La extrema pobreza
Por: Gustavo Páez Escobar
No es la violencia el reto más grande que tiene Colombia, sino la pobreza. Pobreza desesperada que al paso de los días se ha vuelto cada vez más aguda y clama por la protección social que eluden los Gobiernos y que los colombianos también olvidamos. Esa pobreza camina como larva rastrera por pueblos y ciudades, se refugia debajo de los puentes, implora unas monedas en los semáforos y un desperdicio de comida en los restaurantes. Todos los días, en mis caminatas matinales, encuentro tres o cuatro indigentes que amanecen tirados en las aceras o en las zonas verdes, y que pretenden defenderse del frío entre periódicos y cartones inútiles, como desechos de la sociedad indolente.
¿Cómo puede haber paz en Colombia con el 70 por ciento de la población en la pobreza? Son 28 millones de compatriotas que apenas consiguen recursos mínimos, oprobiosos para la dignidad humana, para subsistir en medio de enormes necesidades, sin alegría en el corazón ni esperanza en el futuro. ¿Cómo puede haber paz en Colombia cuando por las calles bogotanas vagan seis mil menesterosos? Cifra que todos los días crece con los desplazados por la violencia que llegan de todos los lugares del país.
Esa indigencia galopante y trágica es el resultado de la inoperancia oficial para distribuir mejor el ingreso, ofrecer empleo decoroso y suficiente, reprimir los despilfarras y la corrupción, crear verdaderos sistemas de progreso social.
No puede haber paz en Colombia con millones de ciudadanos famélicos y amargados, que apenas prueban una comida al día (cuando pueden) y carecen de techo, educación y trabajo. Uno de cada cuatro colombianos está enfrentado a inenarrables proezas para poder vivir, mientras los dineros públicos se despilfarran o desvían en manos de los poderosos de siempre, los que medran al amparo de la impunidad y se enriquecen a manos llenas y a ojos vistas, aumentando el hambre del pueblo.
Reto grande para el próximo gobierno el de amortiguar, por lo menos, la miseria de los colombianos. El incremento de la pobreza nace de muchos factores, entre los que se encuentran el estado de recesión que registra el país en los últimos años y la creciente ola de desempleo. El terrorismo y la delincuencia obedecen al fracaso de las políticas sociales y económicas que imperan desde hace muchos años. No puede aspirarse, por supuesto, a que haya paz en medio de la pobreza. No debe olvidarse que las balas son consecuencia de la miseria.
Para conseguir la paz hay que eliminar el hambre. Hoy tenemos el doble de desempleados de hace cuatro años, más de dos millones de jóvenes por fuera de las escuelas y el 64 por ciento de la población que vive con menos de dos dólares al día. El ingreso per cápita de los hogares retrocedió 10 años, lo que significa que estamos como en 1992. La pobreza y la indigencia han crecido en forma dramática, como el peor flagelo que castiga la tranquilidad pública. ¿Será posible lograr el progreso humano con estos signos de ruindad?
Dice un proverbio holandés que «el hambre es una espada acerada». Esa es la espada que destroza los vientres de la población y al mismo tiempo gravita, con su filo inexorable, sobre los Gobiernos ineficaces. Pero la lección no se aprende, o se digiere a medias.
Quizá ahora, cuando hemos llegado a los peores extremos de este drama pavoroso, se tome conciencia de que es preciso cambiar el cuadro infamante de la miseria cotidiana, la cual, de tanto verla, la ignoramos. Qué bien cae, en este momento de olvido del hombre, esta frase de la poetisa norteamericana Emily Dickinson:
«Si puedo evitar que un corazón sufra, no viviré en vano; si puedo aliviar el dolor en una vida, o sanar una herida, o ayudar a un petirrojo desmayado a encontrar su nido, no viviré en vano».
El Espectador, Bogotá, 3-VII-2002.