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El hombre nuevo

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La segunda parte del espectacular reportaje –como todas sus esculturas– que el maestro Arenas Betancourt concedió a la socióloga de la Universidad Central, María Cristina Laverde Toscano, y al que me referí en días pasados en esta columna, está dedicada a las reflexiones que suscita en el artista, a los pocos días de ser liberado de su cautiverio, el drama secuestro.

Condenando la represión de la vida, como lo hace con dolor y profundas cavilaciones filosóficas, Arenas Betancourt ensalza el sentido de la libertad. Toda su obra tiende hacia esa meta inconquistada por los colombianos: la libertad. Los caballos dinámicos del escultor, sus lanzas aceradas, sus Cristos agonizantes, su Bolívar vertiginoso, sus estampas de la esclavitud y la muerte, todo, absolutamente todo, le canta a la libertad como un respiro del alma, como un oxígeno de la existencia.

Y situado en Colombia, uno de los países más inseguros del mundo, donde la vida no vale nada y la muerte violenta es la insignia de todos los días; donde secuestrar periodistas y escritores y políticos y ricos —e incluso pobres hombres— es negocio redondo para sembrar el desconcierto y acrecentar las bolsas piratas; donde no importa dejar un reguero de viudas y huérfanos que sollozan por la herida sangrante de esta Colombia descuartizada…, situado Arenas Betancourt ante este cuadro infamante, clama por un hombre nuevo.

Para eso es necesario el exterminio de la bestia. No será posible una Colombia nueva si antes no se purifica el país y emprende el regreso, desde el abismo a que ha llegado, hasta la cumbre de la redención.

E] camino es escabroso. Es el mismo cami­no del Evangelio. Se trata nada menos que de formar una nueva sociedad, de crear otra mentalidad. Para eso es preciso el castigo: castigo a la inmoralidad, a la insensatez, a la cobardía. Castigo a la  monstruosidad del hombre contemporáneo, ese matón de los campos y las ciudades que ya le perdió el respeto a ley y no escucha siquiera el timbre de su propia conciencia adormilada. Castigo a la clase política, que a veces parece que viviera de es­paldas a la realidad y se ha dejado ganar la partida de las reformas sociales; y que en lugar de asumir su misión histórica en este momento de grandes decisiones, es cómplice del desbarajuste nacional.

Pero las sociedades, para que rectifiquen sus desvíos, deben antes purgar sus pecados. Es necesario tocar fondo, como Colombia lo ha hecho, para reaccionar. Este proceso colombiano de descomposición y demencia no se ha  producido de la noche a la mañana. En pocas naciones como la nuestra son tan acentuadas las diferencias entre ricos y pobres. Muchos latifundistas, esparcidos a lo largo de esta geografía asustada, como reductos de épocas que se creían superadas, ignoran que el concepto feudal de esclavitud y explotación es el causante de grandes perturbaciones sociales.

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Arenas Betancourt pregona la necesidad de un líder, de un líder capaz de empujar hacia nuestro verdadero destino de pueblo civilizado, que ya  perdimos hace mucho tiempo. La ausencia de ese líder es la que nos mantiene en nebulosas.

«Sin lugar a dudas –dice–, e insistiendo en mis tesis, nos hace falta un Bolívar, un Morelos, un individuo providencial… un Gandhi,  que logre enfrentar, en la conciencia individual y social, esta terrible violencia que ha rebasado los límites humanos. Alguien que pueda proponerle al país un programa redondo: ideológica, política, social y espiritualmente».

El Espectador, Bogotá, 28-VI-1988.
Revista Nivel, Méjico, agosto de 1988.

 

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