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Archivo para febrero, 2012

¡Pobres pensionados!

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si se hiciera realidad el proyecto del Gobierno de congelar por la vía del referendo, durante los años 2003 y 2004, las pensiones de jubilación del sector público que superan la suma de dos salarios mínimos ($618.000), se daría duro golpe a esta población. Al rebajar los derechos adquiridos y desconocer los principios de la igualdad y la justicia social, la norma se convertiría en antecedente peligroso y funesto para ejecutar en el futuro actos de igual o peor naturaleza.

Si bien debe aceptarse que para solucionar los graves desajustes financieros que registra la nación es preciso adoptar medidas severas, no resulta razonable que se lleve el rigor hasta el punto de cercenar los sufridos recursos que representa la pensión de jubilación.

En países de verdadera sensibilidad social –y Colombia está muy lejos de tener esa honrosa distinción–, la tercera edad recibe el mejor trato de las leyes tributarias y la mayor consideración de la ciudadanía. Allí esa persona goza de especiales servicios del Estado en los ramos de la salud y la vivienda y se le concede una serie de privilegios y exenciones de hondo sentido humano. Hasta para atravesar una calle, el transeúnte de la tercera edad obtiene preferencia.

Aquí es un ciudadano de tercera categoría (exceptuando a los privilegiados que gozan de las irritantes prebendas que los Gobiernos les han permitido). No es justo que el pensionado tenga que aportar para salud el 12 por ciento de su mesada, cuando antes de jubilarse sólo pagaba la tercera parte de la tarifa, y el resto el patrono. Resulta inconcebible que además se le quiera fijar una tabla de retención en la fuente.

Parece que con estos recortes se quisiera cobrar a los más débiles del sistema los descalabros ocurridos por imprevisión, tolerancia o ineptitud oficial, situación que a lo largo del tiempo ha permitido la realización de incontables delitos contra el fisco, abusos y excesos inauditos (como ocurre con los regímenes especiales y las pensiones exorbitantes).

Hoy, cuando el mal hizo crisis, se acude a métodos desenfocados como el que se pretende implantar. Teniendo en cuenta el desacierto de esta fórmula discriminatoria, cabe esperar que se le declare inconstitucional por violar el principio de la igualdad y disminuir la capacidad adquisitiva. En el anterior Gobierno, cuando el ministro de Hacienda decretó la congelación de los salarios estatales, la Corte Constitucional hizo revocar dicha medida por infringir los derechos antes señalados.

Por vía de ejemplo, y suponiendo una inflación del 6 por ciento para cada uno de los años a que se refiere el proyecto, veamos lo que sucedería con una pensión de $618 mil (que aumenta con el índice de la inflación), y otra de $ 619 mil (que permanece congelada). La mínima diferencia de mil pesos, que beneficia al primer caso y perjudica al segundo, permite que la pensión inferior le tome buena distancia a la mayor, sin modo de corregir este adefesio en el futuro, ya que el incremento perdido se vuelve irrecuperable.

En esta hipótesis, la pensión menor sube a $694 mil en el segundo año, lo que determina una ventaja de $75 mil sobre la que era superior. Y como la pensión castigada se reduce mucho más con el deterioro monetario, su capacidad adquisitiva en moneda del año 2004 (aplicado el 12 por ciento de inflación) no será de $619 mil sino de $545 mil.

La cuota tributaria de esta pensión –o sea, lo que dejará de percibir– representa en los dos años $891 mil (casi mesada y media), cifra con la que el ciudadano discriminado remediaría no pocos apremios económicos. Si cada persona excluida del aumento hace su propia cuenta, sabrá cuál sería su sacrificio y de qué manera disminuiría el modesto nivel económico que había alcanzado luego de largos años de servicio público.

No es justo ni sensato el propósito de remediar penurias fiscales recortando los derechos adquiridos. Las numerosas cuotas impositivas con las que se busca taponar la crisis financiera, y que mantienen a los colombianos en estado de perturbación, con el consiguiente desafecto que crece hacia el Gobierno y los legisladores, no pueden llegar hasta el extremo del despojo, vocablo apropiado para calificar la merma pensional que trata de cometerse contra indefensos ciudadanos.

El Espectador, Bogotá, 16-I-2003.

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Nueva etapa de El Espectador

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Independencia y equilibrio: con estas palabras sintetiza el nuevo director de El Espectador, Ricardo Santamaría, lo que será su desempeño al frente del periódico. El profesionalismo y entusiasmo que lo acompañan, al igual que los claros objetivos que se traza al asumir su delicada tarea, permiten esperar que la nueva etapa de este «periódico centenario con mentalidad joven» –como lo llama– será exitosa.

El editorial del primero de este mes, donde el doctor Santamaría anuncia su llegada a la casa ancestral, está escrito con «independencia y equilibrio», según se desprende de los enfoques certeros con que analiza la accidentada vida de El Espectador, y de los firmes criterios con que desempeñará el reto que ha aceptado.

Entendida dicha responsabilidad como una función de interés público, hecho que se deriva de la respetable tradición que exhibe el periódico, trabajar en él, y sobre todo dirigirlo, significa servirle al país desde esta el triibuna de amplia audiencia nacional y de nítida estirpe republicana. En el pasado reciente, por causas bien conocidas, el diario entró en período crítico, que impuso el severo ajuste de cifras y la planeación de nuevas estrategias, lo que determinó que la edición escrita saliera sólo los domingos, y que el resto de la semana se difundiera por internet, sistema que cual cada día aumenta más el número de visitantes, tanto en Colombia como en el exterior.

El éxito de esta operación ha sido ostensible: la edición dominical duplicó los lectores en el último año, hasta coronar la cifra récord de 823.800 personas –resultado que hay que reconocerle al editor general y director encargado, Fidel Cano Correa, lo mismo que a su equipo de colaboradores–. El estado financiero se encuentra en franco camino de recuperación, que permitirá en un futuro no muy lejano, como es la meta del director entrante, que el periódico vuelva a ser diario.

Salvadas las cifras, El Espectador puede cantar victoria sobre sus reveses pasados. Si en algún momento llegó a pensarse que iba a desaparecer, este peligro ha quedado conjurado. En toda ocasión, incluso en las crisis más agudas que ha tenido que sortear –tanto en el orden económico como en los cruciales atentados y en las aleves persecuciones de que ha sido objeto a lo largo de su historia–, siempre ha protegido los mandatos tutelares que justificaron y explican su existencia: libertad de pensamiento, defensa de los derechos humanos, lucha contra los abusos públicos, la deshonestidad y la corrupción.

La independencia no se conseguiría si los dueños de la publicación la coartan.  Por fortuna, el Grupo Bavaria ha mantenido la sana política de no interferir el manejo libre, por parte de los directores, de las políticas editoriales. Desde luego, no podría lograrse la sanidad financiera, que hace imposible la vida de las empresas, sin el acertado ejercicio económico y administrativo. El equilibrio de que habla el doctor Santamaría puede entenderse en dos sentidos: en la correcta disposición de las cifras (campo del directo resorte gerencial) y en la mesura y reflexión, no carentes de claridad y firmeza, con que él se propone actuar en el terreno periodístico.

Al decir que en su actuación no habrá gobiernismo ni antigobiernismo, sino sólo periodismo, apuntala una de las columnas vertebrales de El Espectador, y con esa manifestación le da mayor solidez al propósito de independencia –¡qué importante acentuar esta palabra!– que regirá su labor directiva.

El anuncio de un periodismo constructivo y al mismo tiempo de denuncia, «que se ocupará de esa Colombia mayoritaria e innovadora que aguanta y empuja, que no pierde la esperanza, que supera dificultades», reitera el espíritu de lucha contra los desafueros y los vicios públicos, norma que ha distinguido a la ilustre casa periodística.

Celebro, como viejo columnista del periódico, la afirmación de los principios éticos y morales que invoca y refrenda el nuevo director, los que han hecho cosible el sacrificado y victorioso itinerario de la idea patriótica que hace 115 años forjó en Medellín don Fidel Cano, visionario y maestro –con alma de quijote y redentor– del mejor periodismo colombiano.

El Espectador, Bogotá, 12-XII-2002

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¡Cuidado con los parecidos!

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Javier Enrique Carvajalino se vinculó hace quince años a la Personería de Bogotá, donde ha cumplido desempeño ejemplar, según lo certifican sus compañeros de trabajo. Sin embargo, una madrugada fue allanada su vivienda por varios hombres de los cuerpos secretos, que le seguían los pasos por presuntos nexos con la guerrilla. Por eso se lo llevaron, ante la perplejidad de su esposa y ante su propio estupor, y lo encerraron en una mazmorra.

Carvajalino no acertaba a explicarse qué sucedía. Más tarde lo presentaron ante la prensa como peligroso terrorista. El país se enteró de que buscaba estrellar un avión contra la Casa de Nariño o el edificio del Congreso.

Quedó detenido en las instalaciones del DAS y luego fue conducido a La Picota y vigilado en el pabellón de alta seguridad. A la postre, lo declararon inocente. Su único ‘delito’ era ser hermano del guerrillero ‘Andrés París’, a quien se acusa de planear un ataque aéreo contra el Palacio de Nariño. Para los sabuesos del DAS, los lazos de la sangre fueron determinantes para su arresto. A los cuatro meses lo soltaron, cuando ya su honra estaba lesionada.

Hernando Ovidio Villota lleva trabajando cerca de veinte años en la Fiscalía 11 de Pasto, con limpia hoja de vida. De repente, un avión de la FAC, lleno de investigadores, aterrizó en el aeropuerto local en busca de un delincuente camuflado en aquella fiscalía. El nombre de Ovidio se mencionaba en las conversaciones telefónicas interceptadas por la Dijín como el elemento que dirigía una banda de narcotraficantes y vendía informes secretos del despacho judicial.

Como en el caso anterior, los uniformados irrumpieron a altas horas de la madrugada en la residencia de Villota, lo maniataron y se lo llevaron en un avión para Bogotá, donde lo presentaron en rueda de prensa junto con otros veinte sospechosos de pertenecer a la banda antisocial. El presunto jefe de ella fue sometido a medidas extremas de seguridad –y de atropello y vejación–, mientras la gente de Pasto no salía del asombro. Días después fue dejado en libertad: se había tratado de una equivocación, ya que en la nómina de la Fiscalía había otro Ovidio (Ofir Ovidio), y éste era el verdadero delincuente.

Julio Gómez Sánchez, que años atrás había viajado por varios países europeos y que residió en Francfort entre 1995 y 1998, se vio rodeado de varios hombres armados a su descenso de un bus de Transmilenio, y fue conducido a una instalación militar. No había duda: se trataba del mismo Ricardo Palmera, conocido como ‘Simón Trinidad’ en los cuadros directivos de las Farc. Gómez, que ignoraba por qué era detenido, y a quien practicaban humillantes pruebas judiciales y sometían a toda clase de preguntas torturantes, no lograba defenderse en medio de la tormenta que se le vino encima.

Le tomaron infinidad de fotografías, en todas las poses y perfiles, unas veces con gafas, otras con gorros y hasta con bigotes ficticios, y siempre aparecía ‘José Trinidad’: su misma estatura, su misma mirada, su misma calvicie. La cicatriz en la pierna derecha, a pesar de que él manifestaba que era una mordedura de perro, para los investigadores era la misma cicatriz de bala del guerrillero.

Los cuerpos secretos sabían más: los desplazamientos a Alemania coincidían con los viajes del subversivo al mismo país, en iguales fechas. Las visitas de Gómez al Instituto de Cancerología para que le trataran un tumor en el ojo, eran otra prueba fehaciente: el miembro de las Farc también sufre de cáncer y ha recibido cuidado médico para la misma enfermedad. Cuando el inculpado supo que estaba detenido por ser ‘José Trinidad’, se horrorizó. Adujo todos los argumentos posibles, pero no le creyeron. Si no es por la prueba del ADN, que demostró que no tenía nada de terrorista, lo hubieran extraditado a Estados Unidos. Pero el mal ya estaba hecho.

El calvario que durante varios meses sufrió Gómez en calabozos militares, le laceró el alma y la mente. Al salir del batallón, proliferaron en el barrio las bromas y las amenazas. Tuvo que entregar el inmueble arrendado, porque el dueño quería evitarse problemas. De ahí en adelante le nació una angustia vivencial derivada del temor crónico a ser confundido otra vez con el guerrillero. Ante lo cual, el camino no era otro que abandonar el país, víctima de graves daños morales y hondas perturbaciones síquicas.

Juzguen los lectores por estos casos, que se suman a otros muchos que han ocurrido por la errada administración de la justicia (entre ellos, el del ciudadano inocente que murió de pena moral luego de pagar varios años de cárcel como presunto asesino de Galán), los desastres, a veces incurables, que se causan cuando a un ciudadano honorable lo confunden con un malhechor. Riesgo que con mayor facilidad puede presentarse en las actuales operaciones de allanamientos, dentro del estado de conmoción interior.

El Espectador, Bogotá, 5-XII-2002.

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El dolor de Otto

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Todos los libros de Otto Morales Benítez están dedicados a su esposa. Desde que hace treinta años inicié cordial amistad con el ilustre escritor caldense, y a partir de entonces comencé a recibir sus numerosas obras, me ha causado admiración el hallar siempre estas palabras rituales, inscritas como apertura invariable de sus trabajos: «A Livia». Son como dos signos cabalísticos, a los que Otto no tenía que agregar nada, porque lo decían todo. Este homenaje constante indica que Livia ha sido única en su existencia y por eso se convirtió en la eterna compañera, en la amada ideal, en la entrañable confidente de todas sus horas, de todas sus alegrías, penas e ilusiones.

Ante la partida súbita del ángel protector, el esposo afligido siente que el destino incomprensible le ha roto el alma y nublado el espíritu. Este roble del vigor y exquisito caballero de la carcajada homérica sufre hoy la ausencia cruel que nunca alcanzó a imaginar cercana. Su dolor es tanto más intenso cuanto más sólida era la unión conyugal. En un instante, al igual que en los turbios temporales, se estremecieron cincuenta y seis años de matrimonio feliz, donde nunca existió una sombra, ni la menor discordia, ni la más leve indecisión para conjugar la vida con elevadas miras y firmes empeños.

Livia prefirió la vida silenciosa a la figuración social. Pocas veces se le veía en actos públicos, sobre todo después de la muerte de su hijo Daniel, fallecido en París a la temprana edad de 23 años. Y siempre, desde la intimidad del hogar, fue solidaria con su esposo, lo mismo en los episodios estelares que en los momentos adversos del político, del estadista y del escritor.

Era su orientadora discreta, su culta consejera y su aliada inmejorable. Como poseía erudición y sensibilidad artística, además de fino olfato para captar la conducta humana, una sutil sugerencia suya era suficiente para señalar el camino preciso que resolvía un asunto enredado. Otras veces lo hacía para pulir la frase oscura y darle brillantez al pensamiento. El escritor era Otto, y Livia, su guía amorosa.

Pero llegó la parca inexorable y todo lo desestabilizó. La risa exuberante que ha resonado en el país entero y que transmite a la gente optimismo y vitalidad –tan necesarios en estos momentos de postración nacional–, se volvió triste. El lampo del infortunio, cuando todo sonreía, trajo turbación a esta noble familia, tan comprometida con las causas grandes de la nación. Los hijos y los nietos,  los mayores depositarios de la semilla fecunda, ya figuran en la sociedad como miembros de la estirpe hidalga que ha sobresalido por sus virtudes morales y su comportamiento ciudadano.

El dolor de Otto toca la propia sensibilidad del país. Protagonista de no pocos sucesos de la vida pública, ha sido desvelado trabajador de las causas sociales y culturales. Su obra literaria, política e histórica –que se acerca al centenar de volúmenes– abarca sobresalientes temas de la vida colombiana en buena parte del siglo XX. Sus tesis sobre el mestizaje y el espíritu nacionalista, que hacen resaltar lo regional y lo auténtico de nuestra idiosincrasia, han merecido las mayores consideraciones y lo consagran como uno de los autores más versados en estas materias.

Cuando al hombre bueno y al distinguido amigo lo hiere la adversidad, sentimos su angustia como si fuera propia. Es cierto que en el dolor se purifican las almas, pero mientras se supera la prueba –como tiene que ocurrir en toda desgarradura humana–, el corazón sangra. En el dolor el ser humano se vuelve más sensible, y al mismo tiempo su fibra espiritual se hace más resistente.

La tierra sufre con el arado que perfora sus entrañas, pero luego se recupera y produce frutos. Para entender y compartir la pena de Otto, viene al caso la frase de Benavente: «Mi corazón sólo sabe elevar a los dioses esta plegaria de amor infinito, la más hermosa de nuestra religión: ‘Dios de los dioses, evitad el dolor a cuanto existe».

El Espectador, Bogotá, 28-XI-2002

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Puente Pinzón

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace nueve meses la guerrilla, que desde años atrás siembra el terror en la zona que rodea la Sierra Nevada de El Cocuy, dinamitó el puente Pinzón, situado a pocos kilómetros de Soatá, capital de la provincia del Norte de Boyacá. Este desplazamiento guerrillero, con los conocidos sistemas de destrucción de la estructura vial, energética y de comunicaciones del país, indica los aviesos propósitos de bloquear el desarrollo de la vida comunitaria en lugares apartados.

La voladura de este puente, vital para el transporte humano y de los productos agrícolas, ha representado, durante los largos meses de lentitud oficial que han transcurrido sin restablecerse el tránsito, un desastre para los municipios afectados. Mientras tanto, aquella vasta geografía, que además tuvo que sufrir la incomunicación telefónica a raíz de los atentados contra las torres repetidoras de la región, vive momentos críticos de orfandad y miseria.

Las continuas amenazas de la guerrilla, por una parte, y la falta de garantías para la locomoción y el mercadeo de los productos regionales, por la otra, desencadenan una terrible situación de desespero y tragedia.

El punto vial más importante de aquella zona es Puente Pinzón, sitio histórico de Soatá, erigido hace más de cincuenta años en honor del general Próspero Pinzón, fiero combatiente de las contiendas bélicas del siglo XIX, que ocupó destacadas posiciones oficiales, como la de gobernador de Boyacá y de Cundinamarca, consejero de Estado y tesorero general de la Nación. El general no nació en Boyacá, pero desde muy niño fue trasladado a La Uvita –uno de los municipios atacados hoy por las fuerzas diabólicas–, donde hizo sus primeras letras. Y estuvo muy vinculado al departamento. Era oriundo del antiguo caserío cundinamarqués conocido con el nombre de Hatoviejo, que pasaría a ser el actual municipio de Villapinzón, bautizado así como homenaje a su hijo ilustre.

Puente Pinzón ha sido la mayor referencia turística de Soatá después de sus famosos dátiles. Está situado a ocho kilómetros de la población y hacia él se desplazaban las familias para gozar de los espléndidos paisajes de la hoya del Chicamocha y saborear los apetitosos platos de cabro, comida típica de la región. A tan corta distancia, la temperatura sube ocho y más grados en cercanías del río, donde se disfruta de grato ambiente.

Este paraje tropical, construido en tanto tiempo y con tan esperanzado empeño, se vino al suelo por la arremetida de la subversión. Fue suficiente un minuto de locura para arrasar con años de ilusiones. La imagen del general Próspero Pinzón fue destrozada por la dinamita. Los terroristas, que nunca prestan la cara, huyeron entre sombras, como ratas montaraces.

Y por allí deambulan como amos y señores de las tierras despojadas, sembrando el terror en la comarca, destruyendo pueblos y veredas, derrumbando puentes y redes de comunicación. Como los campesinos no pueden ya cardar en los campos abiertos las frazadas que les hacían ganar unos pesos para subsistir, porque se las roban los facinerosos, ahora deben hacerlo con sigilo, en la oscuridad de sus ranchos, con precarios medios de manufactura.

El tránsito por el Chicamocha no está interrumpido por completo. Volvió a ponerse en uso la tarabita, antiguo sistema para movilizar personas o cargas por medio de una cuerda gruesa o un cable de acero tendidos de una orilla a la otra. Estamos de regreso a las épocas primitivas.

El propósito de los moradores es no dejarse derrotar por el pánico, pero las penalidades son infinitas. Aquellos pueblos abatidos, que desde mucho tiempo atrás viven el empobrecimiento de sus tierras y vegetan como parias por causa de la desprotección oficial, están acorralados por la guerrilla y languidecen en medio de la angustia y la desesperanza.

Puente Pinzón, sitio antes floreciente y ahora destruido; pedazo de geografía patria a donde no llega la acción reparadora de las autoridades; lugar de recreo y labranzas, desfigurado por la barbarie, es un símbolo nacional que representa al país olvidado, a la provincia perdida que no logra encontrar el horizonte.

El Espectador, Bogotá, 21-XI-2002.

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