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Archivo para febrero, 2012

Mujeriego irrevocable

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Nazario Umaña y Saldarriaga es un codiciado solterón. Considera que si por tanto tiempo se ha mantenido in­vulnerable, su celibato es impenitente. Hombre del alto mundo, como habrá podido deducirse por sus apellidos que huelen a aristocracia, es cliente asiduo de clubes y casinos y personaje sobresaliente en cualquier aconteci­miento social.

Maneja con igual desenvoltura el frac, el esmoquin o el vestido de corte inglés, que el palo de golf o el coche de actualidad. Es el primero que llega a las cabalgatas que organizan sus amigos y el último en aban­donar los encuentros etílicos con que los matrimonios de su círculo estrechan los lazos de la camaradería.

Con­versador ameno, anima cualquier reunión. Hombre culto y enterado de los aconteceres económicos, políticos o mundanos, no puede prescindirse de él como consejero o simple informador. Galante con el bello sexo, es personaje apetecido por la finura de sus gestos, por el garbo de sus ademanes, por su chispa siempre florida, por sus dos apellidos muy bien enlazados, por la prospe­ridad de su bolsillo.

Y tiene igual suerte entre las adoles­centes en persecución de marido o entre las doncellas que apenas comienzan a despegar las alas, que entre cua­rentonas, viudas y separadas. No faltan, como es natural, las aventuras clandestinas con señoronas y damiselas, terreno que trajina con pericia y refinamiento.

Su tenacidad por mantenerse célibe entre tantas ten­taciones hace pensar en romances afortunados, pero también en ocultas frustraciones. Y lo que es peor, en impedimentos de orden superior. Porque no está bien que con todas esas gabelas, Nazario Umaña y Saldarriaga ha­ya rechazado el matrimonio, y aun la unión libre, que en su caso no desentonaría. Ya comienza a hablarse de homosexualismo y aberraciones, pero él resiste, sin inmutarse, las alusiones que escucha o se imagina. No sólo las ignora, sino que se siente más defendido entre la duda y el enigma.

Ha logrado resguardar su reputación y bien sabe que el honor es la mejor respuesta a la maledicencia. Los ojos de solteras y solteronas, de viudas y señoronas, escudri­ñan sus andanzas en busca de la prueba o el simple indicio para lanzar el bombazo que todos esperan. Y no faltan las que por despecho serían capaces de armar un escándalo, de llegar a descubrirle enredos o deslices que ellas mismas no han podido protagonizar a su lado.

Pero Nazario, que conoce las luces nocturnas de París con la misma facilidad con que frecuenta los salones de la aris­tocracia, también sabe recorrer en su ciudad caminos y vericuetos hasta donde no alcanzan a llegar las miradas escrutadoras.

Resbala a veces, pero es hábil para no caer. Sus pasos son firmes, y tan cautelosos, que a su alrededor se ha levantado un muro de misterio, y tam­bién de dignidad, contra el que nadie ha podido atentar. Tendrá sus lances amorosos en la penumbra, pero se le ignoran líos de faldas como piedra de escándalo.

Que se siga insistiendo sobre su homosexualismo poco le preocupa. Se siente así más a sus anchas, pues ha de­jado de ser el peligro público al que todos temían. Alguien ha puesto a rodar la especie sobre sus encuentros con ciertos cachifos de dudosa identidad y no han faltado las lenguas traviesas que se entretienen enredando fanta­sías.

«Las mentirillas en la sociedad son inevitables», re­flexiona Nazario, y se ríe de sus calumniadores, con justificada dosis de humor, pues uno de ellos es el catedrático Valenzuela, quien mientras goza fabricando chismes, descuida a su mujer, cuarentona algo pasada de carnes y que por eso la tiene subestimada para la in­fidelidad, olvidándose que para muchos paladares es más apetitoso el menú balanceado a base de grasas. Ella, que disfruta las finezas de Nazario del mismo modo que su marido se divierte con la fama ajena, podría desmentir las consejas, pero prefiere callar.

Nazario Umaña y Saldarriaga, delicado en sus maneras, agradable y galante, es solterón empedernido, y no por falta de aptitudes para cambiar de estado, pues co­mo se ve es mujeriego irrevocable. Explota su despresti­gio y nada le importan los cuentos que le inventan. Como usted no es amigo ni vecino suyo, puede vivir tranquilo. Yo, que he descubierto sus artimañas, vivo aleccionado con la candidez del catedrático Valen­zuela.

Hoy he ido en busca de Nazario y lo he encontrado electrizado ante la bocina del teléfono. Es una voz fe­menina que, entre enigmática e insinuante, lo invita a una entrevista. Su acento es melodioso. Nazario se exalta al instante, pues bien claro está que se trata de una cita de amor, y da rienda suelta a pensamientos insanos que se alborotan con sólo escuchar el nombre de La Rubiela como sitio para el encuentro.

La Rubiela es el marco ideal para refugiarse a su acomodo. Es el lugar pecaminoso donde puede solazar sus entusiasmos. Él se mantiene disponible, como buen solterón. La interlocutora se niega a revelarle el nombre y sólo le dice que puede conocerla en diez minutos, en el reservado del fondo.

Vuela hacia La Rubiela forjándose escenas anticipadas. Perito en cuestiones del amor, no ignora su lenguaje. «El sitio preciso para el romance», se paladea. Allí se com­binan encierros estratégicos y se protegen reputaciones como la suya, y como la de la dama incógnita, que deben defender­se. Piensa en ella, sin conocerla. La idealiza al momento: rubia, o morena, o alta, o bajita, o bella,  o fea, o jo­ven, o jamona… Es lo mismo. Lo que importa es la mujer.

Se burla de su amigo Valenzuela que vive en función de chismes. Con todo y ser tan charlatán y tan buen conversador, lo compadece por los cuernos que Nazario le ha puesto. Su mujer es graciosa. Quizá el catedrático no lo ha descubierto, pues esos kilos de más no le permiten saborear el tajo bueno del matrimonio. La complace a medias, y una mujer complacida a medias es una mujer peligrosa. Aunque catedrático de humanidades, que pre­sume de ser muy leído, está lejos de interpretar a André Maurois cuando dice que «la golondrina y la mujer, desde el momento en que eligen un macho, piensan en el nido».

Desde que a Nazario le pusieron el mote de homo­sexual, que no ha podido quitarse de encima, se ha ideado un caminadito y unos ademanes que afirman  la sospecha. Se reúne con muchachos, para que no lo duden. Con ese contorneo avanza hacia La Rubiela. «Allá el profesor con su ingenuidad, y yo aquí con mis aventuras.» Penetra a la casa. Ha llegado el mo­mento de la emoción, del encierro garantizado. Ensaya, ante la puerta del reservado, la sonrisa, el galanteo se­ductor.

No lo piensa más y descorre el velo. Allí estará la hem­bra ansiosa. Pero al avanzar siente que se le congela la sangre y se le detiene la respiración. Porque la hembra resulta con cara de hombre y él no es especialista en es­tas lides, por más que así se le considere. El catedrático Valenzuela se queda mirándolo fijamente, con sonrisa incierta, que no se sabe si es irónica o desafiante. Con los dedos tamborilea despacio, en aparente calma, el mueble atravesado a la entrada. Y sigue mirándolo sin pestañear. Nazario siente que bajo sus pies el mundo se consume.

Yo, que no resisto los momentos de tensión, prefiero no esperar el desenlace y me escabullo. Como soy poco curioso, me despreocupo después de averiguar pormeno­res. Deduzco que algo serio debió ocurrir, pues el cate­drático Valenzuela dejó el chismorreo, su mujer hace gimnasia diaria y está en dieta rigurosa. Nazario Umaña y Saldarriaga reconquistó su posición de tenorio, abandonando para siempre su caminadito afeminado. Y hasta se rumora que le ha empalagado la soltería.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

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Tinieblas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Fernando meditaba en lo inconsútil del hombre, mien­tras por la ventanilla del tren rielaba un atardecer huidizo entre las sombras del crepúsculo. Algunas lu­ces, tan fugaces como sus imprecisos pensamientos, le arrancaban nostalgia. Los rebaños corrían asustados como si desconocieran la rutina de la locomotora que bramaba en las vueltas del camino. El día anterior, en otro atardecer semejante, viajaba eufórico al pueblito montañero que ahora dejaba para siem­pre. Entonces las luces de las casas sembradas a la vera del monte le habían producido regocijo. Otro estado de ánimo había abierto el espíritu al soplo, a la caricia de la montaña.

Pero al regreso el mismo espectáculo lo afligía. Un viaje puede cambiar el rumbo de la vida. Lo cambió, para Fernando. Todo comenzó en forma simple y así mismo terminó. Fernando llegó al pueblito montañero en un viaje más, tan común como tantos otros. En poco tiempo estuvo en el hotel. Muchas veces había per­noctado allí y era tan grata la posada como si llegara a su propio hogar. El perrito pequinés, desmelenado y mu­griento, lo recibió en la puerta batiéndole la cola. Tan familiar era el huésped, que nadie se preocupaba por conducirlo, ni por llevarle la maleta, ni por posesionarlo del cuarto. Que lo hicieran con otros, menos con él, clien­te de preferencia.

El pequinés, correteando por la habitación y revolvién­dolo todo, hacía más agradable la llegada: así se alboro­zaba con su amigo, el más amigo de los clientes.

Poco es el equipaje de un corredor de comercio: unos catálogos ornados con figurines, un directorio de clien­tes, la factura vencida y de pronto el obsequio para la dueña de la posada. Fernando llevaba algo más y era el retrato de la esposa. Siempre lo colocaba en la mesa de noche. Rosaura, la hotelera, solía hacerle gracejos por lo que ella juzgaba, y casi le reprochaba, como una exageración.

—Es bonita —se defendía él.

En verdad que lo era. Y no sólo para los ojos y el corazón del amante, sino para los habitantes de la pen­sión que admiraban también la belleza y la lozanía plas­madas en la foto.

—Demasiado amor —decía Rosaura.

—Demasiado amor —confirmaba él.

«Pero más que amor —reflexionaba Rosaura—, ¿no será una manera de sentirse vanidoso exhibiendo una foto artística? La belleza se marchita, y si Fernando no ha traído a su esposa es por temor a defraudarnos».

Existen seres enigmáticos, y Fernando lo era. Silencio­so, taciturno, aunque capaz de extrovertirse con las travesuras del perro pequinés, poco lograba extraerse de su vida. Sólo se sabía de su devoción por la foto.

Rosaura era joven y hermosa. Coqueta y seductora. Y acaso su belleza era más fresca que la del cuadro. Sin embargo, su marido no le había levantado ningún nicho. Pero es que Fernandos no se consiguen a la vuelta de cualquier esquina. Su mutismo, su secreta pasión, lo ha­cían interesante. Y nació en Rosaura, con la compara­ción, envidia. Una envidia tonta, pero muy femenina. La envidia y el amor se unen cuando menos se espera.

En un minuto desocupó Fernando la maleta. El barullo de un agente viajero es incorregible. Da lo mismo tirar los zapatos encima de la cama recién compuesta, que embadurnar el sofá con la crema a medio enroscar. De lejos había saludado a Rosaura, y ella le había sonreído. Dos pasajeros más se inscribían en los registros del hotel mientras la dueña dejaba escapar la mirada, y con ella la imaginación, detrás de la silueta de Fernando que se había perdido en la semioscuridad del corredor. Los torrentes de la luna llena que aparecía a medias, como jugando entre los limoneros del patio, habían producido en el ánimo de Rosaura el súbito deseo de correr, de retozar.

Irrumpió de pronto frente a él. Usual la visita, aun en la hora avanzada en que ocurría: también pare­cía ser este uno de los privilegios del viejo cliente. Fernando apenas si se inmutó.

—¿Tan enamorado como siempre?

Esta vez se turbó. Hay proximidades que no pueden desconocerse. Era como pretender no ver la claridad de la noche, que había invadido su alcoba; o ignorar los destellos de dos ojos ansiosos que se posaban en él. Fina e intuitiva llegaba como un felino a acorralar la presa.

Si otras veces había sido escurridizo, ahora no se le es­caparía. Un solo zarpazo sería suficiente para clavársele en la sangre como un aguijón. Ante la hembra exuberan­te, estaba el hombre acobardado. La saliva le formó un nudo en la garganta y sus carnes se apretaron en lugar de erizarse. Retrocedía mientras ella avanzaba. Y se tra­gaba los ímpetus, ahogando los sollozos que le revol­caban el pecho. Era un animal arisco, pronto a escapar. Mas la retirada estaba cubierta. Un calor borrascoso le entró por el cerebro. Y un tibio aliento lo rozaba con invasión de espumas y temblores.

—¿No eres hombre? —lo estrujó ella.

Era como una bofetada. La carne se estremeció. Y an­tes de desbocarse fue capaz de preguntarle por qué tanto impulso, por qué tanto arrebato. Rosaura, por toda respuesta, deseó ser la mujer del cuadro.

—¿La mujer del cuadro? —se indignó Fernando.

El hombre apacible se convirtió en animal ra­bioso. La sensualidad se desbordó, impulsiva y colérica. Bajo ardores brutales se deshacía su virilidad y se volatizaban sus entusiasmos. A Rosaura se le antojó que aquella forma de entrega lo había herido y consideró que había profanado la sensibilidad escondida en el cuadro. Se sintió afrentada. Y retrocedió. Quiso él atraparla, envolverla, pero fue ella quien no se dejó esta vez acorralar. Lo miró con estupor, acaso con desprecio, y prefirió huir.

Mientras la brisa del monte se estrellaba al otro día contra la ventanilla por donde se precipitaban los tonos del atardecer, experimentó desolación y rabia. Pensó, con desasosiego, en su madre, que se hacía más cercana, en sus correrías, en aquella foto algo deslustrada por el paso del tiempo, pero siempre diáfana.

Y continuó meditando en su exagerado afecto. Sentimiento excesivo, si tantas inhibiciones le había ocasionado; absurdo, si prefería mentir y engañarse a sí mismo antes que con­fesar su decidida soltería. Recordó a Rosaura, esbelta y sensual, y se apenó. Era como si un arañazo se le clavara en el pecho y de nuevo le produjera agradable desa­zón. Podía apenarse a solas, si para Rosaura, y para tan­tas mujeres que habían pretendido acercársele, era un fracaso. Pensó, confusamente conforme, que acaso el afecto maternal estaba por encima de cualquier ape­tencia.

Y allá, en el pueblito que cada vez dejaba más lejos el tren, la dueña del hotel vaciaba la habitación, aún caliente, de estériles emociones. Tropezó de pronto con un elemento humillante. Era la foto que Fernando había dejado sobre el nochero. Hay celos gratuitos, rencores sin explicación, y explotan en el momento menos pensado. Habría que disculpar la furia con que Rosaura destrozó aquel objeto inanimado, hasta hacerlo trizas, si se acepta que los sentimientos son ciegos.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

Aristos Internacional, n.° 28, Torrevieja (Alicante, España), febrero de 2020.

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Carbón

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cuando Nepomuceno Izquierdo fue nombrado alcalde se sintió un respiro en las catorce cuadras que compo­nían el pueblo. El cura aprovechó que el vecindario lo escuchaba en apretada concurrencia aquel día, fiesta de San Isidro, patrono del pueblo, para ponderar las cualidades del joven mandatario municipal y arremeter contra los desafueros, la politiquería, la corrupción administrativa del destro­nado alcalde, Agapito Cifuentes, el gamonal de la región durante toda una vida de sobresaltos, que había sembrado el pánico, la tiranía, la muerte, según las palabras que desde el púlpito se hacían más so­noras y que los vecinos respaldaban en metálico silencio de camándulas y limosnas.

Cuando hablaba de pecaminoso, no tenía necesidad de recordar que se refería a la vida licenciosa que sus feligreses, compungidos en medio de la reprimenda dominical, pasaban entre los desenfre­nos del barrio de prostitución, invadido por una plaga de mujerzuelas que habían sido atraídas por la propaganda de los yacimientos de carbón descu­biertos por Agapito en mitad de su finca.

Todo lo malo que sucedía tenía relación inevitable con Agapito, en quien el diablo estaba encarnado, según la afirmación del presbítero, lanzada lo mismo desde el púlpito que en cualquier calle del pueblo. El poder eclesiástico y el poder civil se habían divorciado desde mucho tiempo atrás y cada cual marchaba al revés, pues el joven clérigo pensaba que su misión con­sistía en mantenerse alerta, y que no era posible adop­tar una actitud débil o contemplativa ante los proble­mas del mundo, sino que debía ejercer decidido influjo en la sociedad, haciéndose sentir; y el alcalde, por su parte, no permitía que el «curita», como lo lla­maba en forma despectiva, le quitara poder con sus pláticas y actos revolucionarios.

Por eso, en lugar de emprender obras de progreso para el villo­rrio, como terminar la carretera de penetración, o le­vantar los postes del alumbrado que se habían caído por inercia, o higienizar el matadero,  gozaba robándole adeptos a la parroquia, con persuasiones y amenazas.

A la cabeza de un pelotón de secuaces, él mismo había tumbado, en una madrugada bohemia, los flojos cimien­tos que sostenían la puerta trasera de la casa cural, la que tambaleó a la segunda arremetida y se desmoronó como castillo de naipes.

El goberna­dor se ablandó ante las súplicas del párroco, y a pesar de no ignorar que iba a perder simpatías y votos en el vecindario, y también los suculentos sancochos con que solía atiborrarse en sus visitas guber­namentales, terminó destituyendo al alcalde, después de asegurarle el párroco que él, como conductor de almas, ejercía mayor influencia que Agapito Cifuentes.

Cuando Nepomuceno Izquierdo, jovenzuelo simpático, buen mozo, refinado y manejable, fue elegido para regir los destinos del municipio, hubo jol­gorio parroquial. Se había derrumbado la dictadura de Agapito. Si no para siempre —ya que el presbítero sospechaba que cualquier día iba a restablecerse su poderío entre sancochos y francachelas—, se consideraba seguro por algún tiempo. No del todo, sin embargo, si Agapito, dueño de las minas de carbón, estaba asistido de temible astucia, como el zorro político que no podía dejar de serlo.

—¿Por qué no hacemos las paces, Agapito? —le pro­puso el cura.

—Porque no me da la gana.

Se le revolvía más la indisposición al clérigo con tales desaires. Sentía deseos de reconciliación, pero el propósito naufragaba ante el rechazo del contrincante, el invencible Agapito Cifuentes, quien, sin ser el alcalde, seguía ejercitando sus armas como el gamonal de siempre. En torno suyo giraba la vida municipal y no había medida que no se le consultara, o reunión a donde no fuera invitado.

Agapito no tenía la culpa de que bajo el influjo de sus minas el pueblo creciera, y estuviera tendida la red del alumbrado, y se hubiera establecido el mejor matadero de la región, y se abrieran carreteras por los cuatro puntos cardinales, y de catorce cuadras que existían a duras penas en su alcaldía, o en sus alcaldadas, se llegara ya a treinta y cuatro.

El progreso generaba corrupción, aunque no lo creyera el párroco, quien descargaba el peso de su autoridad eclesiástica en el gamonal y asociaba el carbón con la leña del infierno.

El carbón, según él, había inflamado las pasiones y desencadenado los odios; había hecho cre­cer el pueblo, pero creaba la extravagancia, la libertad de credos, el aislamiento de la iglesia; había estimulado la prostitución, circunscrita en otros tiempos a una sola manzana, camuflada más tarde entre los campamentos de trabajo y ahora regada por doquier. Hasta el refinado de Nepomuceno Izquierdo evadía la influencia eclesiástica y seguía con discreción los con­sejos de Agapito.

Quien años atrás fuera ponderado desde el púlpito como el alcalde probo, el alcalde que significaba una garantía para el pueblo y un aliado de la iglesia, comen­zó a debilitarse ante su tutor. Advirtió que Nepo­muceno Izquierdo, el jovenzuelo culto, había dejado de ser tan jovenzuelo y tan refinado, para volverse elemento disociador, instrumento del mal y la mayor amenaza pública.

Agapito Cifuentes terminó aliado con el cura. Entre ambos analizaron el peligro que se cernía sobre la co­munidad, en presencia del comunismo que propulsaba el burgomaestre —como había pasado a de­nominarse—, y que ya no se conformaba con darle realce a la vida libertina, ni con debilitar el fuero eclesiástico, sino que incitaba al obrerismo hacia un peligroso mo­vimiento de reivindicación de sus derechos frente al capital —el yugo del capital, como lo denominaba—, re­presentado por el carbón.

El párroco aceptó en otra fiesta de San Isidro la contribución de Agapito para concluir el tem­plo y levantar la casa cural, que amenazaba caerse del todo. Ponderó la virtud cristiana de Agapito, a quien comparó con Pablo el pecador, e hizo alto elogio del espíritu cívico que estaba asociado al progreso de la región, cuidándose esta vez de mencionar el carbón como fuente del mal, para referirse en cambio al «combusti­ble de la civilización».

«Los tiempos cambian», comentaba el vecindario entre sorprendido e incrédulo. No se concebía que dos personas antagónicas, rivales furibundos, fraterni­zaran de buenas a primeras. Había cierto acto de con­trición en la conciencia de ambos. Era el espíritu cris­tiano. La enemistad se desdoblaba.

El sacerdote no veía mal que Agapito Cifuentes enmendara su conducta apoyando la terminación de la casa de Dios. Agapito se desprendía apenas de unos pesos para fomentar la obra y ganar, en compensación, la popularidad que Nepomuceno Izquierdo le quitaba con sus ademanes.

* * *

Un día fue destituido el alcalde co­munista y resultó designado otra vez Agapito Cifuentes, ciudadano ejemplar que sacrificaba su comodidad para servir a su tierra. Los ve­cinos aplaudieron la medida. La posesión del nuevo alcalde era motivo de alegría popular y las gentes rodeaban al «impulsor del progreso».

Nada tan apropiado como que el presbítero expresara con retoque de campanas e irrupción de pólvora el afortunado suceso. Hubo ca­balgatas, y profusión de licores, y algarabía, y músicos, y mujeres públicas… Todo cabía en el saludable esparcimiento del pueblo redimido.

Cuando Agapito Cifuentes subió a su trono, se sintió un respiro general, como había ocurrido años atrás al abandonar la alcaldía. Si en el pasado se había mostra­do veleidoso y tirano, ahora representaba al hom­bre del juicio sereno y la suficiente madurez para poner en marcha un nuevo estilo de gobierno.

A las tres de la madrugada aún reventaban los voladores lanzados por el acucioso sacristán, experto no sólo en quemarle pólvora a San Isidro, sino en rendirles pleitesía a los hombres. La pólvora significaba, como lo explicaba el cura, una manera de alegrarse con la caída del alcalde anticlerical. El párroco, asomado a esa hora en la ventana de su alcoba, contemplaba la majestad de la noche, perturbada de vez en cuando por el estallido de un nuevo volador.

La plaza albergaba aún a varios parroquianos, borrachos entre el frío de la madrugada. Tres mozas atendían el único cafetín de la plaza que permanecía abierto y no rehuían los manoseos de que eran objeto por parte de descarriados bohemios.

En una apartada cantina, los notables del pueblo, escondidos de la mirada eclesiástica, combinaban las maniobras de la administra­ción. Agapito Cifuentes era el centro del chispeante cabildo. Le hacían corrillo los miembros del concejo, el juez, el notario, el sargento y un séquito heterogéneo.

Y como personaje de primer orden estaba Nepomuceno Izquierdo, el recién depuesto alcalde, que anunciaba los planes que se proponía adelantar para contener a los obreros desde su cargo de administrador de las minas que acababa de confiarle su compadre Agapito.

—¡Viva el cacique! —gritó alguien, y todos se abalan­zaron sobre Agapito alrededor de una mesa retozona.

El curita cerró la ventana. Contempló el desfile de las mozas del cafetín, que desaparecían, acompañadas de sus hombres, por la cuadra que daba al frente de la iglesia. Por allá en una rendija de sus intimidades sin­tió deslizarse de pronto una raya de carbón. Eran pen­samientos incómodos que deterioraban el silencio del amanecer. Y prefirió descansar bajo los efectos del sueño.

A las tres de la mañana el sacristán hizo reventar el último volador.

1981.

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Fiesta literaria en Calarcá

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Del 11 al 14 de agosto tendrá lugar en Calarcá el tradicional Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, creado por acuerdo municipal de Calarcá del año 2007, y que cuenta con el apoyo de la Gobernación del Quindío, el Ministerio de Cultura, la Universidad del Quindío, el diario La Crónica del Quindío, el Museo del Oro Quimbaya, la Academia de Historia del Quindío y empresas privadas como Café Sorrento y Multipropósito de Calarcá.

Estos encuentros se han ocupado de los siguientes temas en los años que llevan de existencia: novela breve (2008), novela histórica (2009), cuento (2010), literatura y periodismo (2011). Junto con los escritores de la región hacen presencia en Calarcá destacadas figuras de las letras y el periodismo nacionales, quienes durante los cuatro días de la reunión participarán en conferencias, charlas, talleres, presentación de libros y otros actos de tipo cultural. Los participantes en los diferentes ciclos se calculan en 4.000 personas.

La idea central que concibieron los fundadores del evento fue la de propiciar un proceso cultural y educativo que se extienda a la población estudiantil y al público en general, bajo los postulados de las letras y el arte como motores del desarrollo personal y el progreso de la región. Hacia dicho propósito se dirige –casi desde el momento en que concluye el encuentro en curso– la organización del año siguiente. Desde ahora, ya está previsto el tema provisional para el 2012: literatura, amor y erotismo.

Los municipios de Circasia, Génova y Caicedonia (perteneciente este al Valle y que tiene gran afinidad con el Quindío) fueron escogidos este año como invitados de honor de los actos culturales. En general, el cubrimiento abarca a toda la región. La ocasión se presta para difundir la imagen del Quindío como zona generadora de turismo cultural en el ámbito nacional, coincidiendo con la temporada de vacaciones de mitad de año.

Dignos de ponderación son el entusiasmo, el empeño y el esfuerzo con que los miembros del comité organizador se dedican, con meses de anticipación, a mover todos los engranajes (entre ellos, el económico) para que las cosas funcionen. Ellos se mueven bajo las pautas trazadas por la Fundación Torre de Palabras, entidad que promueve la lectura, la escritura creativa y la literatura en el Quindío, y es la encargada de organizar los encuentros de escritores.

En realidad, la actividad cultural comienza desde el 7 de abril, y llega hasta el 7 de agosto, con el ciclo pedagógico al que se ha dado el nombre de Suenan crónicas (en referencia a Suenan timbres, título del libro mayor de Luis Vidales, hijo dilecto de Calarcá, en cuyo honor se realiza el evento). Este ciclo consiste en la ejecución de talleres en las instituciones educativas públicas y en la Casa de la Cultura de Calarcá, que lleva el nombre de su gestora, la gobernadora y parlamentaria Lucelly García de Montoya, muerta hace varios años.

Viene luego el ciclo audiovisual durante los días 4, 5 y 6 de agosto en el teatro Yarí de Calarcá (sitio emblemático de la ciudad), programación que permite, por medio de charlas, talleres y presentación de documentales, un debate amplio sobre la relación que existe entre la literatura y las artes de la televisión y el cine.

Calarcá ha sido tierra de escritores y poetas. La efervescencia cultural que se vive en estos días no hace sino refrendar esa vocación por las causas del espíritu que viene desde días remotos, legada por una pléyade de figuras ilustres en diversos campos del arte, y que ahora se agita con nuevos bríos bajo las banderas de las juventudes actuales.

El Espectador, Bogotá, 3-VIII-2011.
Eje 21, Manizales, 4-VIII-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6-VIII-2011.

Crónicas quindianas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Después de mi regreso de Armenia a la ciudad de Bogotá, que cumple 28 años, han surgido diferentes figuras en el campo de las letras quindianas, que poco a poco he venido asimilando a través de los libros que me llegan de la región. Una de esas figuras es Libaniel Marulanda Velásquez, natural de Calarcá, quien a través de perseverante labor ha ganado sólido prestigio en los géneros del cuento y la crónica. Por otra parte, es gran aficionado a la música y como compositor ha escrito numerosas canciones que le dan renombre en el repertorio quindiano.

Esta combinación de las letras y la música resulta en verdad fascinante para el creador imaginativo que es Libaniel Marulanda, y que vive en función del arte para ennoblecer y dulcificar la existencia. El año pasado publicó el libro que lleva por título Crónicas quindianas, compuesto por 36 trabajos de grato sabor sobre personajes de la región salidos de diferentes actividades y capas sociales, que dibujan una semblanza de la tierra cafetera. A través de la gente se retrata el alma de los pueblos, y esto es lo que hace Libaniel Marulanda con estos prototipos de la sociedad, situados sobre todo en los municipios de Armenia y Calarcá.

Prosas ágiles y atractivas las suyas, que cumplen con el requisito de la esmerada factura gramatical y el buen estilo. Ellas tienen la virtud de rescatar con gracia y penetración sicológica episodios memorables movidos por protagonistas singulares. Por estas páginas desfila gente de las letras, la radio, la música, el periodismo, la ciencia o la política, y también seres comunes que han dejado rastros perdurables en el proceso histórico de la comarca. Sin embargo, solo el ojo avizor del buen escritor –oficio que Libaniel Marulanda cumple a cabalidad– logra salvar del olvido o la abulia estos capítulos dignos de pasar a la historia.

Cumple el autor con la tarea de convertirse en historiador del tiempo. Esa es la misión y el compromiso del escritor. En este caso, no solo están las amenas crónicas perfiladas al paso de los días (y varias de ellas publicadas como trabajos periodísticos en La Crónica del Quindío), sino los atinados cuentos donde recupera, a través de lo que puede llamarse la ficción histórica, perfiles memorables de la vida parroquial. El cuento es, o debe ser, recurso inapreciable que, partiendo de la microhistoria, puede convertirse en eslabón para plasmar la historia de los pueblos.

Cronista y cuentista se entrelazan aquí para trasladar a otras generaciones lo que ha acontecido en el Quindío en la segunda parte del siglo XX y comienzos del XXI. Los lectores del mañana encontrarán en estas Crónicas quindianas, lo mismo que en la obra Al son que me canten cuento (para solo referirme a los dos últimos libros de Libaniel Marulanda) perfiles agudos sobre personas destacadas o actores pintorescos de la región.

El volumen de crónicas adquiere mayor notoriedad con la serie de caricaturas que adornan cada uno de los capítulos de la obra. Rasgos que aparte de definir al personaje en forma precisa –casi como si se tratara de una foto al natural– ofrecen novedosos enfoques sobre ciertas señales externas que se convierten en distintivos personales de la gente reseñada. Observo que en Calarcá existe una magnífica escuela de comunicación gráfica –Taller Dos– de la que hacen parte Jairo Álvarez, Carlos Cardona, Iván Felipe Gutiérrez y Felissa Baena, plumas maestras que le dan  realce a las crónicas del escritor.

Y al libro se le ha puesto música. Es la música, a ritmo de acordeón, que el cronista Marulanda lleva en el alma para ambientar los paisajes externos e interiores de sus personajes. Todo está  concatenado en forma admirable para forjar este exquisito libro sobre el menudo o gran acontecer quindiano, que vivimos todos los días y en las más variadas circunstancias, y no siempre sabemos apreciar.

Bogotá, 28-VII-2011