Manigua
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
–En aquella loma mataron a Óscar Bermúdez –me ha dicho el indio, mientras apunta con el dedo más allá de los arbustos que se ven flotar en la llanura.
Yo me he quedado estático, como petrificado ante el anuncio de que estamos ya en proximidades del caserío. Se me nubla el cerebro y siento un calor borrascoso que me sube al corazón y me hace acariciar la venganza.
–De tres tiros de escopeta –precisa el indio.
–¡Cállese! –le grito.
Conforme nos acercamos al sitio fatal, los recuerdos sobre mi hermano se precipitan en confusa mezcla sentimental y anecdótica. Lo veo el día en que, creyéndose todo un hombre, cuando apenas iniciaba una incierta adolescencia, nos detuvo en el comedor y nos comunicó que se iba a recorrer mundo. Probaría suerte en las profundidades de la selva.
–Nos haremos ricos –exclamó.
–Apenas eres un niño –exclamó mamá entre sollozos–. Te perderemos, Óscar.
–Ganarás un hombre –la consoló él, ufano, y se acarició el incipiente bigote para notificamos su hombría.
Al día siguiente partió. Sería una larga travesía por caminos inhóspitos y hacia horizontes dudosos. No entendía yo la intención de querer madurar antes de tiempo, entre estiércol y peonadas, y un raro presentimiento me decía que aquello terminaría mal. Veinte años de edad no significaban nada para embarcarse en la gran aventura de la vida, y me preguntaba si ser hombre a la fuerza, por fuera de calendario, era en realidad alguna hazaña varonil.
Óscar había sido siempre obstinado en sus propósitos y nada valió para hacerlo cambiar de idea. Tenía a su favor la sangre del trotamundos y eso explicaba el que de un solo golpe se jugara su destino. Quizá para él era lo mismo ganar que perder. Prefería, sin embargo, arriesgarse a lo desconocido antes que permanecer atado a lo rutinario. Con sosegada displicencia, que casi rayaba en cinismo, se despidió de los estudios que dejaba truncos y rompió de un solo tirón con los lazos afectuosos que querían retenerlo.
Se fue, y no volvió nunca. Se lo tragó la manigua. En cartas remotas nos contaba sus éxitos y se solazaba, con esa jactancia de muchacho apuesto y seductor que le era tan característica, de sus conquistas amorosas. De sus novias lejanas no volvió a acordarse, porque su afán estaba en lo inmediato, en lo que podía poseerse o desecharse al momento. Para él era insólito guardar fidelidad a las personas ausentes. Su mundo tenía que ser presente y ojalá instantáneo. Jamás presentido o etéreo.
El indio Esteban Jaya, a quien yo había contratado como guía, conoció a mi hermano. Tal descubrimiento me hizo tomarle confianza, y ésta se acrecentó a medida que me revelaba nuevas confidencias sobre las andanzas del tenorio y el perdonavidas, que así pasé a definirlo, en el territorio incógnito. La chalupa chocaba a veces contra troncos y bejucos, pero los fuertes músculos del indio la ponían pronto en cauce y la impulsaban entre las aguas riesgosas que yo contemplaba con recelo.
–Su hermano era todo un hombre –no cesaba de repetir Esteban Jaya, con exaltada animación, cuando volvimos a quedar en silencio.
–Un hombre prematuro –le repliqué después de escuchar varias veces la misma frase, y preferí no explicar qué entendía por hombre prematuro.
–Todo un hombre –dijo cuando desembarcábamos.
–¿Por qué lo mataron, Esteban?
–Porque esta tierra no perdona las malas acciones.
El indio, que tenía preparado su discurso, me invitó con los ojos, ojos inteligentes y maliciosos, a que escuchara la historia.
En el día trabajaba a pleno sol, vigoroso y resuelto. Y por la noche enamoraba. Había aprendido el secreto de multiplicar rebaños y no ignoraba cómo se sudan las tierras para que crezcan y conquisten nuevos territorios. Hectáreas y más hectáreas, amasadas con el sudor de su juventud fogosa, brotaban como por conjuro bajo la indomable voluntad de quien había desertado de la civilización para volverse peón de la selva.
«La tierra es como la mujer, que chupa y embota los sentidos», se decía Óscar Bermúdez al terminar, día tras día, sus intensas jornadas. De tanto repetírselo, y sobre todo de tanto saberlo, sentía que la tierra, esa zona ilímite que se extendía ante sus ojos ansiosos, que lo subyugaba y se le iba alma adentro como una obsesión femenina, representaba su credo vital. ¡Tierra, tierra, más tierra…! era el grito voraz, casi angustiado, que repercutía en los abismos ancestrales del hombre-manigua.
Tierra, aire, sol, paisaje… todo le llegaba al cerebro y al corazón en vitales resonancias, lo mecía, lo estrujaba y a veces lo embrutecía. El eco sempiterno de la manigua, donde la voz del hombre es débil lamento, bramaba como horda desencadenada que lo mismo podía ser diabólica que sensual. De ese ambiente tórrido, mitad paraíso y mitad infierno, se nutría su esencia voluptuosa que hacía forjar a la mujer –a la hembra rústica que seducía a diario en las tierras vírgenes–, primero como reina y luego como socia de sus ardores torrenciales.
La tierra, que no sabe ser ingrata, le correspondía con creces. La mujer lo urgía con sus carnes excitantes y sus jugos triunfales. En aquel parto de los montes todo estaba concedido: toros indómitos, caballos impetuosos, vacas opulentas, crías infinitas, placeres insaciables. No estaría completo Óscar Bermúdez si a aquella explosión de tierras y animales, que se reproducían como por arte de brujería, no se sumara la mujer, su soberana carnal.
Así fue como surgió, entera y volcánica, la india Yadira. Era una belleza morena que lo provocaba con sus racimos sensuales cuando se tropezaban en los potreros, camino de las yeguadas. Oscar la espiaba en el río en exuberantes desnudeces que le hacían crepitar el deseo, y desde entonces no volvió a tener paz. Alcanzarla, hacerla suya, saciar en sus carnes nacaradas el furor del hombre frenético, tal el propósito obsesivo que le nació y fue desbordándose como los ríos inagotables de la selva.
–Mía serás –le dijo el día que se le escapó, cual liebre esquiva y volátil, por las junglas invencibles.
Pero Yadira tenía dueño. Éste la vigilaba con celo desde que descubrió en su patrono peligrosos asedios. Ya la india se cuidaba de bañarse desnuda y exponerse a la soledad, y disminuyó ciertas manifestaciones externas que incitaban el deseo. Pero como el amor es animal despierto y el placer fiera alborotada, Óscar Bermúdez permanecía en vigilia y penetraba cada vez más en las fronteras prohibidas.
Tal vez era ésta la maldición de la manigua, que él no había conocido. Mientras más se le negaba la india, más burbujeaba la fogosidad de su pretendiente. Todos los dioses reunidos parecían negarle el derecho de ser hombre, de seducir y violar. La carne le ardía con el anhelo de poseer. Todas sus apetencias, de tanto reprimirlas, le carcomían las entrañas y le frustraban la hombría.
La india, con sus negros ojazos de montañas, con sus duraznos en flor como cerros atrevidos, con sus muslos briosos y sus contornos palpitantes, era el desafío exacto de la sensualidad. Conforme él la perseguía y ella le huía, él la tocaba y ella lo rechazaba, más crecía la tempestad erótica. Yadira se mostraba como la deidad serena y fascinante, como la belleza misteriosa, como la pasión inalcanzable.
La mujer cedía en su interior, pero le daba miedo exponerse a la venganza de su hombre. Fiero éste como el furor de la tierra, y por añadidura posesivo y valiente, era la roca que se oponía entre aquella pretensión porfiada. «Mía serás», era a la vez una amenaza y un propósito de conquista, frase insinuante que todos los días avanzaba más en el corazón de la india.
Los cielos presenciaron el momento de la huida y favorecieron el desfile de la pareja bajo las descargas del trueno y el fulgor de los relámpagos, bajo la noche impertérrita. Por las extensiones imantadas quedaban a solas con sus pasiones y eran libres de hacer explotar sus delirios y saciar sus lujurias. Cual potrillos acorralados –y luego liberados– brincaron en la espesura del monte y volcaron en los aires el torrente de besos culpables y el efluvio de caricias cómplices.
–¡Eres mía! –exclamó Óscar.
La mujer, concupiscente, se entregó con la furia salvaje que le había inyectado la montaña, ya sin importarle que tenía dueño y debía serle fiel. Que los dioses de la selva, tutelares de los amores castos –como el del río con la montaña y el del viento con el follaje– perdonen esta felonía de la pasión enervada.
Esteban Jaya sudaba a mares, que era tanto como sudar a tempestades en el lenguaje de la selva, contándome, a su manera, los antecedentes de la muerte de mi hermano. Un rictus impulsivo se dibujó en la cara del indio, y en sus ojos apareció una mirada furiosa, mientras prorrumpía entre lágrimas:
–En esa loma yo mismo maté a su hermano Óscar.
Luego se tiró al suelo, convulso y brutal. Yo me quedé frío y el cerebro se me puso en blanco.
–Perdóneme, pero tenía que matarlo. Se había robado a mi bella Yadira, y el lance era a morir. Sobraba uno de los dos.
Nada le dije, y esperé que el corazón hablara. Me sentía turbado, sin fuerzas para proseguir la marcha. Por primera vez venía a la selva y encontraba en sus laberintos un drama sentimental. La vorágine de la pasión, que había arrastrado a Óscar al sacrificio, era quizá ese horizonte borroso que ahora tenía ante mis ojos, con un muerto de la sangre que me esperaba en la loma procelosa. La selva se encabritaba como halo fosforescente y temible.
En lo alto de la montaña vi una cruz de madera con una rústica leyenda. Duro me costó enfrentarme a la realidad de las burdas letras, borradas ya por el tiempo, en que había quedado convertido el hombre enamorado y temerario.
Esteban Jaya, tensionado por la emoción, removió la tierra y extrajo un elemento sepultado junto al cadáver del arrebato. Le temblaban las manos cuando tomó la escopeta vengadora, le quitó la tierra y la hizo brillar en el aire. Lloraba por su acción y también lloraba por el muerto. Y yo, que había venido a vengar la muerte de mi hermano, respeté el dolor del indio. Entendía su propia venganza, y terminé olvidándome de mi rencor.
De por medio estaba el sentido del honor y no podía ignorar que la propiedad ajena, sobre todo cuando esa propiedad es la mujer, es inviolable.
–Tenía que matarlo –trepidaba de sentimiento–. Y volvería a matar cuantas veces enamoraran a mi mujer.
Días más tarde conocí a Yadira. Era la noche plácida y estrellada, majestuosa cual una fascinación del sueño. Los aromas del amor parecían derramarse en aquella tierna y deleitosa beldad que con su sola presencia invadió mis sentidos. Como uva madura se abría toda ella en extraño convite de besos y alboradas. Ahí mismo supe por qué habían matado a mi hermano.
En sus ojos pesarosos fulguraba el erotismo y en sus caderas cimbreantes cabalgaba el placer de la vida. Era un suspiro de las floraciones íntimas del alma, un perfume de la voluptuosidad, acaso una mentira. Mis cuerdas íntimas vibraron enloquecidas, en ese impulso de los goces inesperados y en esa seducción violenta de la concupiscencia. Me dominó una desazón súbita. El mismo infierno me invitaba al encuentro de los cuerpos y a las mieles del adulterio.
–¿Sabes quién soy, Yadira?
–El hermano de Óscar Bermúdez.
–Por ti mataron a mi hermano. Por eso debería odiarte, tal vez matarte. Pero me has cautivado. Te amo, y quiero que seas mía.
Me miró sorprendida y pareció confundirse con la propuesta. Luego se escabulló sin decir nada. Desde entonces se convirtió en mi obsesión carnal. Nunca mis ojos habían visto tanto derroche de hermosura. Allí estaba la naturaleza soberbia, la manigua absorbente, en esa frágil crisálida. Ahora sabía por qué habían matado a Óscar Bermúdez.
La perseguí por días enteros y ella me sacaba el cuerpo, esquiva y temerosa. Al fin la cerqué detrás de los árboles que rodean la laguna, pero se me escapó. Más adelante la hallé cavilosa junto al río. Esta vez no huyó. Apenas me miró con recelo.
–Escúchame, Yadira.
–Te escucho, blanco.
–Eres la mujer más hermosa que he conocido.
–Eso mismo me decía tu hermano, y por perseguirme lo mataron. Soy mujer fatal. Aléjate de mí.
–No me importa morir por ti, Yadira.
Me aproximé y la abracé por el talle. Quise besarla. Pero ella me apartó. Se levantó con decisión, dispuesta a la fuga. Entonces cambié de táctica.
–Nunca te violentaré, Yadira. Solo deseo estar cerca de ti y admirar tu belleza. Seamos amigos.
–Ya somos amigos. Pero no me obligues a ser tu mujer.
Surgió, de repente, la pecadora. La misma prohibición era un estímulo para la conquista. Así vi a Yadira: provocativa y peligrosa. Ella, la mujer, la tentación, la yegua faraónica, me atrapó. Embotó mis sentidos. Fue una atracción fulminante y una pasión invencible que me sorbieron la sangre. La manigua se había apoderado de mí. Recordé que la misma manigua había exterminado a mi hermano. Con todo, me porté con gallardía, como hombre auténtico. Y vi aparecer en los ojos de la india un destello de placer. De ahí a enamorarla y vencer su rebeldía ya quedaba poco. La lujuria, que le brotaba por todos los poros, afloró con peligros de tempestad.
Le acaricié el rostro, y se dejó. La tomé entonces de la mano, con delicadeza, y la recosté en la hierba. Sus ojos brillaron como brasas.
–¡Déjame! –sollozó.
–¿Te gusto, Yadira?
–¡Déjame! –y sentí al menor roce sus pechos eréctiles.
–Te dejaré si me rechazas.
–No puedo traicionar a tu hermano.
–Él está muerto, Yadira.
Cuando besé sus labios ya no había resistencia. Sentí el estremecimiento de su carne, hecha una sola carne con mi propio estremecimiento, y entonces el amor se desbordó, proclamó sus victorias.
El trueno apuró, colérico y retumbante. Bajo el resplandor de los rayos y la arremetida de la tempestad, el placer deshojó sus margaritas sobre nuestros cuerpos desnudos. Al levantarme de la tierra mojada acaricié la cacha de mi revólver. «Mi ángel de la guarda», pensé, y me acordé del indio.
–¿No te da miedo mi marido? –preguntó Yadira.
–¿Y a ti?
La pasión estaba cumplida. Ahora el deseo tenía rostro de bienaventuranza. La india me observaba con sus ojos infinitos de placer. Dirigí la mirada hacia la loma, donde cabía la selva entera con sus embrujos y sus tragedias. Y allí, bajo el fulgor de los relámpagos, vi surgir de repente una sombra. La montaña se incendió de centellas.
Salió de su sepultura la escopeta fantasmal y relumbró en la noche plomiza como una maldición. Al iracundo Esteban Jaya le centelleaban los ojos y le temblaba el pulso. Fueron tres tiros contundentes. «Otra cruz en la loma», pensó el indio.
Luego el arma se dirigió a Yadira. Pero la india huyó como un cervatillo y se perdió en la espesura del monte, confundida su alma con la selva misma. Se la tragó la manigua. Quizá con el tiempo la encuentre en aquellas soledades algún viajero errante.
Minutos después se apaciguó la tempestad. El indio sopló el cañón y volvió a enterrar la escopeta. A lo lejos fulguró el último rayo de la noche.
(Del libro Humo, 2000).