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Archivo para febrero, 2012

Rosario Sansores

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Méjico se ha olvidado de esta poetisa romántica que tuvo gran figuración por la época en que también Laura Victoria, la precursora en Colombia de la poesía erótica, y sobre quien acabo de concluir un libro biográfico, obtenía sonados aplausos. Como no eran muchos los datos recogidos sobre Rosario Sansores, acudí a mi dilecta y culta amiga Diana López de Zumaya, hija de Adel López Gómez y residente en Méjico hace largos años, para que me ayudara a salir de las sombras de esta figura digna de recordación.

Pero mi amiga, en el propio país de los sucesos, no consiguió ampliar mi visión sobre la autora de Rutas de emoción, precioso libro de prosa romántica que Rosario publicó en 1942, que revela un alma sensible que divaga en las honduras del amor y sabe interpretar los secretos del hombre (y de los hombres). «Lo extraño –me comenta Diana– está en que aquí nadie me pudo decir ni una sola palabra, ni menos una palabra elogiosa sobre Rosario Sansores».

Fracasada esta pesquisa, voy a tratar de reconstruir en líneas generales la imagen de la brillante poetisa y periodista de otros tiempos, que hoy nadie recuerda en su propio país, basado en datos fragmentarios que he logrado sacar de otras fuentes. Lo que sucede en este caso es lo mismo que suele ocurrir con mucha gente famosa: que el manto del olvido –triste e inexorable realidad humana– cae sobre el tiempo y desvanece o destruye el recuerdo.

Escribí al principio de esta nota la palabra sombras y esto me viene de perlas para decir que entre las numerosas canciones populares que Rosario difundió por los aires de Méjico y del continente, Sombras es la más representativa y sigue arrullando el corazón de los enamorados:

Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras,

cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas,

evocaré este idilio de mis azules horas.

Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras.

En la penumbra vaga de mi pequeña alcoba,

donde una tibia tarde me acariciaste toda,

te evocarán mis brazos, te buscará mi boca,

y aspiraré en el aire como un olor a rosas.

Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras.

Rosario nació en una familia rica y creció rodeada de mimos y comodidades. A los doce años, cuando termina el último grado de estudios, ya hacía versos. Dos meses después muere su padre y se frustra el viaje que iba realizar a Europa. Se casa a la edad de 14 años –o mejor, la casa su familia– con el hombre que le han elegido y por el cual no siente nada.

Luego se va a vivir con su marido a La Habana, donde resulta vecina de Ernesto Lecuona, quien le pone música a algunos de sus poemas.

El ecuatoriano Carlos Brito musicaliza en aire de pasillo el poema Sombras, que se vuelve famoso. Rosario es además autora de numerosos temas que entran al folclor mejicano con la música de diversos compositores. El alma romántica de la poetisa se esparce por los países de América en letras llenas de sensibilidad.

Rosario fue uno de los mayores soportes de Laura Victoria a su llegada a Méjico. Además, mantuvo mucha cercanía espiritual con nuestro país. En 1925, Barba Jacob la conoce en La Habana. Ella se enamora del poeta y años después lo atenderá en Méjico durante su enfermedad en el Hospital General. En 1932, Luis Eduardo Nieto Caballero le escribe agradeciéndole «el solícito interés que ha tomado por Barba Jacob, querido amigo mío y gloria nues­tra». En 1938, Rosario le escribe a Ismael Enrique Arciniegas: «Sus agonías son frecuentes. Vengo del hospi­tal donde se muere Barba Jacob. No amanecerá». (Sin embargo, el poeta sobrevive a la nueva emergencia, y muere en 1942).

Rosario permanece ante su lecho de enfermo y mueve la solidaridad de sus amigos para reunir fondos que ali­vien la penuria económica del colombiano. Por esta épo­ca Rosario está divorciada y le ha quedado una hija. No fue feliz en el matrimonio. Más aún: no fue feliz en toda su vida amorosa y sufrió constantes desilusiones.

Su admi­ración por Barba Jacob, nacida en 1925 y que se prolonga durante 17 años, se ignora hasta dónde llegó en el pla­no sentimental. Es posible que se hubiera tratado de un amor platónico o de una relación fallida. «La gloria del amor –confiesa– no ha sido nunca mía. Siendo aún niña, una sibila me predijo que viviría siempre sola».

Entresaco de Rutas de emoción estas frases patéti­cas que revelan el infortunio de Rosario Sansores en su vida amorosa:

En torno mío no hay más que soledad. El amor que otras mujeres tontas y vacías tienen a raudales, no me ha pertenecido nunca (…) No soy sino una mujer que ha vivido intensamente. Soy una mujer que se ha pasado la vida siempre esperando un amor, que no ha llegado (…) Mi amor es un amor hecho de sueño y de ilusión, un amor casi  inmaterial, a fuerza de ser puro (…) Pienso que en la tumba se debe uno sentir muy a gusto. No oír tonterías, no contemplar rostros aborrecidos (…) dormir en un sueño ininterrumpido, quedarnos así, inmóviles, fríos, inertes”.

Le pregunto a Laura Victoria por Rosario Sansores y ella me contesta, como alejando una telaraña de sus ojos:

–Murió probablemente en Ciudad de Méjico. Escribía en Novedades una columna muy leída que se titulaba Rutas de emoción. Un poema suyo muy famoso, que se volvió canción, es Sombras.

Repasando papeles que la misma Laura Victoria puso en mis manos para la confección de su biografía, me encuentro con una declaración suya de 1942 al periódico El Liberal, de Bogotá, donde narra el notorio declive de su amiga: «Sus últimas crónicas no corresponden al prestigio que tuvo como poetisa, mostrando, tanto en sus escritos como en su manera de vestir y conducirse por la calle, una marcada desviación mental».

¡Ah, el olvido de los tiempos! ¡El olvido de los hombres! ¡Las ruinas de la vida! A la postre, el tránsito de la persona sobre el planeta puede quedar reducido a lo que dice Rosario Sansores en su canción, ésta sí imperecedera: a sombras. El olvido es el mayor ácido de la existencia humana. Hay indicios que conducen a pensar que aquella lejana poetisa del amor, por quien nadie da razón hoy en su  propia tierra, estuvo alguna vez medio deschavetada, y es posible que esto hubiera contribuido a opacar su gloria.

Revista Manizales, No. 712, mayo-junio/2001.

* * *

Comentario desde Cuba:

En conversación sobre escritores con una amiga mía, se hizo mención de Rosario Sansores. Le di a leer entonces la Revista Manizales No. 712 de mayo-junio 2001, en la cual aparece el valioso artículo de Gustavo Páez Escobar sobre ella. Me trajo entonces mi amiga este artículo aparecido en una revista de la cual fue arrancada la página, no pudiendo por tanto dar datos de dicha publicación ni de su fecha. Pero creo que nada importa esto para recordar a esa gran escritora que fue Rosario Sansores». Miguel Suárez García, desde Rodas, Cuba (Revista Manizales, No. 721. noviembre-diciembre/2002).

Por su parte, la directora de Revista Manizales anota lo siguiente: «Coincidiendo con este envío –que agradecemos inmensamente al amigo Miguel –, hemos encontrado en estos días algunas poesías de Rosario, casi desconocidas, y que vienen a complementar lo que ella nos cuenta en su dolorida página de recuerdos. Se publica la citada página desconocida, junto con los siguientes poemas: Mujer, Cansancio, El milagro, Soledad».

 

 

Estos diamantes, Carolina

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Tal vez por ser la mujer del joyero, Carolina se acostumbró al lujo. A toda suerte de lujos, desde lucir las joyas más ambicionadas por la vanidad femenina hasta cambiar de carro y de residencia con el único motivo de estrenar, o inventarse frecuentes viajes al exterior para contemporizar con el mundo de derroches y alardes del que no podía prescindir.
–Vengo con el último grito de la moda –le anunció a su marido, y con rápidos movimientos extrajo de los paquetes todo un almacén de vestidos, zapatillas, perfumes y ropas íntimas.
–Pero si la semana pasada te compraste tres vestidos –exclamó Hugo Mario, entre atónito e idiotizado, y en realidad ignoraba si habían sido tres o media docena.
–Y este es el perfume más arrebatador de París (¿te imaginas cuánto me costó?), como para mantenerte siempre a mi lado –prosiguió ella, sin darle lugar a nuevas protestas, mientras la fragancia inundaba la alcoba con poderosas incitaciones.

-Fantástico! –fue la exclamación del marido derrotado, y fascinado al mismo tiempo, y en esos momentos era cuando él saboreaba mejor la vida y más se solazaba con el lujo de mujer que le había dado la suerte.
–Y ahora un aire romántico (¿prefieres los Panchos, los Diamantes o María Luisa Landín?) y whisky para que el amor sea más embriagante. ¡Cuánto te quiero! No dejes nunca de ser apasionado, te lo ruego –continuaba su esposa, matizando el instante amoroso, y el hombre, derretido entre sensaciones lascivas, quedaba sin respiración.

–Eres un encanto –eran las palabras rituales con que el marido finalizaba siempre aquellos encuentros, y el acto concluía.
Camino del negocio, con esa languidez de espíritu de los maridos magnánimos, se preguntaba Hugo Mario si su chequera respondería a tantos excesos. «Me estoy arruinando», meditaba. Luego recordaba el beso categórico y el estremecimiento producido por las caricias seductoras con que la mujer dice siempre la última palabra. El embrujo todo de París cabía en esas gotas de perfume que, cual señuelos para la provocación, le despertaban alborotos súbitos, que por fortuna su mujer sabía calmar en la justa medida.
Era entonces cuando musitaba el «eres un encanto» y cuando Carolina se proclamaba victoriosa, como mujer satisfecha, en lo más recóndito de su amor posesivo. Sabía que el hombre, disminuido, respondería mejor a sus asedios. ¿Sería él tan indolente que le negara el aderezo de diamantes con que tanto había soñado, o no accediera al viaje que con sus amigas íntimas preparaba para las playas de Miami?
«Me estoy arruinando», volvía a pensar. Y otra vez la cabeza le daba vueltas con el cúmulo de compromisos económicos que ya no alcanzaba a atender. Pero de nuevo surgía su vida sentimental con una eva tan apetitosa como complaciente, y ahí se evaporaban sus temores. Y hasta se enternecía al acariciar los fugaces momentos de placer donde la voluntad se desvanece entre las sutilezas femeninas.
–Acuérdese,  don Hugo Mario –le recordaba el usurero– que llevo seis meses esperándolo y ya no puedo darle más plazo.
–Le pagaré más intereses.
–No es suficiente. Necesito el capital o una garantía mayor. Hipotéqueme la casa.
–No es posible: está hipotecada.
–Entonces, la finca.
–Tampoco es posible: tiene dos hipotecas.
–Entonces…
De aquella conversación con el usurero arrancó la quiebra presentida. No fue sino que él lo embargara para que el resto de acreedores, que se mantenían listos para el ataque, cayeran como langostas. Menos mal que Carolina gozaba las delicias del sol, la brisa y las tibias aguas del Caribe y no se halló presente el día en que el juez decretó el secuestro de todas las propiedades. Ella no merecía aquella vergüenza, aquel sonrojo inconcebible para una princesa.
La suntuosa mansión se desmoronó de repente como castillo de naipes. Era su última fortaleza y también le fue arrebatada, como había sucedido con la joyería, la finca, los carros, el dinero en bancos, los papeles bursátiles…
Pero fue diestro en salvar las alhajas de su esposa. A ese tesoro nadie tendría acceso. Brazaletes, gargantillas, pectorales, aretes, anillos y diversidad de adornos montados en pedrerías fantásticas refulgían con los destellos que la fortuna conservaba para no abandonarlo por completo. Se abrazó a las joyas, las besó, se rodeó el cuello de lazos y cadenas, se dejó obnubilar por el fulgor y la magnificencia… Y lloró.
Acaso ese tesoro significaba su perdición, pero el marido dadivoso se negaba a reconocerlo. Primero estaba su esposa, que valía más que aquella colección de espejismos. Ella significaba la razón de su vida y lo demás era secundario. Frente a ese mar encantado que le arrancaba lágrimas se decía que su mujer, por leve y fascinante, por sensual y generosa, tenía derecho a los caprichos de la moda y a su dulce coquetería.
Allí estaba el aderezo de diamantes, adquirido hacía tres meses, tentándolo con misteriosas insinuaciones. Pero el imperio se había derrumbado. Una princesa no se acomoda entre la pobreza. Hugo Mario se erizó. Ya en pocos días estaría ella de regreso y no era sensato condenarla al oprobio de la penuria. El hombre enamorado es batallador. Recuperar la riqueza perdida consistiría en ejercer su destreza de comerciante. El proceso sería lento, pero algún día llegaría a la meta.
Si no se hubiera enredado en negocios oscuros es posible que Hugo Mario se hubiera salvado. Meterse con la mafia y descender a los bajos fondos fueron recursos desesperados que apresuraron su desgracia. Cuando Carolina regresó, él estaba en la cárcel. Sin casa, sin carro, sin dinero… ¿y también sin marido?
Carolina duró una semana llorando. Después se encontró con sus joyas y sonrió. Las alhajas alegran el corazón de las mujeres. Así se reconciliaba con las durezas de la suerte. Conseguir abogado… ¡vaya oficio más rudo para una princesa! ¿De dónde sacaría el dinero si todo se había evaporado? Era una frágil crisálida que carecía de fortaleza para volar. Vestía ahora con más discreción y menos fantasías, aunque con igual garbo.
El abogado la observó con atención. Con interés escuchó la historia y la ayudó a localizar datos importantes para la defensa. Carolina, inexperta y tímida, no acertaba a hilar sus pensamientos. El abogado la auxiliaba en los momentos de confusión. Y viendo su juventud y belleza, justificó su impericia.
–Defenderé el caso –concluyó el penalista.
–No tengo dinero –exclamó ella con nerviosismo.
–Serénese, señora. No todo ha de ser dinero. Llegaremos a un acuerdo. Lo importante es que recupere a su marido.
–¿Me ayudará usted?
–Sí. Es usted joven y atractiva y yo contribuiré a su felicidad.
Se sintió halagada. Respiró con la satisfacción de las mujeres galanteadas y comenzó a pensar que la suerte no le era tan esquiva. Días más tarde se presentó con un plan definido:
–He encontrado la fórmula para arreglarle sus honorarios. Este aderezo vale una fortuna. Tal vez usted quisiera regalárselo a su esposa…
–Preciosa joya –exclamó el abogado, ponderando las tres piezas que le extendía Carolina–. Déjeme que lo aprecie más si usted lo lleva puesto. ¿Me permite admirarlo en su cuello? Las joyas son más esplendorosas cuando van unidas a un rostro hermoso y a un talle esbelto. Usted tiene ambas cualidades –prosiguió con una reverencia–. ¿Quiere mucho su aderezo, señora?
–Es parte de mí misma –contestó ella–. No importa: renuncio a él.
–Y yo no acepto su sacrificio. No debe privarse del gusto de la vanidad. Las mujeres, señora, nacieron para ser vanidosas. Guárdelo, por favor.
Carolina se emocionó. Ser mujer es ser sensible a la lisonja. Era esa la protección que necesitaba en su desamparo. Su espíritu se veía de pronto vigorizado para la lucha.
«Perdóname si no he vuelto a visitarte –le escribía días después a su marido–, pero la cárcel me deprime y enferma. ¿Me entenderás, amor mío? Siempre estoy contigo.» Él le contestó que ante todo cuidara la salud y le suplicaba que dejara de frecuentar la cárcel. «Eres un encanto, y no debes pisar estos sitios indignos de tu belleza. Saldré pronto y entonces volveremos a estar juntos».
Carolina no volvió más a visitar a su marido a la cárcel. Terminó de concubina del abogado. Pasados los primeros temores y superadas las primeras crisis, ella misma se absolvió de su pecado. Le pareció que era muy frágil para permanecer desamparada. No: imposible resistir los cinco años de soledad a que quedaba expuesta por la condena de su marido. El abogado había perdido la causa.
Carolina se decía que aquel había sido un sacrificio impuesto por su necesidad de salvar a Hugo Mario. Pero no estaba tranquila. Percibía el reproche de la conciencia. Incomodidad que pareció desvanecerse cuando el abogado, que aquella noche la llevaría a comer a su restaurante preferido, le dijo:
–Quiero verte con el aderezo de diamantes. Es el símbolo de nuestra unión.
–Y el símbolo de la traición, bien lo sabes –agregó Carolina–. ¿Has meditado en el precio de nuestras relaciones? Ensuciaste hasta tu prestigio profesional al desviar,  en provecho tuyo, la suerte de la defensa. Dejaste perder el pleito para quedarte conmigo, y yo favorecí tus oscuros propósitos. Me vendí y tú me compraste. Los dos somos miserables.
–Ponte los diamantes –repuso el penalista–. Ya es tarde para rectificar el pasado. Lo hecho, hecho está.
–Está bien. Ayúdame.
Carolina se contempló en el espejo. Estaba radiante. De pronto le pareció ver en el destello de las piedras los ojos pesarosos de su marido. No sabía si la enjuiciaban o le expresaban amor. Estuvo a punto de prorrumpir en llanto, de destruir el aderezo. Pero se contuvo.
–No enturbiemos el corazón, Carolina –escuchó la voz de su amante–. Vamos, ángel mío.
–Vamos.
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Revista Manizales, No. 692, enero de 1999.
Revista Aristos, n.° 32, Alicante (España), junio de 2020.

Comentario

Carolina es una mujer interesada en ser diva, en explotar a un hombre débil, inseguro, a quien después abandona por otro farsante de la justicia. Todo ajustado a la realidad y al abandono de algún valor moral de parte y parte. Esta narración tiene tanto de realidad como de asombro por la pérdida de valores y la manipulación que, fácilmente, deja al hombre como títere de una mujer.
Inés Blanco, Bogotá, junio/2020.

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Perfil de un carácter

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Según  conocido refrán, «no hay que confundir un hombre de carácter con un hombre de mal carácter». Este proverbio tiene aplicación en el caso de Fernando Londoño Hoyos como ministro del Interior y de Justicia, no porque él sea de mal genio, que en ocasiones lo es, sino porque más allá de esa condición está el hombre de carácter, que es la virtud que le da mayor realce a su personalidad.

La tormenta política que se formó durante buena parte de su ejercicio en el ministerio, y que a la postre determinó su retiro del cargo, giró alrededor del estilo personal que implantó en sus relaciones con el Parlamento, que fueron siempre turbulentas.

Si ha de interpretarse en forma cabal el sentido de su nombramiento, debe aceptarse que el presidente Uribe lo escogió para que fuera el ministro de choque contra la corrupción y la politiquería, dos de los mayores vicios públicos  que el mandatario se proponía combatir. Y nadie más indicado para que agitara esa bandera que un hombre del temple, la claridad mental y la formación jurídica e intelectual de Londoño Hoyos, una de las figuras más destacadas de su generación, a la par que brillante orador y gran patriota. Además, profundo conocedor de la vida colombiana, incluso sin haber actuado en la vida pública. Este ministro estrella era el álter ego del Presidente y parecía hecho a la medida de sus zapatos.

Con todo, en el curso de los días se convirtió en la piedra en el zapato, para seguir utilizando los símiles de la comodidad y el rechazo. A su cargo llegó envuelto entre nubarrones: acababa de aparecer el fantasma de Invercolsa, que nunca lo abandonaría, y su desempeño en el proceso 8.000 como defensor del ex ministro Fernando Botero lo enfrentaba a samperistas y serpistas, que manejaban y manejan las riendas del Congreso, fuerza avasallante contra la que él iba a luchar. No era fácil, por supuesto, salir con vida en medio de semejante temporal, pero lo intentaría, aun a riesgo de su tranquilidad y de su reputación.

No hay duda de que en todo momento actuó con coraje y verticalidad. No negoció puestos ni transigió con los corruptos. Adelantó intrépidos debates, siempre sobreaguando entre remolinos y nunca perdió la razón ni se dejó arrastrar por la corriente. Pero su intemperancia y carácter fogoso lo llevaron a cometer disparates, de mayor o menor monta, que en boca de sus enemigos se agrandaban a la medida de sus conveniencias, y que en el ministro producían cataclismos. La verbosidad oratoria lo hizo incurrir en exageraciones y errores lamentables, aunque jamás en el abuso del poder, y sí en el desborde de la prudencia y el tacto político.

Era un gladiador de la inteligencia y las ideas, acaso ofuscado por el ambiente entenebrecido en que le había correspondido moverse, y que él había pensado que era el escenario de la elocuencia de viejos tiempos. Alguna vez habló en lenguaje filosófico, y los parlamentarios se pasmaron o se adormilaron, por no entenderlo. Esto lo hacía aparecer sabiohondo y arrogante y le creaba antipatías. La retórica no es hoy de buen recibo en el país. El mundo moderno lleva otros rumbos. En forma apropiada, la revista Semana define al Congreso contemporáneo como «un mercado persa de componendas». Y agrega que «hoy en día, más que la oratoria de un Catón se requiere el muñequeo de un tahúr».

A pesar de todo, el ministro Londoño logró salvar en el Congreso importantes iniciativas, como la ley de orden público y las nuevas normas sobre extinción de dominio. Otros proyectos amenazaban hundirse por una razón muy sencilla: había perdido el poder de interlocución con los parlamentarios y ese hecho no le permitía abanderar con éxito la agenda legislativa que se formó después del Referendo, ante un Congreso envalentonado y crecido. Además, el espíritu polémico y la labia ligera de Londoño lo mostraban como el «ministro problema», imagen transmitida, con excelentes resultados, por sus contradictores.

En la caída de Fernando Londoño, el primer derrotado ha sido el presidente Uribe, quien lo había escogido como la figura ideal para derrotar la corrupción y la politiquería. Al final lo abandonó, cuando el país se le vino encima. Con un final melancólico y dramático, propio de una tragedia griega (campo intelectual que apasiona a la víctima de este naufragio): lo dejó solo, y ni siquiera le solicitó él mismo la renuncia, como era de elemental elegancia y cortesía con su ministro estrella, sino que se la mandó pedir. Menos mal que por escrito, en la carta de aceptación (¿cosas del protocolo?), lo destacó como «colombiano de dotes excepcionales», cuya tarea «deja una huella profunda en bien de la Patria».

El Espectador, Bogotá, 13-XI-2003.

Ancízar López y el Quindío

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cinco mil quindianos salieron por las calles de Armenia, el pasado 11 de abril, a pedir la liberación de Ancízar López, primer gobernador del Quindío y ex presidente del Congreso Nacional, quien hace un año fue secuestrado en la misma región. No hay certeza sobre qué grupo cometió el plagio (se habla incluso de delincuencia común), ni sobre la suerte que haya corrido el finquero y líder político, de 80 años de edad. Sobre el caso ha caído una densa cortina de silencio.

Esto pone de presente la sevicia con que operan las asociaciones dedicadas al secuestro, el delito más atroz que se ha entronizado en Colombia al amparo de la impunidad. Los facinerosos, en cuyas entrañas no cabe ningún sentimiento de conmiseración por el dolor ajeno, y a quienes no importan la autoridad y las leyes, torturan con los sistemas más abyectos a las personas que tienen la desgracia de caer en sus manos.

Prueba de esa conducta vil es la retención durante un año, sordos los secuestradores al clamor de una familia sometida a semejante suplicio, del dirigente político que en otra época acaudilló la creación del Quindío junto con otros coterráneos.

Retrocedamos 37 años. El primero de julio de 1966 se reunieron cien mil quindianos en el parque Los Fundadores, pletóricos de alborozo y henchidos de esperanza, a vitorear el inicio del departamento. Para mayor lustre asistían a la ceremonia el Presidente de la República, Guillermo León Valencia, y cinco de sus ministros, entre ellos el de Gobierno, Pedro Gómez Valderrama, que días antes había manifestado al senador López: «El presidente Valencia me ha dicho que es incapaz de nombrar a otra persona que no sea usted como primer gobernador del Quindío».

Ancízar López se mantuvo durante mucho tiempo en el primer plano de la vida quindiana y cumplió una vigorosa acción por el progreso de su tierra, haciendo continuo acto de presencia en los escenarios nacionales para resolver los problemas públicos de la región. Sus procederes solían causar polémica y en ocasiones provocaban rechazo, sobre todo cuando se iba más por los caminos de la politiquería que de la política, pero nadie dejó de desconocerle su fervor quindiano y su firme vocación por el servicio público.

Siendo presidente del Congreso en 1989, año en que ocurría el centenario de Armenia, dicha entidad dispuso, por iniciativa del senador quindiano, la edición de un libro de lujo como homenaje a la Ciudad Milagro. La obra fue bautizada con el título de Quindío, que lo dice todo, y con el subtítulo de Armenia, caminos y pueblos, y abarca toda la epopeya de luchas y realizaciones de los laboriosos y creativos pobladores de la hermosa geografía quindiana.

Al presenciar en estos días el desfile de solidaridad de la gente hacia quien fue artífice notable de hechos sobresalientes de la historia regional, me dio por repasar las páginas del libro citado, con el que Ancízar López rindió emotivo tributo a su comarca nativa. El verde de la naturaleza, plasmado en las encantadoras fotografías que presentan los paisajes embrujados y la feracidad de las cosechas, es la mejor imagen de esta tierra maravillosa, admirada por todo el país y vilipendiada por las fuerzas oscuras del secuestro.

Y he encontrado, en las palabras de presentación de la obra, escritas hace 14 años por el político y finquero cautivo hoy en los mismos campos que él ayudó a independizar, la siguiente frase irónica que lleva desazón al espíritu: «El Quindío es hoy tierra de paz y de trabajo con el más justo equilibrio social, en donde los ricos no son tanto y los pobres son menos pobres». Ojalá los forajidos camuflados en las sombras tuvieran capacidad de comprender su error y recapacitaran en este drama y en esta infamia. El drama, el vivido por la familia y la sociedad, y la infamia, la perpetrada por ellos.

El Espectador, Bogotá, 24-IV-2003.

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Novela de Esperanza Jaramillo

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La carrera literaria de Espe­ranza Jaramillo se inicia con el libro Caminos de la vida, publi­cado por la Gobernación del Quindío en 1979. En este almáci­go de delicadas prosas líricas, la autora revela un alma sensible frente a los prodigios de la exis­tencia. En su carrera de escrito­ra no habrá desfallecimientos, si bien la atención de su actividad bancaria la desvía por épocas de su propósito de ha­cer literatura. Es la eterna lucha entre las letras de cambio y las letras del espíritu.

Oriunda de Manizales, se es­tablece en Calarcá a la edad de doce años. El Quindío, embruja­da tierra de cafetales, horizontes abiertos y fascinantes estampas bucólicas, ha visto germinar su­cesivas cosechas de escritores y poetas. Comarca fecunda donde brotaron en el pasado célebres cuentistas como Eduardo Arias Suárez y Adel López Gómez; que posee figuras de excelencia en la poesía, como Carmelina Soto y Baudilio Montoya, y que cuenta además con exponentes conno­tados en los géneros del ensayo, la novela y el costumbrismo, esa comarca sería tierra pródiga para la joven viajera venida de las cumbres manizaleñas.

A Esperanza la conocí en el Quindío. Llegado también te otras latitudes, por aquellos días actuaba yo como gerente de un banco en la ciudad de Armenia y al mismo tiempo me desempe­ñaba en las letras y el periodis­mo, hazaña que, sin duda con ex­ceso de arrojo, logré culminar con buena fortuna. Ella fue la primera directora de la Casa de la Cultura de Calarcá, antes de ingresar al sector bancario, en el cual lleva más de veinte años de labores, cumplidas entre Calarcá, Armenia y Bogotá, ciu­dad ésta donde hoy ocupa una destacada posición en Bancafé.

Al publicar su primera nove­la, El brazalete de las ausencias y los sueños, he de resaltar, ante todo, el esfuerzo enorme que significa escribir una obra dentro del clima agitado de los números. Como el dinero y las letras marchan por diferente ca­mino, son dos campos opuestos y de difícil articulación entre sí, que por eso mismo representan un choque de trenes para quie­nes busquen cumplir los dos ofi­cios a la vez.

Tras la sutil elaboración de su prosa lírica, aparece hoy la narradora vigorosa –y algo torrencial– que no se da tregua ni respiro para hacer caminar la historia. Historia que se convier­te en una constante búsqueda del amor y la felicidad. Los se­res que pinta Esperanza son pro­tagonistas de las vicisitudes eternas que giran en torno a las querencias, frustraciones y an­helos del corazón. Alma, la he­roína de la novela, es la mucha­cha elemental de todos los pue­blos y de todos los escenarios sociales, que siente el ansia de amar y ser amada. Ese fluir de los sentimientos le permite a temprana edad su primera expe­riencia amorosa.

Pero como el corazón es vo­luble, llega el desengaño. Cura­da de su desilusión, surge otro romance, y más tarde un nuevo fracaso, seguido de fallidas ilu­siones por encontrar en alguna parte el amor verdadero.

La búsqueda del amor y la fe­licidad será siempre el gran reto de la humanidad. Batalla que nunca se dará por terminada, por lo mismo que el alma no se resigna a la orfandad y a la de­rrota de su naturaleza espiritual y de su esencia sensitiva. El hom­bre no puede perder el derecho a soñar, el más sagrado de sus derechos. Eso es lo que defiende Esperanza en su novela.

La Crónica del Quindío, Armenia, 24-II-2003

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