El contagio de la esperanza
Por: Gustavo Páez Escobar
Tal vez la palabra “contagio” ha sido la más pronunciada –y la más temida– durante estos días de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus. El mundo se paralizó con la propagación de este brote infeccioso que causa terror a las 7.700 millones de personas que habitan el planeta. Es increíble que un agente microscópico como el virus que hoy camina por todas partes y nadie lo ve sea capaz de frenar el desarrollo de las naciones y llenar de pánico a sus habitantes.
Nadie está exento de sucumbir bajo el poder de este misterioso personaje de todos los tiempos que irrumpe cuando menos se espera y produce miedo, muerte y lágrimas. Se aleja por épocas, para volver al cabo de los años con mayor ímpetu. Otras veces, desaparece para siempre. O quizás no: solo cambia de fisonomía y de nombre. Y llega con otros venenos que desconciertan a los científicos. Mientras se fabrica la nueva vacuna, quedarán por todas partes regueros de muertos y miseria.
Hoy el mayor reto de la ciencia está en descubrir el antídoto contra este mal diabólico que ataca a todos y se ríe de la humanidad. Las pestes son parte de la naturaleza humana y le enseñan al hombre a mantener el equilibrio, practicar el bien, no abusar del poder y la riqueza, no maltratar a los humildes, cuidar el planeta. Y recuerda que todo es quebradizo y nada es eterno, comenzando por el mismo hombre.
Las epidemias son un regulador de la vida, una balanza del bien y del mal. Los filósofos y los escritores de todas las épocas han dejado obras y reflexiones trascendentes, y de ellas nos acordamos cuando surge una nueva tempestad. Hace un siglo –octubre de 1918–, Laureano Gómez narraba los horrores de una epidemia de gripa que tenía paralizada –como hoy– a Bogotá. Y decía:
“…las oficinas están casi todas cerradas; los colegios lo mismo, se han suspendido los exámenes en las facultades; se han ordenado cerrar teatros y cines y por las calles no se encuentra un alma de noche (…) El pánico ha ido creciendo. Los entierros pasan continuamente. El problema se ha agravado porque los sepultureros unos están enfermos, otros se han muerto en el oficio (…) hay momentos en que más de cien cadáveres esperan regados en los corredores de la bóvedas que los pongan bajo la tierra”.
¿No es ese el mismo cuadro apocalíptico, e incluso peor, que se vive hoy? Entonces, una gripa causaba la muerte a gran escala; ahora, una neumonía hace lo mismo –y se le da el nombre de covid-19–. Bajo la perturbación actual, se repiten unas cuantas palabras que pintan lo que está sucediendo: “cuarentena, encierro, expansión del virus, caída de la producción, los más vulnerables, aplanar la curva, crisis, hambre, angustia, infectados, fallecidos…” La historia de siempre.
El papa Francisco recorrió la plaza desierta del Vaticano antes de dar la bendición urbi et orbi. Nunca se había visto esa plaza monumental llena de semejante soledad. Esa es la imagen del mundo. Oró por los enfermos, los pobres, los médicos y enfermeras, las familias que lloran. Pidió que cese la guerra entre las naciones; que no se fabriquen y vendan más armas; que se superen el odio, la indiferencia y el egoísmo. Después del contagio del virus debe venir el contagio de la esperanza. Eso es lo que necesitamos: un mundo nuevo.
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El Espectador, Bogotá, 25-IV-2020.
Eje 21, Manizales, 24-IV-2020.
La Crónica del Quindío, Armenia, 26-IV-2020.
Aristos Internacional, n.° 35, Alicante (España), sept/2020
Comentarios
Especialmente me gustó este mensaje en el sentido de que “Después del contagio del virus debe venir el contagio de la esperanza”. Tiene toda la razón. Vemos luz al final del túnel, pero el problema, por ahora, es que no sabemos qué tan largo es ese túnel, y si el oxígeno les alcanzará a todas las empresas y personas para atravesarlo. Esperamos que a la inmensa mayoría sí. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.
Así como nuestro organismo sube la temperatura corporal para combatir los virus y bacterias (fiebre), así mismo la madre naturaleza crea las guerras y pandemias cíclicas para purgarse o desintoxicarse de ese parásito depredador que es el ser humano. Porque es justo, o al menos compensatorio, que el hombre dedique algún tiempo en dar la muerte como liberación, después de que se ha obstinado tanto tiempo en dar la vida como condena. julioh78_181351 (correo a El Espectador).
La ciencia se muestra, esta vez, impotente. Sin embargo, es sorprendente apreciar cómo la naturaleza parece recordarle al hombre que su presencia en el mundo ha sido y es nefasta, pues su manifiesta soberbia rompe de manera permanente el equilibrio vital y es la especie depredadora. Gustavo Valencia García, Armenia.
He leído con gran interés y asombro esta columna. En 100 años la humanidad repite una pandemia y son muchas las referencias que hay acerca de estos sucesos en la historia del hombre, solo que los leíamos como eventos tan lejanos que no nos alarmaban. Sin embargo, hoy hemos tenido que vivir y padecer el aterrador virus, que como un rey llegó para gobernar con su corona de muerte. Inés Blanco, Bogotá.
Yo soy un poco escéptico de que esta crisis sea capaz –una vez termine– de cambiar en los seres humanos esas ansias de riqueza, placer y poder, en cuya búsqueda recurre a todos los medios lícitos e ilícitos y dejando de lado el cuidado de su salud, de la del planeta y de sus semejantes. Quisiera adquirir el contagio de la esperanza, pero ya son muchos años conociendo la naturaleza humana y comprobando a diario esa rebeldía del hombre por aprender y reconocer que aparte de «lo mío», hay muchas personas con carencias que afectan su calidad de vida y a quienes podemos ayudar. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.
Muy interesante esta página porque a pesar de ser un tema que llena los diarios y ocupa todas las columnas, plantea reflexiones omitidas por otros escritores. Ve al trasluz de esta hecatombe, de este dolor global, «un regulador de la vida», «una balanza del bien y del mal». Muy bella la metáfora sobre la plaza de San Pedro llena de soledad. No estamos hechos para la soledad, hay una tristeza infinita en el corazón frente a una tragedia que, como ninguna otra, evidencia la injusticia social. Esperanza Jaramillo, Armenia.