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Hombres de palabra

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Ignacio Ramírez y Olga Cristina Turriago, escritores, periodistas y guionistas de cine y televisión, realizaron una hazaña portentosa: recorrer medio planeta, por espa­cio de cinco años largos, para entrevistar a treinta de nuestros destacados escritores y ponerlos a hablar sobre sus experiencias, secretos, fobias, odios y amores con que han edificado su mundo de las letras. Ignacio y Olga, viajeros  de geografías y de libros, tu­vieron que leer antes mucha literatura colombiana, inves­tigar a los autores, averiguar sus residencias y salir en persecución de ellos, donde estuvieran (que podía ser en el lejano apartamento, en el tertuliadero bogotano o a bordo del bus por las carreteras del Huila, y también en Francia, España o Suiza), hasta conseguir sus semblanzas o retratos hablados.

Armados de paciencia y coraje, ya que muchos escri­tores son evasivos o poco abordables, cumplieron doble propósito: localizarlos y ambientar los encuentros para que los personajes se confesaran y dejaran conocer su verdadera identidad, y en otros casos su sorprendente in­timidad. Estas pesquisas fueron recogidas en el libro Hombres de palabra, sustancioso volumen de 404 pági­nas publicado por Editora Cosmos.

Son textos que permiten navegar por los mares procelo­sos de la literatura nacional y captar miserias y gran­dezas, imágenes y emociones, angustias y esperanzas. «El escritor –dicen los autores de la obra– no es alguien común y corriente. Vive en un mundo fluctuante entre la soledad y la muchedumbre (…) El escritor tiene tantas caras como el fantasma de la ópera».

En esta mezcla de estilos y de producciones, que va desde los diablos y brujas de Gómez Valderrama hasta las osadías de Álvarez Gardeazábal, o desde la erudición crítica de Helena Araújo hasta la energía batalladora de Marvel Moreno, aflora un horizonte de vivencias, actitudes, gritos de independencia y amor por las letras. Los en­trevistados narran su mundo y revelan sus manías, sus mé­todos de escritura, sus presunciones y humildades. Para quien comience a escribir, este libro debería convertir­se en manual de consulta. Y para los avanzados, en confrontación de sus propios hábitos y sus an­siedades.

Entre insatisfacciones, rebeldías e incomprensiones, muchos de los que aquí dejan su impronta nos enseñan cuán arduo, aunque irrenunciable, es el camino de las letras. Hay un denominador común: todos son luchadores, unos soli­tarios y otros de espacios abiertos, que se han entrega­do con pasión al reto cotidiano de tan exigente discipli­na. No cambian su destino por nada. «Uno debe hacer de la literatura una especie de amante secreta», dice Ben-Hur Sánchez. «Escribir es el único acto que me hace olvidar el tiempo», proclama Óscar Collazos.

Hay manifestaciones singulares como la de Fernando So­to Aparicio, uno de los escritores más prolíficos e insis­tentes del país, cuando cuenta cómo forja y elabora su na­rrativa. La idea de su próxima novela la desarrolla en la mente por tiempo más o menos prolongado. Y cuando todo le cuadra –ambiente, personajes, temperatura–, escribir la obra resulta un acto simple. Lo ejecuta de un jalón, en jornadas continuas de ocho o doce horas diarias. Su duende oculto le mueve la mano y le aguza la mente, y en pocos días está terminado el nuevo título. La rebelión de las ratas la escribió en 9 días; Hermano hombre, en 13 días; Camino que anda, en dos meses y 13 días, metido en la celda de un convento. Luego corrige con rigor.

En Hombres de palabra están reseñados treinta de los trescientos escritores que hay en el país. Y si Colom­bia tiene 28 millones de habitantes, ya se ve qué ínfima minoría, pero minoría selecta, representa la escuela de los quijotes: el 0.01%. Entre ceros y decimales –o sea, entre apatías y desprecios sociales–, casi no nos vemos. ¡Que vivan los escritores!

El Espectador, Bogotá, 1-II-1990.

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