Cielo guajiro
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Por fin… ¡La Guajira! Desde hacia mucho tiempo, tal vez desde que leí la sensual novela de Eduardo Zalamea Borda Cuatro años a bordo de mí mismo –diario de los cinco sentidos–, ardía en deseos de conocer la tierra remota. Una y otra vez había tenido que aplazar el viaje, hasta que logré, en días pasados, complacer la ilusión tantas veces acariciada.
Esta tierra abierta, quemante y arisca, que se retuerce bajo la inclemencia de soles caniculares, parece que no tuviera dueño. La soledad de sus caminos y la aridez de sus contornos ponen una nota dura en el paisaje. Conforme se recorre su geografía en largas jornadas de sed y sofoco, el alma vuela por las estepas y se encuentra con Dios convertido en desierto. Los indígenas se deslizan por los senderos arenosos y se pierden en sus rancherías.
Una india vieja, que marcha al borde de la carretera con una niña de la mano, se muestra recelosa cuando detenemos ante ella el vehículo. Nos voltea la espalda, pero yo la halago, con un billete, para la fotografía de rigor. Posa con naturalidad, sin preocuparse por su apariencia ajada por los años y la miseria, y sonríe con expresión franca cuando la máquina capta su figura lánguida.
Ya en marcha el vehículo, queda bailándome en la mente la aparición de ese colmillo solitario, el único diente que le queda en pie, que la mujer exhibió en su gesto de gratitud. Creo que he captado en esa imagen fugaz, más que a la típica habitante de La Guajira desértica, las inmensas necesidades que padece la población en materia de salud, de educación, de higiene, de agua potable.
Y viajamos, como contrasentido, sobre un subsuelo rico en carbón y gas, que al país le produce cuantiosas utilidades.
El cielo guajiro es amplio y transparente y todo lo ilumina. Los cactos y los nopales, que se multiplican en maravillosa sucesión de quietud, se aferran con desespero a la tierra. En la alta Guajira, donde el desierto clama en dolorosas densidades, una gota de agua se convierte en maná del cielo.
Esta es La Guajira, la tierra mítica que me hacía falta conocer. Con ella ya tengo cubierto casi todo el mapa colombiano. Ancho territorio caracterizado por sus altas temperaturas, su vegetación espinosa y sus arenas inclementes, rechaza las lluvias y se complace con la sequedad. El viento es puro y corre –como lo probó Zalamea Borda– con sabor a arena, a beso, a mujer, a sensualismo.
En la exótica y lujuriosa Guajira la vida adquiere otras dimensiones. Seduce con sus misterios y conquista con sus encantos. A ella habrá que volver para extraerle sus mitos y leyendas. Básteme por ahora dejar este rastro de una excursión asombrada.
El Espectador, Bogotá, 27-IV-1989.