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Archivo para noviembre, 2011

El constituyente quindiano

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Parece que Jorge Arango Mejía, uno de los nueve miem­bros de la Corte Constitu­cional, se hubiera preparado toda la vida para magistrado. Las leyes han sido su pasión. Lo conocí entre códigos, hace más de treinta años, en la ciudad de Cartagena. Allí fue a dar desde su tierra quindiana, recién salido de la universidad, como abogado del Banco Popular. Es po­sible que este cargo no aparezca hoy en su hoja de vida por haber sido demasiado fugaz. A mí me permitió apreciar en el joven profesional su mente despierta, su carácter vigoroso y su simpatía confortante.

Regresó a Caldas, que entonces no había sido segregado en los tres departamentos actuales, y comenzó a actuar en la judicatura. Pasado el tiempo, cualquier día fui sorprendido con su nombramiento como Alcalde de Armenia. Se me ocurrió pensar que el amigo lejano se había desviado de su camino de leyes para incursionar en la política. Supe después que se había asociado en Manizales con un abogado eminente y que su nom­bre figuraba entre los profesionales más destacados de la ciudad.

En 1969, cuando llegué a Armenia como gerente del Banco Popular, Jorge Arango Mejía era el gobernador del Quindío, que se había consti­tuido como departamento tres años atrás. Encuentro alborozado, des­pués de nuestra fugaz amistad en las playas de Cartagena. A su retiro de la Gobernación, regresó a su bufete y en poco tiempo volvió a consolidar su prestigio como hombre de leyes, que esa ha sido su esencia vital. Como mi estadía en el Quindío fue larga, me correspondió presenciar su desempeño exitoso como litigante y asesor de diversas empre­sas.

Su permanente vida de estudio le ha conquistado amplio bagaje intelectual, no sólo en las disciplinas del Derecho sino en la cultura gene­ral. Lector de los clásicos, amante de la música inmortal y de todas las manifestaciones del arte, en 1983 le tocó en suerte, en otro entreacto de su ejercicio profesional, trasladarse como embajador a Checoslovaquia. En Praga, que es una montaña cultu­ral, sobresalió como diplomático de altura y allí acrecentó, mientras le daba brillo a Colombia, su formación humanística.

La política la ha entendido como vocación de servicio, y con esa norma se apartó del sentido clientelista –o mercantilista, que es lo mismo– con que se ha degradado el noble postulado. Antes de su viaje a Checoslovaquia enarboló en el Quindío la bandera llerista de la moralización. En su tierra –tan dada a los cacicazgos– libró recias batallas por la purificación de las costumbres, y a la postre perdió la curul parlamentaria por menos de 50 votos. Es lo que les pasa a los hombres rectos en la política colom­biana: pierden sus batallas a manos de la mediocridad.

Pero Jorge Arango Mejía no ha perdido la batalla de los códigos. Al revés, le ha llegado la hora de demos­trar sus amplios conocimientos jurí­dicos. Lo que ha dado en llamarse por estos días la politización de la justicia no tiene validez en su caso. Es él, ante todo, un disciplinado del Derecho, dotado de probada pulcritud y gran independencia, y como tal fue nomi­nado para la alta investidura por la Corte Suprema de Justicia.

Apasiona­do de los temas constitucionales (vale la pena mencionar un texto suyo: La Constitución de 1991: ¿ilusión, sueño o pesadilla?), le ha llegado su hora. De su desempeño queda pen­diente el país, y sobre todo el Quindío, región olvidada por el poder central, y que al fin logra, por méritos propios, nota de excelencia.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-1992.

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Una flor para Mariela

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De Armenia me llamó una amiga a contarme la muerte de Mariela Gutiérrez Sanz. Noti­cia brusca, y desde luego dolorosa. Desde mi venida del Quindío, que va para diez años, había perdido de vista a Marie­la. La suponía gozando del  reposo gratificador después de su larga y meritoria vida de trabajo. Cuando en 1969 lle­gué a la capital del Quindío como gerente del Banco Popular, ella fue mi secretarla.

Ocupaba esa posición desde varios años atrás. Secre­taria de lujo, a quien la ciuda­danía admiraba por su sim­patía, su don de gentes, su corrección a toda prueba y su maravilloso espíritu de servi­cio. Era un nervio de la oficina. En ella se conjugaban múltiples virtudes para hacer de su presencia en la entidad bancaria motivo de orgullo para esta empresa con vocación social.

Ágil, discreta, refinada y efi­ciente, tales las normas bási­cas con que Mariela, cual abejita laboriosa, atendía el tráfago febril de los clientes de banco. Sabía dispensarse al público con amabilidad, con donaire, con una sonrisa en los labios. Sus sutiles encan­tos femeninos no le disminuían el olfato para distinguir la diver­sidad de gentes que transita­ban por la atmósfera calen­turienta del dinero.

Se conocía al dedillo, de tanto trajinar en los altibajos del capital, las intimidades económicas de la clientela. Era, más que la secretaria ejecu­tiva, la asesora y la confi­dente. No se entrometía en la vida de los negocios, pero una simple alusión o una mirada maliciosa eran suficientes para sembrar motivos de preocu­pación. Sus juicios fueron siempre certeros.

Era la secretaria perfecta: inteligente y reservada. Su temperamento nervioso le hacía, en ocasiones, extremar su fino sentido del deber y la responsabilidad. La dignidad de su vida fue su mayor pre­sea. La ciudadanía admiraba su pundonor y exquisita feminidad. Cuando se retiró del banco, llamada por superiores destinos, dejó hondo vacío. Pero su amis­tad nunca nos abandonó.

Hoy el recuerdo se conmueve con la noticia de su muerte prematura. Mi familia y yo deploramos su partida. Y depositamos en su tumba una flor de cariño y recordación.

La Crónica del Quindío, Armenia, 7-XII-1992.

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En las selvas del Putumayo

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

1

Cuando el avión de Satena se halla próximo a aterrizar en Puerto Leguízamo –la pequeña población que recuerda el conflicto con el Perú en los años 30– me vienen a la memoria mis ya lejanas aventuras en la selva. Por extraño designio, en 1958 fui a dar a aquel paraje perdido en lo más profundo de la Amazonia, donde permanecí, como funcionario del Banco Popular, por espacio de un año. Allí conocí al médico legendario Tulio Bayer, que dirigía por aquella época –desterrado de Manizales por sus iniciales ímpetus revolucionarios, después de haber sido secretario de Salud Pública del municipio– el Centro de Salud del puerto, entonces un caserío miserable que recuerdo como una calle larga cubierta de barro a toda hora.

Y sobre esa calle llovía todos los días. El barro y el agua son las imágenes más nítidas que conservo de Puerto Leguízamo. Para hacer posible la existencia en el poblado era preciso, en primer lugar, poseer alma poética y fibra de quijote,  como Bayer y yo las teníamos; y luego vivir provistos de botas pantaneras para atravesar los lodazales formados por aquel diluvio eterno. Me parece ver a Bayer, con sus dos metros de estatura y su rostro de cera, recorrer todos los días, como un gigante fantasmagórico, la distancia entre la Base Naval, donde residíamos como huéspedes privilegiados, y su sitio de trabajo.

Tulio Bayer se había escondido en la selva huyendo de la civilización. Cuando se sintió acorralado por los poderosos, solicitó en el Ministerio un puesto de médico rural en el sitio más remoto y más olvidado, y se marchó a Puerto Leguízamo. Pasaba por un ser misterioso y excéntrico, tal vez un personaje extraído de alguna novela de aventuras, y nadie llegó a sospe­char que allí se escondía el científico graduado en la Universidad de Har­vard.

Usaba en sus excursiones de pesca y cacería las flechas envenenadas de los indios, y a los nativos les curaba las enfermedades con las drogas mágicas que ellos suponían extraídas de las propias plantas medicinales de la selva (el yagé, el chuchuguasi, la balata, el ambil, la corteza de palo coral…) Bayer y yo nos entendimos a las mil maravillas, unidos por el misterio de la selva y por la afinidad –todavía sin descubrirse– de nuestro futuro de escritores. El médico comenzó a escribir allí su novela Carretera al mar, que años más tarde por poco se lleva al cine mejicano.

Ahora, mientras el avión toma la pista, siento un cimbronazo en el alma. Estoy emocionado con mi vuelta a la selva mítica. El viejo aeropuerto que conocí, tal vez el más peligroso del país, que se deslizaba por una malla de acero para sostenerse sobre las raíces de la densa vegetación, ya desapareció. Hoy existe un campo moderno, construido en 1988, al que la Armada le presta mantenimiento. En mis tiempos sólo había dos vuelos semanales de Avianca. Hoy viajan las empresas Aire y Satena (con excepción de lunes y viernes).

Ahora las calles están pavimentadas y el pueblo muestra diferentes signos de progreso. Ya se borraron los lodazales intransitables para dejar atrás el caserío de antaño. Regreso a comparar la época vieja con la actual. A medida que vuelva a pisar el barro que abandoné hace 34 años, surgirán en estas crónicas distintos perfiles sobre una frontera exótica y encantada que deben conocer los colombianos.

2

La vida de Puerto Leguízamo gira alrededor de la Base Naval. Sin ella seria un pueblo muerto. Del estrecho caserío que conocí hace 34 años, conformado por una población insignificante, al municipio actual de 17.000 almas, hay una diferencia enorme. Al recorrer el pueblo, hallo construcciones modernas, almacenes, droguerías, salones de belleza, panaderías, muchos bares (signo inequívoco de los puertos), pensio­nes, iglesia amplia y cura abierto, adecuada plaza de mercado…

Me sorprende la tasa estudiantil: cerca de 2.000 alumnos matriculados en cuatro establecimientos, uno de ellos excelente –con 800 alumnos–, dirigido por hermanas de la Presentación. Todo esto es progreso.

La jurisdicción de la Fuerza Naval del Sur, cuya sede es Puerto Leguízamo, abarca un territorio de 34.000 kilómetros. Su objetivo, según me lo indican el comandante de la Fuerza y el jefe del Estado Mayor, capitanes de navío Luis Guillermo Zabala y Jorge Alberto Páez, es mantener el control y la seguridad en los ríos navegables de la vertiente del Amazonas, contribuir al desarrollo regional y garantizar la soberanía nacional en las fronteras. La presencia en los ríos se cumple con buques tipo cañonero, lanzas patrulleras y remolcadores. En el astillero naval se reparan unidades fluviales, particulares o militares, hasta de 300 toneladas.

La Base Naval, donde trabajan más de 200 civiles, representa la principal fuente de empleo. Muchos pensionados se quedan a vivir en el pueblo y allí montan sus propios negocios. En una u otra forma, todos en Puerto Leguízamo son hijos agradecidos de la Armada. Así me lo comentan diferentes perso­nas con quienes converso durante mi estadía.

Pregunto por el hospital flotante de mi época, que funcionaba en un buque maltrecho que perteneció a la oligarquía cauchera. Hasta re­cuerdo su nombre: Jamary. Murió de viejo y lo remplazó un joven hospital. En el perímetro urbano –o sea, por fuera de la Base, donde se hallaba encallado el Jamary– está construido el nuevo hospital, consi­derado la obra de mayor contenido social, como lo aprecio en la visita efectuada a su sede.

Su director, el médico de la Armada Fabio Carmona, me revela datos interesantes. En primer lugar, el del presupuesto, que es de 400 millones al año, asumido por partes iguales entre el Ministerio de Salud y la Armada. La consulta médica y la droga son gratuitas para los indígenas, y a la población civil se le cobran precios reducidos. Los servicios son fundamentales: medicina general y preventiva, cirugía, rayos X, odontología, laborato­rio, farmacia, maternidad, urgen­cias. Además, hay organizados numerosos puestos de salud a lo largo de los ríos.

A 25 kilómetros queda el corregi­miento de La Tagua, donde está acantonada una base militar del Ejército. Sobre esta carretera Tulio Bayer expresó lo siguiente en 1958, en su libro Carta abierta a un analfabeto político: «Conocí la carre­tera Puerto Leguízamo-La Tagua, sobre un resbaladizo barro amari­llo, carretera que no está hecha, pero que ha costado hasta ahora un millón de pesos por kilómetro». Hoy la carretera se halla pavimentada por completo, y la obra la adelantó personal de la Armada y del Bata­llón de Ingenieros Codazzi.

La selva húmeda que en lejanas aventuras fantásticas transitamos Tulio Bayer y yo, expuestos a las mordeduras de la coral, la pelo de gato, la veinticuatro, la podridora, la matiguaja –y tantas otras culebras que no recuerdo ni deseo volver a torear–, tiene hoy otro semblante. Me gustaría contárselo a Tulio Bayer, el gran crítico social, con quien compartí una íntima amistad en el barro amazónico. Más tarde escogió él los caminos de la revolución. Me gustaría, repito, contarle la realidad actual. Pero Bayer murió en París, con aguacero, hace 10 años.

3

La alcaldesa de Puerto Leguízamo, Berenice Rojas, y el asesor de la Alcaldía, Jaime Ramiro Ordóñez, me comentan que la planta de tratamiento de agua y el alcantarillado constituyen las mayores ne­cesidades públicas, cuyo costo es de $800 millones, que el municipio se propone acometer en breve plazo. Entre la Armada y la Alcaldía se mantienen excelentes relaciones, que se traducen en diversas obras socia­les. El pueblo cuenta con televisión y oficina de Telecom, y aspira a que el servicio de la parabólica que funciona en la Base Naval, donde se reciben los dos canales nacionales y ocho extran­jeros, se extienda a la población civil.

La pista del aeropuerto, que en el pasado sufrió algunos deterioros por el peso de los aviones Hércules, hoy se encuentra en buenas condiciones gene­rales y va a ser mejorada. El día de mi regreso a Bogotá, el aterrizaje de cuatro aviones –el Hércules, el de Aires, uno de la Policía y otro de Líneas Aéreas Suramericanas, cargado de pescado– pone de presente, como si se tratara de un aeropuerto internacional, una eviden­te transformación.

En mis tiempos la comunicación con el resto del país era tortuosa. Por eso, al sitio lo apodábamos Puerto Lejísimo. Cuando alguien se marchaba, sus amigos, dándose de guapos y con cariñoso tono de reproche, le gritaban a voz en cuello en el momento de subir por la escalerilla del avión: ¡Corrido…! Este mismo grito, que en el fondo era una despedida sentimental de la selva, más tarde lo escucharíamos los valientes que también emigrábamos hacia otros horizontes.

El recibo de la correspondencia era espectacular en razón de la ansiedad que se acumulaba por el escaso transporte aéreo. Martiniano Gonzá­lez, jefe de Avianca, recogía la tula en el aeropuerto y todo el pueblo lo seguía hasta la oficina postal. Como un mago siona, carijona o huitoto (los primeros pobladores del Putumayo), Martiniano pregonaba los nombres de los privilegiados, y de cualquier sitio de la multitud salía esta voz emocionada: ¡Pásela…! Y la carta, de mano en mano, llegaba hasta el afortunado destinatario. No recibir correo correspondía a un sig­no de abandono e infelicidad.

Todo esto lo recuerdo ahora mien­tras recorro las calles actuales del pavimento y la civilización. Y me acuerdo, a bordo de una embarca­ción por las tranquilas y poéticas aguas del Caucayá, donde abundan los delfines rosados, de mis travesías con el médico y con oficiales de la Base Naval por aquellos ríos del silencio y la fascinación, en persecución de emociones fuertes, o sea, en pos del infierno verde, así llamado por el zumbido desesperante de los mosquitos bajo aquellos soles caniculares.

Me parece escuchar el rumor de la selva insondable cuando la profana el hombre. A mis oídos llega el eco de la cruel y sanguinaria Casa Arana, que en el pasado, víctima de la voracidad cauchera, protagonizó uno de los mayores oprobios de la historia colombiana; y en el presente me estremezco, durante los días de mi permanencia en el puerto, con la masacre salvaje –no de la selva, sino de las fieras humanas– de 26 humil­des policías, guardianes de la riqueza nacional, en los campos petroleros de Orito.

La parte final de estas crónicas viajeras se dedicará a recordar los nombres de los héroes del conflicto con el Perú en la década de los años 30. Esos héroes olvidados –entre ellos, cómo no, el buque Cartagena, autor de la toma de Güepí- merecen honores de la patria en estos momentos en que los apátridas buscan  destruir el alma de Colombia.

4

Hace 60 años, el primero de sep­tiembre de 1932, se prende el polvorín de la guerra con el Perú. Aquel día las tropas peruanas se toman el puerto de Leticia, que se halla desguarnecido a pesar de los insistentes rumores que corren sobre la invasión. Las autoridades colom­bianas son depuestas de sus cargos. La acción extranjera busca, lesionan­do los legítimos derechos de Colom­bia, apoderarse del trapecio amazóni­co. El acto de agresión representa una afrenta para nuestro país ante el mundo entero.

En el Senado de la República, ese mismo día, se escucha de repente la voz ciclópea de Laureano Gómez, que clama luego de leer un mensaje que acaba de recibir: «¡Paz… paz… paz en el interior. Guerra… guerra… guerra en la frontera!».  Los dos países se lanzan a la contienda bélica en las aguas fronterizas. Las tropas perua­nas se fortifican en Güepí. Y las colombianas, en Puerto Leguízamo, así bautizado más tarde en homenaje al soldado Cándido Leguízamo, quien en acto heroico ofrenda su vida en defensa de la soberanía nacional.

El enfrentamiento armado sigue duran­te los años 1932 y 1933. A la postre, el conflicto jurídico es resuelto a favor de Colombia por el Tribunal de Gine­bra. En mayo de 1934 se firma el protocolo de Río de Janeiro que pone fin al litigio reconociendo los dere­chos colombianos.

En momento crucial, el buque Cartagena avanza por el Putu­mayo. El poderío naval se arrecia en cercanías de Güepí. El disparo de los proyectiles hace trepidar la tierra y estremecer la selva. Los fuegos de ambas partes son encarnizados. Los aviones colombianos siembran el des­concierto. Pero el contrincante no se rinde. Finalmente, el buque Cartage­na consigue la hazaña: la plaza fuerte de los peruanos queda derrotada. Allí se planta nuestro pabellón nacio­nal.

Hoy, el buque glorioso, invadido por la maleza, yace a orillas del río Putumayo dentro de las instalaciones de la Base Naval. El héroe olvidado merece ser trasladado, con los con­dignos honores, al museo naval de la ciudad de Cartagena.

* * *

Muchos colombianos caen aba­tidos por las balas enemigas. Lo mismo sucede en las filas peruanas. Son los héroes anónimos de todas las guerras. La selva amazónica se tiñe otra vez de sangre, como a comienzos del siglo había ocurrido con el pavo­roso drama de los caucheros –en los sitios de La Chorrera y El Encanto–, que inspira a José Eustasio Rivera para escribir La vorágine. El novelista se basa en muchos testimonios histó­ricos, entre ellos, El libro rojo del Putumayo (Bogotá, 1913).

Tres colombianos se llenan de gloria en aquella batalla de ingrata recordación. Son los soldados Cán­dido Leguízamo, Juan Solarte Obando y José María Hernández. Leguí­zamo, herido de gravedad luego de eliminar a tres de sus atacantes, es trasladado a un hospital de Bogotá, donde fallece pocos días después. Solarte cubre con su cuerpo el cañón de una metralleta para evitar la muerte masiva de sus compañeros. Su cuerpo termina destrozado por la ráfaga incontenible. Hernández, a quien se tortura en busca de informa­ción, es fusilado en Iquitos ante una multitud delirante.

A la plataforma se le conduce con los ojos vendados, y se niega a sentarse porque desea recibir la muerte de pie. La descarga de la fusilería le abre el corazón. Todavía vivo, hace esfuerzos para rociar con su sangre la cara de sus verdugos. Y muere, lo mismo que sus otros com­pañeros sacrificados, con el grito fortalecedor de «¡viva Colombia!».

El Espectador, Bogotá, 1, 2, 8 y 10-XII-1992.

* * *

Misiva:

Al terminar la serie de artículos sobre el Putumayo en el diario El Espectador, particularmente grato para mí presentarle un cordial saludo tanto de felicitación por lo acertado de sus comentarios, como de agradecimiento, por haber hecho conocer de tanta gente el alcance de las actividades de la Armada Nacional en estas apartadas regiones del sur de Colombia.

Es indudable que el conocimiento que muestra de esta región treinta años antes, y luego su presencia en una fecha reciente, le dan la autoridad suficiente para poder expresarse en la forma que lo hizo, distinto a como lo puede hacer una persona ajena a la región y que en dos o tres días, orientado por oscuros intereses o personajes, desdicen o mejor echan por el suelo la participación de una institución como lo es la Armada Nacional a lo largo de medio siglo en esta lejana pero bella selva colombiana.

Quiero también presentar en nombre del señor comandante de la Armada Nacional este saludo de agradecimiento, extensivo a las directivas del diario El Espectador, por este aporte que hace como buen colombiano, en un momento como este en que el país lo necesita, ya que antes de hacer críticas injustas e infundadas, que siembran inconformidad generando rencores y odio, debemos enfatizar las acciones positivas del Estado, conduciéndonos a un clima de paz y concordia, que tanto anhelamos. Luis Guillermo Zabala Correa, capitán de navío. Comando Fuerza Naval del Sur, Puerto Leguízamo. (Carta del Día, El Espectador, 30-XII-1992).

 

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Historias de un pueblo rebelde

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Editado por la Universidad del Quindío acaba de entrar en circulación el libro Historias de un pueblo rebelde, del que es autor Alberto Bermúdez. Con doce obras publicadas sobre diversas materias socia­les y políticas, es la primera que le dedica al proceso histórico del Quindío, desde la conquista hasta su creación como departamento.

En este último posee amplia autoridad por haber sido uno de los promotores de la segrega­ción de Caldas y haber ac­tuado como enlace en la capital del país, en asocio de Horacio Gómez Aristizábal, Humberto Cuartas Giraldo y Bedmar Vásquez Henao, de la cam­paña regional que buscaba, desde años atrás, la independencia administrativa. Alberto Bermúdez sostiene en su estudio que «la primera protesta multitudinaria de los quindianos contra la omnipo­tencia manizaleña fue la sucedida simultáneamente en Armenia y Calarcá el 28 de marzo de 1920 en rebeldía por los abusos contra los sembra­dores de tabaco».

Y recuerda que el Quindío nunca tuvo nexos afectivos con el Cauca, al que perteneció en su primera instancia. A Cal­das pasó en 1905, hasta 1966, cuando se independizó. Pero desde 1924 expresó su volun­tad de separarse de Caldas debido al centralismo de esa región y al dominio arrogante de su clase dirigente.

Contra quienes dicen que el Quindío no tiene historia, Bermúdez afirma lo contrario, respaldado por los sucesos que explaya en su ensayo, desde los ante­cedentes de los quimbayas y los pijaos (pueblos que trans­mitieron la idiosincrasia labo­riosa y batalladora del quindiano) hasta la epopeya del café, el factor económico más sobresaliente en la vida re­gional.

Alberto Bermúdez describe los rasgos del quindiano en su compenetración con la tierra, y como ser audaz, decidido, trabajador, independiente y rebelde. Nos cuenta el milagro de Armenia y nos pasea por los otros municipios como eslabones del gran esfuerzo colectivo. Y revela intimidades sobre los hechos que determi­naron la creación del depar­tamento. Es su propio testi­monio. Sobre el mismo episo­dio se han escrito diferentes ver­siones. Este libro enriquece la bibliografía re­gional por su espíritu polémico.

La Crónica del Quindío, Armenia, 23-XI-1992

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35 años de abogacía

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con ocasión de sus 35 años de ejercicio profesional, Horacio Gómez Aristizábal ha publicado el libro que titula Así actué en 500 procesos. Toda la verdad sobre la abogacía. Es la mirada retrospectiva que hace este hombre consagrado de tiempo completo al campo apasionante del Derecho Penal.

Gómez Aristizábal, que además de abogado es escri­tor y académico, ha sabido manejar los códigos con sentido humanista. Por eso su oficina en la capital del país es un museo del arte y las humanidades, donde uno se olvida que está tra­tando con el penalista de los 500 procesos para hallar su mente abierta a las más variadas inquietudes del espíritu.

Un lema suyo que le hace honor es el siguiente: «La solidaridad del penalista es con el hombre, no con el crimen».

En unos trazos autobio­gráficos que consigna en otro de sus libros relata que desde la edad de 14 años sentía admiración por la figura avasallante de Jorge Eliécer Gaitán. Ese entu­siasmo por uno de los pe­nalistas más sobresalien­tes que ha tenido Colombia determinaría que el mismo adolescente se matriculara en la carrera de las leyes. Y conforme avanzaba en su destino, más crecía su ad­hesión a las normas que regulan las relaciones so­ciales e imponen los principios universales de justi­cia.

Ahora, tras estos 35 años de vivencias, es mucho lo que tiene que transmitir a sus colegas sobre los secre­tos de una actividad que no siempre camina sobre los mejores terrenos de la ética y la eficiencia profesional. Con la franqueza y el desparpajo que siempre lo han caracterizado, critica deficiencias del foro colombiano y alerta a los 80.000 abogados con que cuenta el país acerca de los rigores que es preciso cumplir para salirse del montón.

En el penalista quindiano existe una faceta admi­rable y es la de su humor habitual, que suele trasla­dar a sus escritos.

En medio de las dosis pedagógicas con que Hora­cio cuenta su vida, el lector se deleitará con una serie de aforismos, chispazos y sabiduría elemental, que le ponen un rostro amable al semblante adusto del abogado contagiado de solemnidades insoportables.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-XI-1992

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