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Archivo para febrero, 2012

Fortaleza ante el dolor

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Extraordinario ejemplo de valor y serenidad dio María Zulema Vélez ante la muerte trágica de su esposo, Juan Luis Londoño, ministro de Protección Social. El país presenció por televisión las imágenes que mostraban el reposado ambiente hogareño durante los días de la desaparición de la avioneta, y admiró el porte y el equilibrio admirables con que la distinguida dama, al igual que sus hijos y toda la familia, manejaron la tensión del hogar y su propia angustia, frente a la agobiante probabilidad del desastre aéreo. Cuando se conoció la noticia fatal, la esposa del ministro salió de su residencia, en forma espontánea, para contestar las preguntas de la prensa y agradecer los gestos de solidaridad de los colombianos.

En medio del dolor que la conmovía, la vimos y oímos ante las cámaras de televisión con rostro dulce y lenguaje sosegado. El llanto lo cambió por palabras gratas ante la suerte del matrimonio feliz que había tenido, y de exaltación del gran promotor de las principales reformas sociales realizadas en los últimos años:

“Yo soy una mujer extremadamente afortunada porque tuve la oportunidad de vivir con el hombre más maravilloso. La solidaridad que he tenido de parte del pueblo colombiano me enternece; me llena de alegría el saber que el paso de Juan Luis no fue en vano».

Ni su semblante ni sus palabras eran de tristeza, y acaso pudiera pensarse que nada siniestro había ocurrido. Ni una lágrima, ni un lamento, ni la voz quebrada por la emoción, ni la menor inconformidad con el destino cruel se manifestaron en esos instantes de suprema congoja.

Por el contrario, con sutil sonrisa –la misma sonrisa mágica con que el ministro encaraba todos los retos y nunca se dejó ganar por los contratiempos– María Zulema transmitió un mensaje de paz y optimismo, de energía moral, de afirmación de los valores, de confianza en el país y de aplauso a los buenos ciudadanos. La que debía estar más afligida, y sin duda lo estaba en la intimidad de su alma, mostraba ánimos para seguir trabajando por Colombia. Difícil encontrar mayor aplomo y lucidez en momentos de tanto desasosiego interior.

Mientras la mayoría de las viudas se silencian y se dejan abatir por la pena, María Zulema mantuvo el control absoluto de sus sentimientos y de su mente. Sus palabras cálidas por la radio y la televisión, lo mismo que su sorprendente compostura en los funerales, levantan el ánimo nacional en esta época de infortunio y luto que gravita sobre la vida colombiana. Su actitud fortificante le dice al país que, a pesar de la racha de terrorismo y de reveses continuos que sacuden la paz pública, no podemos detenernos ni rasgar las vestiduras.

Ministro estrella del actual gobierno, Juan Luis Londoño fue quien más avances populares había logrado. Su simpatía y poder de convicción le hicieron ganar reñidas batallas parlamentarias, en las que se pusieron en marcha los resortes para la generación de empleo, el nuevo régimen pensional y la ampliación de la cobertura de salud. Duele que la muerte súbita deje trunca esta brillante carrera de servicios al país, en el mejor momento de su producción. Pero tenemos que resignarnos ante los azares de la vida.

El ex ministro Luis Fernando Ramírez, quien junto con él sacó adelante la ley 100 de 1993, lo define de manera perfecta: «Era una combinación bonita del cerebro educado en Harvard, con el corazón de un niño». Talento excepcional: así se le califica en el campo académico y en las esferas oficiales.

Quienes más cerca estuvieron de él destacan los principales rasgos de su personalidad: risueño, informal, acelerado, creativo, trabajador incansable, luchador obstinado, alma sensible ante la suerte de los humildes.

Su carácter tiene ahora cabal prolongación en María Zulema, su privilegiada compañera de 22 años de unión matrimonial, y en Daniela, Juliana y Juan Felipe, sus hijos promisorios. El inmenso vacío que deja su ausencia lo llenará el recuerdo del ser prodigioso que sembró en los suyos la parábola del amor y la ternura. Al país le entregó el esfuerzo del trabajo creador y la esperanza de la solidaridad social.

A la viuda valerosa sólo se le vio enjugar una lágrima furtiva cuando salió a recibir el féretro en la cámara ardiente del Capitolio Nacional. No ignora ella que la muerte es parte de la vida y que Dios está por encima de la desesperación. Estas son palabras suyas de honda sabiduría: “Uno puede ver el vaso medio lleno o medio vacío. Pero yo siempre trato de verlo medio lleno». Con esta clara actitud ante la vida, le dice al país: Hay que seguir viviendo. Hay que ayudar a Colombia. Hay que enarbolar las banderas sociales de Juan Luis Londoño.

El Espectador, Bogotá, 20-II-2003.

El rastro de “Contraescape”

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En diciembre de 1970 iniciaba Enrique Santos Calderón en El Tiempo, desde su columna Contraescape, el análisis crítico y ponderado de los grandes temas colombianos, espacio que interrumpió en mayo de 1999 al entrar a ejercer la codirección del periódico, por considerar que «no suspender esta columna me plantearía una dualidad inmanejable». Esta decisión respetable, y lamentada por sus lectores, significó la pérdida de la mejor tribuna de opinión que ha tenido Colombia en los últimos tiempos.

Durante casi tres décadas, Santos Calderón, con mente aguda y pluma ágil y diserta, se convirtió en memorialista certero del convulsionado y al mismo tiempo floreciente tramo de la vida colombiana, en el que ocurrieron grandes perturbaciones sociales y se presentaron sonados sucesos en los campos de la ciencia, las letras y la cultura.

Los escritos elaborados en esta tarea periodística dibujan, mejor que muchos textos doctorales y farragosos de nuestra historia, el perfil de este país que camina entre la adversidad, la paciencia y la desesperanza, por lo general con el ánimo contrito, pero con la fe puesta en un futuro mejor, que año por año vemos que no llega.

Contraescape auscultaba el conflicto narcoguerrillero, las tensiones sociales o la violencia infernal, lo mismo que enaltecía el avance de las letras y los méritos personales, o magnificaba el hecho simple en amena crónica. Recogió el palpitar del mundo en episodios conflictivos, como la revuelta de Chile o la guerra de Vietnam, y sociológicos, como el surgimiento de John Lennon, el significado de los Beatles o la magia negra en Haití, con el telón de fondo de la pobreza, el analfabetismo y la dictadura rampantes en dicho país.

Las columnas de Santos Calderón fueron ejemplo de concisión y equilibrio. Su escritura ha sido elocuente, clara y jugosa. Y deja qué pensar. El periodista estrella de El Tiempo, en otra época militante aguerrido de ideas de izquierda (de lo que dio muestra en la revista Alternativa, entre los años 1974 y 1980), enseña a sus colegas de la prensa el arte de expresar más pensamientos con ahorro de palabras innecesarias.

Esta selección de Contraescape, que se recoge en el libro Fiestas y funerales, pone de presente que la nota rápida, cuando se confecciona con hondura, no muere en las corrientes fugaces de cada día. La diferencia entre el columnista intrascendente y el escritor profesional consiste en que el uno escribe para el momento efímero y el otro para la posteridad. Es cuestión de estilo, marca de calidad, y ya se sabe que el estilo es el hombre.

Santos Calderón es no sólo uno de los periodistas que mejor interpretan el desarrollo social y político del país, sino uno de los colombianos más versados en guerrillas (fue miembro de la Comisión de Paz en 1984), lo mismo que en los fenómenos de la violencia y la droga. Leyendo sus escritos de épocas lejanas, se llega a la conclusión de que todo sigue igual: continúa la guerra sucia, con sus métodos siniestros del secuestro, la extorsión, la dinamita y los genocidios.  Siguen los asesinatos de políticos, periodistas y ciudadanos comunes. Fuera de analizar estos hechos de compleja solución, formula serios planteamientos y lanza severas acusaciones, como si escribiera para los días actuales. En tanto tiempo, nada ha cambiado y el país está peor.

Cuando en 1984 asesinaron a Rodrigo Lara, en 1986 a Guillermo Cano y en 1989 a Luis Carlos Galán, su fibra de periodista y de colombiano se estremeció ante la comprobación de que vivimos en un país de cafres, como lo dijo Darío Echandía. Cuando su dolor de patria llegó al máximo grado de tolerancia, manifestó que por primera vez se sentía avergonzado de ser colombiano. Tremendo testimonio el que traslada de sus notas de ayer a la actualidad de hoy, para volverlas evidencias lacerantes del momento aciago que vivimos.

Esta es la Colombia enferma que no se ha recuperado en largos años de agonía, y que en 1985 hizo exclamar al periodista: «En un país con una violencia política endémica, la paz no se logra de la noche a la mañana, ni tampoco las reformas que no se han hecho en cincuenta años de historia». En estos 18 años nada ha cambiado. Todo continúa en crisis. Con estas crónicas se mide la dura realidad colombiana, la de ayer y la de hoy. La de siempre.

En el lado ameno del libro están los enfoques sobre grandes figuras literarias y públicas: el glorioso Gabo, el disidente Gerardo Molina, el prócer Luis Carlos Galán, el polemista López Michelsen, el carismático Álvaro Cepeda… Y se recrean temas novedosos como la visita deslumbrada a Disney World, el viaje al corazón de la ballena jorobada, el vicio del cigarrillo, el aprendizaje del trago, material salpicado con humor y amenidad, a lo Luis Tejada.

Dice que aspira a no perpetuarse en la dirección de El Tiempo, compromiso que le ha hecho perder su identidad ante el público: «Un día no muy lejano quisiera resucitar mi columna y escribir otras cosas menos pegadas de calientes coyunturas periodísticas». No creo que sea bueno su retiro de la dirección del periódico. Sé que al diario le hace falta Contraescape, espacio manejado con independencia, altura conceptual y gran estilo.

El Espectador, Bogotá, 13-II-2003.

* * *

Comentario:

Me encantó este artículo. Estoy de acuerdo con lo referente a que el país no ha cambiado. Por estas tierras también hay muchos que se han avergonzado de ser colombianos. Uno no debe avergonzarse de la tierra. Que se  avergüence de los corruptos, incluso de los de cuello blanco. La verdad es que en vez de vergüenza siento un dolor inmenso. Estoy leyendo Crónicas de la vida bandolera y allí faltaron todos los vendepatrias, los falsarios, los judas y traidores. Habría que escribir otro volumen e incluir a estos miserables que bajo grandes y medianos apellidos han, como decía Lleras,»descuadernado el país». Qué dolor, salí de Colombia hace casi 15 años y hoy todo es peor. Tengo varios colegas amenazados de muerte. Todo sigue igual. Colombia Páez (periodista colombiana), Miami.

 

 

 

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Los ausentes

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Comienza otro año con miles de hogares destrozados por la ausencia de sus seres queridos. Muchas de esas personas murieron en manos de la guerrilla, y sobre otras nunca se ha sabido, ni se sabrá, si están vivas o muertas. Desde 1997 han sido secuestrados 17.000 colombianos, lo que representa un promedio de 2.800 por año, 300 niños entre ellos. Entre los años 2001 y 2002 las estadísticas muestran que no existió ninguna variación notoria: durante 2002 se reportaron 2.986 plagiados. Hoy siguen en cautiverio alrededor de 2.000 personas, algunas con más de cinco años de esclavitud. Estas tragedias fantasmales hacen helar la sangre y estremecer el corazón.

El drama del secuestro toca la fibra más sensible del país. Se le considera, junto con el problema de los desplazados, la calamidad más grave del continente. Nunca podrá comprenderse la absoluta falta de sensibilidad humana de los autores de esta barbarie, que los sitúa en el nivel de las fieras. Aunque no: las fieras matan de una dentellada, pero no torturan. No tienen hígados para tanto. En cambio, los monstruos contemporáneos se complacen con la crueldad y se sacian con el dolor ajeno.

Hace ocho meses no se reciben pruebas de supervivencia de Íngrid Betancourt. De todos los políticos secuestrados, es ella la que más campañas ha librado por la suerte de los desprotegidos. Su libro La rabia en el corazón es la denuncia más valiente que se haya producido en los últimos tiempos contra la corrupción política y la injusticia social. ¿Por qué, entonces, la tienen secuestrada? ¿No dicen los insurgentes que ellos luchan por las causas populares? Su esposo le dice en un mensaje por la prensa: «Yo sé que ahora estás en un horno muy caliente y que las otras dificultades por las que hemos pasado no son nada comparadas con eso que estás viviendo».

El cabo Carlos Marín es uno de los 22 militares que continúan secuestrados después de 54 meses de cautiverio. No conoce a sus hijos gemelos, y ellos comienzan a entender y sufrir el drama. Serán con el tiempo, sin duda, seres lesionados por la guerra. Guerra fratricida que está engendrando las almas desadaptadas del mañana. Lo único que se sabe de Teresa Castellanos de Figueroa, que fue sacada de un hotel de Valledupar hace año y medio, y que padecía de artritis severa, es que ha perdido 30 kilos y se mantiene con los pies ampollados por causa de sus constantes desplazamientos por el monte.

Carmenza pasó la segunda Navidad esperando el regreso de su esposo y de su hija Natalia, de 17 años, secuestrados hace año y medio. Dacheira Cifuentes hace dos años que no ve a sus abuelos en poder de la guerrilla, y esperaba tenerlos en casa en la Navidad pasada. Como esto no ocurrió, la esperanza se trasladó para este año… «Completamos –dice Héctor Angulo– 983 días sin tener una sola prueba de supervivencia de mis padres, retenidos por las Farc desde el 19 de abril de 2000».

Similar tiempo de retención lleva el senador Luis Eladio Pérez. Seis meses después del secuestro, en diciembre de 2000, su esposa recibió de él la última carta. Sufría serios problemas de salud y su familia ignora qué había podido ocurrirle en tanto tiempo sin atención médica. Como él, son más de veinte los políticos en poder de la subversión.

Entre ellos están el gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, y Guillermo Echeverry, ex ministro de Defensa, retenidos en abril del año pasado; Fernando Araújo, ex ministro de Desarrollo, en diciembre de 2000; Ancízar López, ex gobernador del Quindío, el 11 de abril de 2002; Jorge Eduardo Gechem, hace un año, sobre quien no se ha recibido una sola señal de vida.

En algunos casos de políticos no ha faltado la información. Quizá sus captores son más humanos (corrijo: menos perversos) y han permitido las despiadadas pruebas de supervivencia. Esto ocurre en relación con Óscar Tulio Lizcano, ex congresista secuestrado en Riosucio hace dos años y medio, quien en carta a su familia manifiesta que «ha pasado hasta ocho meses sin que nadie le hable, ha sufrido leshmaniasis, paludismo y graves infecciones intestinales, sin tratamiento médico».

Esta Colombia martirizada que agoniza con cada uno de los secuestros que se perpetran a lo largo y lo ancho del territorio, sin que las autoridades sean capaces de reprimir tanto salvajismo y tanta impunidad, es el infierno que desde años atrás vivimos con horror y que les vamos a dejar a nuestros hijos. A los colombianos de esta era nos correspondió el peor país de todos los tiempos. El holocausto de Hitler era racial. El nuestro es de exterminio absoluto de la condición humana y la dignidad del hombre, sea éste blanco o negro, rico o pobre, intelectual o ignorante.

¡Cinco y más años de cautiverio en el monte! ¿Se sabe lo que esto significa para el secuestrado, su familia, el país entero? Ha vuelto a hablarse en estos días del intercambio humanitario, figura que, ante la impotencia del Gobierno para liberar a las víctimas, debe adoptarse como fórmula salvadora de tanta desgracia humana.

El Espectador, Bogotá, 6-II-2003.

Conmoción ante el secuestro

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El rico, el pobre, el anciano, el niño, el político, el ministro, el alcalde, el policía, el estudiante, el sacerdote, el comerciante, el ama de casa, el ciudadano común, todos en Colombia somos secuestrables. Más aún: somos ciudadanos de desecho. Se secuestra lo mismo al gobernador de Antioquia, al ex ministro de Defensa y a la candidata presidencial, que al humilde campesino, al chofer asalariado y al desprevenido transeúnte de la carretera.

Quien caiga en la trampa, posea o no capacidad económica, es materia de comercio. En Colombia hay dos desaparecidos diarios, de todas las edades y todas condiciones sociales. Nadie vive en paz, porque la inseguridad se adueñó hace mucho tiempo de la vida cotidiana.

Esto parece una feria pecuaria, donde la mejor res es la que tiene mayor precio, pero a todas se les puede sacar alguna utilidad. Explotar el dolor es negocio rentable. Y negociar la vida, por más indigno y degradante que sea, suele ser la única manera para sobrevivir. Así se estimula la industria del secuestro, cuando lo que se busca es terminarla. Por las carreteras, que ahora trata de recuperar el presidente Uribe, se transita  con miedo. Por las calles urbanas, con pavor. El pánico se apoderó de la vida nacional. En cualquier vuelta del camino puede aparecer el lobo.

En ciudades y pueblos se vive expuesto al zarpazo sorpresivo, a la explosión o la bala. Si se mata por cualquier cosa, también se secuestra por cualquier cosa. La vida no vale nada. Es tanta la proliferación de este delito, que hasta los familiares se olvidan del pariente en desgracia. En las poblaciones se pierde la memoria de las personas retenidas, y a veces muertas en el paraje menos pensado. En alguna forma, nos hemos embrutecido.

El Tiempo publica todas las semanas una lista de los desaparecidos, recientes y antiguos (y muertos, por qué no), con las fotos de las víctimas y la narración de las circunstancias que rodearon el suceso, para que la gente ayude a localizarlas. Esto parece el muro de la infamia.

Sobre Ancízar López, ex gobernador del Quindío y ex presidente del Senado, no se ha vuelto a saber nada, si es que alguna vez se supo algo cierto en el largo tiempo que lleva secuestrado. El padre Gabriel Arias, destacado miembro del clero quindiano, salió por los caminos azarosos a negociar con los plagiarios la libertad del otrora poderoso cacique de la región, y lo mataron. Nadie sabe si quienes retienen al político y hacendado (o ya lo mataron) son guerrilleros o delincuentes comunes.

Tal vez el único que lo sabía era el intrépido mediador eclesiástico, y por eso lo silenciaron: para que no hablara. La vida no vale nada: ni para el preso en la espesura del monte, ni para el que va a liberarlo.

¿Hasta qué extremo hemos llegado? ¿Qué maldición cayó sobre el suelo de Colombia? ¿Por qué esta desgracia apocalíptica? ¿Cómo aceptar tanta muerte y tanta impunidad? Pero hay que admitir que llegó un Presidente valeroso, dispuesto a jugársela toda, a emplear las armas legales y el imperio de la autoridad, y a quien no le tiemblan la mano ni el espíritu para garantizar la vida, honra y bienes de los ciudadanos. El país respira ante esta luz de esperanza, pero sabe que falta mucho camino por recorrer para alcanzar la paz. ¿Podrá esperarse que los subversivos comprendan que deben ponerle término a su acción demencial?

En estos días ha vuelto a hablarse de la ley de canje como medio para que cesen los ataques guerrilleros. Es fórmula controvertida y peligrosa, porque perpetuaría el secuestro. Podría intentarse con fines humanitarios y por una sola vez, sobre la base de que no se permita la libertad de delincuentes condenados por delitos de lesa humanidad. Las armas enfrentadas no lograrán nunca la paz. Cuando de por medio hay problemas sociales y aparentes conflictos insalvables en las dos partes, las vías de la solución las da el diálogo.

Diálogo que se agotó en el pasado gobierno y que ojalá volviera a abrirse en el actual, si la guerrilla acepta las condiciones que fija el Presidente. De no ser así, seguiremos en guerra. Seguirán los secuestros y las asonadas. Ojalá algún día, con el concurso patriótico de todos, llegara a desterrarse el concepto de que la vida no vale nada, y pudiéramos decir: ¡Vale la pena vivir en Colombia!

El Espectador, Bogotá, 30-I-2003.

El azote del hambre

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El hambre se volvió apocalíptica. Los estragos que produce en el mundo son superiores a los ocasionados por la epidemia de la peste negra, que entre mediados del siglo XIV y comienzos del XV, y sobre todos entre los años 1347 y 1351, sacrificó la tercera parte de la población de Europa Occidental. En varias ciudades quedaron testimonios sobre esta hecatombe terrífica. Thomas Mann, en su novela La muerte en Venecia, pinta el drama con abrumadora nitidez, como para que la humanidad aprenda a meditar sobre las grandes catástrofes.

Pero los destrozos de la peste, que azotaron Asia y Europa durante cincuenta años y luego se extinguieron, resultan menos intensos frente a la devastación causada por el hambre en el planeta entero y durante muchos siglos, con una saña que crece todos los días y no da señales de querer detenerse.

Según revelaciones de la FAO, el número de hambrientos en el mundo pasó de 800 millones en 1996 a por lo menos 1.100 millones de hoy (el 20 por ciento de la población mundial). En sólo África hay 28 millones de personas en riesgo inminente de morir por inanición. En Lesotho, que supera los dos millones de habitantes, la quinta parte no tiene esperanzas de sobrevivir. En Angola desaparecerá un poblado completo. En una aldea de Zimbabue las comidas se limitaron a tres veces en el curso de siete días, por no haber llegado el camión con alimentos de la ONU.

«Desde hace una semana mis cuatro nietos sólo comen calabaza una vez al día», dice una anciana desesperada. En igual situación se encuentran otros pueblos africanos que por la pérdida de sus cosechas de trigo carecen de reservas de comida, y cuyos habitantes caminan hacia la muerte lenta y atroz en el año 2003.

En Centroamérica la sequía y el hambre acosan a 8,6 millones de habitantes. Las pérdidas agrícolas producidas por los desastres naturales han liquidado los depósitos de alimentos, lo mismo que en África y en otras latitudes del mundo, y mantienen a grandes núcleos de población en angustia permanente. Allí las principales víctimas son los niños menores de cinco años, que viven entre la desnutrición crónica.

En El Salvador, el 23 por ciento de los niños padece de desnutrición; en Nicaragua el 33 por ciento, en Honduras el 38 por ciento, en Guatemala el 48 por ciento. En el mundo hay 6,6 millones que mueren todos los años de física hambre. Son niños tristes y famélicos que han perdido el gusto por la vida y que carecen de fuerzas para caminar y asistir a sus clases. Todos los días se extinguen en su pleno germinar estas vidas infantiles que brotaron para sonreír durante un instante y luego desaparecen.

En América Latina el número de hambrientos llega a 46 millones y los pobres a 211 millones. En Colombia hay 28 millones de personas en extrema situación de pobreza, y muchos apenas tienen posibilidad de ingerir una comida al día. El 64 por ciento de los habitantes vive con menos de dos dólares diarios.

El estado de la mendicidad se acentúa cada vez más en el país con las caravanas de desplazados, corridos por la violencia, que en forma incesante llegan a los centros urbanos con sus pequeños hijos a cuestas y sin recursos para subsistir. Esta tierra fértil, de eminente vocación agrícola, sufre también de hambre, en grande escala, porque el terrorismo mantiene asolados los campos.

Con cuánta propiedad se refiere Gabriela Mistral al hambre colombiana, y en general al hambre mundial, en carta de 1941 (que parece escrita para nuestros días) dirigida al Club Rotario de Bogotá, la que comenté en reciente artículo sobre la gran protectora de los desposeídos, cuya denuncia no sobra repetir,  para que repercuta en los oídos de gobernantes y legisladores: “Lo único válido es una liquidación de la hambruna, la desnudez y la ignorancia populares. Y cuando digo aquí ‘desnudez’ tengo en los ojos la carencia de casa y vestido, es decir, la falta de algodón sobre el cuerpo y la escasez de habitación humana».

El Espectador, Bogotá, 23-I-2003.

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