Después de Navidad
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Diciembre es el mes más alborotado del año. Y el más perturbador, a pesar de la alegría que encierra o pretende encerrar. Para muchos hogares es una alegría triste, aunque esto suene extraño. La tarjeta de Navidad representa el mayor símbolo de esta festividad y se convierte en medio idóneo para expresar los sentimientos de la sangre, del compromiso o el protocolo. En los correos, con esta explosión de tarjetas que caminan hacia todas las direcciones, se produce un infarto en el servicio.
Después del suceso, lo más interesante es bajar del árbol navideño esos mudos y elocuentes testimonios, unos de amor, otros de amistad, otros de conveniencia, algunos de falsedad. Todos quedan a la vista como apéndices de sus remitentes. Es como reunir el año entero en un haz de papel y practicar, sobre cada obsequiante, la radiografía de su afecto y de su personalidad, que en otros casos es la expresión de una fórmula social o de un mentiroso cumplido.
Las tarjetas de Navidad no pueden desaparecer. Son irremplazables. Cada una lleva diferente mensaje. Timbradas o manuscritas, todas son portadoras de un secreto. La amistad, como el amor, tiene distintos grados. La doblez, como la traición, usa complicadas armas.
Ese papel impreso, de colorines y buenos deseos, hace tono con la época decembrina y no siempre con los sentimientos. Pero es el correo ideal para hacernos presentes, así nos hallemos a muchos kilómetros de la persona y sobre todo de su alma.
Yo practico todos los años el análisis de las tarjetas recibidas. Y lo hago a distancia de la Navidad, cuando ya se han quemado los globos de la euforia y se han evaporado las ilusiones de una llama efímera. La tarjeta más visible es la que no me llega. La que esperaba pero no fue puesta al correo. Año por año alguien se cuelga en la amistad. Y también, de pronto, aparece un nuevo amigo, que sin embargo queda a prueba de nuevas navidades. A veces el que creíamos el mejor amigo de toda la vida es el gran ausente en esta ocasión.
Tal vez ese amigo o pariente haya resistido, ya en el declive de la fidelidad que creímos imperecedera, la travesía de varios diciembres decadentes. Y al fin vendrá el definitivo, donde se rompe la solidaridad. Es entonces cuando su tarjeta no aparece. La amistad no dio para más.
El lector sabe que esto es exacto en toda relación humana. Nunca la amistad está condicionada al tiempo. Los sentimientos nacen y mueren. La gratitud es, muchas veces, flor de un día. El entusiasmo y los juramentos de amor suelen ser tan caducos como las bengalas navideñas. La vida misma, tan fugaz como una noche de globos y veloces algarabías, pasa como una ráfaga.
Repase usted, antes de llevarlas al cuarto de San Alejo o a la caneca de la basura, las tarjetas recibidas. Descubrirá de pronto que alguien le falló. Ponga en observación, a lo largo del nuevo año, al amigo o amigos ausentes, analícese usted mismo, y verá que algo se ha deteriorado. Como en sentido contrario usted puede ser el añorado, desde la otra distancia es posible que se practique la misma prueba. Si el vínculo era puramente comercial, nada ha pasado: estas son las relaciones más inestables. Si el nexo es el del corazón, aflíjase.
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Pero busque otra u otras tarjetas, las que nunca fallan –que no van pegadas al whisky adulterado, al perfume falsificado, al cuadro inservible, a la generosidad condicionada–, y se alegrará de ser un privilegiado de la suerte. La Navidad, como se ve, es la mejor época de la recordación. También el momento preciso para inventariar los amigos y descubrir las deserciones.
El Espectador, Bogotá, 19-I-1988.