La Ciudad de los Puentes
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Honda tiene 23 puentes. Por un lado pasa el río Magdalena, imponente y turbulento, y por entre las calles corre el río Gualí, juguetón y musical. La carretera baja de la montaña como una saeta. La población no se divisa por parte alguna en el descenso y ésta aparece, de repente, metida en una hondonada, cuando ya estamos atravesando el primer puente. Tal vez a ese sentido de profundidad obedece el nombre de Honda. Aunque también puede provenir de Ondama —sin h—, que se llamaron el cacique legendario y el primitivo caserío indígena.
El casco urbano parece un barco que se desliza aguas abajo con penachos de viejas construcciones y bajo el sofoco de soles torrenciales. La naturaleza quema cada vez más conforme se avanza por el precipicio, y ya en el fondo, donde el Magdalena brama como fiera encadenada, se recibe el rigor de 30 o 32 grados de temperatura, si el clima es benigno, y de 40 o 42 cuando el sol se enfurece.
Penetramos por entre puentes al corazón de la villa. De inmediato se recibe la sensación de una ciudad compacta y en declive, sostenida por fortalezas y calles de piedra y cemento. Se halla custodiada por macizas construcciones del siglo XVI como testimonio de su pasado amurallado y de su presente turístico.
En medio de esta mezcla de piedra, cemento y metal, con ausencia de humos industriales y con evidencia de comercios esforzados, el turista se detiene ante cuatro siglos de historia. Lee, en un mensaje de bienvenida colocado por Bavaria a la entrada de un puente –siempre los puentes…– que la ciudad fue fundada por Francisco Núñez de Pedrozo el 24 de agosto de 1560 y que hoy tiene 40.000 habitantes. Más tarde se enterará de que Bolívar pasó dos veces por aquí, la última en su viaje hacia la muerte.
El murmullo de sus ríos suena como el eco de lejanas añoranzas. El río Magdalena, que serpentea con sus cabriolas impetuosas y que viene de oscuras travesías con sus fardos borrascosos y sus temibles encantos, recuerda las palabras de Aníbal Noguera: «Se retuerce por el Valle, oloroso a sarrapia y balsamina. Es un río frívolo. No tiene juicio. Es un río bohemio, caprichoso, que ha crecido como muchacha quinceañera de casa rica, que hace lo que le viene en gana».
El río Gualí golpeó fuertemente a la población en la catástrofe del Nevado del Ruiz. Bajó de la montaña como una tromba, cargado de piedras, de árboles y furor, y se estrelló contra varias edificaciones a las que dejó en peligro de derrumbarse —como hoy siguen—, habiendo arrasado humildes viviendas y cobrado entre sus pobladores a cinco o seis víctimas. Mucho tiempo duró la población desconcertada, con los naturales efectos sobre la economía local. Hoy se considera que la confianza se ha restablecido apenas en un 60%.
Honda es guardiana de un pasado glorioso. En viejas épocas fue la arteria principal de la economía del país. Por aquí llegaban las mercancías de Europa y de Estados Unidos con destino a Santafé de Bogotá. Además de la carga se movilizaban por este puerto los turistas ansiosos de aventuras por el Magdalena, cuando éste era en realidad nuestro río soberano. Hoy está olvidado y contaminado, y es preciso rescatarlo.
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Es la patria chica de Alfonso López Pumarejo, en cuyo honor los hondanos levantaron un museo que lleva su nombre, gracias al empeño del periodista Jaime Soto, también oriundo de la ciudad. Otros hijos sobresalientes de Honda son Alfonso Palacio Rudas, Pepe Cáceres y Miguel Merino Gordillo, actual ministro de Desarrollo.
La ciudad se encuentra intercomunicada por buenas vías con las principales ciudades del país. Sus condiciones turísticas están, sin embargo, inexplotadas. Debiera ser centro turístico de primer orden. Hoy es sitio deprimido económicamente y estancado por falta de mayor civismo.
Los servicios públicos son deficientes y los de telefonía, en particular, acusan deplorable abandono. Se requiere, por consiguiente, que su clase rectora encare estos retos y consiga el impulso que merece la población. Sólo así la Ciudad de los Puentes –también llamada Ciudad de la Paz– reconquistará su perdido esplendor.
El Espectador, Bogotá, 24-III-1987.