La isla del tesoro
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El único sitio de Colombia donde los taxistas ceden el paso a los peatones es la isla de San Andrés. Si alguien sabe de otro, que lo señale. Así crecería el estrecho catálogo del civismo, un artículo en extinción. Si se trata de Bogotá, los taxistas, que por su despotismo y brutalidad se han convertido en enemigos públicos, atentan a todo momento contra la vida de los pobres transeúntes que no saben cómo ganar la acera en medio de los atropellos sin cuento de la urbe endemoniada.
En San Andrés, salido yo de mi infierno capitalino, quedé desconcertado con el dato que comento. Al principio, supuse que se trataba de una explicable lisonja para la hermosa caminante que buscaba atravesar la vía. Más tarde, otro taxista hacía lo mismo con un abuelo despistado. Y luego me tocó el turno a mí, que no puedo seducir a nadie con mis atributos físicos, y que tampoco, para consuelo de los míos, que me acompañaban en la travesía, he llegado a la condición de vejete atontado.
Otra virtud sobresaliente en la isla, que un amigo se niega a creerla por haber tenido años atrás la experiencia contraria, es la del aseo. Algo extraño ha sucedido allí en los últimos tres años. No sé si la cara limpia que presenta hoy San Andrés, y que hace juego con el espectáculo de sus vitrinas esplendorosas y sus locales remozados, se deba a alguna hechicería de su gobernador, el brujo Simón González. De todas maneras, en el ambiente flota una sensación de tersura, de orden, de conciencia cívica. En cualquier forma, a San Andrés es mejor ir en época de temporada baja, cuando el comercio se halla en reposo y los turistas pueden circular sin asfixias por playas y calles, entre las venias de los taxistas.
Y ya que hablamos de brujerías, voy a lanzarle un reto a Simón el Mago. Las deficiencias del agua y la luz han sido los problemas mayores que han tenido que soportar, desde tiempos inmemoriales, nativos y turistas. Dejemos el agua salada para el mar y confiemos en que algún día circule el agua dulce por los grifos del acueducto. ¿Será posible esta transformación, ilustre gobernador, para antes de concluir su mandato?
Ojalá usted, en llave perfecta con el alcalde local, influya con sus poderes mágicos para que el agua potable y la luz sin titubeos alegren el alma de los sanandresanos. ¿Y qué decir del aeropuerto? Es un lunar en mitad del paraíso. Un elefante blanco que nadie ha logrado concluir y que reclama mayor acción para que la obra cumpla al fin su objetivo de aeropuerto internacional.
El archipiélago de San Andrés y Providencia, descubierto en 1629, fue centro de piratas (con el señuelo de las riquezas y las aventuras marítimas) peleado por españoles, ingleses, holandeses y franceses. Esto provocó una ocupación militar por espacio de 36 años. En 1793, en virtud del Tratado de Versalles, Inglaterra reconoció a España la soberanía sobre el archipiélago. En 1853 se abolió la esclavitud. Y cien años después, ya como posesión colombiana, se constituyó como puerto libre.
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Henry Morgan, un filibustero inglés que durante largo tiempo se dedicó a atacar las colonias españolas en las Antillas, saqueando las ciudades de Maracaibo y Panamá y la costa de Nicaragua, eligió a San Andrés como base de sus aventuras y allí, según la leyenda, escondió su famoso tesoro. Esta fortuna parece que vibrara bajo el mar en Hoyo Soplador, o Cueva Morgan. Johny Cay, la isla sensual donde algunas gringas extraviadas, y también colombianas, van en persecución de los negros en grotesco espectáculo, constituye otro sitio digno de admirar. La música reggae, con su lúbrico tono africano, invade el ambiente bajo las contorsiones de los pobladores que invitan a la liviandad, disfrutando de paso de los billetes viajeros.
Ahora que Nicaragua busca apoderarse de lo que no es suyo, en pretensión tan equívoca como soberbia, en nuestra isla mayor se siente más la soberanía colombiana. Sus fascinantes paisajes, su creciente industria hotelera y la amabilidad de sus gentes hacen más grato y emocionante este encuentro con la patria en aguas de piraterías y tesoros sin fondo, un recuerdo muy nuestro al cual no podemos renunciar.
El Espectador, Bogotá, 27-VIII-1993.