¡Adiós, mi General!
Por: Gustavo Páez Escobar
Pocos días antes de su muerte, el 23 de diciembre, lo llamé a su pieza de enfermo del Hospital Militar a desearle feliz Navidad. No era fácil poder hablar con él. Dos operaciones seguidas lo mantenían prácticamente aislado y apenas se le permitían breves visitas de sus familiares. Mientras la línea telefónica hacía el primer contacto con el conmutador del hospital, yo pensaba en las hazañas del ilustre hombre que en un día ya lejano había hecho tremolar nuestros colores patrios en las cúspides beligerantes de Corea. Por mi mente desfilaban las condecoraciones y símbolos de su brillante carrera militar que él mantenía con discreto orgullo en el museo abierto en la intimidad de su hogar.
En ese momento oí el retumbar de la artillería atronando los cielos de una Corea convulsionada por el turbión de la guerra. Allí, en pleno campo de batalla, jadeante e intrépido, como coloso enfadado, nuestro glorioso Batallón Colombia ganaba posiciones con el ardor de un puñado de valientes que bajo el mando del entonces teniente coronel Jaime Polanía Puyo había traspuesto los mares y desafiado el peligro para luchar por la libertad. A paso de titanes este grupo de hombres aguerridos se abrió campo por entre brigadas enfurecidas que pretendían sembrar la barbarie en un planeta todavía convaleciente de la última hecatombe mundial. La mayor nostalgia del soldado es, sin duda, la ausencia de su patria y de su hogar. Recuerdo que alguna vez me contaba Jaime Polanía Puyo las penalidades que se viven al pie de un cañón de guerra, lejos de lo que más se ama.
Y este 23 de diciembre, mientras el hilo telefónico buscaba comunicación con el héroe de Corea, ahora reducido a un duro lecho de hospital —¡él, que había sido todo vigor!—, pensaba yo en lo efímero de la gloria. Trabajo me costaba admitir que este hombre templado en los rigores de un campo de batalla y que había clavado en lo más alto de la cumbre la bandera del heroísmo, tuviera que aceptar su propia inexorable decadencia ante el asedio de una tenaz enfermedad.
Un pariente suyo me había advertido que era difícil hablar con él. La buena suerte me permitió, sin embargo, que le expresara de viva voz el saludo navideño. Algo me decía que era un adiós definitivo. Supe que sus compañeros de armas lo habían visitado y, como en sus tiempos de combatientes, habían hermanado sus emociones y rememorado tácitamente las gestas de sus días gloriosos. El soldado muere reposado cuando puede acumular al final de la jornada los recuerdos fortificantes de una misión bien cumplida.
Viajero de los caminos del mundo, un día se estableció en Armenia. Había concluido una eximia carrera militar que le hizo ganar los más altos honores no solo de su patria sino de otras naciones. El presidente Truman le otorgó la Estrella de Plata, por «extraordinario heroísmo», y la Legión del Mérito, en grado de Legionario, las dos distinciones más altas que otorgan los Estados Unidos a oficiales extranjeros. A su regreso de Corea pasó a comandar importantes guarniciones del país y fue gobernador del Valle en el final del régimen militar.
Condecoraciones, documentos y todo un acervo de libros, cartas y fotografías con personalidades del mundo los guarda hoy celosamente su familia y fueron mantenidos por él con entrañable afecto, y nunca con vanidad, de no ser el sano orgullo de haber sido un hombre que les dio lustre a su patria y a los suyos. Amante de las disciplinas humanísticas, era un asiduo lector de historia y él mismo escribió importantes trabajos sobre la materia.
En el Quindío, tierra de cafetales y de ensoñaciones, se volvió soñador. Labró la tierra y apelmazó su sensibilidad en estos predios de la exuberancia. El héroe busca siempre el reposo del atardecer. Por eso, cambiado el fusil por la dócil herramienta del trabajo, rastrilló las entrañas de la tierra y distrajo sus horas entre crepúsculos y arrobamientos. Persona sencilla, dadivoso y envuelto en una radiante campechanía que le abrió pronto el aprecio de estas gentes que rechazan los modales afectados, discurrió con naturalidad por entre surcos y minerías, siempre con el gracejo en los labios y con el ánimo abierto a la camaradería.
Le dio por volverse minero. Y como minero que se respete, nunca hizo capital. Pero al lado de la minería montó un mundo de anchas vivencias, acaso irreal, pero siempre eufórico. Los estudios que levantó sobre yacimientos de la zona de Salento, que algún día serán realidad, constituyen valiosos puntales que deben ser aprovechados para explotar esta riqueza. A Jaime Polanía Puyo se le recuerda rodeado de funcionarios del Gobierno, a cuyas puertas vivía tocando para despertar el interés oficial, de misiones extranjeras, de mapas, de gruesos volúmenes en varias lenguas y de misteriosas pedrerías que, junto a sus blasones, constituían su razón de ser.
Espíritu inquieto, nunca se conformó con la improductividad. Al abrigo de sus ilusiones, ilusiones de hombre visionario y tenaz, recorría el país con inusitada obstinación —¡la quijotesca terquedad del minero!— y estaba pronto para opinar y aconsejar siempre que sabía de la aparición de un nuevo filón. Era invitado principal en toda reunión o congreso sobre minería.
Nunca se dejó vencer por los incrédulos. Y murió en su ley, batallando al pie de las minas y acariciando sus glorias pretéritas. Su casa es hoy un baluarte de grandezas, que guarda con igual autenticidad las medallas ganadas en buena lid, que los filones de una vigorosa personalidad que lo mantuvo alerta, en el reposo del guerrero, ante las perspectivas de un horizonte vivificante. Su mejor blasón, una familia envidiable, se levanta hoy como testimonio elocuente de las andanzas del héroe que supo ser grande para hacer grandes a los suyos.
La Patria, Manizales, 2-II-1976.