad con su obra universal. En Colombia falta estudiarla con profundidad: muchos pontífices de las letras la descalifican sin haberla siquiera leído. Hoy se halla registrada su obra completa en la biblioteca del Congreso de Washington, y su poesía se estudia en reconocidas  universidades del mundo.

Estas son algunas declaraciones en la prensa mejicana:

Henry Kronfle: El mundo ha perdido a una de las grandes figuras literarias de este siglo. Es el primer poeta cósmico y científico que ha dado la literatura universal. Carmen de la Fuente: Pardo García, como Neruda, es ecuménico. Ha entrado por los derechos del dolor y del llanto a ser poeta de la conciencia cósmica. Vicente Magdaleno: Fue un bardo que honra a cualquier país. Era un solitario que vivió heroicamente.

Y éstas, de escritores colombianos:

Juan Castillo Muñoz: Es un poeta universal, cuya vigencia habrá de prolongarse más allá del olvido. Ese olvido a que lo relegaron en su patria pero no en otras latitudes donde se le estudia, analiza y cataloga entre los cuatro o cinco grandes que haya producido el Nuevo Mundo. Héctor Ocampo Marín: La prensa mejicana supo despedir los restos mortales del gran escritor colombiano con titulares de gran página y elocuentes comentarios en las páginas editoriales. En Colombia se ignoró el hecho. Ni el Gobierno Nacional ni los medios de comunicación se dieron por aludidos. Sólo un grupo de amigos y de intelectuales se hizo presente en el aeropuerto.

Lenta agonía

El hombre intelectual siempre se ha sentido atraído por la muerte, bien con fascinación o bien con ansiedad. Algunos la convierten en bella lección para la posteridad. Otros, como Pardo García, pasan sus últimos años pensando en el trance final con turbación depresiva. A partir de 1979, cuando en un momento de locura se abre las arterias, y luego es salvado gracias al oportuno auxilio de los médicos, el poeta vive los doce años restantes en completa compenetración con la muerte.

En 1980 publica el que para muchos es su mejor libro: Tempestad. Desde entonces le brota tremenda sensibilidad hacia la muerte. Y por más que la desea, la rehúye con espanto. Varias veces intenta su propio exterminio. Baja con Orfeo a lo más profundo de los infiernos en persecución de una soñada Eurídice que le ofrezca amparo a su alma torturada. Y como en parte alguna encuentra sosiego, más se desespera. Se acuerda entonces de Dios, a quien ha pretendido ignorar, y le renace la esperanza. Alguna vez busca un arma para cumplir el propósito suicida, pero luego desiste: la sola idea le produce agonía. Es su angustia una muerte eterna, mientras la vida se le va adelgazando.

No se suicida, pero se deja morir de inanición. Es otra forma de destrucción, aunque más cruel que la de abrirse las venas. Pero se mantiene vivo, con valor espartano. Soporta en los últimos años el avance progresivo de sus males. En una de sus crisis es llevado de urgencia a una clínica que le presta los auxilios necesarios hasta lograr el milagro de la resurrección. Sin embargo, no acepta seguir en el centro hospitalario y pide que lo regresen a su pequeño apartamento, donde quiere morir sin asedios médicos.

Miserias y grandezas

Durante el último año de su penosa agonía no dejaron de llegarme noticias agobiantes. Duro año de constantes altibajos en la salud del poeta y de preocupación y congoja en el alma de sus amigos. El campeón que había resistido grandes tempestades luchaba otra vez, ahora con mayor perplejidad, con la parca inexorable. Deseaba morir pronto, y no lo lograba.

Su espíritu languidecía mientras el enfermo miraba, impotente, cómo sus piernas se paralizaban, y la neurastenia lo invadía, y la angustia dominaba todo su ser. Presenciaba con horror su desintegración física, sin manera de impedirla y sin fuerzas suficientes para acelerarla. Dejó de comer y eludía los medicamentos. Así pensaba llegar más rápido al final. Un final largo y tortuoso como los suplicios eternos. Tal vez en sus instantes de mayor aflicción se acordaría de la soledad de Cristo, otro campeón del dolor en la hora crucial de la muerte.

En el momento de morir, llama a Enriqueta, la mujercita que vela a su cabecdera, y le dice: “Hijita, dame la mano…” Ella declara más tarde a la prensa: “No murió solo, lo hizo casi en mis brazos. Fueron tantos años de compañía que para nosotros era como un familiar. Últimamente no tenía ganas de vivir; estuve con él día y noche, en su enfermedad, en su agonía, lo tenía muy mimado”. El médico que certificó el deceso anota en el acta de defunción: “Muerte súbita, arritmias ventriculares, cardiopatía isquémica, arterioesclerosis generalizada”.

La vida lo había vencido. Pero no murió del corazón sino de cansancio de vivir. Lejos de su patria y escaso de afectos, se había desintegrado en silencio, en la soledad de su enigmática personalidad. Murió –dice Carmen de la Fuente– como él quería: en su ermita de la calle Támesis; sobre un lecho de durezas franciscanas y en la compañía de su asistenta y de sus entrañables amigos: Julio César y Albert Einstein.

Testamento ejemplar

El doctor Belisario Betancur le había entregado, años atrás, como se recordará,  generoso apoyo económico que le permitiera la reanudación de la revista Nivel. Pardo García sostuvo siempre la revista con su propio peculio y no aceptaba propaganda en sus páginas (una ironía en él, que había sido el primer vendedor de publicidad en Méjico). Con los rendimientos bancarios que le producía el dinero donado sufragaba el costo editorial, mientras luchaba por proteger el capital como fuente de financiación que era preciso resguardar. Más tarde se presentó una fuerte caída de los papeles bursátiles, que para el poeta significó una pérdida grande; la cual, sumada al alza del costo de la publicación, determinó el cierre de la revista el mes de agosto de 1989.

A la muerte de Pardo García quedaron en el banco alredor de ocho mil dólares. El poeta, que en sus últimos años tuvo dificultades económicas para atender sus gastos personales, no podía subsistir con los solos rendimientos del depósito bancario, y evitaba reducir el capital para no agravar la situación. Al no contar con ningún régimen de seguridad social, la vejez lo hacía sentir inseguro y por eso le preocupaba la fuga del dinero. Dos entidades acudieron en su auxilio, y gracias a ellas pudo nivelar sus gastos: la Casa de Poesía Silva, en Colombia, y en Méjico, el Instituto Nacional de Bellas Artes.

En mayo de 1991, cuando ya presentía su muerte cercana, hizo el primer testamento de su vida con el propósito de gratificar los servicios y el cariño dispensados por personas sencillas que habían estado cerca de él, entre ellas, quienes se turnaron día y noche ante su lecho de enfermo, y humildes meseras  que lo atendieron en los restaurantes que frecuentaba.

Así, en medio de brillante severidad, concluyó la vida del poeta del cosmos. Antes de morir llamó a un sacerdote para que le llevara la hostia eucarística. Se pagó él mismo todos sus gastos, hasta los del funeral y la cremación. Y se fue de la vida  sin deberle nada a nadie, menos al Estado. ¿Qué queda después del reparto de sus pocos bienes materiales? Una lección de bondad, un ejemplo de dignidad.

La decorosa humildad

El médico y escritor Virgilio Olano Bustos, durante varios años embajador de Colombia ante distintos países, pasó por Méjico y visitó la urna funeraria (honrada en la sede del consulado con la bandera y el escudo de Colombia), que él retrató como bella expresión de afecto en tierra ajena. Captó también el edificio de Río Támesis, donde residió Pardo García por largos años, una construcción que sin derroche de lujos, y con lujo de decoro, albergó parte de nuestra patria en la figura excelsa del genio de la poesía.

Hay que rechazar, por ligeros y desdeñosos, términos como estos con que comentaristas colombianos calificaron en la prensa el apartamento de nuestro compatriota: «modesta y destartalada habitación», «trastienda», «apartamento que parecía caja de caudales, con puerta de fierro y cerrojos…” Tampoco murió en la ruina ni en el abandono. Vivía con humildad y elegancia –como fue siempre su peculiar estilo ante la vida– y contaba con amigos solidarios que siempre estuvieron pendientes de su suerte.

«Choachí es mi patria»

El ciudadano colombiano Aristomeno Porras, que había recibido instrucciones de incinerar el cadáver y lanzar las cenizas al mar, consideró, sin embargo, que debía dejar la última decisión al Gobierno de Colombia. La urna fúnebre llegó a Bogotá el 25 de septiembre, al mes siguiente de la muerte, y luego se trasladó a Ibagué, la ciudad nativa del poeta. Empero, éste consideró siempre a Choachí como su verdadera cuna. A Ibagué sólo vino a conocerla en 1928, y nunca más regresó. Choachí, que reclama con razón sus cenizas, piensa depositarlas en la casa de cultura que lleva el nombre de Germán Pardo García.

El poeta mostró de diversas maneras su predilección por Choachí, y siempre lo mencionaba como el pueblo donde había nacido, no en sentido físico, sino espiritual y poético: “Verdes montañas de la estirpe mía. Pueblo de adobe en donde yo nací. Retablo de naranjas: ¿todavía tus ángeles de vidrio están allí?”.

El hombre pertenece al sitio donde tiene el alma. En carta al profesor norteamericano James W. Robb, una vez Pardo García le expresó: “No con quien naces sino con quien paces’, dice el sabio refrán español. Soy, pues, de Choachí. Ibagué es una hermosa ciudad de Colombia, pero para mí nada quiere decir. Choachí, que en lengua indígena quiere decir ‘ventanita de la luna’, es mi patria”.

Y a un prima hermana le reveló: “Estoy viendo cómo termino mis pocos asuntos aquí, para volver del todo a Colombia, al seno del pueblecito oscuro que tomé como cuna adoptiva: Choachí. Ya estoy mirando hacia él como los gallos viejos hacia la copa del gallinero, cuando sienten cerca la noche”.

En 1962 le dedicó a Choachí un hermoso libro: Los ángeles de vidrio. Son 50 sonetos con bellas imágenes sobre su arraigo al páramo y al paisaje que le nutrieron el espíritu. Esta obra no deja duda alguna sobre su ascenso al cosmos desde aquel terruño transparente, que años después evocaría desde la meseta mejicana.

“Estos angelitos de vidrio –dice el profesor Robb– se convirtieron en símbolos de los habitantes del pueblecito, seres a la vez terrestres y celestes que tienen astros rutilantes en los ojos”.

Choachí se propone construir –con el apoyo de la Gobernación de Cundinamarca– un hermoso parque ecológico para realzar el amor de Pardo García por la naturaleza, expresado a lo largo de su poesía. Ojalá el gobierno departamental  honre el nombre del poeta con la instalación de un monumento en dicho municipio.  Esto mismo se espera de Ibagué, lugares ambos privilegiados para perpetuar la memoria del gran colombiano.

Pardo García defendió siempre su esencia campesina, sin importarle las altas cumbres a que lo llevó su nombradía de poeta. Su alma pertenece al páramo, ese páramo insondable que no dejó de estremecerlo nunca –en su obra y en su espíritu–, y es allí donde deben reposar sus cenizas. Es preciso que la ciudad de Ibagué, que hoy las guarda en una bóveda transitoria de su viejo cementerio de San Bonifacio, interprete el hondo significado de este clamor.

Al margen de esta cordial controversia, oportuno es señalar que las bellas artes se engrandecen cuando dos municipios se disputan a un muerto ilustre. Lo grave sería olvidar a los hombres grandes que han forjado la historia de los pueblos. El alma de la nación se ennoblece cuando se difunde por todas partes y por todos los medios la imagen de sus escritores y poetas, como los máximos exponentes de las sociedades cultas.

Conservando los símbolos de quienes como Germán Pardo García ya conquistaron la gloria imperecedera, se magnifica el sentido de patria y se enaltecen las letras nacionales, patrimonio de todos los colombianos.

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El último poema de Germán Pardo García:

DERROTA DE UN CAMPEÓN

Ser campeón fue el sueño de mi vida.

Teñir de resplandor torre y peldaño

y ver a la venganza y su tamaño

a mis golpes atléticos rendida.

Toda ascensión a un ring fue una caída,

un púgil superior me hacía daño

y contemplé oxidarse año tras año

la gloria tercamente perseguida.

 Alejéme del ring sin esperanza.

Hundióse en mí lo que jamás se alcanza,

me hirió una fuerza de raíz ignota.

Y apartéme del ring viejo, muy viejo,

mirando ante la crisis de un espejo

mi sien partida y mi quijada rota

Febrero 11 de 1991

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Revista Manizales, agosto de 1992
Revista Panorama Universitario, Universidad del Tolima, Ibagué, septiembre-noviembre de 1992
Boletín de Historia y Antigüedades, Academia Colombiana de Historia, N° 779, Bogotá, octubre-diciembre de 1992
Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 39, Bogotá, enero-marzo de 1994 (en las páginas 253 a 278, la revista rinde homenaje a Pardo García con la publicación del escrito biográfico Poeta de la brizna y el viento, de Gustavo Páez Escobar, además de la cronología del poeta y algunas de sus poesías).

 

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