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Archivo para jueves, 10 de noviembre de 2011

Ficciones y realidades

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La Asociación de Colombianistas Norteamericanos, fun­dada en 1983 por Raymond L. Williams, viene cumpliendo destaca tarea en su misión de investigar y difundir, so­bre todo por los pueblos de América, conocimientos so­bre Colombia. A Williams lo sucedieron en la presidencia Jonathan Tittler y Raymond D. Souza. Prestigio­sos profesores norteamericanos los tres, son expertos en litera­tura latinoamericana y grandes amigos de nuestro país.

Se han realizado los siguientes congresos de la mayor trascendencia para el debate de nuestra cultura: primero, en Quirama (Antioquia); segundo, en la Universidad George Washington; tercero, en la Universidad Javeriana; cuarto, en la Universidad Cornell; quinto, en la Universidad de Cartagena; y sexto (que acaba de pasar), en la Universi­dad de Kansas.

Aparece ahora, en coedición de Tercer Mundo con la Universidad de Cartagena, la compilación dirigida por Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams de los principales trabajos que se presentaron en el congreso efectuado en Cartagena (agosto de 1988), en el libro titulado De ficciones y realidades. Este evento contó con la presencia de los expresidentes de la República doctores Ló­pez y Betancur, lo mismo que de notables intelec­tuales tanto de Colombia como del exterior. Como presidente y copresidente honorarios de la reunión, tomados de sorpresa para mayor honor, fueron proclamados los doc­tores Otto Morales Benítez y el canadiense de origen ale­mán Kurt Levy.

Hay que aplaudir estos foros de la cultura que se realizan como terapia intelectual en momentos como los actuales de perturbación pública. Las siguientes palabras del presidente de la Asociación, señor Souza, resultan certeras: «Tenemos más fe en el diálogo que en la violencia, y preferimos el con­flicto de palabras al conflicto de armas».

El doctor López Michelsen, que abrió las sesiones, señaló: «A un gran florecimiento de las artes, desde la novelística hasta la plástica, corresponden manifestacio­nes propias de una sociedad primitiva». Y el doctor Betancur, que clausuró el encuentro, hizo el siguiente co­mentario sobre la confusión que vive ahora el pueblo colombiano: «Habría que averiguar el origen de la proclividad de tanto colombiano hacia formas de conducta fácil, esa tendencia a acortar el camino, a ‘echar por la trocha’, a no pagar el precio justo, a optar por la solución más expedita así sea ilícita».

Valiosos juicios, los tres que anteceden, sobre nues­tra problemática social, como telón de fondo de esta reu­nión de escritores –y los dos expresidentes de Colombia lo son en alto grado–, para hacer pensar sobre la Colombia intelectual y la Colombia convulsio­nada.

El encuentro, de relevante categoría tanto por la calidad de los asistentes como por los temas que se debatieron, deja selecto material escrito, recogi­do en el libro a que atrás se hizo alusión, sobre la li­teratura y la historia colombianas. Libro de gran utili­dad cuando se quiera ampliar el conocimiento sobre la obra de los escritores analizados, a saber: Álvaro Cepe­da Samudio, Luis Carlos López, Gabriel García Márquez, Jorge Artel, Héctor Rojas Herazo, Marvel Moreno, Roberto Burgos Cantor, Rafael Humberto Moreno-Durán y Orlando Fals Borda.

La literatura costeña, que a partir de La casa grande y de Cien anos de soledad creó un nuevo hecho en las le­tras nacionales, fue objeto de especiales escrutinios. La figura de Álvaro Cepeda Samudio ocupó amplio espacio en las exposiciones. Dos de ellas, la de Otto Morales Benítez y la de Germán Vargas Cantillo, son admirables. Ambos  conocieron y trataron al personaje, y lo enfocan tanto desde el punto de vista humano como literario. Aportan hondos conceptos sobre este hombre-ráfaga que escribió, en tan pocas palabras, una de las obras más sustantivas de la literatura nacional.

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Es oportuno agradecer el interés norteamericano –el de sus universidades y el de sus catedráticos y críticos literarios– por la cultura colombiana, o sea, por este pue­blo que, hoy en la adversidad, le dice al continente y al mundo que es grande a través de sus tradiciones y de sus hombres de letras.

El Espectador, Bogotá, 5-XII-1989.

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Misiva:

Merece mis gracias la columna que le ha dedicado a Ficciones y realidades. La verdad es que nuestro trabajo no llegaría a conocerse por prácticamente nadie si no fuera por el trabajo divulgador de los periodistas. Lo felicito por las innumerables contribuciones que ha hecho y sigue haciendo a la vida cultural colombiana. Jonathan Tittler, profesor de Literatura Hispánica, Ithaca, New York.

Bolívar y la universidad

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El nuevo académico de la Sociedad Bolivariana, doc­tor Jorge Enrique Molina Mariño, rector de la Universi­dad Central, disertó a su ingreso a la entidad sobre el significado histórico de Bolívar como promotor de la cul­tura y la educación universitaria. Recordó el doctor Mo­lina, como introito de su excelente trabajo, esta frase estelar del discurso del Libertador en el Congreso de An­gostura: «Moral y luces son los polos de una República».

Con tales conceptos libró todas sus batallas, las per­sonales y las del Gobierno. Con la moral y la inteligen­cia derrotó la esclavitud de los pueblos e implantó el imperio de la democracia. Junto a los pertrechos cargaba siempre la imprenta como arma poderosa de sus escaramuzas guerre­ras. Y no se conformaba con la simple impresión de boletines sino que reclamaba de sus colaboradores pulcritud tipográfica y severidad gramatical. El periódico era para él medio insuperable de comunicación y de difusión de las ideas.

En sus correrías bélicas transportaba además bue­na cantidad de libros, que leía y estudiaba con la vora­cidad del autodidacto ejemplar que siempre fue. Dos de esos libros, El contrato social, de Rousseau, y El arte militar, de Montecuccoli –verdaderas joyas que le habían sido obsequiadas por el general Wilson–, pertenecieron a la biblioteca de Napoleón. Bolívar dispuso en su testa­mento que esos libros fueran entregados a la Universidad de Caracas, gesto con el que demostró su predilección por las universidades como guardianas de la cultura.

Fue fundador de varias universidades en los países por él libertados, y el inspirador de sustan­ciales principios y reglamentos que se encuentran consagrados en nuestros días. En su última estadía en Caracas proclamó normas de gran avance para la época, como la autonomía universitaria, la política de puertas abiertas, la participación de los estudiantes en la vida de la institu­ción, la exención del servicio militar y de otras tareas que pudieran alejarlos de su función específica, la fi­jación de rentas seguras para el centro docente, el régi­men de jubilaciones para el profesorado; y como hecho significativo, que pone de presente el interés que le merecía la educación, estableció como estímulo la ju­bilación anticipada para quienes escribieran o traduje­ran libros fundamentales.

Exigía de los profesores que fueran maestros integra­les y no simples transmisores de conocimientos. Fue en­fático en el rigor académico y en las virtudes morales y cívicas, y anotó que la decencia, el decoro, la urbani­dad, la cultura en el idioma, todo debe relucir en los maestros. Consideraba la universidad como el eje de la cultura nacional.

Hoy la universidad, corno lo lamenta el rector Molina Mariño, se ha desviado de aquellas pautas. La presencia de los estudiantes en los órganos de dirección es, en no pocos casos, abusiva y beligerante; muchas universidades han sido convertidas en arena de banderías políticas, y se echan de menos el acatamiento a las autoridades, el respeto a la ley, la consagración al estudio, el amor a la patria y un mayor interés por el desarrollo del país.

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Valioso y oportuno este enfoque del nue­vo académico frente al pensamiento del Libertador. La universidad en general se ha desnaturalizado y ha deja­do de ser centro respetable de las ideas y la superación intelectual. Hay que buscar en Bolívar la orientación pa­ra muchos de los vacíos de la época. Y recordar, si de educación se trata,  que el Libertador no cesaba de insistir en que la ignorancia era terreno abonado para la muer­te de la libertad y el florecimiento de la dictadura.

El Espectador, Bogotá, 30-XI-1989.

 

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Golpe a la cultura boyacense

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se suponía que ya por esta época estaba solucionado el problema financiero del Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá. Pero la situación se ha dejado avanzar desde hace dos años, y ahora los empleados se han visto obligados a decretar un paro laboral como medio para pre­sionar el pago de sus sueldos y llamar la atención sobre la decadencia del organismo por culpa del recorte presupuestal que le impuso el gobierno del departamento.

El presupuesto de la entidad, reducido en un 50%, no alcanza a sufragar los gastos. El personal no recibió es­te año, como los demás funcionarios del Estado, aumento salarial. Con esta economía, absurda e injusta, se busca­ba nivelar las cifras, y como de todas maneras la restric­ción es drástica, los sueldos se atienden con demoras y los gastos de funcionamiento se hallan castigados con se­veridad, hasta el punto de que el pago de la nómina va a cumplir dos meses de retardo y la prima de junio está to­davía sin cancelar.

A las cajas de previsión y de subsidio familiar no se les cubren, dentro de la misma política de errónea auste­ridad, los aportes que el patrono debe hacer para benefi­cio de los afiliados. Tampoco existe dinero para erogacio­nes tan elementales como el aseo. No ha habido recorte de la nómina pero sí renuncias de varios funcionarios que se han visto precisados a acudir a otros empleos. Esto equi­vale a una disminución de personal, ya que los cargos se han dejado vacantes.

Desde tiempo atrás se habla de una reestructuración del instituto y ésta no se ha visto ni se sabe en qué con­sistirá. Lo único cierto es que el gobierno seccional le ha propinado duro golpe a esta institución de tanto arraigo en Boyacá. La Escuela Superior de Música es la mejor de Latinoamérica y representa, no sólo para Boyacá sino para el país, título de honor más allá de nuestras fronteras. La Orquesta Sinfónica de Vientos de Boyacá tiene más de cien años de existencia y osten­ta una de las tradiciones más ponderadas del arte colom­biano.

El perjuicio no es sólo para el personal de la ins­titución, que ha tenido que afrontar serios tropie­zos para el sostenimiento de sus hogares, sino para los alumnos que se capacitan en diferentes discipli­nas. Hoy está en peligro, debido a la huelga, la culmina­ción del año académico de 450 alumnos que cursan estudios en música y en artes plásticas. Y si las cosas siguen co­mo van, también se verá afectado el Aguinaldo Boyacense, uno de los espectáculos más celebrados en el país, por la ausencia de las escuelas de música del festejo po­pular.

Cuando se antepone el simple afán económico al con­cepto de cultura (y parece que en esto estriba todo el problema), suceden episodios lamentables come éste de Boyacá. No es sensato, ni conveniente ni patriótico, mutilar la vida de este organismo meritorio sólo porque no produce dinero. Y tampoco votos. Los gobernantes deben saber que la cultura está por encima de los menesteres económicos. Enderezar las finanzas del departamento sacrificando la cultura no tiene ningún mérito. La gracia sería hacer producir los orga­nismos realmente productores del dinero. Y castigar (lo que también es producción) las manos que cercenan los bienes públicos.

Una junta de exgobernadores se ocupó en días pasados de este y otros apremios de la vida boyacense. Sin embargo, la enfermedad no ha sido atacada. Al señor gobernador, un joven inteligente y bien inten­cionado, le decimos: salve usted la cultura boyacense. Boyacá es tierra culta por tradición. No rompa usted, se­ñor gobernador, tan bello legado.

El Espectador, Bogotá, 27-XI-1989.

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El impulso de Paipa

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Mucho va de la Palpa rústica que decantó Armando So­lano a la Paipa de hoy que, 36 años después de su muer­te, ya se trepó al carro irreversible del progreso. En los tiempos de Solano existía la aldea pastoril y elemen­tal –imposible de recuperar cuando se ha perdido–, enmar­cada en paisajes soñolientos y bañada por las aguas tran­quilas de sus dos ríos; y hoy, cuando el zarpazo de la vi­da moderna le quitó placidez al campo y contaminó las co­rrientes de los ríos, es otro sitio.

Ya no es Paipa, mi pueblo –el de Armando Solano, tan bellamente definido por él en escrito de 1943–, sino un lugar en permanente crecimiento, todavía encantador, toda­vía agreste y hospitalario, pero menos sosegado. Es nor­mal que esto les suceda a los pueblos. Las nuevas épocas imprimen otro ritmo y otro estilo. Conforme pasa el tiem­po sobrevienen cambios inevitables, unos silenciosos y otros acelerados, unos provechosos y otros destructores, unos metódicos y otros revolucionarios. Pero todos carac­terísticos de la evolución social.

La metamorfosis de Paipa no es de ahora sino que arran­ca de treinta anos atrás. En página que tengo a la vista, Eduardo Torres Quintero, uno de los mayores co­nocedores del alma boyacense, anotaba lo siguiente en 1962: «Paipa dejó de ser una bella durmiente rústica para con­vertirse en una recién casada que ostenta las ojeras vio­letas de su luna de miel con ese esposo brusco, gritón e impositivo que se llama el progreso».

No quiero decir con lo anterior que el pueblo, hoy con ganas de ser ciudad, haya sido mejor en la época de la quietud de lo que es en ésta de la velocidad. No. Sencillamen­te es distinto. En los años de la juventud de Solano tenía ocho mil habitantes, y hoy ya pasó de los cuarenta mil. Ha crecido cinco veces y esto es como cambiar de piel. En aquellos tiempos se vestía de negro y la música era moderada y casi no se sentía. En los actuales, de colorines y estrépito, se trocó el luto por las vestimentas multicolores, y la música silenciosa por las de las bandas de los concursos decembrinos que repercuten en todo el país.

Todo esto lo he hablado con el joven alcalde del muni­cipio, Julio César Vásquez Higuera, exponente de las nuevas generaciones. Tuvo él la amabilidad de explicarme, en asocio de su equipo de colaboradores, una se­rie de cifras y proyectos de su administración que me con­firman, sin equívocos, que Paipa ha dado el gran salto al futuro. Ya se embarcó en el futuro.

Obra fundamental de este alcalde (el primero elegido por el pueblo) es la del acueducto y el alcantarillado, cuyo costo se aproxima a $ 500 millones. Era un proyecto prioritario, tal vez desde que Solano tomaba el agua pura de sus ríos, y que venía aplazándose desde doce o quince años atrás del momento actual. Ahora, en virtud de un dinámico acto de gobierno, se deja asegurado y en marcha el futuro de la población. Paipa, centro turístico de primer orden, carece de agua suficiente y bien tratada para im­pulsar su desarrollo. Increíble pero cierto.

El pasado histórico del municipio, rico en acontecimientos y hombres prestantes, habrá de afianzarse con su progreso local. El Pantano de Vargas y el Convento del Sa­litre son hitos de ese ayer un poco desdi­bujado hoy, el de la libertad y el de la religiosidad. Bolívar siempre tuvo entre sus mejores recuerdos la haza­ña de Rondón cuando derrotó a Barreiro con sus intrépidos lanceros en el potrero del Cangrejo.

Paipa entiende el modernismo co­mo necesidad vital para no divorciarse de ese «esposo brusco, gritón e impositivo que se llama el progreso», con el que seguirá conviviendo a sus anchas.

El Espectador, Bogotá, 12-XII-1989.

 

 

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¿Se están acabando los lectores?

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En el aeropuerto se hizo lustrar los zapatos. Tenía aspecto de ejecutivo. Me quedó de vecino en la sala de espera y me miró de soslayo. En seguida se puso a leer el periódico. Cuando no hay con quién platicar, el pe­riódico es el mejor interlocutor. Una de las caracterís­ticas de los aeropuertos es la soledad, por más que nos movamos entre la multitud.

Mi vecino se consumí en la lectura de El Espectador. ¡Qué bien!, pensé. Deseaba saber si había salido mi artí­culo. Lo descubriría cuando el viajero con pinta de ejecu­tivo abriera la página editorial. Pero había comenzado al revés, por la deportiva. Llamaron a bordo. En el trayecto busqué un ejemplar de mi diario y no lo encontré. Me ofrecieron  El Espacio, con su tradicional exhibición de des­nudismo. Una rubia seductora en las alturas no es lo más aconsejable, medité. Sobre todo si es de papel. Por con­siguiente, la desprecié.

En el recinto del avión volví a quedar, por maravillo­sa coincidencia, al lado del señor con trazas de ejecuti­vo, que me miró por encima de las hojas en desorden. Seguía absorto en la lectura y ajeno al nerviosismo que ataca a la mayoría de los transeúntes aéreos. Ya acomoda­do en mi silla, me sentí triunfante. Ahora sí sabría de mi nota. A los columnistas nos pasa algo extraño: cuando nos vemos en letras de imprenta nos elevamos. Un escritor en las nubes es lo más soberbio del mundo.

Mi vecino continuaba entretenido en las noticias de de­portes. Entonces saqué el bolsilibro que siempre cargo en los viajes y retomé la lectura. ¿Quién asesinó a Ankarets? (el título del libro) me lo revelaría, en dos viajes más, Herbert Adams, mi novelista de turno. Ya posesionado de las alturas, el jet parecía dormido entre las nubes. Cuando mi vecino le dio vuelta a la página, calculé que ahora sí buscaría el principio. Pero no. Seguía leyendo al revés.  ¡Qué lector tan extraño!, protesté en mi intimidad. Luego, por una sonrisa suya, adiviné el gol retundo de su equipo.

El jet y mi compañero de silla continuaban embebidos, el uno en los espacios infinitos y el otro en los deportes eternos. Íbamos ya por la mitad del viaje y el ejecutivo apenas había visto las dos hojas finales. Hasta que, con expresión de gozo, se manifestó enterado de todos los goles y todas las algarabías de los estadios. De pronto se detuvo. Con un bolígrafo se dedicó al crucigrama –y esta vez el pre­sunto ejecutivo apareció con cara de intelectual–, pasatiem­po que abandonó a los tres minutos al no fluir las soluciones. Saltó dos, tres, cuatro páginas. Cuando llegó al co­rreo de los lectores hizo una nueva parada.

Me hallaba en vecindad de mi posible artículo, que ya casi se descubría con caracteres magnéticos. Luego, con increíble acrobacia, pasó a la página primera, donde apa­recían los muertos del día anterior y el anuncio de los nuevos impuestos. ¡Horror! Se mostró desencantado con es­ta mezcla de goles, crucigramas indescifrables, muertes violentas y gravámenes inatajables. Y cerró el periódico. Cuando esperábamos la entrega de las maletas le pregunté:

–¿Qué dice el editorial de hoy?

–¿El editorial de hoy…? –repuso–. ¡Ah, sí! ¡La pági­na editorial! La leeré con reposo en mi casa. Usted sabe que esta sección es la más seria, la más intelectual del periódico. Hay que leerla con más reflexión.

Tomó su maleta y se fue en busca del taxi. En su sem­blante sorprendí una ligera sonrisa. De ironía o de des­precio, no sé. Más adelante, suponiendo que yo no lo veía, arrojó el periódico en la caneca de la basura y se perdió en la muchedumbre.

¿Se estarán acabando los lectores?, me pregunté más tarde, y me acordé, a propósito del falso o real ejecuti­vo, que también el mundo es de fachada y de ficción. Tal vez los lectores nunca se terminen, pero ciertas aparien­cias indican que la sociedad es hoy más superficial, aun­que también más ostentosa.

El Espectador, Bogotá, 24-XI-1989

 

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