Un abanderado de la educación y la cultura
Perfiles de un vencedor
Por: Gustavo Páez Escobar
Difícil encontrar en estos tiempos caracterizados por la frivolidad y la falta de liderazgo social, voluntades tan firmes y batalladoras en el servicio a la gente como la de Jorge Enrique Molina Mariño. Al hombre contemporáneo le interesa ante todo su bienestar personal, movido en la mayoría de los casos por el afán de lucro y figuración, y se desentiende de las causas nobles de la humanidad.
Pocas personas como Molina Mariño han desplegado al mismo tiempo tantas actividades, y de tan variada índole. Y han luchado durante toda la vida, sin ahorrar esfuerzos y superando toda clase de escollos, por la subsistencia de las instituciones y el triunfo de los ideales. Es aquí donde se acentúa la vocación de servicio que él practicó hasta el fin de sus días –y cuyos frutos van más allá de su muerte– en diferentes campos de acción: el educativo, el cultural, el deportivo, el editorial, el académico.
Hasta tal punto se encontraba compenetrado con su misión al frente de la Universidad Central, que en su lecho de enfermo, ya con el presentimiento de su muerte cercana, realizó varias sesiones de trabajo como si estuviera en pleno ejercicio del cargo. Como si cualquier dilación perjudicara la marcha de los programas. Tal vez en la soledad de la clínica alternaría con la parca, como jugando una partida de póker o de ajedrez, con la galantería y el humor que lo agraciaban.
La última vez que lo vi fue en la casa de Virgilio Olano Bustos, un mes antes de su fallecimiento. Me pareció decaído (circunstancia extraña en él, que siempre irradiaba entusiasmo), y así lo comenté con mi esposa. Ignorábamos que se hallaba enfermo. Hacía grandes esfuerzos para sobreponerse a la severa afección que lo aquejaba desde días atrás, la que ocultaba a sus propios amigos con la intención –muy explicable en su personalidad– de que no se le creyera disminuido para la lucha diaria.
La agitación de las ideas
Desde joven fue un apasionado del Derecho. Convirtió esta disciplina en el equilibrio de su vida. En el derrotero de sus actos. Cursó bachillerato en el Colegio Antonio Nariño, y el título de abogado lo obtuvo en el Externado de Colombia. En la Universidad Nacional se especializó en derecho laboral. En París adelantó un posgrado en derecho público, y otro en Estocolmo en economía cooperativa.
En los predios de la Universidad Nacional, a la que se vinculó como profesor, ingresó a un movimiento marxista. También fue profesor del Externado de Colombia, y en ambas instituciones dejó rastros de su agudeza mental. La fiebre del marxismo, que a tantos apasionaba por aquellas calendas, irrumpía en el país con sus postulados de redención popular. La filosofía del capital y el trabajo avivaba fuertes polémicas en Europa, con naturales repercusiones en el continente americano y los consiguientes efectos en el ámbito universitario. Esto daba lugar a vibrantes manifestaciones en pro y en contra de las doctrinas en boga.
Profesionales inquietos como Molina Mariño, picados por las tesis novedosas del pensador alemán, tomaban partido en sus filas y debatían con vehemencia el nervio de tales postulados. Este clima ideológico fomentaba la cultura y fortalecía la vida de los círculos literarios, que tanto proliferaban por aquellos días.
Molina Mariño no era literato de vocación, pero sí observador inteligente y sagaz. En aquellos encuentros tuvo el primer contacto con las letras. La ardentía marxista no sería en él de larga duración, como ha sido la nota común en quienes buscan reformar el mundo en el despertar de los primeros brotes de insatisfacción social. Ellos, por lo general, acogen en sus mocedades el código revolucionario de Marx como la tabla suprema de salvación. Y luego encuentran otros caminos. Otras soluciones.
De esa agitación de ideas brotaría su futuro liberalismo. Su posición fue siempre de izquierda democrática. Deslumbrado por las figuras proceras de Bolívar y Santander y atraído por sobresalientes caudillos de este siglo, como López, Santos y Gaitán, recibía nítidos sus mensajes como incitación a la lucha social.
En los últimos tiempos, el carácter de combatiente y reformador de Carlos Lleras Restrepo lo sedujo de tal manera, que lo consideraba el estadista más notable del país en los tiempos contemporáneos. Quizá en el presente siglo. En esta línea de sus convicciones, soñó con que Otto Morales Benítez, prohombre de fibra llerista y honda vocación democrática, a la par que ilustre escritor y pensador, llegara a la Presidencia de la República. La Universidad Central, foro de ideas y fábrica de cultura, ha contado con la participación activa de Morales Benítez en los grandes debates que allí se suscitan sobre la vida nacional.
Molina Mariño no fue político de carrera –y tal vez le gustó serlo–, pero sí hombre de conducta liberal en el amplio sentido de la palabra. En su vida privada y en su cargo rectoral practicó principios tan relevantes como el respeto a las ideas ajenas, el derecho de disentir, la ética ciudadana, la libertad de cátedra, la libertad de expresión, la disciplina moral, la dignidad humana, el trabajo laborioso y creativo. Ejercía la política dentro del noble concepto de trabajar con pasión por Colombia y su gente, para lo cual apoyaba desde el claustro universitario, cuando no los originaba allí, vigorosos programas tendientes a elevar el nivel de vida de sus compatriotas.
Las lides del Derecho
Nació en Bogotá el 12 de julio de 1932. Y aquí residió toda la vida. Sus ausencias fueron esporádicas. Una de ellas, cuando de 21 años adelantó la judicatura en el municipio de Pandi, situado a 102 kilómetros de la capital. De regreso en Bogotá, en los años sucesivos se desempeñó en diversos campos del Derecho: auxiliar de la justicia laboral, juez del trabajo, árbitro del Gobierno en varios conflictos laborales, miembro de la comisión de prestaciones del Instituto de Seguros Sociales, conjuez de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Si hubiera seguido en esa dirección, sin duda habría coronado elevadas posiciones oficiales.
De pronto dio un salto a la empresa privada. Este cambio de rumbo dejaría atrás las pretensiones del abogado que iniciaba la carrera judicial y aspiraba a la alta magistratura. Pero pensó que su temperamento no se acomodaría en los fríos ambientes legislativos, por honoríficos que fueran. Carecía de vocación de burócrata. No quería fosilizarse. En cambio, anhelaba el destino del ejecutivo. Del creador independiente.
Conservó la plataforma del Derecho como orientadora de sus acciones y se mantuvo en contacto con los cuerpos colegiados de su profesión como una fórmula para oxigenar el espíritu y recrear el alma. Escribió numerosos artículos en revistas especializadas en asuntos jurídicos. Realizó estudios sobre los tribunales de arbitramento como solución de conflictos colectivos del trabajo, y sobre asuntos constitucionales relacionados con la universidad en Colombia y en Latinoamérica.
Los hilos de la sociedad
Abandonada la carrera judicial, se vinculó como abogado de Cárdenas & Peña, prestante firma inmobiliaria. Esta actividad lo puso en contacto con gente de la sociedad y la política, como Jairo Escobar Cifuentes, tesorero y contralor de Bogotá por varios años, quien con su esposa María Eugenia Villegas, reina de belleza de la ciudad, serían sus padrinos de matrimonio.
La boda se realizó en Girardot. Bajo el trópico del puerto y el arrullo de las aguas del Magdalena, el joven abogado unía su destino con el de la bella dama de sus sueños, Gloria Zambrano. Y llegaría el hijo único –bautizado también Jorge Enrique– a prolongar los lazos del amor y la estirpe.
Finalizando el año 1994, Jorge Enrique júnior regresó de Londres con un posgrado en administración de negocios, luego de obtener en la Universidad Piloto de Bogotá el título de ingeniero de sistemas. El orgulloso progenitor hacía gala de su hijo ante el amplio círculo de sus amistades y le daba las primeras clases de ingreso a la sociedad. Éste es hoy un promisorio profesional que repite los pasos de su maestro, y en quien comienza a cumplirse la ley de la raza: hijo de tigre sale pintado.
Molina Mariño había penetrado en forma casi insensible en el esquivo mundo social. Dotado de franca simpatía y ánimo despierto, fino en los ademanes y con ideas interesantes a flor de labio, surgía con naturalidad en los altos círculos mundanos. Su alma era permeable a esas temperaturas, las mismas que habían calentado el alma palaciega de Alberto Ángel Montoya, el bardo frecuentador en su ardiente juventud de los salones suntuosos, y que «amaba el vino, la mujer y el juego».
El futuro rector sabía que las grandes decisiones se toman en los dorados recintos de la sociedad. Fuera de ellos, para ciertos fines, no hay salvación. Era preciso captar sus secretos. Conocer sus reglas. En los clubes (nunca lo olvidaría), no sólo se relacionan las personas: también se aprenden estrategias. Con las aletas de pez de la aristocracia era posible lograr los objetivos que se proponía. «Dame una palanca y moveré el mundo».
Nuestro personaje iniciaba el camino de la búsqueda. Tenía que encontrar las llaves mágicas que abren puertas y otorgan privilegios. Sabía, por supuesto, que el sólo rótulo de tertulio de club no era suficiente. Para brillar en la sociedad había que agrandar el equipaje con otros requisitos de más peso: la virtud, el saber, la dignidad, la ética… Practicándolos, veía que cada vez llegaba más lejos. Para responder a los grandes retos había que recorrer mucho mundo. Ganarse la voluntad de la gente. Tocar en muchas puertas. Leyó los principios de Peter y descubrió las técnicas para luchar y vencer. De Maquiavelo extrajo las reglas del buen gobernante.
Sin relaciones públicas, rama en la que descollaría de manera excepcional, no sería viable el éxito. En síntesis, para captar la humanidad era necesario frecuentar el mundillo de los clubes, en medio de sus grandezas y espejismos, de sus humos y lisonjas. «El mundo es bueno –dice la novelista Vicki Baum, tan conocedora de la especie humana–, pero a condición de mirarlo en conjunto y sin reparar en los detalles».
Como socio del Club de Abogados, sobresalió tanto por su sociabilidad como por su compañerismo. Sus colegas vieron en él una garantía institucional y lo nombraron presidente. Allí se discutía la conveniencia de trasladar la sede al norte de la ciudad. Bogotá, al extenderse cada vez más en esa dirección, imponía nuevos criterios de urbanismo. Pero nadie tomaba la batuta. La tomó Molina Mariño, y se efectuó el traslado a una confortable mansión de la calle 91 (es decir, una corrida de 80 cuadras). Por este hecho, su nombre está grabado en la memoria del centro social
Pasión creadora
La Universidad Central fue su álter ego, su sangre, su razón de ser. Algo más: su amorosa obsesión de todas las horas. Él era más que el rector: el gerente, el financista sensible a los apremios del dinero, el planeador de estrategias, el motivador del ánimo colectivo, el buscador de triunfos. Sabía que para vencer era indispensable trabajar con denuedo y sacrificio, con alma noble y capacidad de entrega, como herramientas necesarias para afianzar el desarrollo y prestar servicio social.
En 1965, un grupo de personas emprendedoras (Alberto Gómez Moreno, Rubén Amaya Reyes, Jorge Enrique Molina Mariño, Elberto Téllez Camacho, Raúl Vásquez Vélez, Darío Samper Bernal, Eduardo Mendoza Várela y Carlos Medellín Forero) concibieron la idea de fundar una universidad. Una universidad diferente a todas.
Deseaban honrar la memoria de Bolívar y Santander, los forjadores de la universidad latinoamericana, que en la época de la Gran Colombia dispusieron la creación de tres universidades con el nombre de Central en las capitales de los departamentos de entonces (Cundinamarca, Venezuela y Ecuador). Sólo en Colombia había desaparecido la entidad.
En 1966, nacía la Universidad Central. En una casa modesta, con pocos elementos de trabajo y precarios recursos económicos, con reducido número de alumnos y profesores, y casi con las uñas, pero siempre con la vista en alto, los fundadores habían sembrado una idea. Una idea revolucionaria. No se dejaron dominar por el desaliento ni amilanar por el sinnúmero de complicaciones que surgían por doquier. Se creían dueños de su propio invento, con convicción, con alegría, con esperanza en el mañana.
Jorge Enrique Molina, lleno de coraje y optimismo, confiaba en el poder del espíritu para crear futuro. Desde entonces era líder. Miraba la vida con grandeza. Motivaba a sus compañeros para no desfallecer, para superar los tropiezos, para desoír las consejas, las intrigas y las cosas vanas que cercenan las mejores intenciones. En los comienzos de la organización, fue profesor y miembro del Consejo Superior. Más tarde, secretario general. El cargo preciso para blandir sus armas de combatiente.
Del grupo inicial, quienes se mantuvieron más en contacto a lo largo del tiempo, unidos siempre en las buenas y en las malas horas, y peleando hombro a hombro y sin desmayo por la suerte de la empresa, fueron Molina, Amaya y Gómez: los tres mosqueteros. Esta agrupación de valientes desafió todos los retos y resistió todos los temporales. Hoy, 30 años después, es fácil saber por qué la Universidad Central llegó tan lejos: tenía sangre de vencedores.
Consolidación de esfuerzos
Conforme crecía la entidad eran más fuertes los nubarrones que aparecían en el horizonte. En sus 30 años de funcionamiento, la Central no ha hecho otra cosa que cambiar de medidas. Su metamorfosis a la realidad actual ha implicado la actualización continua de los sistemas educativos para ajustarse a las exigencias de cada época, y la compra silenciosa de lotes para evolucionar de manera armónica frente a los vaivenes del tiempo.
Había que sopesar el crecimiento precoz y el futuro retador. Jorge Enrique Molina fue un futurista obsesivo. El presente sólo lo utilizaba como trampolín para lanzarse a nuevas empresas. Nunca se detuvo. Ni se durmió sobre los laureles. Empujaba a los que no marchaban a su mismo ritmo. No conoció el descanso y tampoco se dejó ganar de la fatiga.
Cuando llegó a la rectoría (que desempeñó en dos ocasiones, por espacio de 25 años) ya poseía meridiana claridad para otear el camino. Sabía lo que tenía que hacer. Y lo que no debía hacer. Su criterio era maduro; sus propósitos, firmes; su entusiasmo, vital; su fe, inquebrantable. ¿Qué más condiciones pueden pedirse para triunfar en la vida?
Entró a remover obsoletos criterios educativos del país. Combatió la ortodoxia universitaria. A su institución le inyectó dinámica y humanismo. La volvió un hervidero de ciencia, arte, literatura y foros abiertos a todas las ideologías. No podía ser recinto cerrado: tenía que ser pluralista. Había que emancipar la cultura. Estimuló el talento nacional. Creó conciencia de patria. La pauta trazada por Bolívar y Santander de democratizar la universidad tuvo eco en su espíritu guerrero. Esto se llama ser revolucionario, de los buenos.
Y ya lo tenemos sentado en su silla rectoral. El número de alumnos aumenta en forma vertiginosa. De igual manera crece la angustia. No hay dinero. Todo escasea. La pobreza rampante es el signo más visible de la casa, cuyo rótulo de «Universidad» parece quedarle grande. Los alumnos no caben en las aulas.
Un testigo de aquella dura época, Gerardo Vargas Velásquez, vicerrector de Desarrollo, me cuenta que su lugar de estudio era una casa destartalada –a la cual le temblaban las paredes y tablados– que se había arrendado en el sur de la ciudad. Es la manera de decir que toda la institución temblaba en medio de apuros y zozobras. Eso les sucede a las obras que se proyectan con criterio de futuro: rompen todos los diques, se salen de todas las previsiones. La Central, que siempre ha desbordado sus linderos, está hoy ramificada en distintos sitios de la ciudad. Como no nació con alma tímida, no se ha parado en pequeñeces.
Una lección elocuente
La acometida de la finca raíz se dirigió hacia dos manzanas deterioradas –foco de prostitución clandestina y callejera– que colindan con el centro universitario. Zona de vergüenza pública que era preciso recuperar, como ya ocurrió, para limpiarle la cara sucia a la triste cenicienta vilipendiada. El enlace de lotes significa hoy una fuerza poderosa para rectificar la incuria de las autoridades bogotanas. Detrás de esta operación calculada tenía que existir una mente superior. La mente de un estratega: Jorge Enrique Molina Mariño.
El mejor regalo que él le hará a su cuna nativa será una moderna construcción en aquella zona. Hoy, ya ausente de la escena del mundo, se piensa establecer allí, para honrar su memoria, el mejor centro cultural de la ciudad, que desde luego llevará su nombre. Los directivos del instituto, fortalecidos ahora con la presencia de Otto Morales Benítez en el Consejo Superior, e imbuidos del ímpetu reformador que les transmitió el maestro, proseguirán en la tarea de remozar la dejadez capitalina.
Esto en cuanto se relaciona con el centro de la ciudad. En la calle 75, a donde se trasladó parte de la organización (y mirar al norte es mirar al futuro), se levantará otra sede digna de aquel pujante sector.
Pensar en grande
Son 8.000 estudiantes, entre diurnos y nocturnos. Parece una fragua que nunca se apaga. Lumbre perenne de la enseñanza. Pocos municipios superan esa población estudiantil. Avanzando en estos apuntes sobre la entidad y su héroe, me pregunto: ¿qué pensarían los fundadores al comparar los 8.000 alumnos actuales con los 12 de la primera clase? ¿Qué pensaría, en sus horas de asombro y cavilación, el rector bolivariano (démosle este título inequívoco) ante tamaña masificación que en ocasiones amenazó salírsele de las manos?
La Universidad, interpretando las tendencias del mundo actual, estructuró nuevas carreras para responder a la concepción futurista de que atrás se habló. El plan es extenso: contaduría, mercadología, administración de empresas, economía, varias ingenierías (de sistemas, de recursos hídricos, mecánica, electrónica, publicidad profesional, publicidad y mercadeo, periodismo, ciencias tributarias, estudios musicales…) No se encuentran dentro de los afanes prioritarios del instituto las carreras tradicionales, y fomenta en cambio otras ramas con mayor provenir para Colombia y el estudiante.
La contaduría es la carrera insignia. Édgar Nieto Sánchez, primer egresado de esta facultad, fue su decano por espacio de 18 años y la hizo sobresalir en el mundo universitario. La facultad de música goza de gran notoriedad, como lo acredita su famosa coral, que tantos aplausos recibe. El Cine Club Centralista, con 21 años de existencia, mantiene constante actividad a través de foros, talleres de trabajo y seminarios internacionales.
Las letras y el humanismo, bajo la batuta de Álvaro Rojas de Espriella, vicerrector académico, son una de las columnas vertebrales de la casa. El taller de escritores, con 15 años de actividad, que dirige Isaías Peña Gutiérrez, goza de renombre nacional. El grupo de teatro da pasos grandes en la conquista de nuevos escenarios.
Sólo una huelga se ha presentado en la Universidad y fue la ocurrida en el año 1973. De esa experiencia salieron positivas lecciones, tanto para los directivos como para los estudiantes.
Tal el aire que se respira en los predios centralistas. Es una cátedra constante de superación humana. Las clases populares tienen allí terreno abonado para estructurar la mente y captar conocimientos amplios para las defensas de la vida en este mundo reñido y siempre cambiante.
La fe encendida
Jorge Enrique Molina concibió la casa de estudios como un faro abierto a todas las inquietudes, donde el rigor científico jugara con los principios de la dignidad humana y la tolerancia ideológica. Encendió la fe en los ideales. Sembró la semilla de la responsabilidad individual. Y se comprometió, ante Dios y ante la Patria, a formar profesionales aptos y ciudadanos de bien.
Nunca discriminó a los profesores por sus creencias. Pero exigía una norma fundamental: el amor por Colombia y el respeto a principios democráticos. Cuando la Universidad Central cumplió 25 años lanzó este lema: «25 años con la democracia, la cultura y el humanismo».
De las aulas centralistas han salido 11.000 profesionales. Son 11.000 árboles plantados en todos los terrenos para que florezca el país. Ejército de patriotas que marcha en todas las direcciones, con su bagaje de conocimientos y virtudes, como soporte de la sociedad.
El mundo de las publicaciones
La Universidad Central es, por otra parte, formidable taller de artes gráficas. Su rector era un mago para conseguir dinero, y un mago para invertirlo en beneficio social. Su don de relacionista le abría puertas y posibilidades. Conocía el poder de la publicidad como moderno sistema de avance empresarial, y al mismo tiempo como estímulo para el rendimiento individual. Buscó que la imagen del organismo se mantuviera fresca en los medios de comunicación.
Estadistas, ministros, altos funcionarios oficiales, magistrados, periodistas, académicos, escritores, diplomáticos… fueron sus aliados en esta cruzada. Utilizó las relaciones públicas –mientras en las aulas se cocinaba a todo vapor la ciencia educadora– para elevar su centro de estudios a los primeros planos de la vida nacional.
No ignoraba la importancia del escritor como el personaje culturizador por excelencia, y por eso se preocupó al máximo, en esfuerzo perseverante, por editar sus obras. Narradores, ensayistas, académicos, científicos, historiadores tuvieron en él un mecenas excepcional. Pocas universidades, para no hablar de los organismos oficiales, donde el apoyo al escritor es por lo general excluyente o elitista, pueden mostrar los resultados de la Central.
¿Cuántos libros publicó? El propio rector no lo sabía a ciencia cierta. Y no tenía afán en contarlos. Lo que en realidad le interesaba era incrementar el ritmo de las ediciones; que la imprenta llegara a más autores; que se rescataran valiosas obras ocultas; que se conocieran nuevos talentos.
El primer libro o folleto (no he podido saberlo con precisión, y menos obtener un ejemplar) fue un tratado sobre ajedrez, escrito por el campeón Miguel Cuéllar Gacharná. Vino luego una serie constante sobre los más variados temas. Varias de esas obras representan verdaderos sucesos editoriales. La última, que circuló con la tradicional tarjeta de saludo del rector humanista (mientras él libraba su último combate en la Fundación Santafé, donde moriría) es la titulada Valoración múltiple sobre León de Greiff, de Arturo Alape.
Hacia 1974 nació la serie bibliográfica. Desde entonces han aparecido unos 120 títulos, entre ellos, los 42 volúmenes de Hojas Universitarias, la revista que se considera el libro mayor de la Universidad, tanto por su extensión como por la calidad de los temas y el prestigio de sus autores. Este sustancioso libro reúne a sobresalientes figuras de las letras y el pensamiento y está catalogado como uno de los vehículos más representativos de la cultura nacional.
Otras ediciones, internas o externas, se suman a esta labor editora que ha consumido toneladas de papel. Algunas son periódicas, otras eventuales. Unas divulgan temas específicos de las facultades, otras registran hechos especiales. Estos son algunos de los títulos: Hojas Económicas y Hojas Administrativas (revistas); El Centralista y El Punto Central (periódicos); La Nueva Ola y Temas Humanísticos (revistas del Departamento de Humanidades y Letras); Cuadernos de Apoyo (serie didáctica); Nómadas (revista del Departamento de Investigaciones).
El deporte como fuente de energía
Alguien que conoció a Jorge Enrique Molina desde su juventud me cuenta sus iniciales aficiones al deporte. En aquellos tiempos fue campeón de ping pong y de ajedrez. Este hecho explica su actuación futura en la actividad deportiva del país, que le hizo ganar otro liderazgo nacional. Al morir, era tesorero del Comité Olímpico Colombiano.
Según Giraudoux, «el deporte delega en el cuerpo algunas de las virtudes más fuertes del alma: la energía, la audacia, la paciencia». Dice el mismo autor, con fina y sabia dosis de humor, que «el deporte es una carrera hacia la limpieza». La limpieza física y la limpieza del alma, es lícito agregar.
Esta compostura determinó un rasgo notorio en el carácter polifacético de Molina Mariño. Aprendió de los griegos que el atletismo, dispensador de equilibrio y armonía física, ennoblece y tonifica el espíritu. Tenía alma de deportista. Destreza de jugador. Talante de estratega. El arte de la escaramuza lo perfeccionó en estos lances. El ajedrez le sirvió de ejercicio mental para hacer jugadas maestras. De él sacó la habilidad para moverse en los escenarios del mundo. Para ejecutar actos audaces. En los tableros de ajedrez y en los tableros de la sociedad movía con ingenio reyes, damas, caballos, peones, alfiles, como en un campo de guerra. Y propinaba jaques contundentes a quienes pretendieran derribarlo.
Tal vez el juego ciencia era su pasión más arraigada. ¿Por qué? Por ser símbolo de la vida. En ese campo magnético, más que en las mesas de los casinos, donde la suerte es azarosa, se ejerce la capacidad de análisis, se desarrolla el olfato de penetración, se estimula el nervio de la astucia, se demuestra el poder de la inteligencia. La concentración o la impaciencia, tan connaturales al jugador, rigen también el diario vivir.
Su apartamento era un museo al ajedrez. Dejó 120 tableros de las más extrañas procedencias y los más refinados diseños. Como viajero internacional que era, traía ejemplares exóticos de lejano países y culturas diversas (la china, la persa, la rusa, la griega…) y los acumulaba uno tras otro, con infinito placer, como un tesoro en eterno resplandor. En los predios de la Central construyó el Minicoliseo de Ajedrez.
Su campo educativo, rebosante de juventud y energía, vibra con el motor de los deportes. Los equipos centralistas se han ganado muchos premios nacionales e internacionales. Cinco veces han sido campeones universitarios del país. La Universidad, para estimular esta afición, que también es disciplina y motivación de la vida, premia con becas de sus propias facultades a quienes se destacan por su alto rendimiento deportivo.
Político frustrado
El político latente que había en él hizo que en 1990 se lanzara a una campaña para conseguir, a nombre de la universidad colombiana, una curul en el Congreso. Un grupo de rectores y exrectores encabezó el movimiento y logró conquistar el entusiasmo de la juventud. Esta alternativa suscitó interés nacional. Se trataba de oxigenar la atmósfera política, carcomida por la corrupción, el narcotráfico y el deterioro moral, para entrar a depurar las costumbres y ofrecer fórmulas de redención popular.
Por primera vez se buscaba que la universidad tuviera activa participación en las grandes decisiones nacionales. Su compromiso era con la patria. Molina Mariño, que encabezaba la lista como primer suplente al Senado, era crítico agudo de la decadencia reinante. Por la televisión, refiriéndose a los mayores enemigos actuales de la democracia, manifestó que «el clientelismo es parecido al narcotráfico».
Triunfó el movimiento. Y Molina Mariño fue senador de la República. Al asistir a las sesiones, vino el desencanto. Quien encabezaba la lista, concejal de Bogotá y profesor universitario, fue enjuiciado por faltas contra la moral. Esta situación oculta de su compañero de fórmula reñía con sus principios éticos. Esto determinó su renuncia a la investidura parlamentaria. El episodio señala, al margen, que lo que se proponía lo conseguía. No hizo la carrera de político, pero consiguió llegar al Congreso.
Esta frustración le hizo acrecer su dolor nacionalista al presenciar la época convulsionada que le ha tocado vivir al país en los últimos años. Así conoció mejor la decrepitud de la clase política, que él quería regenerar y no lo dejaron. Desengañado, pero no derrotado, continuó haciendo patria en sus rediles universitarios.
Lluvia de honores
No fueron pocos los reconocimientos que recibió en vida. Otros muchos han comenzado a tributársele después de muerto. Veamos, en forma somera, algunas de las exaltaciones que tuvo en los distintos campos donde actuó.
Fue vicepresidente y presidente de la Asociación Colombiana de Universidades. Presidente del Consejo Nacional de Rectores. Primer vicepresidente de la Unión de Universidades de América Latina –UDUAL– (la entidad universitaria más antigua del mundo y más respetable de los países latinoamericanos). Socio de la Organización Interamericana de Universidades.
Miembro de las siguientes academias y asociaciones: Sociedad Bolivariana de Colombia, Sociedad Francisco de Paula Santander, Instituto Sanmartiniano (vicepresidente), Asociación Bernardo O’Higgins, Academia Colombiana de Jurisprudencia, Sociedad Nariñista de Colombia, Club de Abogados (presidente), Sociedad Económica de Amigos del País, Comité del Instituto Colombiano para la Educación Superior, Instituto Colombiano de Estudios Latinoamericanos, Confederación Colombiana de Deporte, Comité Olímpico Colombiano, Academia Colombiana de Contadores Públicos, Procultura, Sociedad Iberoamericana de Periodismo, Federación Colombiana de Ajedrez (presidente), Federación Internacional de Ajedrez, Comité Permanente de los Derechos Humanos. Preparaba su ingreso a la Academia Colombiana de Historia, y era socio de las de Boyacá, Quindío, Santander y Norte de Santander.
Adiós al campeón
Murió el 18 de noviembre de 1995. Cuando su secretaria me llamó a avisarme la infausta nueva, me surgió la idea, como una confortante ficción, de que el ilustre amigo, luchador tesonero de la cultura y gran mecenas de escritores, había muerto en ambiente de libros, vino y poesía, en aquella memorable velada cumplida un mes antes en la residencia del médico Virgilio Olano Bustos, también escritor y académico, donde se celebró el XXX aniversario del Círculo Literario de Bogotá.
Preparaba con emoción los 30 años de la institución. Era él mismo el que cumplía años. Esta efeméride gloriosa hará crecer en 1996 la imagen del gran ausente. Y él seguirá vivo, para siempre, en el recuerdo del claustro y de quienes seguimos de cerca su misión creadora y admiramos su prodigiosa vitalidad puesta al servicio de Colombia y de las causas nobles del hombre. Bogotá le testimoniará su afecto y gratitud. Y la patria lo ungirá como uno de los grandes forjadores del progreso.
Su vida tiene acento de epopeya. Su obra maestra está cumplida. El campeón ya dio el jaque mate. Nada le quedó por ejecutar. El juego ha terminado. Puede, por lo tanto, descansar en paz. Los versos de Neruda que él pronunció en los 25 años de la Universidad, hacen que sean los mismos, por amable ironía del destino, con los que vuela a la eternidad:
No hay una sola gota de odio en mi pecho.
Abiertas van mis manos esparciendo las uvas en el viento.
Navegué construyendo la alegría.
Que el amor nos defienda.
Que levante sus nuevas vestiduras la rosa.
Que sea repartido todo canto en la tierra.
Que suban los racimos.
Que los propague el viento. Así sea.
Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 44, Bogotá, noviembre de 1997.