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Archivo para febrero, 2012

Amores de cocodrilo

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cayó hacia atrás, y mostró una mueca de dolor. El populacho, frenético, hacía resonar en sus oídos una algarabía infernal. Varias bombas estallaron a lo lejos. Los soldados corrían como ratas, atajando las multitudes que querían irse contra el Cadillac color gris, que avanzaba por la Avenida Girasol, frente al Palacio Tiburón, lentamente, reptando como una culebra.

Delante de él los esbirros del Gobierno, carabina en mano, con olfato de sabuesos, se abrían paso y llenaban de improperios a los que pretendían llegar hasta el automóvil ventrudo donde el presidente yacía sofocado, con la mirada vidriosa. La gorra le cayó de medio lado sobre la cara. Ahora no había tiempo para arreglar al presidente, a quien el pueblo llamaba Cocodrilo, o Coco, apodo perfecto.

Parecía un cocodrilo por su trompa alargada, sus garras impresionantes, su mirada feroz. El cuello potente sostenía la cabeza descomunal, de rostro inexpresivo y mirada fulminante. Sus ojillos sanguinolentos no siempre se veían en el semblante adusto. Se escondían detrás de las cejas pobladas, como fieras en acecho, reposadas pero instantáneas para el asalto. También lo llamaban Papá Cocodrilo por su dominio absoluto durante catorce años de dictadura. Era un monstruo, un asesino, un acaparador de riquezas. Sin embargo, el pueblo no lograba quitárselo de encima.

Por toda la zona tropical, plagada de dictadores, de reyezuelos tiránicos, de bestias y de cocodrilos, sobresalía la leyenda de este amo de superiores capacidades, que se sostenía a pesar de las reyertas, los atentados y las conspiraciones del exterior. Su gobierno, que provocaba polémicas en las políticas continentales, era un estorbo, pero se le toleraba porque permitía el establecimiento en su territorio de bases estratégicas e ideologías audaces que avanzaban poco a poco, a paso de cocodrilo, por la región tropical.

Papá Cocodrilo alcanzó a abrir un ojo, en forma maquinal, y continuó roncando con estertores lentos y vigorosos. Movió su manota velluda, en nuevo acto inconsciente. En el pecho robusto se veía la perforación de dos balas, por donde salía un torrente de glóbulos rojos que formaban cauce por la superficie peluda.

El animal de su sexo, puesto al descubierto en esta rápida exploración de zonas afectadas, era un miembro desgonzado e insignificante dentro de las miedosas proporciones del toro impetuoso. Ese apéndice, elemento de placer y atropello, hubiera podido arrancarse de un tajo y exhibirse al populacho como un despojo de la guerra, si los guardias, cada vez más enfurecidos, no impidieran el acceso al automóvil y no se hubieran convertido en protectores de aquella marcha entre fúnebre y victoriosa.

El amo había sido alcanzado por las balas, pero todavía respiraba. Era una respiración que aún mantenía el imperio del brujo: una especie de dios y de diablo. Su caja torácica parecía un depósito de vientos huracanados que ni siquiera disminuían su fuerza después de los cinco agujeros abiertos en todo el cuerpo.

Un negro, tan negro y corpulento como él, y envenenado contra él por haber abusado de su mujer y sus dos hijas, se vino con ímpetu y arremetió contra la guardia. Alcanzó a desarmar a uno de los esbirros y encañonó con el fusil a los otros, pero una descarga de metralleta lo fulminó contra el capó. Después las llantas pasaron encima del cuerpo, en movimientos repetidos, como constancia contundente para la multitud de que el jefe supremo, contra el que era imposible atentar, podía repeler cualquier asonada. Coco estaba protegido por fuerzas misteriosas. Su imagen se agigantaba con las leyendas sobre sus hechicerías y su alianza con espíritus y poderes sobrenaturales.

Había surgido del propio pueblo como líder de barriada para imponer su larga dictadura. Primero con discreción y luego con influjo cada vez más reconocido, encarnaba una figura que no por grotesca dejaba de ser magnética. Al principio se le empujó a ganar posiciones, creyéndolo una esperanza para el país. Surgía un líder extraído de la entraña del pueblo para acabar con el despotismo reinante, que se mostraba interminable. Así Coco se hizo gran jefe, hasta terminar como tirano. El pueblo no tenía por qué saber que caía una dictadura intolerable para iniciarse otra todavía más sanguinaria.

Se embriagó con el poder y la gloria. De allí al abuso solo había un paso. Comenzó expropiando tierras. Luego se apoderó de cosechas y ganados, de industrias y bancos. Explotaba a los negros y violaba a sus mujeres. La nación era su gran hacienda, y ni siquiera sus conmilitones podían retener ninguna propiedad, porque pronto la perdían en garras del brujo todopoderoso que no se dejaba dar golpes de Estado, ni permitía la menor indisciplina, ni toleraba la competencia. Sus armas vengaban cualquier brote, cualquier apetito indebido.

Era hombre frío, como fabricado de mármol. Nunca reía y nunca perdonaba. Sentado en su despacho, hasta donde se llegaba por hileras de súbditos armados hasta los dientes, parecía un dios, acaso la misma personificación del fuego o del infierno. Figuras repugnantes de búhos, lagartijas, calaveras, reptiles… presidían su recinto, su sancta sanctórum, trono majestuoso del poder y la gloria, desde donde manejaba a punta de bayoneta y con ímpetu luciferino el país de pobres brutos que no había acertado a crear otro líder.

Lo haría él, se dijo con furor. No era posible tanta atrocidad. Negro como Papá Cocodrilo, un día su amigo y ministro de confianza, y luego caído en desgracia, se vengaría. ¡Se vengaría, se vengaría…! El eco del odio acumulado taladraba sus entrañas y lo incitaba a volverse asesino. Había que salvar al pueblo, vengar a los esclavos, volver por las mujeres deshonradas, esas indefensas mujeres –sus esposas y sus hijas– a quienes Coco sometía a terribles orgías en su harén de negrerías inconfesables.

Lo haría él, negro como el amo, pero con el alma limpia. Caviló durante noches enteras. Le ardía el corazón y se le rebelaba la sangre. Tenía que ser él, con sus propias manos. No era para menos, si el brujo le había arrebatado a su mujer y la había hecho su amante. Mejor: su esclava.

Coco la tomó con sus manazas lujuriosas y se la pasó al marido por los ojos, incapaz éste de hacer nada, dominado como se encontraba por dos centinelas. La hizo desfilar varias veces, mientras la desnudaba. El acto lo realizaba con saña y sadismo, prenda a prenda, para cumplir mejor su propósito de venganza y pasión. Al final la contempló desnuda y se relamió de placer. Ella lloró con sofocos entrecortados y al marido se le desenfrenó la furia. Uno de los matones le descargó un culatazo cuando éste pretendió levantarse de la silla. Luego Coco se vino encima de su rival, como poseído por sus serpientes y sus diablos, y le escupió la cara. Le dijo que de él nadie se burlaba.

El marido presenció la escena horrorosa. Escuchó, petrificado, el grito de terror de su mujer, y luego la risa convulsiva de la bestia. Era la primera risa que le escuchaba, y para siempre se quedó taladrándole los oídos. Era como el rescoldo de su propia ira. ¡Se vengaría, se vengaría…! El pueblo entero buscaba hacerlo a través de él.

Cuando lo vio aparecer en la Avenida Girasol, frente al Palacio Tiburón, sintió gusto. Coco, rodeado de lacayos, recibía los vivas forzados del pueblo. El vengador tomó una posición estratégica. Desde allí lo dominaba a la perfección con la mira telescópica. Su destino de asesino era ya irremediable. Repercutía en sus entrañas aquella risa convulsiva del bruto, que se ampliaba en sus entrañas como risotada de los infiernos. Veía a su esposa forcejeando contra los desmanes lascivos de la bestia. Todo esto lo degradaba, lo escarnecía, le desgarraba el sentimiento.

Ni un temblor, ni la más mínima indecisión. Lo puso en la mira. Lo repasó con rigurosa atención, palmo a palmo, para mejor devorarlo, en la misma forma como el monstruo se había complacido con el cuerpo de la mujer, prenda a prenda. Luego lo llevó al centro de la cruz, como marcándolo con sevicia para el sacrificio, y disparó tranquilo, con gozo infinito, tiro a tiro, hasta que se borró el fantasma.

Coco se dobló con gesto de dolor. Dos veces se estremeció e intentó levantarse. Pensaba que todo lo podía, hasta darle órdenes a la muerte. Pero sus fuerzas estaban doblegadas. El pueblo se arremolinaba alrededor del vehículo, con ímpetus vengadores, mientras los esbirros luchaban por proteger la vida del amo.

Cuando el negro despertó en el hospital, supo que el déspota había muerto. Se lo imaginó con la gorra de medio lado, incapaz de hacer nada, como había caído en el Cadillac. De nuevo sintió regocijo. Hasta escuchó sus estertores desesperados y su último aliento de fiera destruida.

Había desaparecido Papá Cocodrilo para siempre. Estaba vencida la ignominia. La venganza del negro quedaba cumplida hasta la saciedad. Se sintió tranquilo y deseoso de presenciar la alegría de los suyos –de las personas de su sangre y del pueblo entero– por el final de la época tenebrosa. El país, el pequeño país tropical que hacía germinar las dictaduras con misteriosos fermentos, podía respirar de nuevo.

De pronto irrumpió en la pieza del hospital un séquito afanoso y solemne. Ante sus ojos volvió a aparecer el pelotón de esbirros. Entraron en confusión y rodearon la cama. Supuso que lo iban a proclamar héroe de una epopeya, para tributarle allí mismo el tributo de las masas. El negro se incorporó en su lecho, aún somnoliento y sin la completa noción del mundo externo que con ecos confusos llegaba a sus oídos desde las calles tumultuosas. Escuchaba tambores lejanos que movían el ritmo de melodías negras, adormecidas en su sangre africana, y acaso llegó a pensar que lo cargarían hasta la plaza para mostrarlo al pueblo como un trofeo de la guerra por la libertad.

Cambió de opinión cuando vio aproximarse, paso a paso, al propio Papá Cocodrilo, con su trompa alargada, sus garras monstruosas, su mirada feroz, su figura de bestia apocalíptica. Sus ojos despedían chorros incendiarios. Y se le antojó que los colmillos se le habían alargado y la ira se le retorcía en las vísceras. Volvía a encontrarse con la misma calaña que él había abatido entre descargas mortales, y que sin embargo seguía viva. ¿Qué había sucedido? Que los monstruos nunca mueren. Se les pueden disparar todas las ráfagas de las guerras, y apenas les producen rasguños. Siempre sobreviven. Quizá el negro estaba soñando, o se tropezaba de nuevo con el fantasma, más allá de la muerte. Pero estaba vivo. Ambos estaban vivos.

La sangre se le congeló cuando el monstruo, levantando la metralleta, se dispuso a la ejecución. El arma se mantuvo en el aire, hablando el lenguaje de la atrocidad. Así se sostenía un imperio, entre el escalofrío del miedo. Antes de disparar y matar, era preciso que la víctima conociera el pánico. La retina de Papá Cocodrilo llevó a su víctima al punto más recóndito del furor y la represalia. El negro sintió que esa mirada de escorpión era su mayor suplicio. Luego centellearon los ojos iracundos del matón. Y alcanzó a percibir el gesto fulminante que disponía su muerte. Ni siquiera tuvo tiempo de moverse. Quedó quieto en la cama, destrozado por un arma que no se había hecho para perdonar.

Nené Cocodrilo, que comenzó llamándose Coquito, tomaba en esa forma el poder. El negro, que en medio de su desconcierto había confundido a su asesino, no alcanzó a distinguir el nacimiento de la nueva era, que cumple ya catorce años de dominio absoluto. El mismo período alcanzado por Papá Cocodrilo, que su heredero se propone superar como una constancia de fortaleza histórica.

(Del libro Humo, 2000).

 

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Glóbulos rojos

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El niño miraba con ojos dilatados el movimiento de personas en la sala del hospital. Muy cerca, su madre lo animaba a ser valiente.

–Ya pronto nos llegará el turno –lo consoló.

El niño se tocó el estómago y se quejó. Se veía demacrado. Otro niño, a su lado, con signos de vitalidad, parecía burlarse de él mientras movía figuras en su tablero de entretención. Jairo se sentía morir. El estómago le crujía como si llevara en sus cavernas extraños cocimientos. Desde días atrás la diarrea era inclemente. La sensación de vacío y desacomodo no le permitía un minuto de sosiego. Ahora, en el salón lleno de personas ansiosas, donde debía revestirse de paciencia mientras su madre conseguía hablar con el médico, se creía miserable. Su vecino no se mostraba dispuesto a compartir con él su tablero de juegos.

Las enfermeras cruzaban de afán por todas partes, sin tiempo para detenerse ante la infinidad de requerimientos que salían del público. Los pacientes las reclamaban con insistencia desde todos los lugares, y ellas, acostumbradas a la vida de los hospitales, desoían el clamor general. Diestras para la circulación por entre ese hervidero humano, no se dejaban abordar y seguían de largo. Los médicos estaban encerrados en sus despachos, y si alguno se hacía visible, nadie se atrevía a interceptarlo.

–¿Qué tiene su hijo? –le preguntó el galeno mientras examinaba el rostro descompuesto del niño.

–Diarrea, doctor.

–Está muy pálido –comentó el médico.

La madre había logrado, al fin, traspasar la barrera de la paciencia. Era como si hubiera descargado un enorme peso que la agobiaba. Con solo estar en el despacho del facultativo, ya creía salvado a su hijo. Todos los remedios habían fracasado, y como el paciente mostraba languidez, surgió la alarma. Alarma justificada, teniendo en cuenta la muerte de otro de sus hijos, cuatro meses atrás, con síntomas similares. Recordando los casos de mortalidad infantil ocurridos en su barrio, se decía que el peligro estaba conjurado.

–Lo noto barrigón –dijo el pediatra.

Algo quiso explicar la madre, que no pudo precisar, y convencido el doctor de que el síntoma era de anemia agravado por una parasitosis aguda, ordenó la hospitalización.

–¿Está grave, doctor?

–Su caso es delicado. Le haremos exámenes de laboratorio y le controlaremos la diarrea. Su hijo está desnutrido y hay que fortalecerlo. La palidez de la piel y de las mucosas indica que hay pérdida de glóbulos rojos. El picor estomacal demuestra que está invadido de oxiuros.

–¿Oxiuros? ¿Qué enfermedad es ésa? –preguntó la madre con inquietud, como si hubiera escuchado la palabra muerte.

–Sí –repuso el médico–: o-x-i-u-r-o-s… Unos animalitos que se enquistan en los intestinos y pueden provocar desastres si no se exterminan a tiempo. De ahí nacen las molestias digestivas de su hijo. Por eso siente el hormigueo y tiene el pulso acelerado, ¿me entiende usted?

Iba a decirle que no entendía. Ya el doctor salía del despacho. La enfermera tomó al paciente de la mano y lo hizo desaparecer en instantes por el pabellón de los enfermos delicados, venciendo la resistencia de su protectora. La mujer, enredada en el tránsito de enfermeras, médicos y pacientes, alcanzó a su hijo en el momento en que éste traspasaba la puerta donde no se permitía el acceso de particulares.

Como en el recorrido se tropezó con expresiones duras y con una temperatura agitada, terminó dominada por la inseguridad. Cuando un médico y una enfermera celebraban algo en común, entre risas insólitas, se preguntó la madre cómo se podía estar contento en la apabullante atmósfera de los hospitales.

El médico entró al consultorio de maternidad, donde su colega amonestaba a una madre potencial por su deseo de abortar.

–Es un crimen –le decía–. Abortar es lo mismo que matar.

Ella, apenas una niña, se fue con su problema a cuestas, un poco cortada con la aparición del intruso. Pasó cohibida frente a él y no se atrevió a enfrentarse con su mirada escrutadora. El pediatra pensaba que mientras el ginecólogo quería retener en el vientre de la madre un elemento natural, él iba a desalojar las larvas invasoras.

–¿Cómo te sientes, Jairo? –le preguntaba el médico ocho días después.

–Cansado.

–Te aliviarás.

Por el camino se decía el pediatra que si se hubiera demorado el tratamiento, la deshidratación habría sido fatal. El proceso se mostraba lento, pero la cura era manifiesta. Jairo sonreía en su cama de recuperación. Anhelaba el tablero de juegos que no tenía, pero estaba a gusto en aquel ambiente de enfermeras y vecinos complacientes.

Cuando días después vio llegar a su madre con la pequeña maleta, supo que era la hora de partir. Ella había cruzado los mismos pasillos que días antes halló fúnebres. Ahora, llena de entusiasmo, aparecían con vida. Ya no veía carreras de angustia ni rostros endurecidos, aunque la rutina del hospital era la misma. En el pecho llevaba una sensación diferente.

A cambio del niño barrigón, con diarrea y anémico, iba a recibir un niño sano. O-x-i-u-r-o-s, repetía, como destrozando con los dientes una plaga criminal. Sin embargo, su estado de ánimo se modificó al verlo avanzar hacia ella, delgado y paliducho. No acertó a entender que su hijo estuviera sano, si ya no poseía su aspecto rollizo.

En vano la enfermera le explicó que eso se debía al desalojo de los gusanos, pero como la madre no podía aceptar un niño disminuido, corrió furiosa al consultorio del médico. Su ímpetu no fue suficiente para que le permitieran la entrada, y como de todas maneras deseaba protestar, así se expresó ante los asistentes:

–Pueden ver en qué condiciones recibo a mi hijo. Lo traje gordo y me lo devuelven sin carnes. Le han sacado la sangre para vendérsela a los ricos. En los hospitales nos engañan a los humildes… ¿Dónde están los glóbulos rojos?

Uno de los presentes intentó calmarla. Pero la mujer no oía razones. Horas después, ya agotada por el esfuerzo, se dispuso a abandonar el hospital. Sosegado el ambiente, el pediatra salió de su consultorio en compañía del ginecólogo y se enfrentaron a miradas curiosas, que prefirieron ignorar.

–¿Qué hubo de la paciente del aborto? –preguntó el pediatra.

–Abortó.

De lejos los dos galenos veían avanzar por el patio a la madre con su hijo, hasta que la figura desapareció por la puerta principal. Luego el pediatra se encaminó al salón de enfermos. Y antes de atender otro caso de anemia y parasitosis, ahuyentó de la mente algún pensamiento incómodo. Acababa de morir otro niño por la misma causa, y se dijo que no todos tenían la suerte de Jairo.

–¡Médicos explotadores! –protestaba ella.

En ese momento sacaban el féretro del niño fallecido. Un séquito afanoso lloraba el suceso.

–¿De qué murió? –preguntó la madre.

–De anemia.

–Al mío, en cambio, que estaba lleno de glóbulos rojos, le sacaron la sangre para vendérsela a los ricos…

–Pero está vivo –replicó la interlocutora.

Jairo no entendía las protestas de su madre, por sentirse con una sensación de alivio después de los días terribles de su enfermedad. El pequeño caminaba con expresión risueña en medio de la caravana fúnebre.

–¡Médicos explotadores! –gritaba la madre iracunda.

–¡Pero está vivo! –replicó la otra madre.

–¡Médicos explotadores…!

(Del libro Humo, 2000).

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Manigua

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

–En aquella loma mataron a Óscar Bermúdez –me ha dicho el indio, mientras apunta con el dedo más allá de los arbustos que se ven flotar en la llanura.

Yo me he quedado estático, como petrificado ante el anuncio de que estamos ya en proximidades del caserío. Se me nubla el cerebro y siento un calor borrascoso que me sube al corazón y me hace acariciar la venganza.

–De tres tiros de escopeta –precisa el indio.

–¡Cállese! –le grito.

Conforme nos acercamos al sitio fatal, los recuerdos sobre mi hermano se precipitan en confusa mezcla sentimental y anecdótica. Lo veo el día en que, creyéndose todo un hombre, cuando apenas iniciaba una incierta adolescencia, nos detuvo en el comedor y nos comunicó que se iba a recorrer mundo. Probaría suerte en las profundidades de la selva.

–Nos haremos ricos –exclamó.

–Apenas eres un niño –exclamó mamá entre sollozos–. Te perderemos, Óscar.

–Ganarás un hombre –la consoló él, ufano, y se acarició el incipiente bigote para notificamos su hombría.

Al día siguiente partió. Sería una larga travesía por caminos inhóspitos y hacia horizontes dudosos. No entendía yo la intención de querer madurar antes de tiempo, entre estiércol y peonadas, y un raro presentimiento me decía que aquello terminaría mal. Veinte años de edad no significaban nada para embarcarse en la gran aventura de la vida, y me preguntaba si ser hombre a la fuerza, por fuera de calendario, era en realidad alguna hazaña varonil.

Óscar había sido siempre obstinado en sus propósitos y nada valió para hacerlo cambiar de idea. Tenía a su favor la sangre del trotamundos y eso explicaba el que de un solo golpe se jugara su destino. Quizá para él era lo mismo ganar que perder. Prefería, sin embargo, arriesgarse a lo desconocido antes que permanecer atado a lo rutinario. Con sosegada displicencia, que casi rayaba en cinismo, se despidió de los estudios que dejaba truncos y rompió de un solo tirón con los lazos afectuosos que querían retenerlo.

Se fue, y no volvió nunca. Se lo tragó la manigua. En cartas remotas nos contaba sus éxitos y se solazaba, con esa jactancia de muchacho apuesto y seductor que le era tan característica, de sus conquistas amorosas. De sus novias lejanas no volvió a acordarse, porque su afán estaba en lo inmediato, en lo que podía poseerse o desecharse al momento. Para él era insólito guardar fidelidad a las personas ausentes. Su mundo tenía que ser presente y ojalá instantáneo. Jamás presentido o etéreo.

El indio Esteban Jaya, a quien yo había contratado como guía, conoció a mi hermano. Tal descubrimiento me hizo tomarle confianza, y ésta se acrecentó a medida que me revelaba nuevas confidencias sobre las andanzas del tenorio y el perdonavidas, que así pasé a definirlo, en el territorio incógnito. La chalupa chocaba a veces contra troncos y bejucos, pero los fuertes músculos del indio la ponían pronto en cauce y la impulsaban entre las aguas riesgosas que yo contemplaba con recelo.

–Su hermano era todo un hombre –no cesaba de repetir Esteban Jaya, con exaltada animación, cuando volvimos a quedar en silencio.

–Un hombre prematuro –le repliqué después de escuchar varias veces la misma frase, y preferí no explicar qué entendía por hombre prematuro.

–Todo un hombre –dijo cuando desembarcábamos.

–¿Por qué lo mataron, Esteban?

–Porque esta tierra no perdona las malas acciones.

El indio, que tenía preparado su discurso, me invitó con los ojos, ojos inteligentes y maliciosos, a que escuchara la historia.

En el día trabajaba a pleno sol, vigoroso y resuelto. Y por la noche enamoraba. Había aprendido el secreto de multiplicar rebaños y no ignoraba cómo se sudan las tierras para que crezcan y conquisten nuevos territorios. Hectáreas y más hectáreas, amasadas con el sudor de su juventud fogosa, brotaban como por conjuro bajo la indomable voluntad de quien había desertado de la civilización para volverse peón de la selva.

«La tierra es como la mujer, que chupa y embota los sentidos», se decía Óscar Bermúdez al terminar, día tras día, sus intensas jornadas. De tanto repetírselo, y sobre todo de tanto saberlo, sentía que la tierra, esa zona ilímite que se extendía ante sus ojos ansiosos, que lo subyugaba y se le iba alma adentro como una obsesión femenina, representaba su credo vital. ¡Tierra, tierra, más tierra…! era el grito voraz, casi angustiado, que repercutía en los abismos ancestrales del hombre-manigua.

Tierra, aire, sol, paisaje… todo le llegaba al cerebro y al corazón en vitales resonancias, lo mecía, lo estrujaba y a veces lo embrutecía. El eco sempiterno de la manigua, donde la voz del hombre es débil lamento, bramaba como horda desencadenada que lo mismo podía ser diabólica que sensual. De ese ambiente tórrido, mitad paraíso y mitad infierno, se nutría su esencia voluptuosa que hacía forjar a la mujer –a la hembra rústica que seducía a diario en las tierras vírgenes–, primero como reina y luego como socia de sus ardores torrenciales.

La tierra, que no sabe ser ingrata, le correspondía con creces. La mujer lo urgía con sus carnes excitantes y sus jugos triunfales. En aquel parto de los montes todo estaba concedido: toros indómitos, caballos impetuosos, vacas opulentas, crías infinitas, placeres insaciables. No estaría completo Óscar Bermúdez si a aquella explosión de tierras y animales, que se reproducían como por arte de brujería, no se sumara la mujer, su soberana carnal.

Así fue como surgió, entera y volcánica, la india Yadira. Era una belleza morena que lo provocaba con sus racimos sensuales cuando se tropezaban en los potreros, camino de las yeguadas. Oscar la espiaba en el río en exuberantes desnudeces que le hacían crepitar el deseo, y desde entonces no volvió a tener paz. Alcanzarla, hacerla suya, saciar en sus carnes nacaradas el furor del hombre frenético, tal el propósito obsesivo que le nació y fue desbordándose como los ríos inagotables de la selva.

–Mía serás –le dijo el día que se le escapó, cual liebre esquiva y volátil, por las junglas invencibles.

Pero Yadira tenía dueño. Éste la vigilaba con celo desde que descubrió en su patrono peligrosos asedios. Ya la india se cuidaba de bañarse desnuda y exponerse a la soledad, y disminuyó ciertas manifestaciones externas que incitaban el deseo. Pero como el amor es animal despierto y el placer fiera alborotada, Óscar Bermúdez permanecía en vigilia y penetraba cada vez más en las fronteras prohibidas.

Tal vez era ésta la maldición de la manigua, que él no había conocido. Mientras más se le negaba la india, más burbujeaba la fogosidad de su pretendiente. Todos los dioses reunidos parecían negarle el derecho de ser hombre, de seducir y violar. La carne le ardía con el anhelo de poseer. Todas sus apetencias, de tanto reprimirlas, le carcomían las entrañas y le frustraban la hombría.

La india, con sus negros ojazos de montañas, con sus duraznos en flor como cerros atrevidos, con sus muslos briosos y sus contornos palpitantes, era el desafío exacto de la sensualidad. Conforme él la perseguía y ella le huía, él la tocaba y ella lo rechazaba, más crecía la tempestad erótica. Yadira se mostraba como la deidad serena y fascinante, como la belleza misteriosa, como la pasión inalcanzable.

La mujer cedía en su interior, pero le daba miedo exponerse a la venganza de su hombre. Fiero éste como el furor de la tierra, y por añadidura posesivo y valiente, era la roca que se oponía entre aquella pretensión porfiada. «Mía serás», era a la vez una amenaza y un propósito de conquista, frase insinuante que todos los días avanzaba más en el corazón de la india.

Los cielos presenciaron el momento de la huida y favorecieron el desfile de la pareja bajo las descargas del trueno y el fulgor de los relámpagos, bajo la noche impertérrita. Por las extensiones imantadas quedaban a solas con sus pasiones y eran libres de hacer explotar sus delirios y saciar sus lujurias. Cual potrillos acorralados –y luego liberados– brincaron en la espesura del monte y volcaron en los aires el torrente de besos culpables y el efluvio de caricias cómplices.

–¡Eres mía! –exclamó Óscar.

La mujer, concupiscente, se entregó con la furia salvaje que le había inyectado la montaña, ya sin importarle que tenía dueño y debía serle fiel. Que los dioses de la selva, tutelares de los amores castos –como el del río con la montaña y el del viento con el follaje– perdonen esta felonía de la pasión enervada.

Esteban Jaya sudaba a mares, que era tanto como sudar a tempestades en el lenguaje de la selva, contándome, a su manera, los antecedentes de la muerte de mi hermano. Un rictus impulsivo se dibujó en la cara del indio, y en sus ojos apareció una mirada furiosa, mientras prorrumpía entre lágrimas:

–En esa loma yo mismo maté a su hermano Óscar.

Luego se tiró al suelo, convulso y brutal. Yo me quedé frío y el cerebro se me puso en blanco.

–Perdóneme, pero tenía que matarlo. Se había robado a mi bella Yadira, y el lance era a morir. Sobraba uno de los dos.

Nada le dije, y esperé que el corazón hablara. Me sentía turbado, sin fuerzas para proseguir la marcha. Por primera vez venía a la selva y encontraba en sus laberintos un drama sentimental. La vorágine de la pasión, que había arrastrado a Óscar al sacrificio, era quizá ese horizonte borroso que ahora tenía ante mis ojos, con un muerto de la sangre que me esperaba en la loma procelosa. La selva se encabritaba como halo fosforescente y temible.

En lo alto de la montaña vi una cruz de madera con una rústica leyenda. Duro me costó enfrentarme a la realidad de las burdas letras, borradas ya por el tiempo, en que había quedado convertido el hombre enamorado y temerario.

Esteban Jaya, tensionado por la emoción, removió la tierra y extrajo un elemento sepultado junto al cadáver del arrebato. Le temblaban las manos cuando tomó la escopeta vengadora, le quitó la tierra y la hizo brillar en el aire. Lloraba por su acción y también lloraba por el muerto. Y yo, que había venido a vengar la muerte de mi hermano, respeté el dolor del indio. Entendía su propia venganza, y terminé olvidándome de mi rencor.

De por medio estaba el sentido del honor y no podía ignorar que la propiedad ajena, sobre todo cuando esa propiedad es la mujer, es inviolable.

–Tenía que matarlo –trepidaba de sentimiento–. Y volvería a matar cuantas veces enamoraran a mi mujer.

Días más tarde conocí a Yadira. Era la noche plácida y estrellada, majestuosa cual una fascinación del sueño. Los aromas del amor parecían derramarse en aquella tierna y deleitosa beldad que con su sola presencia invadió mis sentidos. Como uva madura se abría toda ella en extraño convite de besos y alboradas. Ahí mismo supe por qué habían matado a mi hermano.

En sus ojos pesarosos fulguraba el erotismo y en sus caderas cimbreantes cabalgaba el placer de la vida. Era un suspiro de las floraciones íntimas del alma, un perfume de la voluptuosidad, acaso una mentira. Mis cuerdas íntimas vibraron enloquecidas, en ese impulso de los goces inesperados y en esa seducción violenta de la concupiscencia. Me dominó una desazón súbita. El mismo infierno me invitaba al encuentro de los cuerpos y a las mieles del adulterio.

–¿Sabes quién soy, Yadira?

–El hermano de Óscar Bermúdez.

–Por ti mataron a mi hermano. Por eso debería odiarte, tal vez matarte. Pero me has cautivado. Te amo, y quiero que seas mía.

Me miró sorprendida y pareció confundirse con la propuesta. Luego se escabulló sin decir nada. Desde entonces se convirtió en mi obsesión carnal.  Nunca mis ojos habían visto tanto derroche de hermosura. Allí estaba la naturaleza soberbia, la manigua absorbente, en esa frágil crisálida. Ahora sabía por qué habían matado a Óscar Bermúdez.

La perseguí por días enteros y ella me sacaba el cuerpo, esquiva y temerosa. Al fin la cerqué detrás de los árboles que rodean la laguna, pero se me escapó. Más adelante la hallé cavilosa junto al río. Esta vez no huyó. Apenas me miró con recelo.

–Escúchame, Yadira.

–Te escucho, blanco.

–Eres la mujer más hermosa que he conocido.

–Eso mismo me decía tu hermano, y por perseguirme lo mataron. Soy mujer fatal. Aléjate de mí.

–No me importa morir por ti, Yadira.

Me aproximé y la abracé por el talle. Quise besarla. Pero ella me apartó. Se levantó con decisión, dispuesta a la fuga. Entonces cambié de táctica.

–Nunca te violentaré, Yadira. Solo deseo estar cerca de ti y admirar tu belleza. Seamos amigos.

–Ya somos amigos. Pero no me obligues a ser tu mujer.

Surgió, de repente, la pecadora. La misma prohibición era un estímulo para la conquista. Así vi a Yadira: provocativa y peligrosa. Ella, la mujer, la tentación, la yegua faraónica, me atrapó. Embotó mis sentidos. Fue una atracción fulminante y una pasión invencible que me sorbieron la sangre. La manigua se había apoderado de mí. Recordé que la misma manigua había exterminado a mi hermano. Con todo, me porté con gallardía, como hombre auténtico. Y vi aparecer en los ojos de la india un destello de placer. De ahí a enamorarla y vencer su rebeldía ya quedaba poco. La lujuria, que le brotaba por todos los poros, afloró con peligros de tempestad.

Le acaricié el rostro, y se dejó. La tomé entonces de la mano, con delicadeza, y la recosté en la hierba. Sus ojos brillaron como brasas.

–¡Déjame! –sollozó.

–¿Te gusto, Yadira?

–¡Déjame! –y sentí al menor roce sus pechos eréctiles.

–Te dejaré si me rechazas.

–No puedo traicionar a tu hermano.

–Él está muerto, Yadira.

Cuando besé sus labios ya no había resistencia. Sentí el estremecimiento de su carne, hecha una sola carne con mi propio estremecimiento, y entonces el amor se desbordó, proclamó sus victorias.

El trueno apuró, colérico y retumbante. Bajo el resplandor de los rayos y la arremetida de la tempestad, el placer deshojó sus margaritas sobre nuestros cuerpos desnudos. Al levantarme de la tierra mojada acaricié la cacha de mi revólver. «Mi ángel de la guarda», pensé, y me acordé del indio.

–¿No te da miedo mi marido? –preguntó Yadira.

–¿Y a ti?

La pasión estaba cumplida. Ahora el deseo tenía rostro de bienaventuranza. La india me observaba con sus ojos infinitos de placer. Dirigí la mirada hacia la loma, donde cabía la selva entera con sus embrujos y sus tragedias. Y allí, bajo el fulgor de los relámpagos, vi surgir de repente una sombra. La montaña se incendió de centellas.

Salió de su sepultura la escopeta fantasmal y relumbró en la noche plomiza como una maldición. Al iracundo Esteban Jaya le centelleaban los ojos y le temblaba el pulso. Fueron tres tiros contundentes. «Otra cruz en la loma», pensó el indio.

Luego el arma se dirigió a Yadira. Pero la india huyó como un cervatillo y se perdió en la espesura del monte, confundida su alma con la selva misma. Se la tragó la manigua. Quizá con el tiempo la encuentre en aquellas soledades algún viajero errante.

Minutos después se apaciguó la tempestad. El indio sopló el cañón y volvió a enterrar la escopeta. A lo lejos fulguró el último rayo de la noche.

(Del libro Humo, 2000).

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El eterno banquero

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El gerente del banco movió un papel en su escritorio. En ese momento la secretaria le recordó la reunión de las once de la mañana, donde iba a debatirse la suerte de Siempreviva. Aún no se había determinado si sería más indicada la quiebra o el concordato, alternativas que se barajaban como los recursos finales para la recuperación de las deudas.

El nombre de Siempreviva, una etiqueta de impacto, nació de la idea de fabricar artículos novedosos para la belleza femenina. Fue un rótulo que abrió mercados seguros en el mundo de las mujeres, tan amantes y perseguidoras de la frescura y la eterna juventud. La producción se amplió con pomadas y cápsulas energéticas de dudosa eficacia, pero de fuerte demanda.

Tal vez si no hubiera sido por la invasión de jaleas reales y píldoras milagrosas para el entusiasmo y la renovación de energías que entraban  por todas las fronteras, Siempreviva no estaría al borde de la quiebra. Las ventas en descenso indicaron la necesidad de nuevas estrategias, y fue entonces cuando se lanzaron al mercado femenino revolucionarias prendas íntimas en seductoras miniaturas, que encantaron a las mujeres y alborotaron a los hombres. Era el paso que se daba para variar los moldes tradicionales, y Siempreviva fue la primera industria que inventó picantes inscripciones en las telas secretas.

–Los negocios necesitan imaginación –alardeó el dueño de la industria.

–Y los banqueros, agudeza –agregó el gerente del banco.

Montada la empresa en un gigantismo desbordado, vinieron los derroches, los abusos y los desaciertos administrativos. Existían deudas crecidas con entidades financieras, y se rumoraba de compromisos secretos en el mundo de la usura, difíciles de atender. Por eso los banqueros, cuyo olfato permite descubrir a distancia las cifras mejor guardadas, no se atrevían a destapar la olla explosiva.

Se ejercía fuerte presión del público para no dejar extinguir la industria. Si esta se iba a pique, quedarían licenciados numerosos trabajadores y se afectaría la estabilidad de otros negocios dependientes de la ella.

Nada fácil la solución. Mientras los directivos consideraban agotadas sus fórmulas, los banqueros estaban pensativos, y algunos asustados de verdad. Antonio Estrada, el más veterano de todos, con 36 años de experiencia y 59 de edad, gozaba del prestigio de un liderazgo bien ejercido. Con la fina sensibilidad que se le había acrecentado en los enredijos financieros, se preguntaba en ese momento, rodeado de teléfonos, dictáfonos, libros de consulta y montañas de papeles olorosos a negocios, cuál sería la salida ideal.

Era la primera vez que se enfrentaba a dilema de semejante magnitud. Asociando ideas, se acordó de los figurines estampados en las miniaturas picantes que también su mujer vestía con vanidad, desde que la industria campeona había penetrado en todas las intimidades.

Antonio Estrada, acostumbrado desde lejana época a la danza de los millones, podía jugar con altos guarismos sin perder la serenidad. Había recorrido todas las posiciones del banco y por eso sabía que el oficio exige ante todo experiencia y equilibrio. Había visto fracasar a acelerados doctorcillos que amparados solo por el título pretendían mover la poderosa mole que tantas caídas produce.

Como él calculaba muy bien las operaciones, pocas veces se le enredaban los negocios. Mantenía buen apetito e ignoraba los insomnios y las taquicardias, tan comunes en este ambiente de sobresaltos y muertes prematuras. El zorro de la banca, que había contribuido al enriquecimiento de las personas y a la prosperidad de muchas empresas; que había vencido infinidad de riesgos financieros; que había sacrificado un mundo de riquezas por un mundo de satisfacciones, y que, en fin, sabía diferenciar lo bueno de lo dañino, se dijo con absoluta certeza que tenía la fórmula maestra. Tosió, para darse ánimos, e hizo llamar a Diego Mendoza, el subgerente comercial.

Era éste un economista de las nuevas promociones, con especialización en mercadeo y con éxito prometedor en su recién iniciada carrera, de temperamento dinámico pero todavía confuso entre los misterios de los papeles bancarios.

El joven ejecutivo alcanzó a imaginar, mientras avanzaba hacia la gerencia con los títulos fiduciarios, que si el jefe fracasaba en la operación de Siempreviva, él sería el sustituto. Pensamiento veloz y traicionero que pronto rechazó por absurdo. Era mejor suponer que el gerente iba a triunfar, para que el aspirante a su puesto pudiera conseguir mayor experiencia. El ejecutivo, al entrar en la oficina y situarse frente al maestro, se sintió ridículo.

–Las garantías no alcanzan –comentó.

–Las haremos alcanzar –repuso el gerente.

Y agregó que en la vida de los negocios hay garantías intangibles. El prestigio era una de ellas, idea que no estaba clara para la mente del economista, para quien dos más dos eran siempre cuatro, mientras que para el avezado banquero podía existir allí un engaño. El uno sostenía que las matemáticas no fallan y el otro demostraba que el olfato y la malicia van por otro camino.

De ahí que el especialista en cifras escuetas, porcentajes y ecuaciones, se frustrara a veces con su ciencia estricta. La distancia entre la teoría y la práctica era el reto que Mendoza debía vencer, dilema perturbador que era preciso superar si quería conseguir la silla gerencial.

La secretaria informó al gerente las últimas novedades. Un cliente había anunciado su próxima importación de motores y otro protestaba por la cancelación de su cuenta corriente. Uno más lo invitaba a almorzar el miércoles y desde ahora lo halagaba con hipotecar el edificio. Los clientes de banco son prolongación de los billetes aprisionados en las cajas fuertes. Una golondrina se había introducido en el despacho y buscaba, con fragilidad y aturdimiento, la libertad de aquella atmósfera cargada de dureza. El gerente la miró con envidia cuando el leve levantó el vuelo por el día luminoso.

En la calle se tropezó con Próspero Merizalde, el dueño de los supermercados La Abundancia, que trató de definir allí mismo el crédito que todavía no había planteado de manera formal. Más adelante doña Merceditas, la abanderada de las obras pías, le ofreció la boleta del Hogar de la Joven, institución que Antonio Estrada no comprendía muy bien debido a las regeneraciones inciertas que lograba, pero que todos ponderaban.

El gerente de banco es personaje vistoso. Con él camina la plata. Y se le atribuyen poderes sobrenaturales. Antonio Estrada vivía acostumbrado a esta rutina que le picaba la vanidad. Muchas veces no lograba  respirar, pero el bamboleo lo mantenía despierto. La sociedad lo tentaba con las lisonjas, los honores y las mentiras que se tributan a la gente de dinero. Puede que en materia económica –dentro de su vida privada– no valiera tanto como se creía, pero estaba a gusto con su oficio de prestamista, labor que imprime brillo social.

Al entrar en el lugar de la reunión, tosió para inspirarse confianza. Con ese tic, característico de sus momentos de tensión, adquiría aplomo y lucidez. Sus colegas, cavilosos, listos para la guerra, se miraban con ojos escrutadores. Él los repasó con discreción.

Varios de sus colegas habían amasado jugosas fortunas y disfrutaban de confortables mansiones, entre palos de golf y automóviles relumbrantes. Otros, con menos recursos o menos oportunidades, de todas maneras se daban humos de grandeza. Los pobres no se notaban. Hay banqueros vergonzantes que no se dejan identificar, para vivir a tono con su rango institucional. Existen en este gremio magulladuras que se tapan con los millones ajenos. El olor del dinero es encubridor y muchas veces los presuntos millonarios no tienen dónde caer muertos.

Y como en la banca también se cuecen habas, no hay por qué extrañar las maniobras y los negociados (que algunos llaman habilidades) de ejecutivos expertos en el florecimiento de sus propias bolsas. Pero no se trata ahora de escarbar en la vida privada de estos magos del dinero, que alrededor de la mesa de negocios se disponen a la disección de un cuerpo financiero en estado de postración.

–Hay que salvar a Siempreviva –abrió la sesión uno de los banqueros.

–Vale la pena –agregó otro.

–¿Qué piensa Antonio Estrada? –preguntó el más joven del grupo.

–Comencemos a deliberar y aparecerán las soluciones –dijo el aludido.

–Destapemos las cartas –propuso el de más allá.

Y las destaparon. Fueron horas frenéticas de discusión y choque. Hubo tensión, enredo, complejidad. No era para menos en esta danza de los billetes. Para unos, la quiebra significaba ahogar a la víctima con los millones que tanto preocupaban; para otros, prolongarle la vida era tanto como exponer mayores pérdidas.

A Antonio Estrada no lo mató ningún descalabro financiero. Su carácter estaba calibrado para la lucha y la estrategia. Siempreviva se salvó de la crisis gracias a las medidas propuestas por el curtido banquero. Hoy, cinco años después de la febril junta de acreedores, es una de las firmas más pujantes. La carrera del zorro de las finanzas finalizó luego de recuperarse la empresa.

A Antonio Estrada tampoco lo fulminó ningún sobresalto. Había logrado inmejorable dominio de su sistema emocional frente a los zarpazos del dinero. Ni lo sacó de base algún cliente resentido. Lo mató, asómbrese usted, su rectitud. Es enfermedad tan vieja como el hombre, y todavía no la han descubierto los médicos. «La honradez mata», había leído el financista, y nunca pensó que él sería uno de los elegidos.

El banco, al encontrarlo pasado de edad, lo mandó a descansar. Rendía más que muchos de sus colegas, pero a uno de los directivos del banco se le ocurrió decir que había llegado la hora del reposo. La apreciación hizo carrera rápida en las altas esferas de la institución. Asunto de contagio empresarial. Pero le permitieron aplicar su destreza final en el caso de Siempreviva. Esta operación exitosa cerró con broche de oro su largo desempñeño financiero.

–El banco tiene que admitir con tristeza –anotaba en la junta directiva el presidente de la entidad– que la vida bancaria ha terminado para nuestro gerente estrella.

–¿Por qué no lo nombramos asesor del banco? –propuso alguien.

–Me temo que le causaríamos un perjuicio –argumentó otro.

Ya el joven Diego Mendoza había encontrado el secreto entre la teoría y la práctica y podía jugar con grandes transacciones. Pasó, por lo tanto, a sustituirlo en la gerencia.

Antonio Estrada, cabizbajo y vacilante, ingresó al club de los jubilados. Por hacerles cifras bonitas a los ricos se había desentendido de sus propias finanzas. Ya por fuera de la empresa, comenzó a deprimirse cuando se vio sin oficio ni utilidad. Extrañó, a falta de los pasatiempos que se había olvidado cultivar para la época del retiro, el fogueo de los números. Ahora en la quietud de su hogar, no se sentía a gusto sin quiebras ni concordatos.

Nunca lo abandonó el dinero. Lo perseguía a todo momento. Lo llevaba en la sangre, más que en el bolsillo. Olía a billetes. Transpiraba encajes y sobregiros. Para él no se había hecho el reposo y no lograba sentirse bien lejos del alboroto de la plata.

–He perdido el poder –le confesó en secreto a su amigo confidente.

Más adelante se estremeció ante el fracaso económico. Tuvo que vender de afán las acciones de Coltejer para solucionar apremios insuperables. Se le habían esfumado las reservas llevadas a la vejez y estaba en peligro de perder, por su marcada impericia para los negocios propios, la casa de habitación y la acción del club. Se acordó del refrán: «Zapatero, a tus zapatos». Pero ya era tarde para remediar los errores. Y recordó, a propósito del inflexible usurero que no lo dejaba vivir en paz, que por sus manos habían pasado toneladas de billetes.

El financista, de quien ya nadie se acordaba, era un pobre diablo. Los pobres diablos no encuentran sitio en la vida. Sintió en carne propia el dolor de los seres derrotados por la realidad del dinero, pero lo consoló su filosofía de que aún lo acompañaba la honradez.

Estaba a un paso del suicidio, pero mantenía erguida la moral. Quizá apareciera alguna luz que lo salvara del desastre. Se acordó entonces de Siempreviva, transformada en emporio industrial gracias a la fórmula salvadora que él mismo había liderado. Y tocó en sus puertas. Sabía que necesitaban un jefe de finanzas. No iba a pedir favores sino a vender sus servicios profesionales.

El gerente de Siempreviva repasaba de arriba abajo al hombre en crisis, y se preguntaba si la pobreza vergonzante podía llegar a tales extremos. Sentía pena por aquella caricatura social que hubiera preferido ignorar.

–No, no puede ser –repetía el ejecutivo.

–¿Me dará la mano? –le preguntó el exbanquero.

–Por desgracia no es a usted a quien buscamos. La posición no es digna de su trayectoria, entiéndame. ¿Para qué buscarse usted enredos a estas alturas de la vida. cuando lo mejor que puede hacer es descansar?

La conversación se vio interrumpida por el subgerente comercial de la firma, que necesitaba a su patrono para cumplir una cita en el banco. Antonio Estrada, que tenía por qué saber lo que significa la puntualidad en los bancos, se levantó de la silla. Pero el ejecutivo lo invitó a sentarse de nuevo, y con discreción extendió un cheque, mientras le decía:

–No se moleste, se lo ruego. Es una pequeña retribución por lo que hizo por nosotros.

El hombre arruinado miró el cheque con atención y desconcierto. Luego lo abandonó en la mesa, sin ningún comentario. Y se retiró en silencio. Se alegró de conservar intacta su dignidad. «Mi acción vale un Potosí», pensó cuando recorría a pie las calles vecinas.

La vacante la llenaron con un joven de las nuevas generaciones.

Su esposa abrió la caja de ropas íntimas que estaba olvidada en la confidencia hiriente de los años de triunfo. No obstante el tiempo transcurrido, la caja conservaba aún la envoltura con que Siempreviva había remitido aquel obsequio. La moda ya había cambiado, y ahora la innovación de la industria era más atrevida. Pero el presente estaba intacto, como si el tiempo se hubiera detenido en el paquete navideño.

–¿De dónde sacaste estos trapos? –le preguntó el marido.

–Del recuerdo –repuso la esposa.

–No debes volver a ponértelos.

–El dinero está escaso –comentó ella–. No olvides que no has comprado tus remedios para el corazón, ni yo he vuelto a tomar la droga para la artritis.

–Hazme caso: no vuelvas a usar estas prendas. Y si el asunto es de dinero, no te preocupes: mañana recibo la pensión.

La mayor señal de que Antonio Estrada estaba perdiendo el juicio fue cuando comenzó a aprobar préstamos imaginarios. Todas las mañanas llegaba al parque, a la misma hora, y ocupaba el banco próximo al árbol frondoso, donde los transeúntes lo veían hablar con interlocutores invisibles.

Vestía con distinción y delicadeza, como distinguido caballero de la sociedad en uso de buen retiro, enfundado en la vieja gabardina de corte inglés que ya comenzaba a perder esplendor. Nunca le faltaban la fina corbata y los zapatos lustrosos, y cargaba el paraguas italiano para defenderse de las lluvias sorpresivas. No había perdido los ademanes del banquero ni la estampa del noble señor que no dejaba de ser.

–Permítame su balance para analizar el flujo de caja –le dijo a la persona que se había sentado a su lado, como si se tratara de su despacho bancario–. Veamos el nivel de endeudamiento. Ahora, su trayectoria crediticia y vínculos comerciales. Todo perfecto, señor. El factor más importante, no lo olvide usted, es el de su honrdez. Por lo tanto, lo eximo de codeudor. Pase mañana a firmar el crédito…

–¡Qué cosas dice! –murmuró el transeúnte, y se alejó del lugar.

(Del libro Humo, 2000).

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Noche de cerillas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

No es fácil calcularle los años a Ventura Lozano, dueño del balneario situado a la entrada del pueblo. No revela más de 40, pero pasa de 50. Es delgado y vigoroso. A esto se agrega su temperamento jovial, con el que conquista amigos al instante. Como también es calvo, aquí es donde se enredan las cuentas. Con cachucha tiene una edad, y otra sin ella.

Es experto en variar de apariencia con solo ponerse la  cachucha de otro color, o en otra dirección. A veces la lleva de medio lado, y otra con el pico alto, como si fuera a levantar vuelo. Así busca disimular su calvicie. Del juego de los colores y del aspecto de los vestidos se desprende su figura variable. A él le gusta, como al camaleón, cambiar con frecuencia de piel para mantener fresco el espíritu.

–Así se vive mejor –dice.

–¿Cuántos hijos tiene, Ventura?

–Tres con mi esposa y cuatro clandestinos –se ríe con malicia.

Su mujer no le conoce líos amorosos, y él goza de reputación como marido ejemplar. Con todo, tiene frecuentes aventuras, aunque sabe administrarlas a la perfección. Nada de faldas ni de infidelidades: tal la imagen que ha sabido transmitir. Alguien lo sorprendió espiando a una bañista por la rendija de la puerta, pero el escándalo no pasó a mayores.

–Son placeres ingenuos y baratos –comenta.

Resulta que Ventura Lozano no tiene dientes. Nunca los ha tenido. Yo sabía de animales desdentados e ignoraba que los hombres pudiéramos competir con ellos en dicha característica. De niño, era un ser desmirriado y llorón. Casi cabía en la mano, de lo flaco que era.

Su madre no lograba detenerle la pertinaz soltura de estómago que lo tenía al borde de la deshidratación. Esta vez no le habían servido de nada las hierbas de la montaña. Eran ya tres días de angustia, y el curandero residía muy lejos. Dos horas había que caminar para llegar al pueblo, en noche borrascosa. La madre se lo echó al hombro e inició la travesía incierta. Bajo el fulgor de los relámpagos contemplaba la descompuesta figura de su hijo. Lo tocaba por todas partes, como convenciéndose de que no había dejado de respirar.

A la una y veinte de la madrugada, con el pueblo a oscuras, tocó en la puerta del curandero.

–¡Se muere, doctor! –le dijo.

El curandero, a quien llamaban doctor, lo tendió en el sofá y lo auscultó con parsimonia, todavía con el sueño pegado en los ojos. Estaba acostumbrado a tales emergencias, y esta era la tercera de la noche. Al pasarle la mano por el vientre, el niño sollozó.

–Tiene capacidad de llanto –comentó el curandero, volteando el cuerpo inerte del niño–, lo cual indica que está vivo. No todos los enfermos en las condiciones de su hijo viven, señora. Ahora veré qué puedo hacer. –Infección intestinal –sentenció en contados minutos.

Este hombre de ciencia, para muchos un dios y para otros un brujo, nunca se equivocaba. Siempre descubría la enfermedad exacta, y cuando de todas maneras el enfermo pasaba a colocar otra cruz en el cementerio, era porque se lo habían llevado demasiado tarde. Los parroquianos aceptaban en silencio y con resignación el veredicto implacable, y de nada servirían las protestas ante el hecho inevitable de la muerte.

–Por fortuna lo trajo a tiempo, señora. Y entienda bien claro lo que voy a decirle: si llega media hora más tarde, su hijo ya no sería habitante de este mundo. El caso es grave, pero haré todo lo posible por salvarlo.

Ventura Lozano estaba predestinado para largos años. Desde que se salvó aquella noche, alguna estrella iba a alumbrarlo por el resto de sus días. Era, con todo, una estrella lejana, ya que en aquel preciso momento, cuando más se necesitaba la claridad, el pueblo estaba en tinieblas. Orientado por la vela, el mago de la medicina consiguió llegar hasta el botiquín incrustado en la pared del dormitorio.

–Esto le quitará la soltura –dijo.

Quemó la última cerilla y lanzó fuerte andanada contra las autoridades por tener al pueblo en esa terrible oscuridad.

–Enfermedades y falta de luz –murmuró.

Con el bulto humano a la espalda, la campesina, clareando el día, estuvo de vuelta en su rancho. El viaje había sido penoso, pero el milagro era evidente: el niño se movía con signos claros y había dejado de quejarse. Al día siguiente el estómago ya no crujía, y se normalizó por completo cuando el frasco llegó a su fin. «El doctor es todopoderoso», pensó la madre.

Lo malo era que Ventura Lozano había quedado taponado para siempre, y no solo del estómago, sino de otros órganos esenciales. Días después, el curandero descubrió que se había equivocado de frasco. Todo por culpa de las autoridades, que eran incapaces de garantizar el fluido eléctrico estable. De nada habían servido los mensajes dirigidos al presidente durante los últimos tres años, firmados por todos los habitantes y repetidos cada ocho meses en forma rigurosa, ocasión en que el propio curandero, como político notable de la población, convocaba al vecindario en las oficinas del concejo y leía el nuevo texto por él mismo redactado, que una vez más volvía a quedar sin respuesta.

–¡La bendita luz! –rabió para sus adentros el curandero, y regresó a su sitio la medicina que había querido suministrar.

No encontró, en cambio, el frasco del cicatrizante. Ventura Lozano sufrió, por lo tanto, los efectos de una noche de tinieblas a merced de las cerillas. Pasados los años, algún personaje en gira política comentaría en la plaza del pueblo que Ventura Lozano era el símbolo perfecto de la mediocridad oficial, y en cambio él garantizaba el fluido permanente en los primeros treinta días de su mandato.

De todos modos, Ventura sanó del estómago. Pero le aparecieron distintivos inusitados. No le nacieron dientes ni le creció el pelo. Los poros se le taparon y la transpiración quedó eliminada. Esto determinó que nunca conociera el sudor, condición que pocos mortales llegan a poseer.

Ventura representaba un caso extraño en la especie humana. Con tales atropellos del destino, cualquiera sería desdichado. No sucedía lo mismo con él, el ser más feliz que pueda concebirse. Ignoraba lo que era un dolor de muelas. A edad temprana aprendió a manejar las cajas de dientes con absoluta destreza, y hoy se burla de las caries y las torturas bucales.

Aunque tiene los poros cerrados, desde niño domina la técnica de respirar sin sofocos. No puede, eso sí, acercarse a los baños turcos del balneario, porque el vapor lo asfixia. Cuando tuvo edad para entender su drama se hizo a la idea de que con esas aparentes desigualdades iba a obtener grandes beneficios.

–¿Y en cuanto a descendencia, doctor?

–Por favor, Ventura, entienda que el cicatrizante le ha tapado los poros pero no se ha metido para nada con los órganos sexuales.

Ventura era dichoso dentro de sus limitaciones, pero dejó de serlo el día que comenzó a rebelarse contra su propia naturaleza. El día que se sintió inferior al resto de los mortales. Limitaciones que no eran atrofiantes, ya que no tenía necesidad de dientes para saborear la comida, ni de transpiración para vivir desahogado, ni de pelo para tener éxito con las mujeres. Pero no era feliz.

Cualquier día se le ocurrió que necesitaba la técnica en boga del injerto capilar. A los calvos, disminuidos y desfigurados –como la televisión y los periódicos se empeñaban en presentarlos–, la ciencia los cambiaba por personas atrayentes. También Ventura, sugestionado por la moda, necesitaba mudar de apariencia para conseguir mejores oportunidades en los negocios y en el mundo social. Y aumentar sus triunfos con el bello sexo. De persona deforme, como llegó a catalogarse, pasaría a ser exponente del vigor y de la hombría.

–Solo se requieren voluntad y unos pesos –le dijo el profesional.

Voluntad y unos pesos. Ambas cosas las tenía. Adoptar la decisión correcta era asunto secundario, pues ya la idea había madurado en su cerebro. De cierto tiempo para acá Ventura se sentía de mal humor. Había perdido el apetito y sufría desencanto con la vida. Nunca había tenido dolor de muelas, es cierto, pero comenzó a sentir punzadas en las encías. La respiración se volvió fatigosa y el organismo perdió vitalidad.

Un miércoles por la tarde, con sigilo y esperanza llegó al consultorio de moda y sin más dilaciones se entregó en manos de la ciencia. Esa misma tarde obtuvo el implante capilar. Al mirarse en el espejo, no se reconoció, pero se consideró atractivo. Nacía un hombre nuevo. ¡Adiós dolores y fatigas y fealdades! Ahora la vida le sonreía. En el tránsito a su casa se tropezó con Tatiana, la taquillera del teatro, de quien vivía enamorado, y notó que lo miraba con interés.

El hombre remozado escondió en el fondo del armario sus trece cachuchas habituales, que no quería volver a usar en el resto de sus días. De ahí en adelante se apasionó por los peinados modernos que imprimían silueta sugestiva. Aprendió a manejar su nueva fisonomía y al poco tiempo se volvió irrefrenable donjuán.

Por haberse quitado los años marcados por la calvicie, pertenecía ya al mundo de la juventud. Todos los días se repasaba en el espejo su cabello ondulado, y a espaldas de su mujer (que le censuraba tanta vanidad) se consentía el copete conquistador. En el balneario, sus amigos elogiaban el cambio y deseaban, por supuesto, seguir el ejemplo del hombre audaz.

Si con la cirugía estética se eliminaban arrugas y marchiteces; si el tamaño del busto se aumentaba o disminuía para provocar fogosidad en los hombres; si del vientre y las nalgas se extraían gorduras indeseables; si se cambiaba el color de los ojos; se contorneaban piernas y pantorrillas: se rectificaban pómulos y narices; se injertaban cejas y pestañas; se creaban siluetas esbeltas, y se inyectaban, en fin, señuelos para el amor y la felicidad, ¿por qué Ventura Lozano iba a permanecer alejado de la revolución estética?

No podía quedarse rezagado en el cultivo de sí mismo. Así lo hacían los griegos con su cuerpo, y para ellos el vigor de los músculos y la perfección de la figura eran los mayores requisitos de la belleza y del placer. Así, Ventura penetró con  desparpajo en el campo halagador de las veleidades mundanas. En sus confusas filosofías del buen vivir envidiaba la figura de Adonis, el joven de deslumbrante belleza que despertaba en Afrodita y otras diosas los deseos más intensos y las pasiones más desenfrenadas.

Ahora había que ver al ‘joven’ Ventura Lozano, rejuvenecido en forma increíble, exhibiendo a los cuatro vientos su porte varonil y ademanes seductores. Poseía nueva personalidad. La metamorfosis física se le había trasladado a la mente. Un simple retoque le produjo portentosa mutación física y espiritual. Hoy miraba la vida de otra manera.

–Todo lo conseguí con el pelo. Lo que el sudor me quitó, el pelo me lo devolvió.

–¿Y qué ha sucedido con las mujeres?

–Me persiguen. Pero mi esposa me abandonó y se fue con otro.

Lo abandonó al descubrir sus infidelidades. Desde entonces, Ventura se fue a vivir con Tatiana, la taquillera del teatro. El mes entrante cumplen siete meses de concubinato y esperan un hijo. Será su noveno descendiente. Otra de sus amantes está también embarazada.

–Los antioqueños nos reproducimos como conejos –se ufana.

Meses después, el padre fecundo se encontró con la noticia de que venían en camino nuevos vástagos de distintas amantes. También supo que su primera mujer, de quien se desentendió por completo desde que se enredó con Tatiana, hacía vida marital con el dueño del bailadero, su rival de toda la vida. Y estaba encinta. Por aquellos días comenzó a sentir falseada su personalidad, como si el pelo injertado y los trucos practicados no fueran suficientes para mantener el equilibrio emocional.

Se hizo a la idea de que el dolor de cabeza, que le había aparecido con creciente intensidad en los últimos días, sería  transitorio. Sin embargo, pensó que en la siembra del cabello podría encontrarse el origen del malestar. Luego consideró que el desajuste residía en el cerebro.

Perdido el vigor sexual, sus amantes comenzaron a abandonarlo. Tatiana fue la última en hacerlo. Aprovechando la ausencia de Ventura, se puso cita en el atrio del templo con su nuevo compañero y desapareció del pueblo.

El hombre abatido se miró en el espejo y se encontró desfigurado. En pocos días había envejecido diez años. «La vanidad me ha deformado», reflexionó. Alguien le aconsejó que consultara un siquiatra en la capital.

–No estoy loco –protestó.

–No está loco, pero su mente no funciona bien –repuso el amigo–. Quizá tenga impactos de la niñez que deben extraerse de la mente, o acaso haya sufrido alguna distorsión de su identidad, que debe enderezarse.

Se acordó de la noche de cerillas. Pero rechazó la idea de que el cicatrizante le hubiera causado los trastornos que padecía. ¿Y la reducción de la potencia sexual? El mejor camino era visitar al siquiatra, y así lo hizo tres días después. Al principio no creía en lo que éste le comentaba: que su mente ofrecía un desenfoque de la realidad, y que la solución consistía en volver a ser auténtico.

–Usted ha dejado de ser usted mismo, ¿me comprende? Por ambicionar lo que no le hacía falta se ha salido de la realidad.

El paciente debía volver al pasado para encontrarse consigo mismo, con aquel Ventura Lozano elemental, sin adornos ni afectaciones, que él mismo había adulterado. Hoy no llevaba en el cerebro al Ventura niño, ni al Ventura adulto, sino al Ventura falsificado. A eso obedecía su desajuste mental. El enfermo trató de entender esa adulterción de su personalidad, y el médico le repetía que era preciso desandar los pasos equivocados.

Regresión: ese era el camino para conseguir la cura. La primera medida estaba en localizar a su mujer y proponerle la reconciliación. No fue fácil encontrarla, porque también ella había desaparecido. «Todas se han ido del pueblo», se desconsoló. La buscó durante siete días y al fin la descubrió en Bogotá, en un un suburbio del sur, donde vivía en calma total. Sus hijos no reconocieron al padre, y su mujer no aceptó volver a hacer vida marital con él.

–No es posible –anotó ella–. Es demasiado tarde.

Días después, Ventura Lozano se presentó en el instituto de los injertos y pidió que lo dejaran como antes, es decir, calvo. Sin un pelo, como era su estado natural. El perito no podía entender petición tan absurda.

–No importa: vengo a devolverle el pelo –repuso el cliente.

El técnico de los injertos trató de persuadirlo, pero Ventura le manifestó que era una decisión irrevocable.

–Cosas insólitas ocurren en este mundo de locos –murmuró el siquiatra cuando volvió Ventura Lozano a su naturaleza auténtica.

Días después, el nuevo hombre sacó del fondo del armario sus trece cachuchas olvidadas, que tanto había consentido en tiempos mejores. Estaban cubiertas de moho y dejadez. Habían transcurrido seis años desde el día en que había seguido los dictados de la moda. Las extendió en la mesa del patio, les limpió el polvo del olvido, las acarició como si fueran sus propios hijos, y en hilera las puso al sol. Escogió la de líneas verdes y azules, su preferida, que le había regalado su mujer en el último cumpleaños.

Solitario en una mesa del negocio, sacó de la camisa la caja de cerillas y se acordó de su niñez lejana. Prendió una cerilla. Luego otra. Y otra. El crepitar de la llama comenzó a remover los rescoldos sepultados en el pasado.

(Del libro Humo, 2000).

Revista La Píldora, N° 172, Cali, noviembre-diciembre/2014.

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