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Archivo para sábado, 28 de enero de 2012

La horrenda Inquisición

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Natale Benazzi y Matteo D’Amico, autores de El libro negro de la Inquisición, nos regresan a una página oscura de la historia eclesiástica, abolida en los nuevos tiempos, pero que todavía se repite, bajo diversos procedimientos, en muchas latitudes del planeta. ¿No son similares y acaso más crueles las guerras santas del islamismo?

La destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, movida por brutales sentimientos religiosos que alimentan la retaliación y el odio, inmoló a miles de personas inocentes en una de las hogueras más pavorosas que haya conocido la humanidad. Estos verdugos amenazan con el empleo de armas biológicas, es decir, con torturas aún más atroces, como respuesta a los movimientos de defensa que el mundo entero adelanta contra el terrorismo que ellos practican.

La Inquisición se prolongó durante casi cinco siglos y está considerada como uno de los sucesos más sombríos de la Iglesia Católica. En esta guerra contra herejes y brujas sólo bastaba un indicio, a veces un simple anónimo, para abrirle proceso a la persona sospechosa, que carecía de garantías para su defensa y casi siempre era quemada en la hoguera.

A partir de 1229, la victoria contra los cátaros, los herejes más señalados de entonces, estimuló la peor época de fanatismo religioso de que se tenga idea, mediante la confiscación de bienes, la cárcel, la realización de terribles torturas, el acoso contra el alma, la pérdida de la vida. De esta manera fueron sacrificados teólogos y filósofos, príncipes y plebeyos, prostitutas y mujeres virtuosas, místicos y libertinos, católicos, judíos, protestantes y musulmanes…

¿Qué quedaba del Dios misericordioso, dispensador del amor y el perdón? ¿Qué quedaba de Cristo, cuyos principios se apoyan en la confraternidad y la paz? Cristo no predicó la violencia, ni el suplicio, ni la hoguera, como medios represivos para seguir su doctrina. Varios siglos tuvieron que pasar para que el establecimiento eclesiástico condenara los horrores de la Inquisición, y esto vino a hacerlo el Papa actual, que al celebrar el reciente jubileo, fiesta de arrepentimiento y reconciliación, pidió perdón al mundo por los males que la Iglesia había causado.

El libro que aquí se comenta hace un repaso espeluznante, con el apoyo de investigaciones serias y documentadas, de los principales hechos que marcaron la historia inquisitorial. La ordalía, o «juicio del fuego», que en la Edad Media recibió el nombre equivocado de «juicio de Dios», consistía en someter al hereje a caminar descalzo sobre carbones ardientes sin que sufriera quemaduras. De lo contrario sería carne de las llamas.

Fray Dolcino aseguraba que la Iglesia Católica había perdido su papel de maestra de la fe. Este acto de «herejía» lo condujo a la pira en 1307, tras la llegada de la autorización papal y luego de sufrir un espantoso vía crucis. Encadenado de pies y manos lo suben a un carro triunfante, mientras la multitud embrutecida goza del espectáculo. Tenazas al rojo vivo destrozan sus carnes, y después le cortan la nariz y le arrancan los genitales.

Juana de Arco, agraciada y apetecida doncella, oye una voz interior que le dice que está destinada a salvar a su patria. Armada de caballero, viste ropas masculinas (lo que es visto como signo de brujería) y se lanza a la guerra, obteniendo numerosas victorias por la causa de Francia. Capturada por los ingleses, es acusada de hereje. En la prisión, las cadenas le lastiman los tobillos y el alma. Luego la llevan al patíbulo, donde pide que le pasen una cruz. Atada al poste levantado frente a la hoguera, le prenden fuego. En 1920 es canonizada. (Entre 1300 y 1700 fueron quemadas alrededor de 70.000 mujeres acusadas de brujería).

Fray Giordano Bruno, ordenado sacerdote en 1573 y especializado en teología, llega a ser en Europa uno de los hombres más cultos de su época. Se inclina por la metafísica y la antropología y defiende la libre búsqueda de la verdad. Su incursión en la astrología y las ciencias esotéricas, que lo hace adherir a las tesis de Copérnico, atrae sobre él los ojos de la Inquisición. Y va a dar a una mazmorra de la cárcel de San Doménico, donde siente todo el peso de la barbarie.

Siete años permanece preso, y se le prohíbe hablar con los reclusos, casi todos religiosos, lo mismo que enviar cartas, leer y escribir. Esto último es una real ignominia para su ser espiritual. Cuando llega al poste de la crueldad, le introducen en la boca un objeto de madera que le bloquea la lengua y le impide hablar o gritar, causándole tremenda sensación de asfixia. Luego comienza a arder la pira…

Galileo Galilei, el más importante científico de su tiempo, es recibido por el Papa en señal de tributo a su vasta erudición. Pero como existen teorías suyas que se oponen a lo afirmado por las Sagradas Escrituras sobre el movimiento de los astros, años después la Inquisición ejerce sobre él inauditas presiones para que se retracte de sus ideas. Hasta tal grado llegan las humillaciones y los vejámenes físicos y mentales, que, viejo, enfermo y con la mente obnubilada, abjura de su ciencia con tal de recobrar la libertad. Muere en absoluta ceguera, cerca del monasterio de su hija religiosa, y con él desaparece «la última gran figura del Renacimiento Italiano, el hombre que hizo nacer la ciencia moderna».

Después de leer tantas atrocidades, cabe preguntar: ¿Está en realidad borrada la Inquisición en nuestros días? ¿El fanatismo religioso permite hoy la libertad del alma? ¿No salen del islamismo y del grupo talibán, y de todos los movimientos terroristas del mundo, los nuevos verdugos de la humanidad?

Hay que aceptar que la crueldad y el exterminio, herencia de Caín, jamás abandonarán al hombre en su peregrinaje por la tierra.

El Espectador, Bogotá, 18-X-2001.
Revista Manizales, No. 718, mayo-junio/2002.

 

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Chiquinquirá: oración y cultura

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de asistir en Chiquinquirá al encuentro de escritores que se celebra anualmente, desde hace veintidós años, promovido por la Fundación Cultural «Jetón Ferro», de la que es presidente Raúl Ospina Ospina, veterano periodista a la par que activo líder cívico y cultural de la población.

Javier Ocampo López, presidente de la Academia Boyacense de Historia y analista de la idiosincrasia regional, hizo magnífica exposición sobre la literatura boyacense, desde sus orígenes hasta los tiempos actuales.

Bajo la experta coordinación de Alonso Quintín Gutiérrez Riveras, otro promotor cultural, la lectura de poemas dejó grato mensaje en la concurrencia. Alrededor de ochenta escritores nacionales e internacionales nos dimos cita en la «capital religiosa de Colombia», título ganado por el espíritu de recogimiento que vive la ciudad desde tiempos inmemoriales. En lenguaje chibcha, Chiquinquirá significa «pueblo sacerdotal».

Esplendoroso este santuario de la oración que es la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá. La construcción del templo concluyó en 1812. Desde entonces, Colombia ha admirado esta joya, elaborada con exquisito arte religioso, que año por año atrae nutridas romerías venidas de todas partes. Bolívar, en 1828, llegó a Chiquinquirá acongojado por la derrota de la Convención de Ocaña y se postró ante la Virgen. Y con motivo del cuatricentenario de la aparición de la imagen milagrosa a María Ramos y dos niños que la acompañaban, Juan Pablo II estuvo de visita allí, en 1986.

Chiquinquirá, con más de cincuenta mil habitantes, es el principal municipio del occidente de Boyacá y se encuentra situado a 107 kilómetros de Tunja. La travesía desde Bogotá, por excelente carretera, es de dos horas y media. Pero como hay que disfrutar los atractivos del camino, es preciso alargar el viaje con una parada en Ubaté, para saborear los productos lácteos de la región y la deliciosa comida boyacense; o en la laguna de Fúquene, para admirar el encanto que se esparce sobre el paisaje; o en Sutatausa, para embelesar el alma con la contemplación de este pueblo dormido que parece de ensueño.

La ciudad fue fundada en 1556 por los esposos españoles Antonio de Santana y Catalina García de Islos, y en 1636 adquirió la categoría de municipio. En 1781 se sumó al movimiento de los Comuneros. En 1815, por petición del jefe político del distrito, José Acevedo y Gómez, los padres dominicanos donaron alhajas de oro y plata para apoyar la causa de la libertad. En 1977 se fundó la sede episcopal. Muchos personajes famosos han brotado de esta tierra noble, y enumerarlos sería prolijo.

Baste citar, en el campo de la cultura, a los poetas José Joaquín Casas y Julio Flórez; a los escultores Rómulo Rozo y César Gustavo García; a los académicos Napoleón Peralta Barrera y Antonio José Rivadeneira Vargas; al poeta Homero Villamll Peralta, cantor del alma boyacense, cuyo libro Mi canta por Boyacá es digno de ponderación.

He dejado de último, para enmarcar el encuentro de escritores, a Antonio Ferro Bermúdez, el famoso «Jetón Ferro». De Chiquinquirá he regresado a desempolvar en mi biblioteca el viejo libro de antología titulado La Gruta Simbólica, del que es coautor Ferro, junto con José Vicente Ortega Ricaurte, miembros asiduos de la famosa tertulia bogotana de la gracia, la bohemia, el humor y el repentismo, que funcionó en postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, y la que, según Calibán, «fue la primera y será la última tertulia literaria que en Colombia ha florecido».

Este año, la Fundación rindió homenaje a la poetisa Laura Victoria. Y me invitó, como conocedor que soy de su vida y su obra, a que presentara una semblanza de la colombiana ausente, mi ilustre paisana soatense, radicada en Méjico hace 62 años y que pronto llegará a la cumbre de los 97 años de vida. La poesía sensual de Laura Victoria marcó a comienzos del siglo pasado un hito en la literatura colombiana, y hoy está olvidada por las nuevas generaciones, acaso por la larga ausencia de la autora, que ya es irremediable.

Ella vive con el alma puesta en Colombia. Resultó confortante para el oferente, y enaltecedora para la memoria de la poetisa, la ovación que se escuchó en el encuentro de escritores, como si ella estuviera en sus mejores días de gloria.

El otro escritor agasajado fue Fernando Soto Aparicio, cuya obra múltiple –en los géneros de la novela, el cuento, la poesía, el ensayo, los guiones de cine y los libretos de televisión– lo señala como creador prolífico de las letras nacionales. Sus novelas, escritas con lenguaje vigoroso y diáfano, abarcan la problemática del hombre americano, con el grito de angustias, miserias, esclavitudes, amores frustrados y a veces felices, que pesa sobre la humanidad.

Va a cumplirse medio siglo de la muerte del «Jetón Ferro», humorista extraordinario. Su alma continúa viva en la comarca. Allí, alrededor de su recuerdo, nos hemos reunido unos cuantos quijotes de estos tiempos frívolos y hemos transitado las calles por entre guitarras, tiples, bandolas, requintos y panderetas (cuadro clásico de las romerías), dispuestos a no abandonar los eternos valores del espíritu. Como cosa curiosa, que parece obra del «Jetón», la célebre Guabina chiquinquireña no es guabina sino bambuco. En este ambiente de poesía, cultura, música y oración se siente mejor el alma de la patria.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-2001.

 

 

 

 

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Los abismos de la ira

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La guerra declarada contra El Espectador por el narcotráfico no se detuvo con el asesinato de don Guillermo Cano en 1986, ni con el atentado dinamitero contra la sede del diario en 1989, sino que se trasladó, con la mayor sevicia que haya existido contra cualquier otro periódico, ¿quizá en el mundo entero?, al departamento de Antioquia.

En agosto de 1990 estuve en la ciudad de Medellín, y como viejo lector y colaborador de El Espectador solicité en la recepción del Hotel Nutibara, donde me hospedaba, que todos los días se me pasara dicho periódico. Mi sorpresa fue mayúscula al enterarme de que el diario, desde meses atrás, no circulaba ni en Medellín ni en Antioquia, debido a la época de terror impuesta por Pablo Escobar.

En efecto, los representantes locales del diario habían sido asesinados por el narcotráfico, y los voceadores, amedrentados, no se atrevían a anunciarlo por las calles. Para evitar más represalias y sin duda nuevos asesinatos, El Espectador prefirió retirarse en forma temporal y prudente de la tierra paisa, donde un siglo atrás había nacido con signos tormentosos. Ante semejante noticia, me sentí perplejo y descorazonado.

¿No conseguir el diario de los Cano en su propia comarca antioqueña? Esto era inaudito. ¡Hasta tales abismos habían descendido los fermentos de la ira! Era el único lugar del país donde el periódico estaba amordazado, en plena libertad de opinión del siglo XX, y no por los gobiernos represivos de Núñez, de Reyes o de Rojas Pinilla, sino por el amo y señor de los narcóticos.

Me privé, pues, de leer mi diario el mismo día de su aparición, y este placer tenía que postergarlo, con desazón y dolor, para cada fin de semana, cuando regresaba a Bogotá con aires de libertad. Así, por espacio de dos meses.

Más tarde descubrí que la directora de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Gloria Inés Palomino, recibía todos los días tres ejemplares sigilosos, por correo inmediato, que devoraban en secreto algunos lectores privilegiados de la entidad. Algún día encaminé mi curiosidad a la Piloto, y presencié un espectáculo conmovedor: sobre el mismo ejemplar se inclinaban varios contertulios ansiosos, y podría decirse que en aquel ambiente de peligrosa clandestinidad, ocultos a la ira inexorable del capo, paladeaban el banquete suculento del día.

Cualquier día encontré sobre el escritorio de un alcalde de la región el libro titulado También fui espectador, cuyo autor, José Yepes Lema, al retirarse resentido del periódico, escribió dicho libelo contra los Cano en sus vidas privadas. El libro tuvo escasa circulación nacional, quizá por la intención baja con que había sido concebida la obra, pero en Antioquia llegaba por aquellos días a todas las alcaldías en forma misteriosa. El remitente, según me explicó aquel alcalde, no podía ser sino la mafia reinante, interesada en desacreditar a sus enemigos periodistas en su propia tierra.

El alma me volvió al cuerpo cuando pocos días antes de mi regreso definitivo a Bogotá, acodado en la ventana del Hotel Nutibara, oí de repente que alguien voceaba en plena calle el nombre de El Espectador. Desde la altura en que me hallaba pude presenciar que el valiente muchacho corría por la calle borrosa con un paquete del diario, seguido de numerosos transeúntes que querían adquirirlo. Cuando bajé en busca de mi ejemplar, ya la edición estaba agotada.

Desde entonces, el grito de los repartidores de Medellín fue cada día más vigoroso, y al fin pude hacerme a un ejemplar. En Antioquia estaba a punto de extinguirse la horrible noche cargada de odios viscerales.

Hoy, cuando el periódico vuelve a recibir otro golpe increíble, dentro de su larga y accidentada historia de epopeyas, se me antoja asimilar aquella voz callejera a un grito de libertad, y se me ocurre pensar con optimismo que no será ni imposible ni lejano el día en que El Espectador vuelva a cantarse a diario y con júbilo, como en aquel lejano agosto de mi estancia en Medellín, por todos los caminos de la patria.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-2001

 

Los secretos de Fidel Castro

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Castro confió a la poetisa colombiana Laura Victoria un papel secreto que impidió que un grupo de cubanos fuera expulsado de Méjico.

He leído en El Espectador la noticia sobre la repentina apa­rición de Dalia (o Delia) Soto del Valle, la esposa oculta de Fidel Castro, unión de la que existen cinco hijos varones: Alexis, Alex, Alejandro, Antonio y Ángel. Pocos en la isla sabían de es­ta relación, ya que el caudillo tiene establecido que los asun­tos del Estado no deben mezclarse con la vida privada.

Este suceso corresponde al misterio que rodea la vida de Fidel Castro. El hecho de que los nombres de estos varones comiencen todos por la letra A (caso distinto al de los tres hijos procreados con Mirta Díaz Balart), hace pensar en un enigma curioso. El pueblo cubano no sabe siquiera si su mujer actual, con la que ha tenido larga convivencia, se llama Dalia o Delia.

En mi poder reposa la primera página de Excelsior, correspondiente a la edición del 22 de abril de 1985, que da cuenta del encuentro que tu­vo la poetisa Laura Victoria con Fidel Castro, tres décadas atrás, en la cárcel mejicana donde éste se hallaba detenido junto con el Che Guevara y Ca­milo Cienfuegos, días antes de la revolución cubana.

Laura Victoria, amiga del di­rector de la cárcel y que ejercía el oficio de periodista, era llamada por éste cuando algún colombia­no necesitaba ayuda. Una vez se le informó que una compatriota suya se hallaba enferma, y de in­mediato fue a visitarla. Por ella se enteró de que un grupo de cu­banos estaba listo para ser ex­pulsado del país. Y deseaban hablar con Laura Victoria.

Fidel Castro, apuesto joven de 27 años, paseaba intranquilo por el patio. Al estrecharse las manos, la periodista le manifes­tó que ya lo conocía por el general Bayo, de nacionalidad española (que había dado instrucción militar a los guerrilleros cuba­nos). Castro le preguntó si su amistad con el general era cerca­na. Y ella le dijo que ese mismo día comería con él en casa del pintor Luis Marín Busquets.

Castro, titubeante, deseó sa­ber si podía confiar en ella. Ante lo cual, Laura Victoria lo invitó a que lo hiciera. El preso, que ha­lló convincente la actitud de la periodista, entró al baño y escri­bió de afán un papel. A su regre­so, le dijo al oído: «Debajo de la almohada de la enferma hay una misiva para el general». Más tarde, la colombiana se en­contró con Bayo en la casa del pintor y le hizo entrega del reca­do de Fidel Castro.

Aquel papel secreto impidió que el grupo de cubanos fuera expulsado dos días después en el barco que salía de Tuxpan con destino a la isla. Esto hubiera podido cambiar la historia de Cuba. Laura Victoria, en toda su vida, sólo ha visto a Castro aquella vez. Pero la presencia del caudillo, y lo que para ella –sin ser comunista– represen­taría más tarde como líder de la revolución cubana, le produje­ron hondo impacto.

En 1959, año en que el revo­lucionario entró triunfante en La Habana tras la derrota de Batista, la poetisa fue condeco­rada con la Orden de Martí por el poema épico El caudillo, dedi­cado a aquel preso «muy joven y muy guapo», como lo definió, confinado años atrás en la cár­cel de Miguel Shultz.

El Espectador, Bogotá, 17-VIII-2001.

El olvido de Laura Victoria

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue la poetisa colombiana más famosa en los años 30 del siglo pasado. Nacida en un lejano municipio boyacense –Soatá, la Ciudad del Dátil–, irrumpe en la capital del país como la linda y primaveral provinciana que sorprende a la pacata sociedad de entonces con sus versos imbuidos de fino sensualismo.

El primer literato en descubrir su vocación precoz es Nicolás Bayona Posada, que goza de amplio prestigio como poeta, ensayista y crítico. De ahí en adelante, la revista Cromos y el diario El Tiempo divulgan de continuo sus versos ardientes, que vibran en la ciudad y en Colombia entera como un murmurio de la sangre.

Nacía así en las letras colombianas la precursora de la poesía erótica. «Recibió usted el don divino de la poesía –le decía el maestro Valencia hace 70 años– en la forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura». Laura Victoria es la primera escritora del país que habla sin rodeos de las eternas pasiones del hombre. Valerosa mujer que fue capaz de irse contra las mentiras de una comunidad acartonada y el fanatismo que obnubila las conciencias.

La aparición en 1933 de Llamas azules, su primer libro, constituye un acontecimiento editorial. En la serena capital de trescientas mil almas que es Bogotá por los días en que Laura Victoria inicia su carrera literaria, el poema En secreto repercute como una explosión en el ambiente recoleto de la urbe.

En 1939, abandona su itinerario de triunfos y huye a Méjico con sus tres hijos, abrumada por el rompimiento familiar. Allí ingresa a la diplomacia y más tarde ejerce el periodismo. En Italia se desempeña como agregada cultural de nuestra embajada. Hoy, 62 años después, su vida declina en un silencioso apartamento de Ciudad de Méjico, como una al viento, después de haberlo probado todo: honores, gloria literaria, grandes y tormentosos romances, nombradía nacional e internacional…

En 1988, la visité en Méjico. En aquellas horas de franco coloquio surgía de continuo el nombre de Colombia como un talismán en el destierro. Su dolor de patria estaba vivo como una herida abierta. Al año siguiente vino a Colombia a presentar sus últimos tres libros. Desde entonces, me impuse el reto de escribir su biografía, como un compromiso con mi tierra soatense y como un homenaje a su hija epónima. Esta biografía, que parece una novela, recoge de paso el estilo de las costumbres colombianas (sobre todo las políticas y las clericales) a comienzos del siglo XX, y roza a grandes figuras que cruzaron por la vida de la poetisa, olvidada hoy en su propia tierra.

Ya su nombre no se menciona en Colombia. Los pontífices de las letras y de la cultura parecen ignorar que es ella la autora de la fina entonación lírica con acento sensual que ennobleció el sentimiento humano como nunca antes lo había hecho otra mujer nuestra, y provocó una revolución en la literatura nacional.

El Espectador, Bogotá, 20-VI-2001.

 

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