Nilsa, mi vecina
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando llegué a mi casa se adivinaba un ambiente pesado. En los ojos de mi mujer había nubes de congoja. Al primer sollozo supe que Nilsa, mi vecina, había fallecido. La noticia apenas acababa de filtrarse en el barrio con sigilo pero bruscamente. En los portones se notaban grupos de damas sorprendidas que conversaban en voz baja. Al frente de mi casa está la de Nilsa, y la vi calmada y sin el menor signo de conmoción.
Todo había sucedido con la fugacidad de un sueño. Enfurecido como un ciclón, un bus había arrollado el frágil vehículo en que viajaba Nilsa hacia Cali, eufórica como la diafanidad que se regaba por el valle con destellos de vida. Día ardiente y esplendoroso. Pero día de fatalidad. En la mitad de la carretera, Nilsa debió sentirse de pronto acorralada y pequeñita cuando la guadaña apareció, esgrimida por manos monstruosas. Estos bárbaros del volante, Nilsa, no tienen entrañas. Tú, por fortuna, ya perdonaste.
Tu vientre, de donde brotaron seis retoños, fue pródigo para fertilizar la vida y sumiso para enturbiar la muerte. Cumpliste a cabalidad el mandato bíblico de sembrar la simiente con el dolor de las entrañas.
Ayer, no más, se te veía pasear por el frente de tu casa cuidando las flores de tu jardín con el mismo celo con que acariciabas a Mónica, tu tierno amor de dos años, o a Diego Iván, que ya se siente todo un hombre porque tiene cuatro años. Y no dudes de que ambos son fuertes en medio de su pequeñez, porque te vieron partir sin fruncir el ceño. Quizá pienses, desde tu más allá, que yo exagero al pretender ponerles sentimientos de mayores a criaturas que todavía no entienden de brutales embestidas. Puedes pensar lo que quieras. Lo cierto es que Mónica y Diego Iván, y también mi pequeño Gustavo Enrique, que corretea con ellos cazando mariposas, sufren a su manera.
Ellos también saben de angustias, y se erizan con el rechinar de llantas, y se horrorizan con un hilillo de sangre, pero truecan pronto el dolor por una risa. Nosotros los adultos cambiamos a menudo la risa por el dolor. Los tres te vieron partir de tu casa y creyeron, de seguro, que tantas flores eran para acompañarte con alegría, nunca con pena. Mal pueden ellos comprender, y ojalá nunca lo comprendieran, que las rosas también lloran.
Tus otros hijos regaron con lágrimas la ruta por la que te condujimos en medio de un sofoco que se hacía denso como la propia solidaridad que se levantó al cielo queriendo que nos contaras qué habías sentido cuando la muerte se te vino encima, y qué sentías después cuando volabas por la atmósfera con tus alas de eternidad. ¿Verdad que algún día nos lo contarás?
Alfonso, tu buen compañero, valiente y sensible a un tiempo, te siguió como el ángel fiel que necesita, a veces, volverse coloso para poder arrastrar las cadenas del mundo. Al levantar tú el vuelo, él se estremeció, porque lo habías herido. Se quedó inmóvil, en medio del temporal, como el roble que debe mantenerse erguido para proteger la naturaleza que lo circunda. Lloró, y tú sabes que los hombres lloran pocas veces.
Hace poco regresaste de tu viaje por Europa. Al lado de tu esposo viviste paisajes y emociones. Tus ojos llegaron henchidos de las maravilla del Viejo Mundo. Contemplaste paraísos colgantes, cumbres majestuosas, horizontes encantados. Tu muerte fue serena como un atardecer europeo. Quizá soñaste en ese momento que recorrías los mismos caminos de la fascinación. Apenas si te dabas cuenta de que algo te dolía, cuando de un tirón te quitaste la pesadilla de un bus endemoniado, para ascender al lomo del viento.
Mónica salió esta mañana a la puerta de la casa, un día después de que te quedaste estrenando tierra fresca en los Jardines de Armenia. Eres la segunda habitante de un predio regado de brisas suaves, con olor a cafetal. La tierra es blanda y el paisaje es auténticamente quindiano.
Mónica no entiende mucho tu ausencia, por más que iba contigo en el momento de la catástrofe. Algún día le dolerá el alma. Ella quedó intacta, como si la muerte hubiera retrocedido ante tanta lozanía. Salió de tu casa y rió. Creo que te siente en el jardín que cuidabas con esmero para tu esposo y tus hijos, porque corrió por entre las flores como si nada hubiese sucedido. Felices los que, como ella, tienen alas de mariposa y corazón de azucena.
La Patria, Manizales, 5-IV-1975.