Tunja: niebla y luces
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Desde el quinto piso del Hotel Hunza —un remanso de paz y bienestar— me agradaba contemplar, durante mi reciente estadía allí, los lentos amaneceres que despuntaban en las montañas vecinas con cierta resistencia a la claridad.
Las alboradas tunjanas de las cinco, en días limpios como los que me tocó presenciar, están coronadas de niebla, niebla persistente como todas las estampas de tierra fría, pero luego se impone el juego de las luces y éstas descubren, hacia las seis de la mañana, el espectáculo de la ciudad quieta que se ve sorprendida por la invasión de los resplandores solares.
A la capital boyacense se le ha pintado como una urbe adormilada, lenta para el caminar y el progreso. Sus eternas lloviznas y sus brisas heladas, que son el marco natural de este recinto de silencios y vidas sigilosas, recuerdan que Tunja, como pocas ciudades colombianas, resiste todos los rigores ambientales y todas las durezas materiales.
El boyacense nació para ser sufrido y es bueno como el pan de las mesas campesinas. Por eso, el paisaje, ese cuadro de niebla y luces que todos los días penetraba en mi aposento del Hotel Hunza y me animaba a despertar y extasiarme con la tierra, es el que gobierna el alma boyacense.
Ya caminando por la ciudad en pos de los vestigios coloniales que no ha logrado desvanecer el ímpetu modernista, los ojos y el espíritu rastrean las huellas de un pasado majestuoso. Todo en Tunja es sorprendente. Por donde se transite aparecerán las luces de su cultura desconcertante. Las casonas que enmarcan la Plaza de Bolívar, con sus fachadas olorosas a realeza y sus tejados soñadores, lo sitúan a uno en épocas inmemoriales.
Carlos Eduardo Vargas Rubiano, siendo gobernador del departamento, me invitó a mirar la ciudad desde la torre de su despacho y no pude menos de sentirme fascinado con la poesía de los tejados. Dijérase que allí duermen siglos de historia y que ésta se niega a bajar de sus fortalezas para encontrarse con una época desdibujada.
Tunja, más que un hecho material —y a veces se me ocurre pensar que es una villa irreal—, es cultura. Allí se protege el pasado como la mejor herencia. El Instituto de Cultura y Bellas Artes, encargado de preservar el patrimonio colonial y fomentar en las nuevas generaciones la formación del espíritu, es el gran coloso que vigila el alma de los tunjanos. Y les recuerda que para ser dignos hay que ser cultos. Su escuela de música, la mejor de Suramérica, es verdadera universidad del bello arte.
El Instituto cuida los monumentos históricos, las casas coloniales, los archivos de la ciudad; y administra la biblioteca Eduardo Torres Quintero, gran centro de investigación y estudio, hoy con un patrimonio de 15.000 volúmenes. Octavio Rodríguez Sosa, secretario general del Instituto, arquitecto y poeta (pronto verá la luz su poemario Hirondela), fue uno de los amables cicerones que me permitieron una visión más profunda de este pozo de cultura.
La Academia Boyacense de Historia, baluarte de la tradición regional, vive comprometida con el proceso histórico de este pueblo forjador de grandezas. La entidad, gracias al empuje de su presidente, Javier Ocampo López, y al dinamismo de los académicos, es la mayor impulsora del libro boyacense. Sabe que editando libros no sólo estimula el talento sino que fomenta el progreso. La Universidad Pedagógica y Tecnológica es, de igual manera, columna vertebral para el adelanto espiritual de los boyacenses.
Esta mezcla de niebla y luces parece metérsele a uno en el alma y formarle un nido de encanto. A Tunja, que es un monumento de cultura, se llega con asombro y veneración, como a un fortín de la nobleza y el espíritu.
El Espectador, Bogotá, III-1988.