La sombra de Dalí
Por: Gustavo Páez Escobar
Salvador Dalí, que ha ido extinguiéndose como una exhalación, es hoy apenas una sombra. Los profanadores de la fama, que no se resignan a la inmovilidad de las bestias sagradas, lo persiguen por todas partes, lo manosean y hacen malabarismos con la marchitez de su ilustre esqueleto. Se empeñan en buscar la llama de un cerebro que aún quisieran encendido para la genialidad, como si la chispa de la vida fuera imperecedera, y apenas logran presentarnos el fantasma que impresiona de tanta sequedad.
Salvador Dalí ya no vive. Vegeta, y esto es grave en los genios. Parece querer complacer a sus áulicos de cabecera mostrándose todavía extravagante —su actitud sideral— y a duras penas logra llamar la atención por sus desquicios otoñales. Obvio que si no se tratara del divino Dalí los periódicos no recogerían sus tristes lamentos. El astro ya declinó y es inútil colocarlo de nuevo en órbita. Es preferible dejarlo quieto, clavado en su hoya de momia inmortal.
Ya ni siquiera el pobre Dalí engarza el cielo con sus mostachos desafiantes. Estos se ven mustios y él no es el mismo: está desfigurado. Una cosa era el pintor con su actitud aérea y su cresta olímpica, y otra muy distinta la figura lánguida y desgarbada que acaba de aparecer en un periódico español, con la mano derecha en alto como señal de que aún puede pintar. «Todavía pienso», es la traducción exacta.
El solitario viejo se había quemado la mano maestra en un incendio de su habitación en el castillo de Púbol. Su torpeza senil, algo tan inevitable como la gloria que conquistó —y que tontamente pretende agrandar—, le impidió sofocar las llamas que se apoderaron de su lecho.
Ahora proyecta pintar en la Torre Galatea un inmenso laberinto. Las paredes irán recubiertas de huevos gigantes y la fachada, de panes a porrillo, miles de panes, millones de panes… El mismo Dalí, el esclavo de Miguel Ángel, se trepará con los utensilios por andamios y poleas para plasmar la fórmula celestial.
Se aislará en la pieza simple y desde allí dirigirá su obra postrimera. Eso es lo que se propone. El maestro todavía piensa. Su imaginación sigue calenturienta desde la quemada. Que los dioses lo lleven de la mano para que no termine con el cráneo destrozado en este banquete de yemas y panes colosales…
Hoy es un hombre reducido a la impotencia, aunque con el cerebro vivo. Sin duda es ésta su mayor desgracia. Lucha con la saliva como si fuera una secreción maligna. Es en ocasiones una sustancia espesa como el barro, que amenaza ahogarlo, y en otras le falta saliva para lubricar la boca y conducir los alimentos a la garganta. La lengua le patina en el fango salivar.
Esta permanente crisis lo mantiene en pugna con los alimentos y el estómago, como un tormento estático. En sus momentos de mayor sequedad le gustaría que le rociasen la boca con un spray y ambiciona «algo fresco, algo como menta, bombones de menta para mantener algo de saliva…”
Robert Descharnes, estudioso de la obra del pintor y uno de sus confidentes, así lo puso a hablar, agotándole la saliva, para que el mundo quedara enterado de que el genio no ha muerto. Son estos secretos de dormitorio que el cercano biógrafo, sin empacho, difunde por el orbe comodocumento excepcional, con el comentario lógico de que el divo vive y «su inteligencia y su genial imaginación todavía están en perfecto estado».
Hay algo de humor cruel en este cuadro clínico, elaborado por la impertinencia del amigo íntimo que nunca falta, y el mismo Dalí, al confesar sus torturas, ignora que se hace amargo. Quizá piensa que es un nuevo destello de sus exageraciones increíbles. Para eso es maestro de la desmesura.
*
Salvador Dalí ha muerto. No vive desde que murió su mujer. Las puntas de su bigote, famoso signo sensual, que parecían disparar balas ultraterrestres, hoy se muestran mustias. Desapareció el hombre. El fantasma todavía traga saliva. Pero el genio nunca perecerá.
El Espectador, Bogotá, 3-XII-1984.