Treinta años de la Universidad Central
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
En 1965, un grupo de personas emprendedoras (Alberto Gómez, Rubén Amaya, Jorge Enrique Molina, Elberto Téllez, Raúl Vásquez, Darío Samper, Eduardo Mendoza y Carlos Medellín) concibieron la idea de fundar una universidad. Deseaban honrar la memoria de Bolívar y Santander, que en la época de la Gran Colombia dispusieron la creación de tres universidades con el nombre de Central en países latinoamericanos. Sólo en Colombia había desaparecido la entidad.
En junio de 1966, nacía en Bogotá la Universidad Central. En una casa modesta, con pocos elementos de trabajo y precarios recursos económicos, y casi con las uñas, pero siempre con la vista en alto, los fundadores habían sembrado una idea. Una idea revolucionaria. No se dejaron dominar por el desaliento ni amilanar por el sinnúmero de complicaciones que surgían por doquier.
Un testigo de aquella dura época, Gerardo Vargas Velásquez, hoy vicerrector de Desarrollo, me cuenta que su lugar de estudio era una casa destartalada –a la cual le temblaban las paredes y los tablados– que se había arrendado en el sur de la ciudad. Es la manera de decir que toda la institución temblaba en medio de apuros y zozobras. Hoy, 30 años después, es fácil saber por qué la Central llegó tan lejos: tenía sangre de vencedores.
Jorge Enrique Molina, el líder mayor de este grupo de quijotes, fue un futurista obsesivo. Cuando llegó a la rectoría (que ejerció en dos ocasiones, por más de 20 años, y al frente de ella murió en noviembre de 1995) ya poseía meridiana claridad para otear el camino. Sabía lo que tenía que hacer. Y lo que no debía hacer. Su criterio era maduro; sus propósitos, firmes; su entusiasmo, vital; su fe, inquebrantable.
Su propósito más acariciado era la expansión del centro docente. La acometida de la finca raíz, que se ejecutó en forma silenciosa a lo largo de los años, se dirigió hacia dos manzanas deterioradas –foco de prostitución clandestina y callejera– que colindan con el centro universitario. Zona de vergüenza pública que era preciso recuperar para lavarle la cara sucia a la triste cenicienta vilipendiada.
El mejor regalo que el rector fallecido le hará a su cuna nativa será una moderna construcción en aquella zona. Ya ausente él de la escena del mundo, se piensa establecer allí, para honrar su memoria, el mejor centro cultural de la ciudad, que desde luego llevará el nombre de Jorge Enrique Molina. Esto en cuanto se relaciona con el centro de Bogotá. En la calle 75, a donde se trasladó parte de la organización, se levantará otra sede digna de aquel pujante sector.
La Central cuenta hoy 8.000 estudiantes, entre diurnos y nocturnos. Y 11.000 egresados. Parece una fragua que nunca se apaga. Interpretando las tendencias del mundo contemporáneo, creó nuevas carreras para responder a la concepción futurista de que atrás se habló. La contaduría es la carrera insignia. Édgar Nieto Sánchez, primer egresado de esta facultad, fue su decano durante 18 años y la hizo sobresalir en el país entero.
La Central es, por otra parte, formidable taller de artes gráficas. Pocas universidades, para no hablar de los organismos oficiales, donde el apoyo al escritor es excluyente o elitista, pueden mostrar los resultados de la Central.
Hoy, en esta efeméride digna de encomio, ocupa la rectoría José Luis Gómez Valderrama, anterior presidente del Consejo Superior. Su compromiso con la idea de los fundadores y su clara vocación humanística y universitaria lo convierten en el líder del momento, en cuyas manos está seguro el porvenir de este formidable esfuerzo que tantos frutos le ha dado al país.
El Espectador, Bogotá, 22-VI-1996