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Archivo para jueves, 10 de noviembre de 2011

Cúcuta, modelo de arborización

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Esta vez le he encontrado a Cúcuta un nuevo atracti­vo que antes no había descubierto: el de sus árboles. En la portada del directorio telefónico aparece una ave­nida de árboles entrelazados que dibujan, en vigoroso abrazo de hermandad, un contorno maravilloso. Son árboles musculosos y tupidos que le dan sombra y poesía a la lla­mada Calle del Farol, o Calle del Túnel, uno de los sitios más atrayentes de la ciudad.

Los cucuteños, conscientes y orgullosos de este pa­trimonio de árboles que ellos han consentido a través de los tiempos, le han agregado al terruño nuevo tí­tulo fascinador: Cúcuta, Ciudad Bosque. Nada tan legi­timo como proclamarla con acento telúrico, si toda ella, desde su primera calle hasta el barrio más escondido, es­tá invadida por la floresta. Parece como si la montaña se hubiera trasladado de los alrededores para erigir, en ple­no corazón de la urbe, un monumento al árbol.

En sus parques y avenidas el aire juega con los soles caniculares. Cúcuta respira con poderosos pulmones, oxi­genados de viento fresco y esencias aromáticas. Si el ejemplo se extendiera a todo el país –¿y por qué no?– ha­ríamos de Colombia una inmensa arboleda. ¡Qué hermoso se­ría transformar la sequedad de ciertos pueblos por la frescura que dan los árboles! Ellos transmiten vida. Dan ejemplo de buena salud y reconfortan el espíritu.

Colombia, País Bosque. Ese sería el emblema perfec­to, sugerido por los cucuteños, para esta nación de tan marcada entraña campesina. Pero en lugar de proteger este tesoro nacional y transplantarlo a pueblos y ciuda­des, nos hemos empeñado en destruirlo. El atentado per­manente contra la naturaleza esteriliza las tierras y produce pobreza ecológica. Hay regiones gravemente enfermas, como la vía a Buenaventura, que agoniza por falta de defensas naturales. Los abusos en la explotación made­rera han causado grandes catástrofes a lo largo de nues­tro territorio. Este, como ironía, es uno de los más ricos del mundo en bosques, ríos y tierras feraces.

Cúcuta ha entendido lo que significa sembrar árboles. Aprendió a mantenerlos y embellecerlos. No se conforma con verlos de pie en los sitios públicos, como centine­las de la civilización, sino que los mima en las residen­cias, en los colegios, en los hospitales, en la apartada escuela del barrio. El acacio, el cují y el almendro son los amigos más fieles del cucuteño. Son seres vivos que crecen con las familias.

La Cámara de Comercio de Cúcuta, presidida por Juan Alcides Santaella y estimulada por la alcaldesa Marga­rita Silva de Uribe, viene publicando interesantes boletines dirigidos por Fernando Vega Pérez, los que destacan los actos positivos de la ciudad. En el último número se recoge una bella página: Elogio del árbol, escrita por monseñor Luis Pérez Hernández, primer obis­po de Cúcuta, muerto hace 30 años. «El árbol –dice el prelado– coopera a la formación y engrandecimiento de la patria porque da tierra buena, porque invita a pen­sar y ayuda a triunfar».

En el mismo boletín se rinde homenaje a Ramón Pérez Hernández, muerto hace 50 arios, hermano del obispo-ecólogo y gobernador que fue del departamento. Se recuerda de él un excelente escrito sobre los habitantes de tie­rra caliente o tierra fría – de donde sacan el tempera­mento–, trabajo que se titula Análisis espectral del Norte de Santander.

En Cúcuta el árbol es un personaje. Un amigo del hombre. Un socio de la civilización. Se sale de la ciudad con aire fresco y con deseos de contarle a Colombia este hallazgo de la cultura arborizada, un modelo para imitar.

El Espectador, Bogotá, 22-VI-1990.

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El final de la revista Nivel

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la edición número 308, del mes de agosto pasado, Germán Pardo García dio por finalizada la existencia de su revista Nivel, que había fundado en Méjico, a instan­cias del presidente Eduardo Santos, en enero de 1959. Cerca de 31 años de labor continua de esta gaceta cultu­ral que puso en alto el nombre de Colombia por los países latinoamericanos significan una proeza.

Dos motivos fundamentales determinaron esta dura de­cisión para quien ve concluido un esfuerzo gigante: el encarecimiento de los costos de impresión y la salud, cada vez más menguada, del poeta-director. Germán Pardo García, tan ajeno a los afanes monetarios, sostuvo con su propio peculio la vida de la revista, haciendo verdaderos milagros para que cada número viera la luz y lle­gara a escritores notables del continente e in­cluso del mundo.

No lo movía interés diferente al de ren­dirle tributo a la cultura, sin reparar en su propio bolsillo cada vez más estrecho, y divulgar la obra de los escritores. Nivel fue siempre una revista abierta a todas las ideas y todos los trabajadores de las letras.

Como no recibía avisos publicitarios, lo que para él era casi una ofensa, bien se comprenderá hasta qué gra­do de abnegación, que al propio tiempo lo es de elegancia, llegó nuestro poeta. En los últimos números apa­recía, solitario, un mensaje de divulgación del Museo de Oro del Banco de la República, que más se asemejaba a una noticia cultural que a una propaganda, y que Pardo García, a regañadientes, aceptaba por amable presión de Otto Morales Benítez para conseguir algún apoyo financie­ro en momentos apremiantes de la publicación.

En otra época crítica, años atrás, el doctor Belisario Betancur le llevó, siendo presidente de la Repúbli­ca, una partida generosa con la que se aseguró por buen tiempo la continuación de la revista. Esto lo revela aho­ra el poeta, con honda gratitud, al final de su ago­tadora jornada, en reportaje concedido al periódico Excelsior donde comunica al pueblo de Méjico, en el cual lleva 58 años de residencia, el final doloroso de su ti­tánica empresa.

Se confiesa agobiado por la edad (87 años) y sobre to­do derrotado por  vieja dolencia que lo ha reducido a una silla. Yo lo vi erguido por las calles de Méjico, hace apenas año y medio, y aprecié su maravilloso esta­do mental y envidiable memoria.

Así, lúcido y espartano, este roble de América que tanto ha enaltecido el nombre de Colombia como autor de una de las poesías más bellas que se hayan escrito jamás, entrega el trofeo por él conquistado en forma modesta y silenciosa. Se lo ofrece, ante todo, al mundo de las letras, y luego al amplio círculo de escritores que recibieron su apoyo a lo largo de tres décadas de lucha creadora.

Germán Pardo García le ha dado más a Colombia de lo que ha recibido de ella. Ha sido esquivo a los laureles. El Premio Nóbel de Literatura, para el que fue varias veces candidatizado, hubiera cumplido en su caso un acier­to indudable. Pero su gloria reside en su poesía: lo de­más es transitorio.

«He aceptado mi suerte con la impasibilidad con que los estoicos griegos aceptaban sus enfermedades», dice en el reportaje a que antes se hizo alusión. Su riguro­sa formación griega, de donde extrajo su amplio bagaje cultural, lo conduce hoy, en la hora de los crepúsculos y las plenitudes, por el universo de su propia producción iluminada, que le deja al mundo una obra de cerca de 40 tomos de imperecedera memoria.

El Espectador, Bogotá, 12-II-1990.

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Entre riquezas y miserias

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El género humano siempre se ha movido entre dos extre­mos irreconciliables: la riqueza y la pobreza. La diferencia de clases arranca desde los mismos oríge­nes de la humanidad. Y ha sido el dinero –el «estiércol del diablo» llamado por Papini– el que más ha contribui­do a hacer desiguales a los hombres; el que más odio y violencia ha desencadenado; el que más guerras ha causa­do; el que más ha envilecido la dignidad de la vida.

El dinero se ha convertido en medio funesto de poder. Ya vimos, en los recientes sucesos de Panamá, que la acu­mulación de dólares millonarios, más que su goce, condujo a un gobernante ambicioso, en otros tiempos simple habi­tante de barriada y luego el general prepotente sosteni­do por la fuerza de las armas, a implantar uno de los regímenes más oprobiosos de su pueblo. Cautivo ahora en una cárcel de Estados Unidos, de donde difícilmente saldrá, es un pobre diablo que nunca comprendió –y ya es tarde para rectificar la equivocación– para qué sirve una fortuna de dólares astronómicos que sólo puede pro­ducir desequilibrio.

Los grandes jefes colombianos del narcoterrorismo, que sobresalen en el mundo como los fabricantes más hábiles y más veloces de incalculables tesoros mal habidos, no cuentan con un metro de tierra de tranquili­dad. Para sostener su imperio han cometido las mayores in­justicias y los peores sistemas de tortura contra sus conciudadanos. En esta ciega batalla han sido también sacrificados amigos y familiares.

Uno de esos capos cayó entre las balas de la justicia, acorralado por sus propios actos estrafalarios y antisocia­les. Con él se derrumbó, sin pena ni gloria, otro caudal desconcertante del dinero fácil, de la riqueza fabulosa que casi no encuentra sitio en Colombia para comprar un instante de sosiego. Repudiado por la ciudadanía, tu­vo que ser enterrado en la fosa pública, como si se tra­tara de un alma sin dolientes; y de allí lo rescataron personas caritativas para ser trasladado a Pacho, su tierra natal, donde le ofrecieron una tumba con nombre propio, pero tan común como la de cualquier oscuro parro­quiano de la población.

La gente no ha aprendido que las grandes fortunas só­lo causan infelicidad. Como es imposible controlarlas y disfrutarlas, hay que ser esclavos de ellas. La pug­na por la posesión de los bienes materiales, tan anti­gua como el hombre, es el factor más determinante de la hostilidad humana. Los hermanos se pelean y las familias se desintegran cuando olvidan, por rendirle tributo al becerro de oro, que existen otros motivos fundamentales para la superioridad del ser humano. Los pueblos se destruyen cuando descienden a los abismos de la corrup­ción y el apetito desmedido de opulencias.

Séneca afirma que «la mejor medida para el dinero es aquella que no deja caer en la pobreza ni alejarse mu­cho de ella». Esta fórmula, tan difícil de practicar, equivale a la moderación de los bienes materiales, que permite ser ricos con el solo usufructo de los ob­jetos indispensables que dan comodidad sin incurrir en el derroche y la ostentación. El hombre, que nun­ca se sacia, ha cambiado el placer de la vida por la per­secución del dinero. Vivir es más difícil que conseguir capital.

*

Enseña un autor anónimo, en ágiles sentencias carga­das de sabiduría, el verdadero sentido de la moneda. Di­ce que con el dinero podemos comprar:

Cama, pero no sueño.

Libros, pero no inteligencia.

Comida, pero no apetito.  

Adornos, pero no belleza.

Casa, pero no hogar.

Medicamentos, pero no salud.

Lujos, pero no alegría.   

Diversiones, pero no felicidad.

Camaradería, pero no amistad.

 

El Espectador, Bogotá, 5-VI-1990.

 

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El exilio voluntario de Helena Araújo

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace varios años adquirí una novela cuyo título me pare­ció sugestivo: Fiesta en Teusaquillo,  de Helena Araújo. Te­nía yo poco conocimiento sobre la autora y, no sé por qué, se me había metido en la cabeza que se trataba de alguna se­ñora burguesa que en los entreactos de su cómoda existencia había escrito este libro ocasional.

Poco a poco el tiempo me fue revelando la identidad de la autora. Supe que era calificada crítica de li­teratura colombiana, residente en Lausana (Suiza), y no en Cartagena o en El Chicó de Bogotá, como llegué a suponerlo por simple ficción. Y descubrí, por excelente reportaje de Ignacio Ramírez y Olga Cristina Turriago en su libro Hombres de palabra, quién es en verdad Helena Araújo. La da­ma vive en Suiza hace varios años y allí disfruta a plenitud del ambiente apropiado –que no halló en Colombia– para su actividad intelectual.

En sus palabras hay nostalgia colombiana. Dolor de pa­tria por lo que aquí no pudo realizar. Ella fue víctima, según sus palabras, «de todo ese andamiaje tieso de Bogotá, que tenemos muchas bogotanas y nos viene de ahí, del conven­to, de la negación del cuerpo, de la frigidez de años. Y des­pués, de ese sentido del deber y del rigorismo impuesto por esa religión que hacía de nosotros masoquistas de vocación».

Marcada por las angustias, obsesiones y pesadillas de sus primeros años, fue preciso, para superar los traumas, buscar otros horizontes. Y se fue a Suiza, bello país del romanti­cismo y la tranquilidad social. Vive pesarosa de su tierra colombiana. En Suiza siente más próxima su patria al dolerle la corrupción, los privilegios de clases, la tragedia social, la falta de oportunidades para los escritores.

Helena no es mala colombiana. Es, ante todo, realista y sincera. Ama a Colombia criticándola con altura. Como eru­dita en letras, se gana la vida en el oficio de profesora y de conferencista por diversos países de Europa. La críti­ca literaria le reporta mayor beneficio que los libros de narrativa. Dice que publicar ficción (y recuerda el caso de García Márquez en sus comienzos) es difícil: mientras los escritores se matan la cabeza, los editores se esconden si no ven el negocio redondo. ¡Y qué bien lo sabemos quienes, como Helena, hemos sufrido los portazos de las editoriales!

Helena incursionó en el periodismo como colaboradora de Eco, Nueva Prensa y Gaceta Tercer Mundo. Es prosista clara y vigorosa (así lo aprecié en su novela), y autora de tres libros: La «M» de las moscas (cuentos), Fiesta en Teusaguillo (novela) y Signos y mensajes (ensayos). Parece que su primera novela, La desadaptada, la encajonó, o la destru­yó, por apatía editorial. Trabaja ahora en otra novela, en busca del lenguaje andrógino. Los grandes amantes de la his­toria –sostiene– han sido andróginos. Es, además, gran fe­minista y defensora decidida de los derechos de la mujer.

Identificada la autora, con esa vehemente personalidad que brota del personaje entrevistado en Hombres de palabra,  leí luego el libro suyo que mantenía en suspenso a la espe­ra de una motivación. Novela ágil, movida por la téc­nica del lenguaje recursivo, que se desarrolla en un solo acto (el que va de las siete de la noche a las cinco de la mañana) en vieja casona del barrio Teusaquillo de Bogo­tá. Y dibuja, en esta fiesta en que actúan el político, el par­lamentario, el gobernador, el abogado, el militar, la gente del común, y hasta el obispo, el mundo de la intriga, de la pasión, del chisme y la veleidad de los cocteles.

Bien logrado cuadro de costumbres, sin dejar de ser novela, donde al calor del trago y al impulso de los ade­manes sociales se repasa el país y se enderezan, en efímera noche de bohemia, todos los problemas imaginables. En­tre la murmuración y el oportunismo, una pareja rompe con su pasado y halla su propia identidad. Aquí ha­bría que situar el alma de la novelista.

*

Me he encontrado, pues, con esta notable escritora colombiana, ni burguesa ni frívola, en su exilio voluntario. Duele que esto sea así. Pero hay que respetar sus razones. Lo cierto en es que en Helena Araújo, inquieta personalidad y mujer madura, que le da honor a Colombia en el exterior, la patria vibra con dolor de ausencia.

El Espectador, Bogotá, 4-IV-1990.

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Misiva:

Agradezco tu muy bondadoso artículo sobre el “exilio voluntario” de la suscrita. Siempre pensando en lo que sucede por allá, considero que si hubiera más gente de tu mentalidad en la República del Sagrado Corazón de Jesús, no se hubiera llegado a la “ley de la jungla”. Helena Araújo, Lausanne (Suisse).

 

Museos de Bogotá

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Valioso legado cultural entrega el alcalde Andrés Pastrana Arango, con el patrocinio económico de los cinco ins­titutos descentralizados del distrito, al recoger en este libro esplendoroso publicado por Villegas Editores una muestra de los 34 museos que existen en Bogotá. Consta el libro de 240 páginas y más de 350 ilustraciones a to­do color, y los textos llevan la firma de Enrique Pulecio Mariño.

La mayor referencia histórica que tiene una ciudad reside en sus museos. Preservarlos e incrementarlos, co­mo debe ser función vigilante de toda sociedad culta, sig­nifica resguardar el pasado para afianzar el futuro. Dia­logar con los museos es lo mismo que buscar nuestras pro­pias raíces y el sentido de la nacionalidad. Hay que aplau­dir este aporte grandioso que hace la administración Pas­trana para que la gente halle el mayor patrimonio que enorgullece a Bogotá, por primera vez reunido en un mis­mo libro.

No es fácil conocer la totalidad de los museos, entre otras cosas porque se ignora la existencia de muchos de ellos. No todos saben, por ejemplo, que la ciudad cuenta con los siguientes lugares exclusivos: Museo Postal, Museo Nacional de Comunicaciones, Museo de Artes Gráficas, Mu­seo de Trajes Regionales de Colombia, Museo de los Niños, Museo del Mar, Museo Francisco de Paula Santander, Museo Colombia, Museo Organológico Musical, Museo Militar, Mu­seo de la Policía, Museo Ricardo Gómez Campuzano, Museo de Desarrollo Urbano, Museo de Arte Religioso, Museo del Siglo XIX.

Tenemos, además, otras obras de extraordinaria trascen­dencia. El Museo Nacional, que fue fundado por el general Santander en 1823, es el más antiguo del continente. Posee reliquias históricas de inestimable valor, y la ca­sa (antiguo panóptico) es una de las construcciones más admirables de la capital. En el Museo de Arte Colonial, que funciona en el viejo claustro de la llamada Casa de las Aulas (construido en 1604), se conserva el más amplio legado de la Colonia.

El Museo del Oro, que tiene resonancia en el mundo en­tero, es el mayor templo de las culturas precolombinas que se ejercitaron en la elaboración de la orfebrería, la cerámica y el oro. Habiéndose iniciado con 335 piezas, la colección liega hoy a 45.000.

Una obra paralela en el campo de la cerámica orfebre y artesanal es el Museo Arqueológico Casa del Marqués de San Jorge, creado por el doctor Eduardo Nieto Calderón cuando ocupaba la presiden­cia del Banco Popular. Esta muestra consta de 16.000 pie­zas de cerámica precolombina y abarca todas las culturas del ayer legendario. Realización plausible la de este ban­quero que entendió (lo que no es usual) que las entidades financieras, fuera de producir dinero, deben preocuparse por el desarrollo cultural de la patria.

Cuado se quiera admirar las artesanías colombianas salidas de todas las regiones debe visitarse el Museo de Artes y Tradiciones Populares. En el Museo El Chicó, dedicado a la memoria de Mercedes Sierra de Pérez, que donó la vieja casona santafereña, el visitante se sentirá en la clásica hacienda sabanera, rodeado de mue­bles, porcelanas, vajillas y otros artículos de ambiente europeo combinados con objetos de la Colonia. El Museo de Arte Moderno, viva representación de las tendencias pictóricas del siglo XX, es admirado en toda Latinoamérica.

En la Quinta de Bolívar surgirá, en cada rincón del re­fugio preferido por el Libertador para sus días de descan­so, la personalidad palpitante del prócer. Como era su recinto íntimo, todavía iluminado hoy por la llama ar­diente de Manuelita, Bolívar permanece allí en sus horas de amor y en sus añoranzas guerreras.

En fin, cada museo es un espíritu. En cada uno de ellos brota una atmósfera propia e inconfundible. Esta obra es una incitación para que la ciudadanía acreciente el sentimiento hacia la patria, sus símbolos, tradiciones y costumbres. Visitando museos se comprende la vida y se eleva el espíritu.

El Espectador, Bogotá, 22-III-1990.

* * *

Misiva:

Gracias por la nueva manifestación gentilísima sobre la obra del Museo Arqueológico del Banco Popular. He vivido reconocido por sus nobles y generosas manifestaciones sobre mi paso por el Banco, del cual fue usted colaborador dilectísimo. Sigo y aplaudo sus pasos literarios, periodísticos y aun históricos y me complace registrar su gran actividad intelectual. Eduardo Nieto Calderón, Bogotá.

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