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Archivo para noviembre, 2011

Los sueños de Gloria Chávez

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Trece años después de su publicación en Tercer Mundo de Bogotá, aparece en Nueva York, donde la autora reside hace 26 años, la segunda edición de Akum, la magia de los sueños, de Gloria Chávez Vásquez. La obra, que obtuvo valiosos comentarios en su primera salida, ha sido ampliada con nuevos capítulos y presenta la novedosa circunstancia de traer los textos tanto en español como en inglés. Además, está engalanada con una serie de ilustraciones de la propia mano de la escritora.

Todo esto convierte la obra en precioso libro intimista, donde la presencia de Gloria Chávez se encuentra en todas partes, como uno de los duendes encantados que vuelan por sus páginas y producen fascinación. Los sueños de Gloria, que se aglutinan aquí alrededor de una narración hechizada, son los de la emigrante que no ha dejado, desde su llegada a Estados Unidos, de recrear la vida con tono de leyenda.

Pienso que en las intimidades de su alma se abanican hoy, como un viento fresco de la campiña cafetera, los recuerdos vivificantes de su niñez y juventud en sus lares quindianos. Por eso hace de sus personajes seres alados y mágicos que le evocan la patria lejana y la ayudan a vivir en medio de los rigores apabullantes de Nueva York. Víctima de la gran ciudad ajena, como es la suerte de todos los inmigrantes, Gloria ha sabido hacer de su destino una parábola amable: es la parábola del escritor que tiene como horizonte el mundo entero y entiende la literatura como un ejercicio sin fronteras.

Se fue al país del norte cuando todavía era niña, provista del cartón de bachillerato y un cúmulo de ensueños, y allí triunfó. Pero antes tuvo que sufrir inmensas penalidades. Se enfrentó a los medios adversos del monstruo neoyorquino, y con su fibra de combatiente intelectual, que ha sido su mayor enseña, salió vencedora de todos los apremios.

Hoy es escritora, educadora y periodista que llama la atención en los medios culturales y ha sobresalido por sus denodadas batallas a favor de las causas del hombre. Entiende el alma del niño –y de ello da amplia muestra en esta maravillosa fábula que es Akum–. Y se volvió formadora de juventudes.

En el campo periodístico se ha desempeñado con garra y categoría mental. Sus ideas son claras y sus luchas, contundentes. No echa pie atrás cuando se trata de defender principios. Ataca con valentía y sin tregua, exponiendo su propia tranquilidad, a quienes en el periodismo atentan contra las normas éticas y morales. En este momento se le ha ofrecido en Nueva York la dirección de la revista Vía, al frente de la cual desarrollará, sin duda, fructífera actividad.

Gloria Chávez Vásquez es ilustre hija de la ciudad de Armenia. Al Quindío le ha cantado en sus cuentos como una motivación para su alma soñadora. Su haber literario es ya significativo, y en sus planes próximos está la publicación de un libro de ensayos periodísticos. Es el suyo un caso notorio de superación y conquista, que bien vale la pena enaltecer.

El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1996.
La Crónica del Quindío, Armenia, 21-VIII-1996.

 

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Memoria de Eduardo Arias Suárez

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Conozco por una noticia de La Crónica que el Quindío, con motivo de los cien años del naci­miento de Eduardo Arias Suárez, hijo ilustre de Armenia, inauguró a la entrada de la Asamblea departamental un salón cultural que lleva el nombre del escritor. Reconocimiento tardío, pero de todas maneras reparador del ol­vido que envolvió durante tanto tiempo la me­moria de este inmenso cuentista, sin duda el mejor de su época –en todo el país–, y que acaso lo siga siendo en la actualidad, a quien como ironía no conocen las generaciones contem­poráneas.

Sus libros no volvieron a editarse. Sólo de tarde en tarde se publica algún cuento suyo, como ha sucedido en estos días con los apareci­dos en La Crónica. Maestro por excelencia del cuento, sus producciones poseen gran sensibi­lidad y recogen, con ejemplar sencillez, escenas de la vida corriente llevadas al escenario de las obras de arte que nunca mueren.

Siempre me pregunté por qué el Quindío se había olvidado de mantener la memoria del insigne escritor. Muchas veces critiqué en artículos de prensa esta falla inexplicable y reclamé un monumento suyo en algún sitio de Armenia. Calarcá, en cambio, conserva el recuerdo pe­renne de su poeta Baudilio Montoya, quien, sin ser oriundo de la ciudad, se considera calarqueño auténtico por haber residido allí hasta su muerte, y por haber escrito allí su obra.

La memoria de los pueblos se prolonga y engrandece conservando la imagen de sus hijos preclaros. Hombre ilustre es el que hace ilus­tre a su región. La historia la hacen los hom­bres. Cuando se camina por las calles de Ciu­dad de Méjico, y por el país entero, se maravilla uno de la cantidad de monumentos erigidos en recuerdo de sus próceres, escritores y artistas. El nacionalismo mejicano es el nervio mayor que ha movido su progreso.

Hay que aplaudir, por consiguiente, la deci­sión de abrir este salón cultural con el nombre del cuentista más brillante que ha tenido el Quin­dío. Y pedir a los dirigentes de la cultura regio­nal que se vuelvan a publicar los libros –hoy desconocidos– de este genio de la cuentística nacio­nal, los cuales, para orgullo de su patria chica, están traducidos a otras lenguas.

Eduardo Arias Suárez dejó obras inéditas, como la novela Bajo la luna negra,  escrita en la Guayana venezolana en 1929 y rescatada por el Comité de Cafeteros del Quindío bajo la presi­dencia de Hernán Palacio Jaramillo, 50 años después. Me cupo entonces el honor de dirigir dicha publicación. Hay otro libro suyo que aún permanece inédito, hecho que he señalado en varias oportunidades, y es el titulado Cuentos heteróclitos. El mismo Comité de Cafeteros, que tanto se ha preocupado por la cultura quindiana, ojalá sea de nuevo el editor de dicha obra.

Este 5 de febrero de 1997, cuando se cum­plen cien años del natalicio de Eduardo Arias Suárez, es como si el personaje renaciera en su patria chica con el tributo que se le rinde con la apertura de este recinto cultural.

La Crónica del Quindío, Armenia, 25-II-1997.

 

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Cuentos sobre el tapete

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

César Hincapié Silva, experto en cien­cias jurídicas y económicas y que por lar­gos años ha incursionado en la política de su tierra, nos ha sorprendido con una faceta que man­tenía oculta: la de cuentista. De un momento a otro comenzaron a aparecer en las páginas de La Crónica amenas narraciones de tipo lugareño, sin duda extractadas de sus largas vivencias en su comarca nativa, que fueron conformando lo que es hoy el libro que acaba de publicar con el título de Cuentos sobre el tapete, salido de los talleres de Quingráficas, como los dos anteriores: El camello de la Planeación (1993) e Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío (1995).

La frecuencia de estas publicaciones denota una fecunda labor literaria y académica en quien se ha empeñado en dejar obra trascendente como legado para sus coterráneos. En el género del cuento, esto de rescatar episodios memorables valiéndose de personajes comunes que emergen de la vida cotidiana, y que no todos los escritores tienen el poder de revestir de ropaje literario, es de por sí empeño valioso.

César Hincapié Silva tiene vena de cuentista. Quizá marche hoy de carrera en la escritura de sus historias, y por eso mismo no le ha dedicado más tiempo a la depuración de algunas páginas, pero es preciso reconocerle aciertos en este género. Posee una característica primordial que deseo resaltar: el manejo del humor y la ironía. Con este condimento hace gratas sus historias y deja, en la mayoría de los re­latos, abierta una interrogación para que el lector busque la paradoja que el cuen­tista ha tramado. Puede decirse que cuento sin paradoja no es cuento.

El autor traslada al papel una serie ce sucesos regionales y hace de ellos, valiéndose de la ficción pero sin faltar a la autenticidad, caricaturas sociales que es fácil identificar en la vida de los pueblos.

Héctor Ocampo Marín, autor del pró­logo y también cuentista, que en 1995 dio a la luz su libro de cuentos Cicerón y el jabalí, hace unas reflexiones sobre la proximidad que existe entre relato, cuento y crónica. Comentario de gran validez que apunta a señalar que los trabajos reuni­dos en el libro de Hincapié Silva tienen una mezcla de los tres géneros. En efec­to, el cuento, visto bajo la lupa de los cá­nones modernos, es de las materias lite­rarias de más compleja ubicación.

Cuando en la época prehistórica na­ció el cuento, era una narración oral que se encargaba de llevar de boca en boca los sucesos de la comunidad. Su carácter era más de crónica, con fondo de historia. En Colombia, el cuento, en sus inicios, se confundió con el cuadro de costumbres. Más tarde se hermanó con la crónica y la novela corta. Y adquirió su propia vestimenta, que es la que define Ocampo Marín. También hay quienes afirman que el cuento es un poema narrado. En estos días leí otra definición de un gran escri­tor latinoamericano: el cuento es un en­sayo.

Horacio Quiroga dice que «un cuento es una novela depurada de ripios». Euclides Jaramillo Arango manifiesta que «el cuento es hoy cualquier cosa, pero debe ser bien contado». Javier Arango Ferrer agrega que «fácilmente el escritor planea el cuento y sale con un mal relato, o planea un relato y sale con un buen cuento».

¡Vaya diversidad de pareceres, y todos respetables!

Sea como fuere, Hincapié Silva le ha aportado a la literatura quindiana una obra valiosa. Es un libro-testimonio so­bre su tiempo, que le van a agradecer las futuras generaciones.

La Crónica del Quindío, Armenia, 29-I-1998.

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Héctor Ocampo Marín

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo conocí en el Quindío hace cerca de 30 años. Por aquellas calendas ocupaba yo la gerencia de un banco en Armenia, y Héctor Ocampo Marín era el síndico del hospital de Calarcá. Ninguno de los dos habíamos nacido en el Quindío, y ambos llegaríamos a echar hondas raíces en la región.

Cuando en 1971 publiqué mi primera obra, Destinos cruzados, este hecho nos unió como escritores. Ocampo Marín editaría al año siguiente, en la misma editorial que yo había descubierto –la formidable Quingráficas–, su libro de ensayos Pasión creadora. Esas son las obras iniciales de nuestras producciones. Por aquellos días él había mojado tinta en el Magazín Dominical de El Especta­dor como crítico literario, y yo comenzaba mi carrera de cuentista en el mismo suplemento.

Desde entonces mucha agua ha corri­do bajo los puentes. Ambos nos vinimos del Quindío y nos radicamos en Bogotá. Culminadas las metas labora­les, nuestro compromiso vital es el mun­do de las letras. Yo he visto ascender al amigo en el ámbito de las academias –de la Lengua, de Historia, de la Sociedad Bolivariana– y soy testigo y admirador de su fecunda tarea en periódicos y revistas, y de su escritura de libros.

Ha incursionado en casi todos los gé­neros literarios y esto lo convierte en es­critor universal, tanto por la vastedad de los temas que domina como por la pro­fundidad de su obra. Aparte de crítico li­terario (su destacada actitud inicial), maneja con buen éxito el ensayo, la novela, el cuento, la biografía, la historia y el periodismo. Y ha hecho sus primeras revelaciones poéticas, que está a punto de ampliar en su libro Las esclusas del tiempo. No sería extraño que mañana nos sorprendiera con una obra de teatro.

Tiene ocho libros inéditos. Este bagaje, que se suma a su obra editada, es demostrativo de su resuelta vocación literaria. Ratón de biblioteca, que pasa horas in­tensas entre montañas de libros y la confección de escritos suyos de toda índole, parece que fuera un alma insomne.

Estos comentarios se me ocu­rren después de leer su último li­bro, Cicerón y el jabalí. Son 24 cuentos de admirable brevedad, que dibujan escenas comunes, tomadas sin duda de la comar­ca quindiana donde fue por varios años atento observador del me­nudo acontecer parroquial. La sen­cilla y en ocasiones perturbadora cotidianidad está calcada aquí con gracia y geniales toques de fi­losofía. Esos cuadros dibujan las costumbres y la pintoresca historia de los pueblos.

En prosa amena y descriptiva –con la invención de curiosos nom­bre de personajes, tan caracterís­ticos del Quindío–, el narrador re­sulta ágil creador de ambien­tes. Y hace de lo fugaz, como debe ser el fin del cuento, materia per­durable para el goce de los lectores.

La Crónica del Quindío, Armenia, 28-II-1998.

 

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Confesión de madrugada

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Rodando, siempre rodando… Es mi destino. Mi vida, vagabunda entre burdeles, vicios y desenfrenos, ha hecho de mí, tu pobrecita Mónica, un guiñapo humano. Con ella jugaste un día a los primeros hallazgos del amor, en aquella lejana juventud que no dejaba presentir los reveses de mi mala estrella, y con ella compartiste los iniciales impulsos de una sensualidad sorpresiva y jubilosa, ¿te acuerdas, Diego Armando?

Tu primer beso fue perturbador y me dejó marcada para siempre. En tu mirada había fuego. Me miraste con fijeza, tal vez con súplica, y hoy no sabría explicar si tus ojos felinos estaban hechos para devorar o para adormecer. Tal vez para ambas cosas. Parecías una fiera en acecho, pero sonreías. Un rubor repentino te encendió el rostro. Luego buscaste mis labios. Me besaste con pasión y yo te correspondí con timidez y me entregué a tus deseos.

Permanecía frágil entre tu fuerte musculatura. Temblabas, y yo también temblaba. Sentía tu aliento en mi aliento, como si fuera mi propia respiración, y me presté a tus caricias, hasta las más íntimas caricias, que bullían en las profundidades de mi naciente erotismo como cascadas borrascosas.

Algo misterioso sucedió aquel día. ¿Habrás olvidado que era sábado por la tarde y que la lluvia nos hizo correr hasta la casa abandonada que surgió a poca distancia, donde nos guarecimos de la tempestad? Volviste a estrecharme en tus brazos, primero con suavidad y en seguida con ímpetu: saltaste de la ternura al arrebato. Mis senos, poros eróticos, se erizaron con tu primer contacto, y luego seguiste explorando otros territorios y haciendo brotar infinitas emociones.

Libre de ataduras permití que te recrearas en mi cuerpo, a tus anchas y bajo la complicidad de la lluvia; que me excitaras y me hicieras enloquecer con tus ardores. Así perdí la virginidad y comencé a ser mujer.

Nos seguimos viendo y nos seguimos deseando. Tú me asediabas y yo te correspondía. Y en cada nuevo encuentro algo diferente tenías de mí. Todo mi ser te pertenecía y yo no te negaba ninguna complacencia. Apenas tenías 20 años, ¿te acuerdas?, y yo no había cumplido los 17. Después te fuiste de mí, en silencio, y pasados los días me confesaste que no estabas preparado para asumir tu responsabilidad. Lo que te sobraba de fogoso te faltaba de hombre. Me pediste un plazo mientras organizabas tus finanzas en otra población, y yo te perdoné que fueras débil.

Al principio me escribías. Después te callaste. Sin embargo, te fui fiel durante los tres años de ausencia. Supe de tus enredos amorosos. Sufría con tu ingratitud y me dolían tus besos y caricias, que ahora dispensabas a otras mujeres. Cuando volviste, te hallé diferente. Te veías más apuesto, pero ya no eras lo mismo de apasionado. Algo te frenaba. Mi naturaleza ardiente se resintió con tu actitud pasiva. Había cambiado tu cara de niño perverso y ya no existía la misma mirada con la que me cautivaste el día de la entrega. En lugar de fuego encontré frialdad. Solo tres años te habían transformado.

Buscaste de nuevo relaciones íntimas y yo no te lo permití. No iba a convertirme en tu amante, en tu ocasional pasatiempo, cuando podía ser tu mujer legítima, la de todas las horas y todos los apremios. Quisiste poseerme por la fuerza, pero no lo lograste. Rechazarte fue un sacrificio, te lo confieso, pero debía saber emplear mis armas de mujer.

Entonces te pusiste furioso y me gritaste ¡puta! Lo repetiste muchas veces, con rabia, con bajeza, con venganza. Yo era la zorra, la perra, la perdida… ¿y tú? ¡Qué duras sonaban tus palabras y cuánto me hiciste sufrir! Dudaste de mi fidelidad y me inventaste amores secretos. Y de nuevo te fuiste, porque te esperaba la otra mujer. Eras veleidoso, Diego Armando.

Por despecho me entregué a tu primo Efraín, a quien le habías contado nuestras intimidades. Lo hice a la vista de todos, con jactancia, para que te lo dijeran, y desde entonces le perdí el miedo a la sociedad. Y comencé a rodar. Al año me cansó tu primo y lo cambié por otro hombre, mucho más hombre que tú y que él. Sin embargo, seguías vivo en mi pensamiento.

En mis noches de frustración cambiaba mentalmente las caricias que recibía, por tus propias caricias. Y muchas veces eras tú mismo el que me hacías el amor. Es aberrante admitirlo, pero era esta una manera de sentirte, de continuar atada a tu carne.

Un día regresaste de nuevo y yo ya me había marchado del pueblo. Preguntaste por mí con insistencia. No te importó saber mis malos pasos, porque todavía me querías. Te sentías culpable y venías dispuesto a reparar tu falta. ¿Por qué apareciste a estas alturas de la vida, cuando ya me había prostituido? ¡Pero fuiste tú, querido, el autor de mi deshonra!

Terminé en Bogotá en una casa de citas. Entre licor, droga, lesbianas atrevidas, hombres lujuriosos, orgías insaciables… –todo lo que quieras imaginar– me convertí en la mujer más audaz. Y en la más apetecida. Los hombres no querían sino acostarse conmigo. Y a mí sólo me importaba hacer de mi sexo una mina de oro.

Con el tiempo me descubriste. Entonces ya era la empresaria de mi propio negocio. Había ascendido en la escala de la prostitución. Los cuerpos más hermosos –conseguidos en Armenia, en Pereira, en Cali… – se hallaban en mi negocio. Sitio discreto y refinado, como te consta, que solo frecuentaban señorones de la alta sociedad. Por eso la tarifa marcaba duro. Al principio me causaste desconcierto. Pero pronto entré en confianza y acepté el trago que me ofrecías.

–Vengo por ti –me dijiste.

–¡Salud! –hice sonar los vasos.

–¿Me has oído, Mónica?

–Ahora soy Lety. Mónica murió.

Te paraste con ademán arrogante y yo te bajé los humos:

–¡Vete! –te dije con enfado–. Ya no te necesito. Me sobran hombres. Y fíjate bien: ahora soy la zorra, la perra, la perdida… que me gritaste un día.

–Perdóname, Mónica.

Me rogaste que te dejara pasar a la alcoba. Deseabas dialogar conmigo en tono confidencial, como viejos amigos. Te llevé a mi pieza. Y puse en la mesa una botella de champaña. Te vi emocionado. Yo también estaba emocionada. Y convinimos en que no hubiera reproches ni escenas. Al calor de la champaña quisiste besarme y yo te ofrecí la mejilla.

–¡Salud! –volví a alzar la copa.

–¿Me dejas besarte?

–No.

Oí los juramentos que jamás hombre alguno me había hecho. Estabas arrepentido, sin duda. Me necesitabas. Y me implorabas perdón. ¡Pero qué tarde lo hacías, querido! Me pedías que nos fuéramos a vivir al pueblo del sur donde residías, donde nadie nos perturbaría. Tu declaración fue sincera y me enterneció. Por poco me rindo a tus requiebros. Pero fui valiente.

–¿No me invitas a tu cama?

–¿Con quién te acostarías –repuse con sarcasmo–: con Mónica o con Lety?

–Con ambas.

–Perdóname –rematé con suavidad y dolor–, pero no es posible. El amor está muerto: tú lo asesinaste. Y si quieres sexo te conseguiré la muchacha más hermosa del establecimiento. Tengo una escultural de 17 años, como te gustan…

Te insinué que habíamos terminado. Y como cosa rara, te mostraste sumiso y te dispusiste a marchar.

–Volverás a tener noticias mías, Mónica. No te lo había anunciado, pero vine expresamente a celebrar tu cumpleaños (y esta vez me conmoviste, querido). De ahora en adelante continuarás recibiendo mensaje mío en cada cumpleaños. Solo en caso de que muriera no te llegaría mi felicitación. Ya sabes dónde resido. Allí estaré esperándote.

Tomaste la calle. La lluvia menuda te hizo apurar el paso. Quedé extenuada. Veinte años –¡qué horror!– habían transcurrido desde el día, también lluvioso, en que me entregué a ti.

–Espera –grité, alcanzándote. Y te di un beso veloz en los labios, al tiempo que murmuraba–: las putas también sienten y sufren…

Apenas lograste reaccionar cuando yo ya me había esfumado. Nunca sabrás que lloré el resto de la madrugada. Quizá tú también lo hiciste al quedarte solo en la esquina.

Pero por nada del mundo iba a volver contigo. La vida, Diego Armando, nos había estropeado. Ya éramos dos seres irrecuperables para el amor mutuo. Tempranas ojeras y recónditas penas, estimuladas por el licor, la droga y las bacanales, comenzaban a ajar mi rostro. Mis emociones, mis auténticas emociones, ya no existían. Ahora era la diosa del sexo, la gran empresaria de la clandestinidad, por quien los hombres quemaban fortunas.

Por eso rumio ahora mis pesares. Por eso estoy borracha. Recuerdo que cuando por primera vez pisé una casa de citas encontré en la puerta una bombilla de luz roja. Aquello me impresionó. Alguien me explicó que ese era el distintivo de la prostitución por ser el color de la pasión. La carne, la sangre, los instintos son rojos. La luz roja quedó desde entonces encendida en mi cerebro. Es el sello de mi profesión. Y siempre que miro con melancolía esa lucecita que mantengo prendida en el recinto de mis concupiscencias, donde tú quisiste acostarte conmigo, siento que algo se alborota en mi interior.

No te permití que me poseyeras en semejante escenario, tal vez por decoro, ¿sabes?, porque también las prostitutas tenemos principios. Tú mismo, como autor de mi primera experiencia sexual, que a la larga sería mi mayor frustración, estás asociado con esa luz roja.

Hoy lloro mis desventuras en esta madrugada de nostalgias. Estoy sucia de hombres y podredumbres y ya nada me falta por conocer en la cadena de eternas orgías donde noche tras noche vendo mi cuerpo entre licores y aberraciones.

Cada hombre es un mundo. O mejor, un infierno. Todos quieren cosas nuevas en el amor, actos extravagantes, y a todos hay que complacerlos, así te repugnen hasta el infinito las propuestas que te hacen. Hay momentos en que ya no te perteneces y no puedes negarte a los mayores excesos, porque para eso te pagan. Desde que le pongas tarifa a tu cuerpo debes obedecer. Tu cliente es el que manda.

Cierras entonces los ojos, o los mantienes bien abiertos, como lo prefieras, y te hundes, sin poder evitarlo y además sin gozarlo, en los abismos de la pasión ajena que tú, tonta muñeca de placer, avivas con tu equívoca colaboración. No todas las mujeres de la vida alegre somos indecentes, ¿me lo creerás? Algunas somos románticas. Románticas, Diego Armando.

Y si por lo menos pasara rápido el acto repugnante. Pero hay hombres rastreros, dominados por los peores instintos, que te tocan por todas partes, te colocan en cuanta posición han aprendido en el cine porno, te lastiman, te rebajan a la condición de animal. Y no se conforman con hacer lo que quieran en tu cuerpo siempre disponible y siempre humillado, sino que te obligan a las más sórdidas concupiscencias. Hay hombres que apestan. Así, tu pobrecita Mónica, a la que convertiste en la Lety del sexo, camina arroyo abajo hacia su destrucción.

–¡Más trago, cantinero!

¿Pero sabes una cosa? He decidido ir a buscarte. Quizás aún no sea tarde para recomponer mi vida. Sí, por Dios que lo haré mañana. Vives solo y me necesitas. Yo te añoro. En el pueblo no nos conocen. Así quedará fácil borrar el pasado. ¿Pero qué barbaridad estás diciendo, Lety? ¿Acaso el pasado se puede borrar? En fin, querido, tomaré la maleta y te llegaré de sorpresa. Mañana es mi cumpleaños. Es posible que todavía resucite Mónica… ¿Por qué no lo intentamos?

Cumplí el plan. Soy mujer decidida. Te llegué sin avisarte, como lo había programado, porque además quería hacer emocionante el encuentro. En mi maleta llevaba una botella de champaña para que festejáramos mi cumpleaños. Tal vez para que selláramos nuestra unión definitiva. Pero no te encontré, querido.

–Perdone, señora, pero el señor murió hace tres años –me dijo una mujercita mientras me repasaba con curiosidad.

Dejó que me repusiera de la sorpresa y prosiguió:

–¿Su nombre es Mónica?

–Sí.

–Lo adiviné. Es usted la misma de la foto que el señor mantuvo siempre sobre la mesa de noche. Siento darle esta noticia.

–¿Era usted su amante? –le pregunté.

-No. Yo le tenía arrendada la pieza.

La dejé hablando sola y me alejé. Recordé que no había vuelto a recibir tus mensajes el día de mi cumpleaños. Tres años exactos hacía que no te comunicabas conmigo. Sentí los ojos humedecidos. Una luz roja –intensa y dolorosa– volvió a encenderse en mi cerebro.

Y aquí me tienes, en esta nueva madrugada, pensando en lo que ya no es posible.

Revista Aleph, N° 105, Manizales, abril-junio/1998.

 

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