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La vieja arquitectura antioqueña

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ponderable labor cumple el Fondo Cultural Cafetero, bajo la di­námica dirección de Aída Martínez, en el rescate y preservación del pasado histórico del país. Se trata de un organismo silencioso y positivo, ajeno a toda ostentación, que de ma­nera elocuente y con el exquisito tono femenino que ha sabido imprimirle su directora, ha vinculado toda su capa­cidad económica y artística a la exal­tación de nuestra cultura.

En este diciembre nos sorprende con la edición, en asocio con la Uni­versidad Nacional, de un hermoso libro dedicado a la arquitectura de la colo­nización antioquena. Es el primero de una obra gigante de varios volúmenes, con la que se abarcará todo el territorio colonizado por los antioqueños.

El autor es el quindiano Néstor Tobón Botero, arquitecto y sociólogo de la Universidad Nacional y especializado en urbanismo en Italia, quien tras largas y profundas investigaciones logra plasmar, rescatándolo de un pa­sado que el modernismo tiende a des­dibujar, el paraíso arquitectónico di­seminado en los pueblos viejos.

La lente fotográfica de Olga Lucía Jordán ha captado en maravilloso juego de colores, y con la autenticidad y el encanto que sólo son posibles en el arte, la hermosura de esos entornos. Es un ayer que va en fuga por el atentado permanente de autoridades y gentes destructoras, y que parece detenerse en el tiempo —y a veces sólo en el re­cuerdo— a través de la policromía de este libro admirable. Por él desfilan pobla­ciones de ensueño: Abejorral, El Jardín, El Retiro, Jericó, La Ceja, Marinilla, Rionegro y Sonsón.

En nuevas jornadas se llegará al Antiguo Caldas, cuyos tres departa­mentos, a pesar de la división territo­rial, conservan íntegra su identidad ancestral. Reformar por reformar, sin el requisito de la estética y el respeto por las joyas coloniales, es destruir, bajo el ímpetu de un urba­nismo atolondrado, el patrimonio cul­tural de los pueblos.

Los editores del libro, Benjamín Vi­llegas y Asociados, conquistan honores con el colorido de sus páginas esplen­dentes, y contaron con el profesionalismo de OP Gráficas. En la obra se conjugan además otros es­fuerzos, y todos merecen reconoci­miento por su contribución a la cultura.

Este empeño no se ha encaminado tan sólo a presentar unas policromías lugareñas, sino a resaltar los ingredientes de una civilización. El viejo modelo greco-quimbaya adquiere esplendor en cada uno de los pueblos inventariados al presentar el conjunto de puertas, canceles, ventanas, cielos rasos, portones y contraportones, pa­tios y zaguanes. Los recursos indígenas de la guadua, el bahareque y la madera se muestran incólumes en este repaso artístico.

Y se destacan los rasgos fundamen­tales del hábitat primitivo. Alrededor del patio giraba la alegría hogareña, con la luminosidad del ambiente y el reposo de los corredores. La destreza artesanal de los antepasados es, por ironía, lo que hoy está derrumbándose en muchos sitios. Esa mezcla de so­briedad y elegancia de las viejas cons­trucciones le inyectaba dignidad a la vida. El fogón, la pesebrera, la puer­ta-ventana enmarcaban el coloquio permanente de las familias.

El libro de Tobón Botero es una ha­zaña de los colores y las dimensiones arquitectónicas del ayer legendario, en buena hora rescatado por el Fondo Cultural Cafetero y la Universidad Nacional. Hay que celebrar que esto ocurra para bien de las futuras gene­raciones, que tanto tienen que aprender de los tiempos pasados.

El Espectador, Bogotá, 26-XII-1985.

 

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Folclor y tradición

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con este nombre acaba de aparecer el segundo disco de Carlos Botero Herrera, prensado por la firma Sonolux, de Medellín, y dedicado, como el anterior, a la tierra quindiana, donde su autor se desempeña con éxito en la empresa privada. Habíamos extrañado su ausencia de las expresiones artísticas, en las que ha tenido evidente suerte al lograr que varias de ellas se queden pegadas a la tierra y, más aún, que sus aires recorran otras latitudes, como sucedió en pasada excursión de nuestra música por diferentes países del mundo.

Carlos Botero Herrera es afortunado intérprete del alma popular y ha venido fomentando su inspiración en los entreactos de sus actividades empresariales. La poesía es para él una aliada que cultiva desde bien joven. Hemos estado pendientes de su segundo libro, proyecto que ha dilatado y que pronto, como lo promete, será realidad.

El poeta, como el escritor y en general el artista, no debe esperar mecenas. La cultura es la ac­tividad más solitaria y menos protegida. Y a la que menos apoyo le dispensan las entidades oficiales. El creador, que es el único  que sabe llegar con autenticidad al pueblo, es un ser un marginado que toca de puerta en puerta esperando que el Gobierno o la empresa particular apoyen sus obras.  Publicar un libro o prensar un disco representa enorme esfuerzo económico, imposible para muchos, y por eso el país está lleno de obras inéditas.

Esta nota con la que saludamos la aparición de Folclor y tradición sirve también para reclamarle al amigo la demora de su segundo libro de poesía. El primero, Mares de fuego, que tuvo comentarios favorables, está ya distanciado.

Tenemos ahora su disco navideño, fresco como los amaneceres quindianos. Son doce canciones melodio­sas y sentimentales que entran a enriquecer nuestro folclor y que ya comienzan a regarse por la tierra como un hálito inspirado. Botero Herrera, que les canta a los ojos risueños de la chapolera o a las manos endurecidas del labriego, se va por los surcos del café susurrando en los oídos del campo la voz cadenciosa que hará más amable la recolección de la cosecha. Campesinita quindiana es un himno campesino que se paladea entre copa y copa, al borde de cualquier tienda de ve­reda, y que con Sangre de café anima el alma de los campos.

No hagas llorar a un niño, la nueva canción que en mi concepto es la más inspirada de su segunda ronda, llega en este diciembre como sentido homenaje a este pequeño testigo de los sudores rurales y se vuelve un pedido a los padres, formulado con apremio y súplica, para que no cortemos la paz del mundo representada en el alma tierna del niño.

Se descontinúa así el silencio musical y poético del amigo Carlos Botero Herrera, que ha de sentirse estimulado para proseguir su itinerario por el folclor y la tradición del pueblo quindiano.

La Patria, Manizales, 7-I-1981.

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La exposición de Olga Lucía Jordán

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La lente fotográfica de Olga Lucía Jordán descubre en esta muestra de su talento artístico el alma del niño en diversas actitudes ante el mundo y la vida. Puede apreciarse, ante todo, la forma espontánea como van apareciendo rostros infantiles donde se captan, en toda su naturalidad y sin artificios, reacciones ante el miedo, la sorpresa, la congoja o la alegría de los pequeños placeres del niño, los más profundamente humanos, por ser auténticos.

Este mundo de Olga Lucía Jordán parece que tuviera algo de fabuloso. Guando el niño se pierde en infinitos gozos al lado de su perro juguetón y solidario, y más tarde la tristeza del pequeño es idéntica a la de su pobre can taciturno y despro­tegido, el mundo todo cabe en esas dos expresiones, las más características del hombre: la alegría y la tragedia.

En los enfoques de la artista se encuentra su alma sensible. La seducen, para tratar de remediarlas, la desnutrición, la vagancia, la ausencia de calor hogareño de la niñez errátil que duerme en intemperies y transita entre peligros. Cuando, desde el ángulo contrario, enfoca su cámara para enmarcar una sonrisa, surge el universo maravilloso donde todo se disipa ante la frescura del alma juvenil.

Lo más sobresaliente de esta exposición es la espontaneidad de los rasgos fotográficos. Las expresiones son categóricas, nunca fingidas ni improvisadas, y describen los sentimientos humanos con admirable belleza, aun en los estados miserables. Para ser artista verdadera, como lo es Olga Lucía, debe tenerse alma infantil.

Armenia, diciembre de 1978.

 

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“Yo y Tú” es Colombia

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con Yo y Tú desaparece el programa de televisión más sin­tonizado por los colombianos. No se entiende por qué esta diversión dominical, que durante muchos años llevó alegría a los hogares, se corta en su mejor momento. Queda flotan­do en el ambiente la sensación de que algo no funcionó en el reparto de nuevos espacios y, sobre todo, que se atentó en materia grave con­tra el talento colombiano.

La clausura del formidable elenco de los domingos, cuando mayor en­tusiasmo despertaba en el público gracias al donaire, el sentido del humor, la autenticidad de los artistas, el enfoque de los temas, es algo que deja, por lógica, motivos de insatis­facción. Se sostienen, entre tan­to, programas de poca monta y se da entrada a otros que, por exitosos que pudieran llegar a ser, necesitan recorrer mucho camino para ganarse el aprecio dé los televidentes.

Yo y Tú, con una veintena de años rodando en los senti­mientos de la gente, no nece­sitaba siquiera salir a com­petencia. Y no necesitaba, por­que no tenía competencia. Si un programa de esta calidad, cada día más superado merced a las excelentes dotes artísticas de su fundadora y colaboradores, logra imponerse después de mucho tiempo y muchos esfuer­zos en el difícil arte de hacer reír, es inconcebible que se derrumbe entre la letra de con­fusos papeleos.

Desintegrar, por obra de enredados mecanismos, todo un equipo humano intérprete de las costumbres, los vicios, las virtudes del pueblo, es propinarle duro golpe a la cultura. Algún poder debiera existir para salvar estas expresiones del arte contra la rigidez, si de eso se trata, de normas que parecen dictadas para desmontar lo que cami­naba bien.

Dentro de la libre competen­cia todos tienen derecho a bus­car oportunidades. Pero no es sensato que se extremen tanto los filtros para sacar de concurso a programas ya acreditados como el de Yo y Tú, solo por llenar requisitos menores, que tal parece ser el caso. De algo deben valer la trayectoria, el esfuerzo, la idoneidad y el beneplácito del público, al único que no se le consultó. Pero dichas circuns­tancias parece que no son di­geribles por la dictadura de los pliegos de licitaciones.

Se dice que los comités, las juntas y las licitaciones, que se dan la mano, se inventaron para eludir responsabilidades. Echándole la culpa a estos organismos, todos quieren quedar bien. El papeleo, que frena y as­fixia al país, y que tan colom­biano es como Yo y Tú, es sinónimo de pereza, falta de inventiva, incompetencia, dictadura. Y las licitaciones, lo mismo que los comités y las pomposas juntas directivas, en la generalidad de los casos solo sirven para poner trabas, enredar lo que marchaba bien, sacarles el cuerpo a los pro­blemas. Antes que juntas, se requiere buen juicio.

El pueblo despide con tristeza a Alicia del Carpio y su familia artística. Es un elenco incrus­tado en el sentimiento del pueblo, que se marcha, también triste, y se niega a separarse de su público. Alicita dice que no volvería a la televisión aunque el Consejo de Estado fallara a su favor la demanda presen­tada. Parece que el mal está ya hecho. El público, sin embargo, aún tiene confianza de que surja alguna fórmula salomónica.

Este escenario se mueve y se desbarata sin que el pueblo, que debería ser el mejor juez, haya opinado. Se proponen los artis­tas desaparecer de escena en silencio, sin dejarse ver las lágrimas. Pero hay lágrimas y silencios que no se pueden ocul­tar. Y si hay males que se vuel­ven irreparables, ojalá, por lo menos, de esta experiencia quede alguna lección construc­tiva.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-1976.

 

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Josefina Baker

sábado, 1 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos artistas logran dirigir el talen­to hacia fines benéficos como esta ruti­lante negra que hirió el corazón de las multitudes con sus contorsiones volup­tuosas. Mientras los teatros neoyorquinos la rechazan por su aspecto poco sugestivo, ella se impone más tarde en los centros nocturnos de París que la ad­miran como a una deidad extraída de leyendas fantasmagóricas. Estuvo en escena, siempre admirada y jamás olvidada, durante medio siglo.

Ella, como pocas,   sintió a lo largo de su carrera el aplauso que nunca cesa y que llega al fondo del ser con caricias de palmera. Solo en las postrimerías de su existencia quiso descansar de las ovaciones y se retiró de la farándula en un pretendido afán por reposar lejos del bullicio que había despertado con sus revistas.

Se dice de ella que fue la creadora del «strip-tease» que le puso fuego a la vida nocturna parisiense. Sorprendió al mundo con un atrevido número, estre­nado en 1925, en el que vestía sola­mente un cinturón de bananos, revista que se convirtió en piedra de escándalo para una sociedad que comenzaba ape­nas a ensayar el desnudismo furtiva­mente. Pero las expresiones de Josefi­na Baker nunca tuvieron el toque mor­boso de tanta comedianta de la escena barata que confunde el arte con la vul­garidad. Conforme hacía moverse en sus ritmos todo el sabor del trópico, inspiraba la delicadeza de las emocio­nes que solo consigue el «gran estilo». Eso fue, en efecto, Josefina Baker: un gran estilo.

Por su vida cruzaron grandes figuras del mundo, y no de manera accidental, sino entrañable. En la última velada, cuando esta septuagenaria encendió de nuevo las luces del París que no po­día olvidarla, y salió a escena, conservando aún los atractivos que los años no le habían desvanecido por comple­to, se vio rodeada por destacados per­sonajes de las artes, de la política, de la literatura y de ese refinado mundillo social que colma los teatros de la fastuosidad.

«El corazón de Francia ha venido palpitando junto al vuestro «, le expresa el presidente Giscard. Están presentes luminarias como la princesa Grace de Mónaco, Carlos Ponti y Sofía Loren –el indescifrable binomio de la felicidad en la farsa de la farándula–, Alain Delon, Jeanne Moreau.

Josefina murió en su ambiente. Pocos consiguen no salirse de los linderos de su predilección. Muerte privilegiada la de esta negra, diosa de las multitu­des, que se da cita con su mundo, que la lleva en el alma, conforme ella siente arder en sus arterias las noches de los aplausos y de las languideces, y que sube a escena entre las luces, entre el colorido, entre las ovaciones del pú­blico que llega de todas partes a de­mostrarle su imperecedero afecto, y que luego se va doblando con el ador­mecimiento de las sublimes convulsio­nes.

Luchando contra sus fuerzas, rompe su decisión de mantenerse aislada y promueve una brillante función para recaudar fondos con destino a su fami­lia de niños adoptados en diversos si­tios del planeta. Josefina Baker fue, por sobre todo, la gran mamá de los de­samparados, a los que dedicó sus afectos y su fortuna. Sentía su enorme raza negra como el desafío con que debía contestarle a la sociedad, pero so­bre todo al pueblo de los Estados Uni­dos, de donde era oriunda, y que un día la rechazó por no hallarla atractiva. En respuesta, dio de sí todo lo que fue capaz, y algo más, para exaltar el color de su piel.

Adoptó mulatos como cla­vando banderines sociales en los cuatro puntos cardinales. En Colombia halló, igualmente, un negrito que se llevó pa­ra seguir formando su familia.

Josefina, que fue arte, y fuego, y pasión, y alma, es la escogida de los dioses que entra a las páginas de la his­toria proclamando, serena y orgullosa, su gloria racial. Reúne a las celebridades y se despide de sus negros en un escenario vibrante como ella, en el París de sus esplendores, su patria auténtica, y declina con el ropaje del cisne que le envuelve su grandioso corazón de mulata que seguirá resplande­ciendo en todos los confines.

Dos días después de la velada murió de una trombosis cerebral. La mató la emoción. Josefina Ba­ker murió en su ambiente. A pocos es dado tan exquisito placer.

La Patria, Manizales, 8-V-1975.

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