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Archivo para febrero, 2012

Matrimonio consumado

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Quiero contarle a usted mi secreto matrimonial, pero no me atrevo. Como es algo tan íntimo y rodeado de circunstancias inverosímiles, me siento temeroso. Usted, sin embargo, querido señor, me inspira confianza y por eso voy a participarle mis temores. Me tomaré primero este aguardiente para que se me aclare la imaginación. El aguardiente ayuda a pensar. En las soledades de mi matrimonio acostumbro apurarme mis copas abundantes para regocijar el espíritu. Entonces veo distintos los pro­blemas.

Ahora sí me estoy entonando para hablar. Y ya que comencé a remover mis confidencias, lo escuchará todo. No soy un amargado, como de pronto usted me interpreta. He aprendido la sabiduría de manejar las derrotas con rostro risueño.

Será por eso que me llaman Rosendito, no sé si por ca­riño o por lástima. Es algo que me incomoda, porque me vuelve pequeño. Parece que fui «Rosendito» toda la vida, o sea, niño candido y fácil de engañar. A usted, mi amigo, no se le vaya a ocurrir nunca tratarme con disminuciones. Pronuncie duro mi nombre, así: ¡Rosen­do!, con voz en pecho, porque soy todo un hombre, un hombre fuerte que no retrocede ante nada.

No tengo amarguras. Únicamente malos recuerdos. Hay cosas que fastidian sin que produzcan resentimiento. Mi mujer es hacendosa y a veces la encuentro queren­dona. En los oficios caseros es toda una artista. Si viera usted cómo pone a bailar la escoba y cómo juega con las ollas en el fogón. Camina por la casa con aire desenvuelto y con cierta coquetería.

Cuando me siente lejano le da por musitar la canción de Los Panchos, la misma de nues­tro noviazgo. Era nuestro himno pegajoso del amor. Ya de casados suena diferente. Los tiempos cambian, señor. A usted le ocurrirá lo mismo. Ella sabe manejar sus ar­mas. A veces sucumbo ante sus artimañas: para qué voy a negarlo.

Con su marcha de basuras la veo pasar alegre y salu­dable. La miro entonces al descuido, situándola en todos los perfiles posibles en busca de la reina que pretendía encontrar y no tuve. Quizás, me digo, si a la cara se le cortara algo en este ángulo y se le agregara al otro; si pudiera reducírsele el mentón tan pronunciado; si se le diera otra dirección a los pómulos; si la comisura de los labios se viera más armoniosa; si lograra suprimirse el extravío del ojo derecho; si los senos fueran más reco­gidos; si las caderas tuvieran alguna ondulación; si las piernas fueran menos macizas y más briosas… tal vez el matrimonio me sabría mejor.

Dirá usted que con estas exigencias estoy buscando una obra de arte. No, señor. Simplemente desearía una mujer menos cilíndrica y más espigada, menos coqueta y más insinuante, menos ruidosa y más rítmica, menos carne y más mujer… Y no es que sea muy pretencioso. Me con­formaría con el término medio. Como la esposa de mi ve­cino, que sin ser una belleza es atractiva y apetecible. No será una beldad, pero posee discreto encanto, de­liciosa seducción. En su cara se dibuja la secreta sugerencia que electriza a los hombres. Camina con gar­bo y en sus carnes se mueve la misma tentación.

Mi mu­jer, en cambio… En fin, esto ya no tiene remedio. Y no penetro en detalles ocultos, porque usted puede juzgarme mal. Bien comprenderá que no se trata de codiciar una diosa, pero sí de fabricar otra mujer.

Adivino que usted desea saber por qué, con tantos de­fectos, me casé con ella. ¿Conoce uno acaso su destino? ¿Alguien le garantiza que esta o aquella mujer será la ideal? Otro aguardiente me calentará más el caletre. No me interprete mal, por favor. No soy ningún bebedor con­suetudinario. Es que las tristezas bajan mejor con licor. Apenas me siento chispón, entre lúcido y espontáneo. Es el punto exacto, el del hombre sentimental y sincero. No hay mejor momento del alma, y de ahí no debiera salirse nunca.

Las copas me hacen divagar. Ahora sí voy a contarle las intimidades de mi casorio. Una boda y un casorio son cosas diferentes. Lo mío está situado en el acto deslucido, burdo y hasta risible. ¿Por qué me casé?, preguntará usted. ¡Por interés! ¡Por físico interés! Pero no quiero dañar la historia. Vamos a seguirle el hilo. Escuche con atención.

En la capital tenía yo un puesto im­portante. Pero me mantenía sin un peso en el bolsi­llo. Todo cargo oficial es más de apariencia que de ren­dimiento económico. Esto no me impedía poseer buen carro y expedir cierto aroma aburguesado. Había quienes envidiaban mi suerte. Y en el sexo opuesto, mujeres que me apetecían. Por simpático, bien planta­do y funcionario encopetado, no me era difícil la conquis­ta femenina. Entre diversiones y galanteos, se me iba el sueldo. A duras penas lograba recoger las letras del automóvil.

Un fin de semana, deseoso de novedades, me escapé al pueblo vecino. Iba sin rumbo cierto, pero con presenti­miento de encontrar alguna aventura pueblerina. Mi auto rodaba reluciente por la carretera, con visos de opulencia. Yo lucía fina chaqueta de gamuza, vistosa ca­misa tropical, zapatos lustrosos y, para completar la figura del dandy, no había olvidado las gafas deportivas.

Cuando me detuve en mitad de la plaza, algunos chi­quillos se vinieron en tropel, deslumbrados por el carro suntuoso que brillaba más en un pueblo insignificante. En la esquina se reunió, con increíble rapidez, el grupo de las casaderas, las eternas novias de todas partes en busca de marido. Muy pronto estuve entre ellas, cortejándolas. Me sentía bien en medio de aquellas sencillas muchachas de provincia. A la vuelta del tiempo, más ambientado y convertido en personaje de la localidad, había hallado el sitio perfecto para los fines de semana.

Como aparte de rico, según se pensaba, era delicado con las damas, adquirí prestancia. La sobrina del párroco, la más despierta y risueña, fue la elegida. Me ro­deaba de atenciones y halagos, de finezas y estrategias, hasta que terminamos de novios. Era mi no­via del week end, y esto no estaba mal. Sin ser la mu­jer ideal, significaba buen motivo para pasar momen­tos agradables en sus fincas y respirando aires puros. La vida es más grata, señor, entre árboles, caballerías y jolgorios, que entre deudas y estrecheces.

Podía disculparle la ausencia de mejores contornos femeninos ante la certeza de una buena dote. No la subestimaba como mujer, si era atenta y gracio­sa, cordial y hospitalaria. Mal podía reparar en la falta de armonía de sus pómulos y sus labios, ni en su mirada bizca, que disimulaba con lentes deportivos, ni en la dis­persión de sus senos, ni en el poco atractivo de piernas y caderas.

El noviazgo interesado me hacía gozar la vida. Ella estaba ilusionada con el señorito de la capital a quien veía acomodado e influyente, y yo, con la cándida niña de provincia a quien encontraba provocadora y… hacenda­da. Era una mutua atracción, henchida con las mentiras que se dicen los novios en todos los confines del planeta.

El juego era peligroso, claro está. Así fue como resbalé y caí. El pueblo me casó, señor. Le aseguro que yo no lo hice por mi propia voluntad. Otro trago más y le contaré el resto… Es una confesión sincera, que a nadie he confiado. Créame que le digo la verdad. Le repito que el pueblo entero, con el tío de la novia a la cabeza (o sea, el cura) y el séquito de damas astutas, me puso el yugo al cuello. Las libaciones aquella tarde habían sido más abundantes que de costumbre y en medio de ellas propuse, según di­cen, este matrimonio del que ya no puedo librarme.

Sólo recuerdo vagamente cuando volaban con la novia a cambiarle de traje. El bebedizo que alguien había depo­sitado en mi copa sellaba un matrimonio insólito. Cuan­do pronuncié aquel sí categórico, sentí algo parecido a que me hubieran sacado en hombros por todo el pueblo.

Después desperté en medio de la sed devoradora. Me asusté, y casi grito de horror, cuando una mujer metida en mi propia cama y en ropas ligeras me reía con ojos maliciosos. «Soy tu esposa», me dijo, y me rodeó de mimos. Yo brinqué como un resorte y, prote­giéndome de sus caricias, por primera vez desprecié una mujer. Ella me seguía por el cuarto como gata en celo, y yo, todavía confuso  y ausente de todo deseo, huí como un desesperado. No comprendía lo que había ocurrido. Y juré no volver más al pueblo. Creí haber visto un fantasma, en lugar de la novia recién desposada.

Pero no duró mucho mi evasión, ya que a los pocos días me llegó a la capital, provista de maletas y de la partida matrimonial. La rechacé con decisión. Al fin y al cabo el matrimonio no se había consumado y podía obtener su anulación. Pero el matrimonio, así sea a la fuerza, es algo que lo persigue a uno para siem­pre. Fue más tarde el párroco el que me llegó en busca de diálogo. Tocó mis sentimientos religiosos e in­vocó mi condición de caballero. Imagínese mi desgracia, señor.

—No te conviene exponerte a las murmuraciones –me dijo en tono paternal–. Tu santa mujer ha quedado encinta y así no podrás obtener la anulación.

—¿Encinta… encinta, sin haber hecho yo nada?

—Tenías algunas copas de más y no te acuerdas de lo que hiciste.

Quedé perplejo. Esto era ilógico, pero podía haber sucedido. Días después me trajo una eviden­cia: el médico certificaba el embarazo. Me concentré en mi drama, pretendí fugarme de la realidad, pedí consejos… ¡y siempre tropezaba con una mancha en la conciencia! A la postre triunfó la razón. Le pro­puse que conciliáramos las dudas y los resquemores. Ya no me quedaba otro camino sino el de ser realista.

Pro­curé olvidar mis sorpresas para gozar del amor y de las fincas, como me lo merecía por sacrificado. Cuando nos fusionamos, esta vez para toda la vida, me pareció escuchar un grito jubiloso salido del estómago de la madre, y prometí ante la descendencia que se iniciaba que sería un padre protector y valiente.

La última copa será para que usted me compadezca. Cuando pregunté por sus propiedades, ella calló. Luego se echó a llorar como una magdalena y me dijo que todo había sido men­tira. Una sutil e inocente maniobra femenina para con­quistarme en un pueblo con pocas esperanzas. Me quedé confundido, con deseos de que me tragara la tierra.

Re­accioné cuando ella, a su turno, se interesó por conocer mis bienes, ese ancho capital que yo exponía en nuestros encuentros. Terminamos viéndonos limpios, como Dios nos había enviado al mundo. Esto fue mucho más evi­dente cuando al poco tiempo tuve que salir del carro por no resistir el pago de las cuotas. Reímos entonces con absoluta franqueza y así celebramos nuestra complicidad. Si nos habíamos casado por interés, no podíamos reprocharnos por el mutuo engaño.

La historia no ha concluido. Todo estaría bien encajado, como para una novela feliz, menos la tre­menda duda que desde entonces me persigue. ¿No hubie­ra sido más sensato cerciorarme, por medios distin­tos a los del médico del pueblo, del embarazo? Aquel bebedizo no podía producir total estado de amnesia, ¿no cree usted? Además, hay incertidumbres que cues­ta trabajo revelar. Lo haré con usted. El dilema es serio.

Mi mujer es fea y no despierta grandes arrebatos. Sin embargo, vivo celoso. Escúcheme bien: ¡celoso! ¿De quién? ¡De todos! ¿Quién me garantiza que el embarazo no venía de atrás? Lo cierto es que el muchacho nació a los siete meses de habernos casado. ¡Un lindo sietemesi­no!, murmuraban en el pueblo. ¿Su padre no sería aca­so…? Me refiero al farmaceuta, su pretendiente.

¿Y us­ted está pensando en el otro, verdad? ¡Claro que no hay que descartar al tío, el cura, y que Dios me perdone! To­do es posible. El matrimonio oportuno salva la  deshonra. Desde entonces, y a pesar de los siete hijos que más tarde renegarán de su padre pobretón, las dudas me atormentan. ¿Serán todos hijos míos? Dentro del ma­trimonio consumado cabe también lo ajeno, ¿verdad, señor?

* * *

—¡Rosendito, mi amor! —lo recibió su mujer en la puerta de la casa—. Llegas copetón. Así eres más tierno y cariñoso…

El hombre la miró con expresión estúpida, que en el fondo era también amorosa, y ciñéndola por la cintura la llevó a la alcoba conyugal, donde minutos más tarde roncaba él como alma bienaventu­rada.

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(Del libro El sapo burlón, 1981).
Revista Aristos Internacional, n.° 29, Torrevieja (Alicante, España), marzo de 2020.

Comentarios
(marzo de 2020)

Un relato estupendo. Del humor, a serias reflexiones, pasa por una gama variada de situaciones que además de la picaresca llevan a análisis más serios sobre las vidas humanas. Elvira Lozano Torres, Tunja.

La historia de Rosendito  me ha hecho recordar a don Rosendo Zapata, personaje de mis Cóndores, pequeñito y rechonchito, vendedor de zapatos, que tenía una hija alcohólica y en una borrachera le confundió a don Rosendo las gotas de los ojos con un callicida y lo dejó viendo solo sombras y coreado por los crueles muchachos del parque:  «Rosendito, ¿qué trago le va a dar a Fabiolita para que vuelva a ver?». Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Qué gran cuento y qué imaginación. Por supuesto que me distrajo, y fue una distracción con la lectura de un escrito impecable. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

Qué delicioso fue sentarme a leer, cómodamente, en este día de encierro forzoso pero placentero, y haberme encontrado  con Matrimonio consumado, tan agradablemente escrito, que el mismo Rosendito habría sido feliz leyendo sus desventuras. Dije «agradablemente», pero el cuento es mucho más que eso. Tanto, que al leerlo  recordé la fácil expresión de Horacio Quiroga y el salero de nuestro Tomás Carrasquilla. Eso de «no tengo amarguras, únicamente malos recuerdos», o «simplemente desearía una mujer menos cilíndrica», o la niña «provocadora y… hacendada», son frases ingeniosas. Jaime Hoyos Forero, Bogotá.

 

 

 

 

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Clínica de animales

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Clínica de animales 

Por la clínica veterinaria de José Euclides Ibáñez ha desfilado toda una generación de los más variados espe­címenes: desde la mirla que amaneció ronca, o el gato desmirriado, o el mico que perdió agresividad, o el perro rengo y cegatón…

Para todos existe el tratamiento adecuado. Con su larga experiencia ha aprendido que muchas veces son los hombres, más que los animales, los realmente enfermos.  Su oficio, que lo ha vuelto filósofo, lo impregna de honda hu­manidad por el dolor ajeno. “Las enfermedades son contagiosas”, suele repetir.

 —Serénese, doña Matilde, y su canario volverá a cantar.

Receta que aplica en infinidad de circunstancias con formidables resultados. ¿Pero cómo serenarse doña Matilde si solo hace ocho días que sepultó al marido? El canario se tornó mustio desde entonces y ella no logra que regrese a su animación. Preciso es que el viejo compañero la distraiga, pero él también se ha empeñado en llevarle luto al difunto.

Razón no le falta. Debe recordar, a buen seguro, los mimos del pa­trón, para haber interrumpido sus habituales tintineos. No guarda el mismo recuerdo hacia su ama, pues ella no le dispensaba, como aquel lo hacía, la porción de agua para que mojara el gaz­nate. Por fortuna, para tales casos está José Euclides Ibáñez, todo un sicólogo y un especialista en dolencias del corazón.

 —Sonría, doña Matilde.

La viuda sonríe y el animal la mira con atención. Hay algo en su mirada que parece una interrogación. El veterinario, tan acostumbrado a conocer las reacciones del mundo animal y que escruta lo mismo el alma de las personas que el sentimiento de los animales, examina al canario en pretendida mímica de auscultar una verdad de a kilómetro que no necesita más revisión: el canario no quiere a doña Matilde.

—Los animales también tienen sentimientos —piensa él en voz alta.

Es lógico que doña Matilde no esté satisfecha con un animal que no le canta en su viudez y que además pa­rece mofarse de ella. Experimenta complejo ante la pasividad del ave, que permanece estática y no muestra ningún interés por ella. Le provoca en­tonces torcerle el pescuezo. De buena gana lo haría ahora si esto no se convirtiera en un crimen para la sensiblería del veterinario.

Este la convence de la bondad de la clínica y le garantiza que mediante una terapéutica especial restablecerá en poco tiempo los hilos musicales que se han atrofiado, o por lo menos enredado, bajo los efectos de cier­ta nostalgia que en los canarios puede ser más sentimen­tal que en las viudas. Estos nacieron para ser felices en la esclavitud casera, y no sucede lo mismo con las mujeres, opina el veterinario.

El nuevo huésped se une con otros clientes de la clínica. Existe allí un mundo alado y armónico, y es mejor no mez­clar al neurótico irreversible con el deprimido ocasional. El ruiseñor y el jilguero le salen al encuentro y entien­den la necesidad de matar sus penas alegrando el ambiente con sus brillantes plumajes y sus cantos me­lodiosos.

La viuda se ha ido. Volverá días más tarde. No desconfía del tratamiento, pero teme que el ave nunca será la de antes. Quizá piense el canario —porque los animales no solo ven y oyen, sino también piensan y sien­ten, como lo asegura José Euclides Ibáñez— que era mejor la vida al lado del patrón, que entendía sus ronqueras y resfriados, le calmaba la sed y le lustraba el ropaje, y no en compañía de la mujer que lo golpeó varias veces solo por haberla mirado con desconcierto la noche en que, enceguecida, descargó el garrotazo mortal en la cabeza del marido.

“Serénese, doña Matilde, y su canario volverá a cantar”. ¿Cómo serenarse si solo hace ocho días enterró al marido? El sinfónico canario dejó desde aquella noche de cantar y revolotear. La mira a todo momento como enjuiciándola, como preguntándole algo, asustado aún por lo que vio y no puede revelar a nadie; y ni siquiera al veterinario, que parece entenderlo; pero sus cuerdas bucales no dan para tanto.

Motivos tendrá doña Matilde para haber querido volverse viuda antes de tiempo. ¡Allá ella con sus pro­blemas! Los animales no entienden estas cosas. Pero se impresionan, se asustan y se traumatizan. El cráneo fracturado del marido de seguro no conturbaría tanto a la viuda si el misterioso animal dejara de investigarla. Lo hace, desde aquella noche, con ojos pesa­rosos. ¡Y si por lo menos cantara!

Para eso está José Euclides Ibáñez que ha conoci­do toda una generación de animales afectados por las más variadas anormalidades. La clínica sabe curar a los ani­males. Por eso, doña Matilde, que necesita música, aleteos en su viudez, ha internado al canario y espera hallarlo reanimado al regreso. Pero ignora ella que el sanatorio no remedia males de conciencia.

Doña Matilde se alegra, con inmensa alegría, cuando el veterinario le cuenta que su cliente no solo se ha restablecido, sino que, asociado con el ruiseñor y el jilguero, ha formado la mejor or­questación. Y penetra eufórica al pabellón de los milagros. El animalejo mira a su ama y la reconoce. Ella le tiende la mano y él da media vuelta, huyéndole. Frena la garganta, y esta vez se le antoja corresponder a la falsa son­risa de la viuda con un tono que no se sabe si es triste o burlón.

Doña Matilde no resiste el desafío, o el desacato, o como quiera llamarse, y le tuerce el pescuezo al canario. Aprieta duro, pero no acierta del todo, pues siendo su propósito silen­ciarlo de un golpe, le deja un resquicio en la garganta que le permite exhalar su mejor, su última melodía, mientras la mujer, tapándose los oídos, corre deses­perada con sus dos muertos a cuestas.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

 

 

 

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Suerte perruna

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Creo que usted tendría la misma sorpresa mía si en­contrara en el periódico el siguiente aviso:

Danesa, perra de alta alcurnia, busca novio. El aspirante debe poseer sangre azul e impulsos muy definidos de virilidad. Soy menudita, cariñosa y muy excitante. Búscame en la carrera 17 número 85-33, teléfono 256 09 45, sólo en horas vespertinas, porque en las mañanas recibo clases de glamour.

Este mundo está loco, me dije tirando el periódico so­bre el sofá. Al momento Póker, mi fino perro irlandés, terrier linajudo que se daba humos de gran señorito, salió corriendo con el periódico en la boca. Lo husmeó como si fuera para él la invitación de Danesa y pareció deleitarse con la sugestiva foto donde la perrita se mostraba muy sexy sobre un colchón de plumas. (¿Por qué no iba a ser de plumas si la niña era burguesa?). Alrededor del cuello llevaba una cintilla que terminaba por delante en un aderezo refulgente, de seguro una es­meralda o un diamante, si eran tantas las campanillas de esa aristocracia perruna. Los ojos inteligentes y azucarados dejaban entrever la muy coqueta personali­dad con que estaba revestida y que ella cuidaría con mujeril esmero.

—Llévate a Póker para que me deje trabajar —gritó mi mujer desde la alcoba.

—Ven acá, Póker —lo llamé con un silbido que él entendía muy bien.

Porque ha de saberse que los perros son los animales que mejor traducen los gestos y los sentimientos de los hombres. Póker, a quien yo contemplaba tal vez en ex­ceso, vivía pendiente de mis menores deseos para com­partir conmigo el ambiente de la casa. Desde que el automóvil penetraba al garaje, el cariñoso animal, dando vueltas de contento, saltaba a la ventana del vehículo y no se consideraba correspondido hasta recibir la palmadita en la cabeza y apreciar el guiño a que lo tenía acostumbrado.

Acto seguido, retorciéndose entre fruiciones que sólo él sabía precisar, volaba a mi alcoba y en dos segundos estaba de regreso con las pantuflas en la boca. Mi fiel amigo me dispensaba recibimiento de rey, y muy superior, porque no he sabido de ningún rey que desde la bajada del vehículo encuentre el calor de las zapatillas para transportarse al refugio hogareño. Mi mujer, menos detallista, se anunciaba desde cual­quier sitio con el «aquí estoy», como si yo ignorara que no podía estar en otra parte, o sea, distante de los mimos conyugales.

Póker correteaba a sus anchas por la casa y no siem­pre hallaba en mi mujer disposición de ánimo para en­tender sus travesuras. Por eso el buen animal era menos afectuoso con ella, y otras veces huraño. Las pequeñas faltas cometidas en mi ausencia eran exa­geradas por la meticulosa ama de casa que terminaba emprendiéndolas conmigo por lo que ella llamaba excesiva protección hacia el perro consentido.

—Este bendito perro va a terminar con nuestro ma­trimonio —vociferaba mi esposa cuando salía de pa­ciencia.

—¿Qué ha sucedido hoy? —preguntaba yo, mostrando interés aparente.

—Fíjate que he tenido que limpiar la alfombra de la sala por haberla manchado este sucio animal…

—¿Por qué hiciste eso, Póker? —lo reprendía yo con forzada seriedad.

El animal se quedaba mirándome. Un ligero movimien­to de cola me daba a entender que se le condenaba sin fórmula de juicio. Con los ojos sindicaba a mi mujer y parecía revelarme que había sido objeto de desaires y castigos que no merecía.

—Y además es muy holgazán —continuaba mi mujer—. Se tira en cualquier rincón y duerme a pata suelta…

Ya me sabía de memoria aquella cantinela. Cuando resultaban tantas quejas, algo de otra índole no le fun­cionaba bien a mi mujer. Era fácil distinguir su mal humor.

El perro, alargando las orejas móviles por entre el pelo rizado, escuchaba los cargos. Se echaba a un lado mío, como protegién­dose contra la ojeriza de su ama. Pero todo se desvanecía a los pocos minutos y yo terminaba desentendido entre los sorbos de una buena taza de café. Sabía que a Póker no lo quería mi mujer y eso me dolía. ¿Acaso un perro no es como un miembro de familia?

II

—No me gustan los animales —me confesó en un arranque de sinceridad.

—Me lo imaginaba.

—Y tendrás que salir de Póker…

—No exageres las cosas. El animal es inofensivo, servicial y cariñoso…

—¡Pero contigo! —me cortó la palabra—. Y resuélvete de una vez: o te quedas con el perro o te quedas conmigo.

Preferí callar. Conocía bien los momentos de histeria de mi esposa y era mejor no provocar nuevas dificulta­des en nuestra vida conyugal ya de por sí deteriorada.

—Esta noche te haré cama aparte porque he vuelto a sentir mareos. ¿Póker dormirá contigo, verdad? —pre­guntó con ironía.

Mi esposa llamaba mareos a su falta de calor conyu­gal. Con esa palabreja solucionaba cualquier trance.

Cuando estaba vacía de impulsos afectivos, eran mareos; cuando la invadía el mal genio, eran mareos; cuando le daba por odiar a Póker y al marido, no podía tener sino mareos. Comprendía yo su temperamento descompuesto e irascible y deploraba que los médicos y los siquiatras fueran incapaces de resolver el permanente desarreglo que yo tenía que soportar.

Comprenda usted, por eso, mi apego a Póker. No me había atrevido a tomar la suprema decisión de mi vida que era mandar al diantre a la desabrida compañera. Me detenían sus palacios y sus chequeras. Usted me comprende muy bien y sabrá disculparme, ¿verdad?

El aviso insinuante del periódico picó mi curiosidad. Se me antojaba exótica una perra recibiendo visitas sobre tapetes aterciopelados, pero en realidad no puede ser extraño que en el mundo de los perros, como en el de los hombres, haya pruritos sociales. Mi Póker, tan noble, debía cruzarse con categoría. Decidí entonces comunicarme con el teléfono del periódico. Sin demora escuché una voz que decía:

—Aquí habla Danesa. ¿Y yo con quién?

Quedé confundido, ya que la perra, por más educada que fuera, no podía hablar. Colgué el teléfono y no me sentí con deseos de una nueva llamada. Se me ocurrió que aquella voz entre misteriosa y provocativa no podía pertenecer sino a cualquier solterona  que a falta de otro pasatiempo se había dedicado a jugar con los encantos de la perra. Sin pensarlo más me propuse iniciar la conquista amorosa. Había llegado el momento de buscarle compañera a Póker, cuya exis­tencia peligraba al lado de una mujer neurótica. Si yo la toleraba por millonaria, no era justo exponer al perro, ajeno al sentido de la plata, a que padeciera sus ímpetus destructores.

Lo engalané como caballerito de alta sociedad y nos fuimos en persecución de aventuras. Le ensor­tijé el pelo a lo Travolta, le acicalé las uñas y lo puse a estrenar pañuelo rabo-de-gallo y chaleco de paño inglés. Con porte airoso y hecho un gentleman, sólo le faltaba hablar. Cuando penetrábamos a la casa me miró con malicia, insinuándome que iba listo para el cortejo…

—Pórtate bien —le recomendé— para que te acepte Danesa y no tengas que sufrir más palizas.

Pocos minutos después apareció la mujer, de unos cuarenta años, alta y desenvuelta. Caminaba con esbel­tez. Quizás llevaba algún recargo de cosméticos y cierto exceso de pulcritud. Definir a las mujeres no es fácil. Gustan o no gustan. De inmediato borré la imagen de la aburrida solterona y en rápido examen la definí como toda una mujer. Sonrió con amabilidad cuando le presenté a don tenorio, cuyo porte la impre­sionó. Cualquiera hallaría agraciado un perro vestido de caballero y en plan de conquistador.

Extendí los pulcros documentos con la historia de mi personaje y ella se mostró satisfecha de la sangre azul que le ofrecía.

–Muchos perros han desfilado por esta sala y ninguno llenó los requisitos.

—¿Demasiadas exigencias? —pregunté.

—El pretendiente de dama tan distinguida —exclamó con sonora expresión que flotó por todo el ambiente— debe poseer un pedigrí intachable para transmitir a las generaciones futuras auténtica sangre burguesa.

Aspiré el aire como si con las palabras de la dama se hubiera impregnado el recinto de realeza. Por allá en el fondo alcancé a distinguir a la perrita coqueteando des­de su trono principesco. Me sentí transportado a un pa­lacio y comencé a flotar entre espumas y misteriosos vapores.

—Y además debe ser culto y muy caballeroso.

—En eso nadie le gana a Póker —afirmé con vanidad, a tiempo que llegábamos al sitio del encuentro. Y agregué: —Mi perro es todo un personaje de los modales, la alcur­nia y la virilidad, como usted lo quiere.

—Como lo necesita Danesa —repuso ella con delicada ironía.

—¡Entonces nuestros apellidos están salvados!

Me alegré más de la cuenta, y ella terminó riéndose.

III

Póker entró paso a paso, algo tímido y temeroso. Luego se unió sin más titubeos a la exigente princesa. La olfateó por todas partes y a manera de cumplido le frotó una oreja. Yo le ayudé a ofrecerle el ramo de flores y la caja de chocolatines que llevaba de ofrenda. La mutua atracción fue idéntica al flechazo de Cupido que pintan las novelas románticas. Nariz contra nariz, los animalitos intercambiaron el soplo de su fulminante senti­miento. Algún músculo se movió en la naturaleza de Póker y yo presentí que algo serio estaba a punto de su­ceder.

—¿Los dejamos solos? —insinué, mientras tomaba del brazo a la dama.

Sorprendí un ligero rubor en sus mejillas, pero su discreta sonrisa cortó la cohibición. Más elocuente no podía ser la invitación a nuestros pupilos para que tu­vieran sus galanteos sin estorbos. Cuando de pronto es­cuchamos el suspiro y notamos el movimiento peculiar, supimos que el amor había hablado su mejor lenguaje. Pensé en mis vacíos sentimentales y algo se alborotó en mi interior. La compañía de la hermosa mu­jer incitó mi desazón.

—¿Casada? —le pregunté.

—Viuda. Me llamo Teresa.

—Una viudez cómoda, por supuesto.

—Por lo menos llevadera —manifestó sin mayor in­terés.

Al rato apareció la pareja. Faltó el cura que hubiera recitado las palabras rituales: «Ahora sois marido y mu­jer». Todo había sucedido más rápido de lo pensado. Si sangre azul se buscaba, los genes aristocráticos de la perrita estaban protegidos. Danesa, embelesada, recibía los arru­macos con que la abrumaba su apasionado compañero que en esa forma, como lo quería Teresa, contribuía a la preservación de una raza fuerte. Me pareció que el mun­do no era tan loco como lo había juzgado de afán al leer el aviso de aparente frivolidad.

IV

Le comenté:

—El amor es tan sublime en los hombres como en los animales, pero los hombres nos encargamos de dañarlo.

—De acuerdo —repuso Teresa—. Y como creo que para usted resulta extraña mi contemplación por la perra, voy a revelarle algunas intimidades: en la felicidad de Danesa está mi propia felicidad. En mi vida no existen otros afectos. Los hombres son vacíos e inconstantes. Ellos me persiguen por mis joyas y mis chequeras, por mi cuerpo y mi apetecible viudez, pero olvidan el alma, la nobleza de los sentimientos, lo romántico de la vida. Esta perrita, en cambio, tiene alma pura. Porque, ¿sabe usted?, los animales también tienen alma.

—¡Deténgase! —la interrumpí—. Su caso se pa­rece al mío. Usted viuda y yo casado, nuestros destinos son similares. Habito una lujosa mansión como la suya, pero me siento solo. Muy solo. Mi mujer es fría. Sus genes amato­rios no le funcionan correctamente. Es tirana con los afectos. Usted me entiende. Y Póker es el socio de mi soledad, mi mejor amigo. Sin embargo, vengo a dejárselo, con profundo dolor. Mi mujer lo detesta, porque me per­sonifica en él, y terminaría envenenándolo.

—¿Cuál es su precio?

—Es un obsequio a su hermosura. Ahora me marcho.

Sentí un nudo en la garganta. Una fuerza invisible me retenía, pero me impuse valor para no dejarme abatir. Mi mano tembló entre la mano de Teresa. Descubrí en sus ojos un extraño destello y me pareció que la vida tomaba otro matiz.

—¿Me permite volver a verla? —le pregunté en la des­pedida.

—Hágalo usted, si así lo desea.

Póker y Danesa continuaron recostados en la alfombra afelpada. Los vi retozando y envidié su suerte perruna. En el camino recordé que aquella noche tenía cama aparte porque mi mujer era víctima, otra vez, de indes­cifrables sequedades.

V

Teresa se mostró amable conmigo. En mis visitas me dispensaba trato afectuoso. Fino yo en los detalles, avanzaba cada vez más en el corazón de la viuda so­litaria que se había desencantado de los hombres pero que sería accesible a sentimientos nobles.

Así no perdía por completo a Póker. En el tiempo pre­ciso llegó la camada de lindos cachorros. No sólo quedaba demostrada la efectividad de Póker, sino cons­tituida una nueva generación, digna de progenitores ilus­tres. Y como los perros no saben de explosión de­mográfica, apenas superado el acontecimiento la perra quedó de nuevo embarazada. Era hábil reproductora que traducía en hijuelos de selectísima mezcla las cargas amorosas de su vigoroso consorte.

Al cabo del tiempo supe, con cierto misterio, que la perra había sido internada en una clínica. Y me enteró Teresa de que se trataba de operarle la matriz.

—Su misión está cumplida —me explicó—. El ser de­masiado prolífica es perjudicial. La perrita se desgasta en cada embarazo y pierde sus encantos.

—¿Y Póker? —le pregunté.

—Él es hombre, perdón, él es macho y no tiene pro­blema.

Me lo dijo muy seria y tuve que rendirme ante la evi­dencia de un mundo movido por veterinarios y especia­listas que abren y cierran matrices, inyectan hormonas, curan frigideces y prescriben clínicas de reposo a los animales, como si fueran seres humanos.

—Los animales, como los hombres, tienen iguales pro­blemas orgánicos y sentimentales —agregó.

—Así es.

Lo comprendí al visitar a Danesa en su cama de en­ferma. No parecía un animal sino una enternecida damita susceptible a los halagos y las contemplaciones.

Cuando días más tarde supe la desaparición de Póker, me entregué a la pena. Ya por aquella época Teresa me había rechazado. Avancé muy rápido en el sendero que debía recorrer con tacto, y ella insistió en su soledad, lejos de pretendientes inmoderados. Para colmo de ma­les, mi mujer, a quien creía frígida, se marchó con el discreto amante cultivado durante mis devaneos, y que resultó más experto para pulsar sus cuerdas amo­rosas. Así tengo que confesarlo con desconsuelo.

Me había quedado solo. No intenté buscar a mi esposa. Sabía que no regresaría. Me dediqué, en cam­bio, a dar con el paradero de Póker. No quedaba difícil deducir que el perro se había desilusionado de aquel mundo donde se respiraban perfumes y se dormía sobre alfombras encantadas, pero no se permitía el goce legíti­mo.

Se le había condenado a un régimen antinatural al separarlo del calor de la perra, en prevención de mater­nidades indeseadas. No es, por cierto, diferente el des­tino de ciertos hombres. Su emperejilada consorte conti­nuaba recibiendo clases de glamour y paseando por arboledas, mientras los pequeñuelos retozaban en aquel ambiente sofisticado que no era para un perro taciturno como Póker que ya había cumplido su misión.

Un día lo pusieron de patitas en la calle como a cualquier advenedizo.

Me sentí abandonado por el mundo. Parecía como si todos me hubieran volteado la espalda. Desconsolado recorrí la ciudad de un extremo a otro detrás de los pe­rros callejeros, con la pretendida esperanza de rescatar a mi amigo de entre los torbellinos de la vagancia. Esfuerzo desmesurado en medio de la ciudad apabu­llante que no sólo se comía a los perros sino también a los seres humanos.

Ya al borde del fracaso me acordé del coso público. Allí se ence­rraban los animales mostrencos y eran sometidos a una existencia miserable. Con la recogida de animales vagabundos se despejaban las calles de estorbos y mor­deduras.

Y allí encontré, ojeroso y famélico, a mi pobre Póker. Las costillas se le notaban como testimonio de hambres y penalidades. Se me lanzó ladrando de alegría cuando me divisó. Me agaché para recibir sus quejas. Pareció de­cirme con los ojos lo mucho que había sufrido y supli­carme que lo sacara de aquella madriguera que oprimía a los perros parias, los plebeyos, los sin ilusiones.

En ese momento habíamos los dos redescubierto la amistad y todo podía olvidarse, hasta mis reveses y pesadumbres. A él, así pisoteado por su suerte perruna, no le importaría su abolengo, como tampoco me impor­taba el mío, ambos desteñidos entre las densas polvaredas de la vida. Si el hombre y el perro son los mejores amigos, nuestra unión lo confirmaba, porque era perfecta. Todo quedaba superado: las traiciones, la fuga de mi mujer, el desdén de Teresa, las discordias, los desengaños, los rigores de la vida.

El agradecido animal salió corriendo, en busca de vida, cuando le conseguí la libertad, y caro pagó su regocijo. Se me lanzó eufórico porque había encontrado a su mejor amigo, y se tropezó con la muerte. Un grito lastimero brotó de sus entrañas, mientras el carro que lo había atropellado emprendía la fuga entre las risas fieste­ras de alocados jovenzuelos. La angustia me invadió. Estreché contra mi pecho la derrengada osamenta y aún tuve tiempo de recibir su última emoción, el estremeci­miento angustiado del animal libertado para morir.

En la profundidad de sus ojos se congeló la mirada de dolor y luego vino el sacudón que se me grabó para siempre en el alma. Y aprendí que las cosas gratas son una exhalación, una dolorosa fantasía.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

Letralia, Cagua (Venezuela), 17-IX-2015.

* * *

Comentario

¡Veleidosa que es la buena suerte! Tanto el señor como el perro se quedaron un tanto defraudados y la pasaron mal con sus planes amorosos. No resultaron tan duraderos como ambos los imaginaban: perra y dueña resultaron inconstantes. Linda esa historia en la que se combinan la vida de los hombres y de los  perros. Historia que, una vez más, me da la dimensión de lo que amas a los perros. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico, 17-IX-2015.

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Elíxir de vida

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

La silueta del viejo desapareció por la esquina. Fre­cuentemente recorría esa vía donde se ofrecían libros baratos, expuestos en burdos estantes o en el físico suelo, que miraba y manoseaba. Y luego de no adquirir ninguno, avanzaba con dificultad y se escurría con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.

Diríase que el viejo era un intelectual arruinado, o un profesor jubilado, o un militar en retiro, o el saldo de alguna persona importante llegada a menos. Cualquiera de esas condiciones, y otras del mismo estilo, se imagi­naban los siete u ocho vendedores callejeros, habituados a observar el recorrido del anciano entre tenderete y tenderete, por donde se detenía sobre cada libro en exhibición.

Podía ser también un cazador de joyas, de esas que agotadas en las librerías y desterradas del mercado regular sólo sería posible pescarlas en el revol­tijo de cualquier esquina almacenadora de cancioneros de arrabal, de textos escolares mutilados por sucesivas generaciones, de revistas pornográficas, de manuales de ciencias ocultas o de esa, en fin, inclasificable gama que va del folleto ordinario hasta el best seller de actua­lidad.

Las sospechas de los vendedores parecían bien enfo­cadas. Y mantenían una coincidencia: se trataba de un personaje misterioso. Era, con todo, pésimo cliente, si nadie había logrado venderle mercancía alguna en los varios meses de sus constantes correrías, no obstante el esmero y la paciencia con que le complacían sus deseos y curiosidad.

No se conformaba él, como el común de la gente, con detenerse en los títulos, sino que repasaba las páginas, leía una frase o tomaba un apunte, y hasta rebuscaba, entre existencias encajonadas, algo que pa­recía habérsele perdido. Demostraba, en esta tarea de investigador, cierta impaciencia, cierto afán por desen­trañar el tesoro. ¿Cuál tesoro? Sólo él lo sabía.

Rutina indescifrable la del vejete, encorvado y famé­lico, soñador y taciturno, que repetía la misma escena día tras día. ¿Buscaba un incunable? Era posible, pero ninguno de los comerciantes se atrevía a averiguarlo, pues su porte abstraído no se prestaba para intimidades. ¡Incunable! ¡Vaya absurdo más grande para estos me­nudos vendedores que apenas conocían textos corrientes, carcomidos y desbaratados!

Se había formado en la cuadra de los libros callejeros un raro ambiente de protección, con buena mezcla de afecto y algo de piedad hacia la soledad del viejo. Su escuálida figura, retocada con inocultables vestigios de gente distinguida, dejaba la sensación de uno de esos personajes nacidos en los libros de caballerías, de aven­turas y misterio. Estos comerciantes, ignaros de lite­raturas encumbradas y vacíos de cono­cimientos elementales, resultan propagandistas expertos para colocar su mercancía. Repiten doctrinas extrañas con la misma familiaridad con que tratan a Julio Flórez, a Vargas Vila o a Jorge Isaacs, sólo por mostrar conocimientos.

Algún día tendría que enfrentársele uno de los ven­dedores al enigmático visitante. Se escogió a Edilberto, muchacho de veinticinco años, ágil de mente, refinado en sus modales, de fácil expresión y el más «erudito» para acometer la empresa. Con cuatro años de un bachi­llerato llevado a empujones, pero medio bachiller al fin y al cabo, y no medio analfabeto como sus colegas que apenas habían tenido escasos estudios primarios, Edil­berto sobresalía con luz propia y era el líder de aquel pequeño mundo del comercio «intelec­tual», ubicado en calles y andenes y expuesto a sufridas intemperies, pero con humos de grandeza, por ser di­fusores de cultura.

Sería Edilberto, sin duda, hábil para dialogar con el anciano. Como la charla habría de conducirse a nivel intelectual para que suscitara interés y pudieran despe­jarse las incógnitas, se había metido en la mollera datos y minucias sobre los temas, los autores y el in­tríngulis de la mercancía, «su» mercancía, que era la que presentaba atractivo para las incursiones del viejo.

¿Sería doctor? No cabía duda. Los an­teojos enmarcados en abultada montura de carey, el abrigo bien acolchado, la corbata sobria, la mirada profunda, la frente amplia, como signo de capacidad, el bigotillo esmerado, el andar metódico… todo, absolu­tamente todo, le ponía talante doctoral a la figura enjuta. Sería escritor, o filósofo, o periodista, o magistrado… Todo eso, y mucho más, cabía en persona tan respetable, tan culta, tan escondida en su sabiduría.

Mientras así divagaba Edilberto devanándose los sesos, el viejo se aproximaba a la caseta. Se apoderó del primer libro, pareció devorarlo con los ojos, lo contempló en absoluto mutismo, y pasó al siguiente. Buscaba, según parecía, novedades, y Edilberto las había preparado para retenerlo y evitar que pronto se deslizara al puesto ve­cino.

—¡La vorágine! —comentó Edilberto—. La última edi­ción que ha salido. Y vea usted, doctor: la pasta es de lujo, el papel es satinado y tiene preciosas ilustraciones para hacer más amena la lectura. Por más conocida que sea, siempre será obra imprescindible en las bibliotecas cultas. ¡Qué fantástica imaginación la de «nuestro» José Eustasio Rivera! Veo la selva con su crueldad, con su violencia, con sus pena­lidades y sus atractivos…

—¡Ah, La vorágine! ¡La vorágine! —suspiró el viejo.

—Para usted le tengo un precio especial.

—¡La vorágine! —seguía suspirando, mientras toma­ba otro libro.

—¡Love story! —anunció Edilberto—. El gran best seller. Ha batido todos los cálculos y se sigue vendiendo a millones en el mundo entero. Está traducido a ocho idiomas. ¡Tierna historia de amor! Un amor elemental, casi absurdo para el siglo veinte.

—¡El amor, el amor!… —puntualizó el viejo.

—¿Le gusta el amor, doctor?

La pregunta quedó en el aire y la mano nerviosa del anciano se había dirigido hacia la Celestina. Edilberto se sintió acomplejado. Había sido imprudente. Estuvo por unos instantes indeciso, pero reaccionó cuando notó que el anciano no mostraba ninguna contrariedad. Pre­guntarle a alguien que ha llegado a la edad tembleque si le gusta el amor, puede ser un desatino.

—¡Oh, Celestina! Fiel retrato de una época de vicios escondidos en los bajos fondos del siglo XV… Celestina, la alcahueta Celestina, me hace recordar a tanta coma­dre de nuestros días. ¿Verdad, doctor? El libro se ve viejo, como la edad a que pertenece, pero es una curio­sidad de biblioteca. Ojalá usted, que conoce tantos li­bros, quiera ilustrarme sobre aquellos episodios oscuros.

—¡Celestina, la alcahueta Celestina!... —fue todo su comentario.

No por eso Edilberto se corrió. Miró al anciano y lo halló animado, en medio de su postración. Si de algo no había duda era de su decrepitud. Se notaba frágil. Sus dedos, rugosos y comprimidos, pasaban ahora con lenti­tud las páginas de Luz, la revista especializada en consejos sexuales, la de las píldoras mágicas contra la impotencia, contra la frigidez, contra el desamor, la biblia de cabecera sobre las técnicas de alcoba y sus efi­caces mecanismos. Edilberto miró de reojo al viejo, que estaba absorto en una de sus páginas, y prefirió callar.

—Sin duda gusta usted, doctor querido, de las novelas de aventuras. Mire apenas algunas de mi abundante re­serva: Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, Doña Bárbara, Papillón, El padrino…

—¡Basta, basta! —interrumpió el viejo, y se alejó.

Su silueta se volvía más diminuta conforme se aproximaba a la esquina por donde siempre se esfumaba ante la mirada de los libreros. «Maldita sea», se rascó la cabeza Edilberto. Y pensó que hubiera sido preferible señalarle libros de ciencia, o de poesía, o de historia, o de ficción, y acaso de humor, material todo que tenía listo para pregonarlo como el cantante de específicos o como el enredador de baratijas.

Ya no dudaba Edilberto de que se trataba de un intelec­tual arruinado. Intelectual, por su aspecto; arruinado, por su renuencia a comprar algún libro. Aunque no descar­taba tampoco que podía ser uno de esos personajes ex­céntricos que tanto abundan en las grandes ciudades. Así pensaba, dándole vueltas al asunto, cuando el chi­rrido de llantas que han frenado con brusquedad lo dis­trajo de su dubitación. La gente se arremolinó en torno al cuerpo que había quedado inmóvil, aprisionado por el peso del carro. Un chorro de sangre dramatizaba otra tragedia común.

Edilberto se irguió de puntillas, tratando de vencer las dificultades del tumulto que cercaba a la víctima. Eran como buitres que caían sobre la presa. Allí, menos soli­tario que antes, por estar ahora rodeado de una solida­ridad novelera, pudo reconocer al viejo. Había quedado tal como era en vida: con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.

Después, poco a poco, los curiosos se fueron retirando cuando el muerto había dejado de ser noticia. Todos pa­recían saciados con la novedad, y el suceso había per­dido su lado llamativo. Quiérase o no, los muertos resultan atrayentes, a veces espectaculares, con cierto fondo fo­lletinesco. Parecía un pobre diablo atrapado en la calle que se había aventurado a atravesar sin medir el peligro de curvas borrosas.

Sólo quedaron las autoridades y los vagos. Edilberto podía contarse entre los vagos, si por presenciar los movimientos policivos que se eje­cutaban sobre el cadáver del transeúnte anónimo, por quien no pensaba hacer nada, desatendía su puesto de revistas, folletos y libros baratos.

La policía es experta en requisar, en un minuto, los cadáveres. Poco fue el inventario: un pañuelo, un papel con anotación de libros y autores, y en bolsillo del grueso abrigo, como todo capital, un billete de a peso y una moneda de veinte centavos. Algo más, aunque de­masiado deteriorado: la licencia de conductor. Era el carné de chofer público, que debió serlo algún día el anciano.

¡Un chofer, un ciudadano raso!… A Edilberto se le ensancharon las pupilas. ¿Y el catedrático, y el escritor, y el filósofo, y el personaje inmenso que aparecía detrás de las gafas abultadas y el porte docto­ral? Las letras del nombre se habían desdibujado y no fue posible recomponerlas, pero el retrato dejaba adivinar una lejana época del viejo.

—¿Alguien conoce a este individuo? —preguntó el pa­trullero.

El silencio fue unánime. La policía, con todo y ser tan hábil, no había levantado completo el inventario, y Edilberto ayudó a incluir otro objeto que permanecía oculto a un lado del cuerpo. Era el libro de pastas su­cias y hojas mutiladas, con este título desacoplado: Cómo ser joven a los cien años.

Antes de retirarse, le cruzó las manos sobre el libro, encima del pecho. No supo Edilberto en qué instante se lo había embolsillado el viejo. Fue seguramente cuando nombraba de afán a Los tres mosqueteros, y a Doña Bárbara, y al Conde de Montecristo... Poco le impor­taba perder el libro, que al fin y al cabo era pacotilla, por más cotizado que lo fuera del grueso público. Sintió, en cambio, frustración por sus fallidos intentos de con­fesar al viejo, de desentrañar su misterio. Y desazón por la burla de éste al llevarse, furtivamente y en sus pro­pias narices, un elíxir de vida, sin dejarle una simple tarjeta de identidad.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

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Vuelve y juega

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Ya nadie puede quejarse de que el corazón lo traicione. Antes las personas se morían del corazón porque la me­dicina no había avanzado lo suficiente para conjurar los sobresaltos. Hoy, con el corazón bien cuidado, al que ya se le colocan hasta válvulas mecánicas, usted y yo podemos reírnos de la vida. Lo malo es que no siempre se siguen los consejos de la medicina y por eso, cuando menos se espera, llega el corrientazo que puede apagar el latido que suponíamos lleno de vitalidad. Pero atienda usted las precauciones del médico y verá que la vida se prolonga con aires de primavera.

Fíjese en la historia de Mariano Albor­noz, rubicundo empresario de pompas fúnebres que se ufana de contener los embates de su excedida ana­tomía, sólo por hacerle caso al doctor Salazar, su car­diólogo desde hace veinte años, que no cesa de recomen­darle el ejercicio permanente y la sana alimentación.

—Además debe vencer las preocupaciones —le anota el doctor—. No vale la pena vivir angustiados por asun­tos que son más imaginarios que ciertos. La vida, es­timado Mariano, se vive con demasiadas prisas y nos fatigamos por problemas que desgastan el organismo.

—Hay gente que no paga los gastos de funera­ria —comenta Mariano.

—Usted gana suficiente dinero.

—Podría ganar más. A la funeraria llegan las perso­nas con el muerto a cuestas y desorientadas ante ese momento dramático. Es entonces cuando les abro de par en par el negocio, les recomiendo el féretro apropiado y hasta les insinúo los rezos. En ese mo­mento todo lo aceptan. Firman sin discutir cuanto papel les presento, pero después…

—Después quiere usted hacerles pagar lo que no gas­taron. Hay gente como usted, querido amigo, que se aprovecha de los momentos de pena para cobrar hasta el abrazo de condolencia.

—A propósito, doctor, aún está pendiente un saldo de la cuenta por el entierro de su prima.

—Que en paz descanse —remata el médico.

—Mejor descansaría si usted me cancelara el saldo que me debe hace dos años…

—¿No se fija, hombre? Esas preocupaciones por cosas que no valen la pena son las que producen un infarto a cualquier momento. Tenga la mente libre de malos pen­samientos y verá que el corazón le marcha correctamen­te. Bastante gana con los ataúdes que vende en los apuros de la muerte.

—Usted también cobra duro, doctor.

—Pero les mantengo a los pacientes el corazón como si fuera el de un joven de veinte años.

—Y yo le pago consulta por consulta…

—Está bien, Mariano. Esta consulta queda por la deu­da, ¿de acuerdo?

—¿Acaso me está usted examinando? ¿Y desde cuándo una consulta vale lo que usted me adeuda? Vine sólo por conver­sar con usted. Es una entrevista de amigos, como quien dice, de cliente a cliente.

—Ahora desabróchese la camisa para examinarle ese lujo de corazón que tanto le cuido. ¡Respire fuerte! ¡Menos fuerte! Ahora vuelva a hacer el ejercicio que le enseñé. ¡Ya! Su salud es envidiable. Con sus 60 años es usted un roble.

A tres cuadras queda la funeraria de Mariano Al­bornoz, y hacia allá se dirige el comerciante con aire ri­sueño. Otra vez el doctor le ha infundido optimismo para gozar la vida. Saluda a cuanto transeúnte se le atraviesa, porque considera que el empresario de pompas fúnebres debe ser afable con todo el mundo. Marcha erguido y se ve saludable. Una sonrisilla le ha quedado bailando en los labios desde que el doctor le refrendó plena salud. Sin embargo, saltan a la vista unos kilos de más que no logra disminuir por más controladas que mantiene las grasas.

II

El miedo al infarto, que en otros tiempos era su obse­sión, ha desaparecido. Practica los ejercicios que le recomendó el médico desde que sintió las cajas destempladas en mitad del pecho y tiene fe ciega en que su organismo resistirá los asaltos de la vida. Por su funeraria pasan numerosos parroquianos vencidos por las flaquezas del corazón, mientras que él se siente un roble.

Mariano Albornoz recibe los residuos que no puede sal­var el médico. Ambos gozan a su manera. El cardió­logo, dando vida. El dueño de la funeraria, enterrando muertos. Son clientes mutuos. El doctor Salazar verifica en esta funeraria las exequias de la familia. Es buena fu­neraria y dispone, por supuesto, de confortables salas de velación. Bien se entenderá que es una manera de describir tales recintos, pues no es propiamente confortable lo que es mortuorio. Pero es un modo decente de tratar al muerto el de depositarlo en un salón alfombrado, con música de fondo, cande­labros relucientes y flores frescas.

Ambos se profesan cordial amistad. El uno paga los honorarios médicos, que vienen en ascenso año por año, y el otro devuelve el gesto llevando sus muertos a la fu­neraria.

—Son cuentas corrientes —se defiende Mariano—. La caja mortuoria sólo se lleva una vez y no está bien que se discuta su precio. En otro sentido, hay que  pagar altos honorarios porque el infarto se detenga.

—Los normales —refuta el médico—. El cardiólogo gasta la vida aprendiendo la ciencia que resucita muertos.

—Traficamos con la misma mercancía, mi querido doctor. Usted da vida y yo, muerte. Ambas son ocupaciones dignas. Al cementerio se debe ingresar con decoro y para eso están mis servi­cios, que tampoco los he aprendido en un día.

—Ahora quítese la camisa —dice el médico— y mués­treme el pecho. Trata usted de justificar su especulación con el pretexto de que las torpezas de los deudos se pagan con plata. Se equivoca, amigo. En tales apuros es cuando más sensibilidad se necesita.

—De sensibilidad no se vive, doctor. Yo también como, cancelo impuestos, mantengo mujer e hijos y atiendo altos honorarios por mis fallas  cardíacas…

III

Aquel día celebran un extraño negocio. En lugar de Mariano desembolsar el valor de las consultas, que tanto dice molestarlo, éstas serán abonadas al costo del ataúd que el médico encarga para los fu­nerales de su anciana madre, cuya muerte presiente cercana. La vena humorística del doctor Salazar es capaz de comprar a plazos anti­cipados el costo de la muerte.

Ambos ganan dinero abundante. Y en la misma forma se les va de las manos, aunque no en gastos normales, sino jugándolo. Son tahúres profesionales que dominan las artes de una sesión de dados o de una baraja de póquer. Se reúnen con frecuencia en largas jornadas nocturnas, domi­nados por ímpetus voraces que los deja con los bol­sillos limpios y la conciencia inquieta.

—Esto no le conviene, Mariano —le reprocha un día el mé­dico—. Su estado debe evitar estos momentos de tensión.

Mariano lanza una carcajada, y los dos jugadores concilian sus debilidades con  un abrazo. Ya habrá pacientes y muertos que les hagan recuperar la bolsa.

—Y no olvide que quiero la caja en legítimo cedro.

—Usted me lleva ventaja, porque las consultas van a ser muy seguidas…

—Tranquilo, hombre —le dice el médico—, y deje de pensar en el dinero.

—De esta forma va usted a termi­nar de comprarme muy rápido el ataúd.

—Considere más bien que está vendiendo su mercan­cía a buen precio.

Ellos son diestros tanto en tirar el dado como en alimentar su espíritu risueño.

IV

Una madrugada vuelve, de sopetón, el corazón de Mariano a jugarle una mala pasada. Lo despierta de nuevo el dolor que años atrás lo había dejado medio muerto. Comienza a faltarle la respiración y ape­nas acierta a exhalar un ronquido para hacerse notar. Su esposa practica con torpeza los movimientos que el médico ha tratado de inculcarle para estas emergencias. La casa se revoluciona en un minuto entre gritos y sollozos.

Pero al fin aparece el médico. Inyecta aire de boca a boca, con cierto reproche para los presentes, que olvida­ron medida tan elemental. El enfermo apenas si se mueve. Tiene la cara amoratada.

—¿Se morirá doctor? —tartamudea la esposa.

—¡Páseme la jeringa! —exclama el médico, ignorando la pregunta.

El médico mira con fijeza a los presentes, dándoles a entender que el caso es delicado.

—¿Vivirá, doctor?

Ya para entonces ha llegado la ambulancia, y en segundos sale disparada hacia la clínica, haciendo sonar la sirena desaforada que a las tres de la madrugada suena a tragedia. Algún borracho contempla el paso del vehículo y se recoge en su gabardina en busca del último trago.

Los recursos de la ciencia corren por la clínica en auxilio de otro corazón amenazado. Las enfermeras salen de su adormecimiento. En un rincón, el reloj de pared trabaja con desgano. Es la quinta emergencia coronaria de la noche.

Mariano Albornoz duerme un sueño intranquilo. Es posible que el infarto le haya permitido un segundo de lucidez para pensar que el doctor le prestará todo el cuidado de la ciencia. En los planes de Mariano no cabe la muerte por infarto desde que el doctor viene pregonándole un corazón de roble.

Desde luego, para los casos angustiosos está el doctor Salazar. El cardiólogo se seca el sudor de la frente. Y el enfer­mo comienza a dar los primeros signos de mejoría, que a los pocos minutos se hace evidente. Mariano al fin se mueve, y sonríe cuando abre los ojos.

—La vida es buena con los jugadores —le susurra el médico al oído.

El enfermo muestra agrado por vivir. Puede ser también, en lo más íntimo del subconsciente, gusto por el póquer y los dados. Los gustos, diría Mariano si en ese momento pudiera hablar, no lo abandonan ni en los últimos extremos de la agonía. A médico y paciente se les ocurre pensar que la vida es como el juego de dados: se pierde o se recupera en un instante.

De nuevo Mariano resulta vencedor. La cuenta del ataúd ha ganado puntos, pero él no está para reparar en negocios cuando su salud se halla en peligro. Nunca como ahora se siente tan protegido por la ciencia. El médico, que no ignora el nuevo triunfo, se desliza por el corredor y no espera a que nadie le exprese cumplidos que no necesita.

—El ataúd es suyo y puede llevárselo —le dice Mariano días más tarde, cuando formalizan las cuentas.

—No me haga chistes, Mariano. ¿Dónde guardaría el ataúd? Sólo queda bien en su negocio. En mi casa sería como una muerte en acecho.

—Usted y yo, querido doctor, somos bromistas. Recuerde que en las venas llevamos sangre de jugadores.

—En fin… —concluye el médico.

V

Meses más tarde se escucha un grito muy definido:

—¡Vuelve y juega!

El dado, que ha hecho estragos, ­tiene en desventaja al médico. Su capacidad económica ha venido en descenso, y él se empeña en recuperaciones difíciles.  La bolsa se encuentra liquidada.

—¡Vuelve y juega!

Esta vez el médico firma una letra de cambio. Suda copiosa­mente, más que cuando estaba atendiendo el corazón de Mariano. Ahora hace malabarismos con la copa de dados que pone a rodar por la mesa. Hay temblor en las manos del médico, pero juega con placer, con la fiebre del jugador.

—¡Vuelve y juega!

El dueño de la funeraria se niega a recibir más cheques. Duda que la capacidad económica del médico resista más. Bien sabe que esta viene en decadencia en los últimos meses. El cardiólogo calienta los dados en el cubilete, como si con ese soplo buscara fórmulas salvadoras. Mira a su contendor con ojos de reto. Y se apoya en la mesa para sacar energías ocultas.

—¡Vuelve y juega!

Los jugadores poseen un lenguaje misterioso que se expresa en mímicas y extraños movimientos, que sólo ellos saben traducir. Todos se miran cuando el doctor, acorralado, deposita en la mesa la argolla matrimonial y el reloj con que tantas veces han sido contadas las pulsaciones de sus clientes.

El médico no sabe cómo poner allí mismo su alma para jugarla en dos cambios de dado. Pero deposita su corazón. Piensa que el corazón es valioso, si siempre lo ha mantenido lubricado. Sabedor de tantas fórmulas, nota, de pronto, que no ha aprendido a detener el infarto que camina por la sangre del juga­dor arrebatado, que ahora es él mismo. Ya ha llegado a la ruina total. Y piensa que su ciencia es hábil para conjurar los infartos ajenos, no el suyo.

—Todo está perdido —se duele.

—¡El ataúd! ¡Juguemos el  ataúd! —grita Mariano.

El médico sonríe y se entusiasma ante el reto. El ataúd, su última esperanza… La mirada comienza a nublársele. La figura obesa de Mariano le da vueltas en la retina. Pero se sobrepone para jugar su carta final. El ataúd…. Los dados se deslizan con una carrera seca y luego se detienen con precisión fatal. Ha perdido el ataúd… Algo cruje en lo más hondo del su ser, y nadie, que no sea el cardiólogo, puede advertirlo. El jugador afortunado saborea el triunfo sin notar que su rival se entierra las uñas en la carne cuando los dados lo traicionan por última vez.

El cuerpo del médico se dobla sobre la mesa.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

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