De periodismo y periodistas
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Me gustó, por lo razonada y categórica, la respuesta que da Carlos Gustavo Cano, presidente de El Espectador, a la columna de D’Artagnan publicada en la edición de El Tiempo del 24 de noviembre. Cuando algo se pone de moda, todo el mundo habla de eso incluso sin conocerlo, y suele incurrir lo mismo en excesos que en omisiones. Pocos son los que guardan verdadera línea de equilibrio y por eso resulta a veces tan difícil distinguir la verdad entre las montañas de información y desinformación que se levantan en los propios periódicos.
Ahora la moda es hablar de El Espectador. Para muchos, el diario se halla al borde de la quiebra y además quisieran verlo desaparecer. Para otros, la disminución de su brío editorial es la que ha causado –más allá del desgaste de las cifras– la crisis económica. D’Artagnan, que parece ubicado en ambos terrenos (aunque no desea la muerte de El Espectador, del que se confiesa «lector voraz»), enjuicia la idoneidad de varios columnistas –muchos de ellos jartísimos, según su expresión, y otros, políticos frustrados–, falla que deteriora la calidad del producto.
Olvida el espadachín de El Tiempo que también en su diario, por floreciente que sea, hay columnistas jartísimos –algunos impotables– y además políticos frustrados que se apropian del espacio que deberían ocupar los verdaderos profesionales del periodismo. En esto de los gustos personales, cada lector es una opinión. D’Artagnan tiene la suya propia, muy respetable –y además muy vehemente– sin que por esto se pueda considerar dueño de la verdad revelada.
Él ya no reconoce en El Espectador al competidor tradicional, «simplemente porque el producto periodístico de los Cano comenzó a aflojar y a perder recursos humanos vitales, no cabalmente remplazados». Eso mismo fue lo que días atrás afirmó la revista Semana, de la que D’Artagnan es también lector. En seguida anota cuáles son los periodistas buenos y cuáles los malos. Añora a importantes figuras que se fueron y enumera los defectos más visibles de los que no están en la lista de sus preferidos. Y se va más allá al manifestar que a periodistas de la talla de Antonio Panesso no les pagan ninguna cantidad por honorarios profesionales.
Sobre esto, el presidente de la entidad le aclara al amigo mal informado, con tono paternal: «Cuando afirmas equivocadamente que no les pagamos un peso a nuestros colaboradores, olvidas que las cuentas de cobro se pasan en facturas privadas y no en artículos de prensa». Por otra parte, el doctor Carlos Gustavo Cano destaca su compromiso de salvar, con el grupo de dirigentes expertos en banca, industria y docencia universitaria que hoy dirige la entidad, el futuro de El Espectador.
Este par de columnas reflejan dos posiciones contrarias: una, urticante, que despotrica contra nombres y sistemas y todo lo ve oscuro; la otra, constructiva, que examina los puntos débiles de la empresa y refrenda la intención de defender el patrimonio periodístico del país que encarna la centenaria institución de los Cano. Una casa hecha en mil batallas, que no puede dejarse hundir en las bataholas del momento, si lo que se busca salvar es la propia democracia del periodismo colombiano.
El Espectador, Bogotá, 7-XII-1996