Euclides
Por: Gustavo Páez Escobar
Estoy seguro de que al decir Euclides, así a secas, ya el lector tiene identificado al personaje. Este buen señor a quien un día le dio por incursionar en la política como alcalde de Pereira, su tierra natal, pecado que por fortuna no repitió, habría de irradiar con el tiempo su nombre por todos los ámbitos del país y por fuera de nuestras fronteras.
Es posible que su progenitor, al bautizarlo con los rigores del ascendiente griego, se hubiera forjado la idea de que su vástago sería una lumbrera de las matemáticas, sin adivinar que se le rebelaría –y alguien que ha seguido de cerca su vida me cuenta que Euclides no ha sido fácil para llevarle la corriente a nadie–, para convertirse, en cambio, en el pensador que siempre ha cultivado en su espíritu.
Desterrado de la política, sentó sus reales en Armenia, y aquí se quedó. Rondó, como probando suerte, por actividades diversas. Mantuvo por varios años una oficina de seguros, a la que renunció convencido de su escasa vocación para las cifras. Hoy, en su madurez, no cesa en su convencimiento de que el destino iba en contravía.
Vinculado a campañas cívicas, se compromete, a lo largo de varias jornadas, en actos de progreso regional, orientando una vez la naciente oficina de Fenalco, otra como vocero de las inquietudes cafeteras, más adelante como líder de la creación de la Universidad del Quindío, y siempre como hombre laborioso que busca el progreso espiritual y físico de esta región que se honra teniéndolo como a hijo adoptivo.
No quiso ser abogado de oficio, aunque siempre ha sido hombre de derecho. Prefirió que esta disciplina, a la que se me ocurre que llegó por equivocación, fuera la rectora de su vida, y creo comprender que, al abdicar, no sentía bien aceitado el hígado, y tampoco la mente, para ser un litigante más.
En una de sus célebres páginas nos habla, con el exquisito humor que es una de sus características sobresalientes, de su primer pleito, y me ha quedado la duda de si al escribirla lo hizo con ánimo nostálgico, al encontrarse desubicado con un diploma que resplandecía en su oficina pero que estaba desatornillado en sus intimidades, o con espíritu alegre al liberarse de un oficio que no lo seducía.
Euclides Jaramillo Arango cambió, en efecto, y con protestas que la literatura no tiene cómo retribuirle, el usufructo de un pergamino por su devoción a las disciplinas humanísticas. Hizo acaso pésimo negocio, si hemos de refundirle metal al cuento, pero desde que archivó el cartón y le dio por aventurar entre cafetales, menospreciando de paso tentaciones burocráticas que pretendían atraparlo, se le fue ensanchando el corazón con el cariño a la tierra y a los paisajes.
En este Quindío maravilloso se apegó al campo y de él extrajo las mejores enseñanzas, que no las mejores cosechas, pues antes que agricultor convencido, ha sido un romántico de la naturaleza. Vio de cerca el filo de la violencia y se encariñó más con el hombre y con los paisajes. Su novela Un campesino sin regreso es vivo retrato del país desdibujado por la tiranía, y en ella hace vibrar el alma campesina herida por el turbión del odio.
Antes había escrito Las memorias de Simoncito, con fascinante tono que pinta la vida de la montaña con su sabor a alborada, a optimismo, a dulzura, a vientos traviesos, y también a melancolías. Catador del campo, pone a Simoncito a recorrer montes, haciendo estallar sentimientos e ideas que, en el trasfondo, son pinceladas biográficas del autor.
–No me queda ningún ejemplar de «Simoncito– se queja.
Yo sabía por otra boca que en su tiempo los había regalado a manos llenas entre los campesinos, a quienes considera destinatarios de la obra, pues ellos le han inculcado la simpleza de la vida. No se lamenta de la falta de ninguno de sus otros libros, solicitados desde distintos sitios del país y del exterior, por universidades y personas estudiosas, y bien claro se nota que es Simoncito el hijo preferido.
Lejos de mí la osadía de pretender reseñar la obra de este maestro de la literatura. El juicio está ya definido por la crítica autorizada. Y serán más firmes los conceptos conforme transcurra el tiempo. Ya dijo Óscar Wilde que el escritor solo viene a ser valorado con justicia por lo menos 25 años después de muerto.
He querido ver en Euclides Jaramillo Arango, antes que al alto valor que es de la intelectualidad, al hombre, a la persona llana que conocí desde el primer momento. Libre de veleidades y de fantasiosos ribetes, su personalidad atrae al instante. Hombre sencillo por naturaleza, nació para las cosas descomplicadas. Su genio chispeante, abierto lo mismo para el gracejo que para la ironía, y siempre listo para la amistad, le quita trascendencia a los actos graves. Goza con la simplicidad. Por eso, de su prosa brotan, al vivo, manantiales de profundidad.
Maestro de generaciones, se esconde de la ostentación y no le presta oídos a quienes no entienden las alturas del espíritu. Lo mismo se recrea con la orquídea que cultiva con amoroso empeño, que con la flor silvestre que se despeina en sus rastrojos.
Recorriendo su predio rural, lleno de fragancias y colorido, surgió en mi mente la presencia de Simoncito, embelesado en la contemplación de la naturaleza, sin el cual Euclides Jaramillo Arango no hubiera podido hacer reventar las emociones, la delicadeza, el alma jacarandosa de este auténtico paisa que se habría malogrado entre los pliegues de un cartón de abogado.
Si el derecho perdió un espíritu pleiteador, la literatura ganó una hoja de laurel.
La Patria, Manizales, 3-V-1975.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 14-IX-1975.