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Archivo para diciembre, 2014

El enredo de los taxis

martes, 23 de diciembre de 2014 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A la salida de Unicentro vi reflejado, en solo 20 minutos, todo lo que sucede en el sector de los taxis, que tanta protesta produce en la opinión pública. Allí una mujer se gana la vida ofreciendo a los usuarios del centro comercial conseguirles taxi en la calle a cambio de una propina voluntaria.

De esta manera mucha gente logra resolver el problema de transporte en medio del desorden que se forma ante la cantidad de aspirantes al servicio. Así, los taxistas se hacen rogar, y esto se presta para que algunos cometan los abusos de que dan cuenta las noticias. Veamos algunos de los casos que presencié:

Como sobre el taxi libre se precipitan al mismo tiempo tres, cinco o más personas, el conductor impone el sitio que le conviene; o anuncia el viaje masivo hacia algún lugar, para obtener mayor utilidad; o fija tarifas excedidas; o pregunta (la consabida y odiosa pregunta) para dónde va el transeúnte, y luego lo rechaza con el argumento de que se dirige a guardar el carro; o descarta el viaje largo, porque le va mejor hacer varios recorridos cortos. La arbitrariedad, en suma.

Y por contera, la falta de esmero en la atención a los ciudadanos que se mueven –o no pueden moverse, mejor– en esta urbe populosa y caótica, sumida en el atraso, el atropello y la indolencia que le generan los malos gobernantes. Desde mucho tiempo atrás, este es el aspecto cotidiano que ofrece el transporte capitalino.

En el grupo heterogéneo de Unicentro, un extranjero preguntó por el costo del viaje al aeropuerto. Se le dijo que 25 mil o 30 mil pesos. Subió al vehículo, y al poco tiempo entró en discusión con el conductor. Se supone que le cobraba una tarifa exagerada, o no quería transportarlo. ¡Vaya alguien a oponerse a la real gana de estos déspotas de la vida pública! A su bajada, comentó que no conocía un servicio de taxi más malo e inseguro que el de Bogotá. Ni choferes más groseros.

Nada nuevo se descubre en los casos citados. Mientras tanto, la inoperancia de las autoridades es manifiesta. La multa que establece el Código Nacional de Tránsito Terrestre en su artículo 131, cuando el chofer o el propietario se niegan a prestar este servicio público sin causa justificada (multa equivalente a 45 salarios mínimos diarios), es letra muerta. La persona que recibe la negativa deja de formular la queja para no perder el tiempo.

Si el taxi se solicita por teléfono, el teléfono no responde. La alternativa de conseguirlo en la calle, que no se recomienda por seguridad, es lo mismo de utópica, por no encontrarse carros libres, o negarse el chofer a prestar el servicio. No obstante,  Bogotá, con más de 55.000 taxis (la cifra exacta no se conoce), dibuja en sus calles una persistente línea amarilla, modificada en los últimos días por los vehículos blancos de Uber y otras aplicaciones. Estos encarecen las tarifas dos y tres veces sobre la cifra corriente y no han resuelto su funcionamiento legal.

Aparte de esta serie de circunstancias adversas, predomina en este sector la carencia de espíritu cívico. Son permanentes las protestas por los carros sucios o en mal estado, los radios a todo volumen, los taxímetros adulterados, los choferes incultos y descorteses. Algunos, agresivos, como lo atestiguan varios sucesos alarmantes de estos días. ¿Y qué decir de los paseos millonarios?

Sin embargo –justo es reconocerlo–, buen número de choferes poseen buenas maneras, son serviciales y amables. Ellos sacan la cara por el gremio. Las empresas de movilidad están en mora de inculcar en los conductores el sentido del servicio público. Y hacer obligatorio el curso del Sena titulado “Operario de transporte urbano de pasajeros”, con una duración de 56 horas.

Sobre este asunto complejo, enredado, desesperante de la vida bogotana, leo lo siguiente en alguna parte: “Ninguna solución es fácil. Lo único fácil es dejar el sistema como está”. Ojalá las autoridades no sigan por el camino fácil, el que ninguna contribución aporta para el bienestar colectivo.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-2014.
Eje 21, Manizales, 19-XII-2014.

* * *

Los usuarios se pueden quejar, pero los taxistas no tienen tiempo. Gente estresada que debe hacer entregas altas diariamente. Nadie habla de cuando el pasajero deja mugre, chicles pegados, huecos en la tapicería por estar fumando, o cuando se vomita el pasajero, o se orina el bebé, o cuando le rompen las manijas, o cando es tratado de manera déspota o le hace conejo el pasajero, o cuando es atracado. Carlos Abdul (correo a El Espectador).

María Luisa Londoño, quien fue víctima de agresión por parte de un taxista, identificado como Jorge Armando Salinas, pide una sanción para el conductor y respeto por su vida. ‘Yo creo que es un tema cultural y profundo en los taxis, pido que recapaciten de que llevan seres humanos en el taxi’, indicó. La agresión se dio luego de que el taxista se diera cuenta de que la mujer lo estaba grabando mientras el hombre chateaba y a la vez conducía el vehículo, así que le pide que se baje del taxi sin importarle que la mujer llevaba a un bebé en sus brazos”. (Noticia de El Espectador, 20-XII-2014).

No es cierto que el Uber valga tanto, apenas un poco más y eso sin contar las trampas de los amarillos. Nada mejor y más seguro que el Uber. Y a los abusivos taxistas del bacrim amarillo (no todos), extraditarlos. Marmota Perezosa (corre a El Espectador).

 

Ayer nada más, saliendo con una amiga de la feria de Expo-artesanías, a las 3:30 de la tarde, nos demoramos casi una hora para que al fin un conductor «piadoso» decidiera que nos podía traer, con un genio de los mil diablos, quien nos preguntaba “¿por dónde?, yo no sé», y así nos tocó indicarle la ruta paso a paso, con un miedo feroz  a su agresividad  y con el pánico de que nos hiciera bajar en medio ya del aguacero de la tarde. Finalmente logramos  dejar a mi amiga en Floresta y felizmente me dejó en frente de mi casa, en el barrio Batán, sobre las 5:30 de la tarde. ¡Increíble! Inés Blanco, Bogotá.

El más aberrante de los sistemas de servicio público está en el número ilimitado de empresas de transporte, que no tienen vínculo alguno con el conductor, ni con el dueño del vehículo, que solamente sirven para cobrar las tarjetas de operación (algunas cobran hasta $150.000 por una tarjeta que sale del tránsito en $ 10.000). Muchos propietarios se quejan de que entregan sus vehículos a tales estafaderos y jamás las empresas responden por absolutamente nada. Comentandoj (correo a El Espectador).

 

Esta semana al ir a cita médica en la Clínica Colombia, el conductor (que no portaba el documento de tarifas) tuvo el descaro de cobrar $ 15.000 por un servicio que regularmente nos cuesta entre $ 9.000 y $ 10.000. Pero debido a la necesidad urgente de este transporte, no tuvimos otra salida que pagar el valor asignado por el conductor. Otro problema es que acepten llevarlo a uno a su destino. Estamos muy mal en este servicio. Ligia González, Bogotá.

El artículo describe la realidad del servicio de taxis capitalino que no es muy diferente a la que en Armenia se ve. Una ciudad que aspira a consolidarse como destino turístico en el que la incultura de los conductores de taxi y la desatención para con quien les paga el supuesto servicio que no prestan satisfactoriamente es llevada al extremo, o qué decir cuando uno llega al aeropuerto El Edén y le toca montar la maleta al baúl del carro porque el taxista escasamente se mueve a abrir desde su asiento la cajuela posterior, peripecia que tiene que repetir cuando llega a su destino. Pero bueno, este es el país del Sagrado Corazón de Jesús. Armando Rodríguez Jaramillo, Armenia.

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Historia de un robo bancario

viernes, 12 de diciembre de 2014 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Agosto de 1966. Hacía pocos días había llegado a Pasto desde la capital del país con el fin de reemplazar durante sus vacaciones al gerente del Banco Popular. Era la primera vez que estaba en la bella y apacible capital de Nariño, ciudad rodeada de montañas, páramos y paisajes encantadores, y cuyas carreteras hacia los otros municipios eran en verdad escabrosas.

Ciudad silenciosa, de gente amable y acogedora. La vida cotidiana no registraba grandes sucesos y solo de tarde en tarde ocurría algún hecho especial que en poco tiempo se esfumaba. Pasto es hoy, medio siglo después, centro populoso que ya pasó la línea de los 400 mil habitantes.

Varias veces he querido escribir esta historia: la historia del primer robo bancario ocurrido en la ciudad donde no pasaba nada. Hoy me propongo reconstruir el episodio con la precisión que me concede la circunstancia de haber estado en el  remolino de la noticia y haber sido testigo único de algunos pormenores que no trascendieron aquella vez al público.

Se trataba de una remesa de medio millón de pesos que iba a ser trasladada de Pasto a Tumaco. Para tener una idea de cuánto representaría hoy dicha cantidad, baste saber que con ella el banco de Tumaco se proveía de fondos para su flujo de caja en un mes. Su gerente era Hugo Arturo Buchelli, oriundo de Pasto, con quien había hecho amistad en Bogotá años atrás.

Él se desplazaba todos los meses a Cali o Pasto a efectuar el traslado de fondos para su oficina. Al saber que yo estaba en esta última ciudad, prefirió viajar allí, donde tendríamos la oportunidad de volver a vernos y reanudar nuestro diálogo. De Tumaco se vino por tierra en su propio carro, manejado por un chofer amigo suyo, en azarosa travesía de nueve o diez horas por aquella carretera de espanto, que él conocía muy bien. Y me llegó a la oficina provisto de la maleta donde siempre acarreaba el dinero. Todo el mundo conocía esa maleta y nadie ignoraba la diligencia que se iba a realizar.

 La atracción de la esposa

A Tumaco pensaba regresar en su mismo vehículo dos días después. La avioneta de Avianca solo volaría allí el lunes siguiente, y él tenía afán de estar el domingo con su esposa. La noticia me preocupó. Pero Hugo Arturo me tranquilizó con el dato de que Nariño era territorio muy tranquilo donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria. Nadie se atrevía a intentarlo en territorio tan abrupto, que tenía mínimas posibilidades de escape.

De hecho, él había viajado muchas veces en tales condiciones. Me contó que la misma práctica la seguían las otras entidades financieras. “No olvides que el dinero está protegido por la compañía de seguros”, me dijo. Claro que sí. ¿Y quién protegía la vida del gerente? En fin, él era el responsable de su misión.

Según todos los indicios, Teresa Ospina, su esposa, estaba encinta: así lo indicaba la prueba del sapo, o prueba de embarazo, tan de moda en los años 60 por donde corre esta historia. Mi amigo no cabía en sí de la felicidad: iba a ser padre después de 20 meses de casado.

En nuestra despedida, la noche del viernes, festejamos con gran regocijo el presagio venturoso. Y nos citamos para el día siguiente, a fin de sacar la maleta de la bóveda del banco, donde estaba lista con el medio millón de pesos. Y además, zunchada en la parte interior por un empleado de mi oficina. Creo que esta operación solo se hacía en Pasto. En mi larga trayectoria en la entidad (donde trabajé por espacio de 36 años), nunca supe de un caso similar.

 Los asaltantes, en acecho

Como el carro en que mi colega se desplazó desde Tumaco había sufrido un choque inexplicable antes de llegar a Pasto y no estaba disponible para el regreso, el gerente llamaría al azar a un taxi. Mientras tanto, una banda de asaltantes vigilaba nuestros pasos. Todo parece indicar que los delincuentes le seguían la pista a la remesa que iba a salir de un banco diferente al nuestro, pero la presencia del gerente de Tumaco con su reconocida maleta hizo poner los ojos sobre nosotros. Estábamos fichados.

Sacado el dinero de la bóveda, me trasladé hasta el hotel en el mismo taxi que llevaba la remesa. Hugo Arturo me insistía en que me fuera con él a Tumaco y regresara en la avioneta del lunes. Desde luego, me halagaba la invitación. Descendí del vehículo para ir a sacar la maleta de mi pieza, pero luego desistí. Muy poco me faltó para dar el paso a la muerte. Algo me detuvo al borde del abismo. Conclusión: no me había llegado la hora.

El taxi del banco partió a las tres de la tarde, y yo lo despedí en la puerta del hotel Pacífico. No tomó la salida normal en razón de alguna corazonada de Hugo Arturo, sino una trocha por donde nadie transitaba. Los atracadores, al ver que el vehículo no aparecía en el lugar donde lo esperaban a la salida de Pasto, emprendieron su persecución en otro taxi que tenían listo. Había transcurrido más de media hora, quizás una hora, y no era fácil darle alcance al vehículo del banco. En la carretera quedó constancia de la alta velocidad que llevaba el taxi de los asaltantes.

 Asaltada la remesa

A las nueve de la mañana del domingo me llamó por teléfono el secretario de mi oficina a informarme que había sido asaltada la remesa y no aparecían ni el gerente ni el taxi. Menos, por supuesto, el dinero. El chofer había logrado escapar y fue quien dio el aviso a las autoridades. El secretario de la sucursal y el empleado experto en zunchar maletas estaban detenidos.

Y a mí no me encontraba la policía. Cosa extraña, si no había salido de mi pieza. Se me consideraba, por tanto, sospechoso del asalto. Al fin y al cabo, yo era un solemne desconocido en la ciudad. En minutos me presenté a las autoridades y despejé las dudas.

Reconstruidos los hechos, se supo que hacia las 11 de la noche, después de 8 horas de viaje, el carro del banco fue alcanzado por el otro taxi, en Puente Verde, cerca de la población de El Diviso. Allí se adelantó el taxi de los asaltantes y bloqueó la entrada al puente, con el argumento de que el motor se había apagado. Ambos conductores se dedicaron a localizar la falla del vehículo. Hugo Arturo, entre tanto, no se inmutó por el percance. No llegó a sospechar que algo extraño sucedía. Buscó el periódico, prendió la luz del techo y se dedicó a leer. Consigo llevaba el revólver de dotación del banco.

El jefe de los atracadores, que era sargento activo del Ejército y que ese mismo día había desertado junto con un cabo que integraba la misma banda, planeaba cómo reunir al chofer del taxi con el banquero para matarlos a los dos. El sargento administraba en horas nocturnas un club social de la ciudad y era amigo de Hugo Arturo. Otro de los delincuentes, propietario de un restaurante, también lo era.

Después de consumir varias cajas de fósforos sin encontrar el fingido daño del motor, el chofer del banco anunció que buscaría la lámpara de extensión que guardaba en la guantera. Era el momento que buscaba el sargento. Ya con la lámpara en la mano, y muy cerca al gerente, quien viajaba en el puesto delantero y no se había preocupado por descender del vehículo, el sargento disparó todos los tiros de su revólver contra Hugo Arturo, su amigo.

Los costales cinematográficos

Despavorido, el chofer salió disparado hacia el monte, mientras el sargento cargaba de nuevo el arma y la vaciaba contra él. En la oscuridad de las once de la noche, el chofer saltaba de aquí para allá como una liebre. El sargento supuso que lo había matado. Pero falló: ninguna bala lo tocó. Muerto de pánico, el taxista abordó un camión que pasó de casualidad una hora después. Ante la policía de La Espriella relató los hechos. La mano le había quedado petrificada por el terror y no lograba desprender de ella la lámpara de extensión.

En la mañana del domingo se conoció la noticia fatal: el taxi fue hallado oculto en la maleza, y al lado del río Mira estaba el cuerpo de Hugo Arturo, perforado por 5 balazos. Los maleantes se repartieron el botín en los costales que habían previsto e iniciaron la fuga. Mientras tanto, un plan conjunto del DAS, la Policía y el Ejército había cerrado todas las vías de escape.

Cuando el grupo de facinerosos atravesaba el río Mataje, en la frontera con Ecuador, fue interceptado por las autoridades. Y vino la balacera. Dos de los asaltantes fueron dados de baja y el sargento fue herido en una pierna. Los costales quedaron a la deriva en el río, por fortuna en la parte menos caudalosa, y de ellos salían los billetes como en una escena cinematográfica.

Más tarde fueron entregados, aún mojados, a un juzgado de Tumaco. Se habían recuperado 416 mil pesos. Los otros 84 mil nunca aparecieron. Es posible que fuera la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes por aquellos terrenos escabrosos.

Al sargento lo llevaron al hospital de Tumaco para someterlo a una cirugía urgente. La monja que lo atendía le hizo notar al médico que el hombre había extraído algo del bolsillo del pantalón y lo había guardado en la pijama. Era un fajo de banco: el saldo final de una operación demencial que no pudo tener éxito y dejó un cuadro apocalíptico, indigno de la noble tierra pastusa, donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria.

La circunstancia más dolorosa de esta fatalidad fue la relacionada con el embarazo de la esposa de Hugo Arturo: se trataba de una falsa alarma. La prueba del sapo había fallado y ella no estaba embarazada. Con la ilusión de la maternidad él se fue del mundo. Dichoso con la noticia, había anticipado el viaje que debía realizar el lunes por avioneta y encontró la muerte en una carretera desierta y espeluznante. Lindo epílogo de amor que sella esta historia trágica.

Cuatro meses después (diciembre de 1966) regresé a Bogotá y no volví a saber nada del proceso judicial. Cuando recuerdo este episodio dantesco, se me nubla la mente y se me crispa el alma. Duré varios días dominado por la pena y el desconcierto. Pero había que seguir adelante.

El Espectador, 5-XII-2014.
Eje 21, Manizales, 5-XII-2014.
El Velero, Coempopular, N° 27, marzo de 2015.

* * *

Comentarios:

Cuando usted describe a Pasto de aquellos años, de gentes sencillas y trabajadoras, un pueblo donde casi no pasaba nada, recordé el cuento En este pueblo no hay ladrones, de García Márquez. Álvaro Pérez Franco, París.

Excelente narrativa. Un suspense que no deja detenerse al lector. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Qué terrible y angustiante experiencia de la que se salvó de morir, y como usted expresa, a pesar de los muchos años transcurridos aún se le nubla la mente por esos dolorosos recuerdos. Yo también tuve una experiencia de la que milagrosamente sobreviví y la escribí hace algunos años. Se la envío: Vivo de milagro. Antonio Guihur Porto, Barraquilla.

Es bueno dejar constancia de que en ese entonces solo robaban los bandidos: hoy lo hace todo el mundo. Óscar Jiménez Leal, Bogotá.

Muy buena la remembranza sobre el viejo episodio que los mayores recordamos. Aun cuando ocurrió hace casi medio siglo, me parece un poco atrevida su presunción sobre la pérdida de los 84 mil pesos como «la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes», cuando usted mismo detalla cómo los costales con el dinero quedaron a la deriva por el río y de ellos salían los billetes. Felicitaciones por la columna y por su afortunada decisión, de última hora, de no acompañar al confiado colega a Tumaco. Gustavo Valencia García, Armenia.

Respuesta. – Los billetes que salieron de los costales no fueron muy numerosos, y de todas maneras se rescataron más abajo (el río en esa parte llevaba muy poca agua y los asaltantes lo atravesaban  a pie). También se pensó que los 84 mil pesos eran la cuota del chofer del taxi de los asaltantes. Pero esto no se pudo comprobar. GPE

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Historia de un robo bancario

viernes, 12 de diciembre de 2014 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 

Agosto de 1966. Hacía pocos días había llegado a Pasto desde la capital del país con el fin de reemplazar durante sus vacaciones al gerente del Banco Popular. Era la primera vez que estaba en la bella y apacible capital de Nariño, ciudad rodeada de montañas, páramos y paisajes encantadores, y cuyas carreteras hacia los otros municipios eran en verdad escabrosas.

 

Ciudad silenciosa, de gente amable y acogedora. La vida cotidiana no registraba grandes sucesos y solo de tarde en tarde ocurría algún hecho especial que en poco tiempo se esfumaba. Pasto es hoy, medio siglo después, centro populoso que ya pasó la línea de los 400 mil habitantes.

 

Varias veces he querido escribir esta historia: la historia del primer robo bancario ocurrido en la ciudad donde no pasaba nada. Hoy me propongo reconstruir el episodio con la precisión que me concede la circunstancia de haber estado en el  remolino de la noticia y haber sido testigo único de algunos pormenores que no trascendieron aquella vez al público.

 

Se trataba de una remesa de medio millón de pesos que iba a ser trasladada de Pasto a Tumaco. Para tener una idea de cuánto representaría hoy dicha cantidad, baste saber que con ella el banco de Tumaco se proveía de fondos para su flujo de caja en un mes. Su gerente era Hugo Arturo Buchelli, oriundo de Pasto, con quien había hecho amistad en Bogotá años atrás.

 

Él se desplazaba todos los meses a Cali o Pasto a efectuar el traslado de fondos para su oficina. Al saber que yo estaba en esta última ciudad, prefirió viajar allí, donde tendríamos la oportunidad de volver a vernos y reanudar nuestro diálogo. De Tumaco se vino por tierra en su propio carro, manejado por un chofer amigo suyo, en azarosa travesía de nueve o diez horas por aquella carretera de espanto, que él conocía muy bien. Y me llegó a la oficina provisto de la maleta donde siempre acarreaba el dinero. Todo el mundo conocía esa maleta y nadie ignoraba la diligencia que se iba a realizar.

 

La atracción de la esposa

 

A Tumaco pensaba regresar en su mismo vehículo dos días después. La avioneta de Avianca solo volaría allí el lunes siguiente, y él tenía afán de estar el domingo con su esposa. La noticia me preocupó. Pero Hugo Arturo me tranquilizó con el dato de que Nariño era territorio muy tranquilo donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria. Nadie se atrevía a intentarlo en territorio tan abrupto, que tenía mínimas posibilidades de escape.

 

De hecho, él había viajado muchas veces en tales condiciones. Me contó que la misma práctica la seguían las otras entidades financieras. “No olvides que el dinero está protegido por la compañía de seguros”, me dijo. Claro que sí. ¿Y quién protegía la vida del gerente? En fin, él era el responsable de su misión.

 

Según todos los indicios, Teresa Ospina, su esposa, estaba encinta: así lo indicaba la prueba del sapo, o prueba de embarazo, tan de moda en los años 60 por donde corre esta historia. Mi amigo no cabía en sí de la felicidad: iba a ser padre después de 20 meses de casado.

 

En nuestra despedida, la noche del viernes, festejamos con gran regocijo el presagio venturoso. Y nos citamos para el día siguiente, a fin de sacar la maleta de la bóveda del banco, donde estaba lista con el medio millón de pesos. Y además, zunchada en la parte interior por un empleado de mi oficina. Creo que esta operación solo se hacía en Pasto. En mi larga trayectoria en la entidad (donde trabajé por espacio de 36 años), nunca supe de un caso similar.

 

Los asaltantes, en acecho

 

Como el carro en que mi colega se desplazó desde Tumaco había sufrido un choque inexplicable antes de llegar a Pasto y no estaba disponible para el regreso, el gerente llamaría al azar a un taxi. Mientras tanto, una banda de asaltantes vigilaba nuestros pasos. Todo parece indicar que los delincuentes le seguían la pista a la remesa que iba a salir de un banco diferente al nuestro, pero la presencia del gerente de Tumaco con su reconocida maleta hizo poner los ojos sobre nosotros. Estábamos fichados.

 

Sacado el dinero de la bóveda, me trasladé hasta el hotel en el mismo taxi que llevaba la remesa. Hugo Arturo me insistía en que me fuera con él a Tumaco y regresara en la avioneta del lunes. Desde luego, me halagaba la invitación. Descendí del vehículo para ir a sacar la maleta de mi pieza, pero luego desistí. Muy poco me faltó para dar el paso a la muerte. Algo me detuvo al borde del abismo. Conclusión: no me había llegado la hora.

 

El taxi del banco partió a las tres de la tarde, y yo lo despedí en la puerta del hotel Pacífico. No tomó la salida normal en razón de alguna corazonada de Hugo Arturo, sino una trocha por donde nadie transitaba. Los atracadores, al ver que el vehículo no aparecía en el lugar donde lo esperaban a la salida de Pasto, emprendieron su persecución en otro taxi que tenían listo. Había transcurrido más de media hora, quizás una hora, y no era fácil darle alcance al vehículo del banco. En la carretera quedó constancia de la alta velocidad que llevaba el taxi de los asaltantes.

 

Asaltada la remesa

 

A las nueve de la mañana del domingo me llamó por teléfono el secretario de mi oficina a informarme que había sido asaltada la remesa y no aparecían ni el gerente ni el taxi. Menos, por supuesto, el dinero. El chofer había logrado escapar y fue quien dio el aviso a las autoridades. El secretario de la sucursal y el empleado experto en zunchar maletas estaban detenidos.

 

Y a mí no me encontraba la policía. Cosa extraña, si no había salido de mi pieza. Se me consideraba, por tanto, sospechoso del asalto. Al fin y al cabo, yo era un solemne desconocido en la ciudad. En minutos me presenté a las autoridades y despejé las dudas.

 

Reconstruidos los hechos, se supo que hacia las 11 de la noche, después de 8 horas de viaje, el carro del banco fue alcanzado por el otro taxi, en Puente Verde, cerca de la población de El Diviso. Allí se adelantó el taxi de los asaltantes y bloqueó la entrada al puente, con el argumento de que el motor se había apagado. Ambos conductores se dedicaron a localizar la falla del vehículo. Hugo Arturo, entre tanto, no se inmutó por el percance. No llegó a sospechar que algo extraño sucedía. Buscó el periódico, prendió la luz del techo y se dedicó a leer. Consigo llevaba el revólver de dotación del banco.

 

El jefe de los atracadores, que era sargento activo del Ejército y que ese mismo día había desertado junto con un cabo que integraba la misma banda, planeaba cómo reunir al chofer del taxi con el banquero para matarlos a los dos. El sargento administraba en horas nocturnas un club social de la ciudad y era amigo de Hugo Arturo. Otro de los delincuentes, propietario de un restaurante, también lo era.

 

Después de consumir varias cajas de fósforos sin encontrar el fingido daño del motor, el chofer del banco anunció que buscaría la lámpara de extensión que guardaba en la guantera. Era el momento que buscaba el sargento. Ya con la lámpara en la mano, y muy cerca al gerente, quien viajaba en el puesto delantero y no se había preocupado por descender del vehículo, el sargento disparó todos los tiros de su revólver contra Hugo Arturo, su amigo.

 

Los costales cinematográficos

 

Despavorido, el chofer salió disparado hacia el monte, mientras el sargento cargaba de nuevo el arma y la vaciaba contra él. En la oscuridad de las once de la noche, el chofer saltaba de aquí para allá como una liebre. El sargento supuso que lo había matado. Pero falló: ninguna bala lo tocó. Muerto de pánico, el taxista abordó un camión que pasó de casualidad una hora después. Ante la policía de La Espriella relató los hechos. La mano le había quedado petrificada por el terror y no lograba desprender de ella la lámpara de extensión.

 

En la mañana del domingo se conoció la noticia fatal: el taxi fue hallado oculto en la maleza, y al lado del río Mira estaba el cuerpo de Hugo Arturo, perforado por 5 balazos. Los maleantes se repartieron el botín en los costales que habían previsto e iniciaron la fuga. Mientras tanto, un plan conjunto del DAS, la Policía y el Ejército había cerrado todas las vías de escape.

 

Cuando el grupo de facinerosos atravesaba el río Mataje, en la frontera con Ecuador, fue interceptado por las autoridades. Y vino la balacera. Dos de los asaltantes fueron dados de baja y el sargento fue herido en una pierna. Los costales quedaron a la deriva en el río, por fortuna en la parte menos caudalosa, y de ellos salían los billetes como en una escena cinematográfica.

 

Más tarde fueron entregados, aún mojados, a un juzgado de Tumaco. Se habían recuperado 416 mil pesos. Los otros 84 mil nunca aparecieron. Es posible que fuera la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes por aquellos terrenos escabrosos.

 

Al sargento lo llevaron al hospital de Tumaco para someterlo a una cirugía urgente. La monja que lo atendía le hizo notar al médico que el hombre había extraído algo del bolsillo del pantalón y lo había guardado en la pijama. Era un fajo de banco: el saldo final de una operación demencial que no pudo tener éxito y dejó un cuadro apocalíptico, indigno de la noble tierra pastusa, donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria.

 

La circunstancia más dolorosa de esta fatalidad fue la relacionada con el embarazo de la esposa de Hugo Arturo: se trataba de una falsa alarma. La prueba del sapo había fallado y ella no estaba embarazada. Con la ilusión de la maternidad él se fue del mundo. Dichoso con la noticia, había anticipado el viaje que debía realizar el lunes por avioneta y encontró la muerte en una carretera desierta y espeluznante. Lindo epílogo de amor que sella esta historia trágica.

 

Cuatro meses después (diciembre de 1966) regresé a Bogotá y no volví a saber nada del proceso judicial. Cuando recuerdo este episodio dantesco, se me nubla la mente y se me crispa el alma. Duré varios días dominado por la pena y el desconcierto. Pero había que seguir adelante.

 

El Espectador, 5-XII-2014.

Eje 21, Manizales, 5-XII-2014.

 

* * *

Comentarios:

 

Cuando usted describe a Pasto de aquellos años, de gentes sencillas y trabajadoras, un pueblo donde casi no pasaba nada, recordé el cuento En este pueblo no hay ladrones, de García Márquez. Álvaro Pérez Franco, París.

Excelente narrativa. Un suspense que no deja detenerse al lector. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

 

Qué terrible y angustiante experiencia de la que se salvó de morir, y como usted expresa, a pesar de los muchos años transcurridos aún se le nubla la mente por esos dolorosos recuerdos. Yo también tuve una experiencia de la que milagrosamente sobreviví y la escribí hace algunos años. Se la envío: Vivo de milagro. Antonio Guihur Porto, Barraquilla.

 

Es bueno dejar constancia de que en ese entonces solo robaban los bandidos: hoy lo hace todo el mundo. Óscar Jiménez Leal, Bogotá.

 

Muy buena la remembranza sobre el viejo episodio que los mayores recordamos. Aun cuando ocurrió hace casi medio siglo, me parece un poco atrevida su presunción sobre la pérdida de los 84 mil pesos como «la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes», cuando usted mismo detalla cómo los costales con el dinero quedaron a la deriva por el río y de ellos salían los billetes. Felicitaciones por la columna y por su afortunada decisión, de última hora, de no acompañar al confiado colega a Tumaco. Gustavo Valencia García, Armenia.

 

Respuesta. – Los billetes que salieron de los costales no fueron muy numerosos, y de todas maneras se rescataron más abajo (el río en esa parte llevaba muy poca agua y los asaltantes lo atravesaban  a pie). También se pensó que los 84 mil pesos eran la cuota del chofer del taxi de los asaltantes. Pero esto no se pudo comprobar. GPE

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