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La feminidad a prueba

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Ninguna de las dos damas que buscan la Alcaldía de Bogotá, María Eugenia Rojas de Moreno y Clara López Obregón, ostenta en sus carteles publicitarios su condición femenina. Ambas se proclaman como alcaldes.

De ganar una de  ellas el favor del electorado, por primera vez una mujer ocuparía tan alta posición en la historia de Bogotá.  Cargo que, tal vez por su com­plejidad, siempre ha sido ejercido por varones. Alcalde, para las ilustres damas, suena mejor que alcaldesa. Imprime mayor ca­rácter. Por eso, en sus campañas han dejado oculta su naturaleza femenina.

Como la Alcaldía de Bogotá equivale casi a la Presidencia de la República, supongo que los asesores publicitarios —que no tienen por qué obedecer a Argos— prefirieron barnizar ante el electorado, con sutil discreción, la debilidad de la mujer. Alcaldesa, cuando ni el oído ni la tradición están acostumbrados, puede prestarse para equívocos. Al­calde, en cambio, revela mano fuerte, garra, decisión.

Y para que no se les confunda con la mujer del alcalde, o sea, una ca­lidad inferior y subordinada (aunque bien sabemos que en la práctica no es así), estas arroja­das políticas han asumido ca­rácter machista para ponerse a la altura de las circunstancias. A María Eugenia le pintaron la misma expresión de Luis Carlos Galán en la campaña pasada. Sólo le faltaron los espesos mostachos.

Las dos mujeres en compe­tencia se presentan como hom­bres a las urnas. La capital co­lombiana requiere de voz gruesa, de ademán enérgico, de caminado firme, de capacidad hombruna, y aquí desentonaría un ama de casa o una reina de belleza. Por eso, es preciso desmaquillarse un poco para causar el impacto deseado. Como manejar con acierto las riendas de Bogotá significa llevar bien puestos los pantalones, María Eugenia y Clara se los apretaron. Así infundirán certeza sobre sus capacidades de mando varonil.

¿En qué quedamos? ¿Acaso la mujer no busca liberarse y dife­renciarse del hombre? ¿No per­sigue su propia identidad, su soberanía inmarcesible? Las mujeres del mundo entero pro­testan hoy contra los hombres. Adelantan vigorosas campañas para conquistar la igualdad que, dicen, les desconoce su opresor. Quieren ser compañeras, no es­clavas.

Desean los mismos puestos del varón (y por eso, en­tre otras cosas, ellas mismas se están quedando sin empleadas del servicio). Les gusta mandar, gritar, plantear, dirigir a Bogotá. ¡Benditas sean! Es su legítimo derecho, su inatajable aspiración. Para mostrar su personalidad, lo primero que hacen es destronar al competidor, al rival.

Pero terminan de machistas. En lugar de afianzar el gran ta­lante femenino que ellas desdibujan cuando se olvidan de sus delicados atributos, se vuel­ven hombres. Hombres comunes y corrientes, lo que más aborre­cen. María Eugenia, el alcalde. ¿Por qué no la alcaldesa, si en otra época fue la capitana? ¿No es preferible ponerle tono femenino a Bogotá? Clara, el alcalde. Esto no cuadra, no suena bien.

*

Tal vez el enredo no sea para Argos. No se trata de reglas gramaticales sino de influencias sicológicas. La mujer, aunque proteste, no puede prescindir del hombre. Va en pos de él, lo imita, lo suplanta. Abomina de su machismo, y ella misma, en esta rivalidad absurda, se vuelve macho.

Hay algo, con estas damas al­caldes —que serán muchas en todo el país—, que riñe con la lozanía, con la gracia, con el porte femenino. La mujer está perdiendo su feminidad. Se le fue la mano. Por conquistar posiciones, entrega sus encantos. Quiere ser hombre, y esto es detestable. Siendo mujer, también puede ser excelente alcaldesa. El mundo necesita de poetisas de médicas, de gerentas, de presidentas… ¡de mujeres!

El Espectador, Bogotá, 30-I-1988.

 

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